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La aldea no arderá. OSM

Disertación en el Encuentro Sionista Latinoamericano de la Organización Sionista Mundial, el Departamento de Actividades para la Diáspora

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Honrada por haber sido invitada a este encuentro. Honrada doblemente porque, además, está entre ustedes una de mis nietas, le dor vador.

La pregunta por la identidad judía empezó a ser un eje en mi vida después de mis 50 años. Hasta entonces era una judía nominal, es decir, sabía y decía que era judía y eso era todo. Criada en un hogar secular, sin participación en organizaciones de la comunidad judía ni habiendo recibido ataques o discriminaciones, la cuestión no se me planteaba como acuciante.

Yo era muy judía sin embargo. No lo era en base a argumentaciones ni conceptualizaciones sino por linajes e historias, rituales y tradiciones, olores y emociones, éticas y responsabilidades.

La bomba de la AMIA cambió todo. Volvimos a estar en peligro y todo lo que no me había preguntado se levantó entre los escombros y me señaló con el dedo. Como hija de sobrevivientes de la Shoá, el atentado terrorista me colocó, otra vez, en el lugar de víctima. Y comenzó ahí mi camino de aprendizaje y de resistencia, porque nunca acepté a la victimización como eje central de mi identidad.

Los religiosos y observantes no se hacen esa pregunta, tienen la respuesta en los textos sagrados y en los rituales colectivos y en la estructura reglada de su vida cotidiana. Tampoco se lo preguntan los judíos en Israel porque su argumento definitorio e identitario es el piso que pisan, la lengua que hablan y el shabat en que descansan.

La pregunta por la identidad judía nos la hacemos los seculares y los que vivimos fuera de Israel. En nuestra rica diversidad, de ashekanazis, sefaradíes, orientales y tantos otros grupos, ¿qué nos hace judios igual al resto de los judíos del mundo? ¿Cuál es el concepto básico y fundante, si no es la religión, que nos unifica como judíos? Obviamente no el concepto de raza, una falsedad científica puesto que la raza es la raza humana.

Aunque hayan estallidos de antisemitismo transvestidos hoy de antisionismo, estamos viviendo un momento en el que el  mundo es más amistoso que nunca antes hacia nosotros. Esta apertura liberadora comporta la tentación de la asimilación, el matrimonio mixto y el progresivo alejamiento de la judeidad. Este vacío que se abre se llenado por muchos con el Holocausto.

Si la religión no es más el común denominador entre los judíos seculares que vivimos fuera de Israel, identificarnos como herederos del Holocausto aparece como una respuesta tentadora. La Shoá parece venir en nuestro auxilio porque para muchos se ha transformado en el factor común de nuestra identidad. El que el pueblo judío haya sido designado como blanco para el exterminio se volvió una especie de aglutinante identitario que nos iguala.

Para el nazismo así como para el antisemitismo, todos los judíos somos iguales, religiosos o seculares, rubios o morenos, ricos o pobres. Los nazis definieron muy específicamente quién es judío: orgulloso o avergonzado, convertido o no, aceptándolo o negándolo, para ellos, un judío era judío y no dependía de él ni de su militancia religiosa sino de su nacimiento. Sin lugar a discusión, naturalizado y legalizado. Centrar nuestra identidad en la Shoá, en nuestra condición de víctimas, es una trampa mortal. Ser una víctima durante el nazismo no fue una elección. Hoy lo es. Elegir como eje común de la identidad judía la condición de perseguidos y víctimas, no nos es impuesto, es un acto de libertad.

Después de décadas de silencio, cientos, si no miles de papers, tesis, libros, museos, muestras, películas, testimonios de sobrevivientes, han vuelto a la vida y han colocado al Holocausto en el escenario mundial. La sociedad ha abierto finalmente sus oídos cerrados durante tantos años. Para nosotros, la familia del Holocausto, la justicia ha llegado y nuestro doloroso pasado puede ser ahora re-contextualizado de una manera significativa.

Es esencial mantener el ojo atento ante los ataques antijudíos hoy antisionistas y estar alertas y protegidos.

Pero nos vemos ante una cierta paradoja porque vemos personas que se regodean en una especie de perverso placer luego de saber que ha habido un nuevo ataque antijudío, “otra vez”, con el Holocausto como lente y pilar central de una identidad que debe ser mencionado todas las veces que sea posible. Como si un nuevo ataque viniera a confirmar nuestra identidad de manera perversa pero deseada. Y los postings y mails difundiendo esos ataques, inundan nuestras redes sociales. Algunos son fraguados como la difamante información de que en Gran Bretaña prohibieron enseñar el Holocausto que cada tanto rebrota y vuelve a viralizarse,

Si la identidad judía es la de la víctima eterna de los ataques, esta misma definición nos entrampa puesto que requiere de ataques regulares para que sea justificada y validada.

Parece un camino sin salida y un riesgo peligroso. ¿Cómo podemos liberarnos de la victimización si insistimos en usarla como el elemento primordial que nos define?

Soy judía y no acepto ser definida como víctima. Como hija de sobrevivientes creo que es necesario que nos veamos bajo la luz positiva de los valores judíos y que es necesario que continuemos enseñando sobre los peligros no solo de ser un perpetrador del Mal sino también de la amenaza que representa elegir ser una víctima de ello.

Una identidad judía por la positiva tiene mucho más que el klezmer, los knishes y las idishes mames. Tiene nuestros logros, fuerza, persistencia, superación de obstáculos, la creatividad en ciencia, artes, tecnología y la jutzpá para derribar imposibles y construir vergeles donde había desiertos para que la leche y la miel renazcan allí donde durante siglos solo había arena.

Mi mamá y mi papá eran sionistas. allá en Polonia antes de la Shoá.  Iban a conferencias, se instruían y entrenaban en lo que sería su vida de pioneros cuando hicieran aliá. Los veo jóvenes en esas fotos en sepia o blanco y negro, rodeados de chicos y chicas, miradas esperanzadas, vestidos con ropa ligera en el verano polaco, haciendo picnics, aprendiendo a arar la tierra con una azada, nadando en el río, riendo. Pero no pudieron huir de Polonia a tiempo. La leche y la miel de Palestina habían quedado muy lejos. El día a día era sobrevivir un día más, esconderse, evitar ser descubiertos, conseguir alimentos. Y en el verano de 1944 el Ejército Rojo entró en Stryj y encontró a mis padres vivos aunque desgarrados. Fui concebida unos meses después. Nací en 1945 e integro la generación de las Velas del Iurtsait, los que nacimos inmediatamente después del desastre y resumimos el dolor y la muerte por lo perdido y la esperanza de la promesa de la vida y la continuidad.

La idea de hacer aliá entonces no era fácil. La inmigración era clandestina, el viaje azaroso y arriesgado, sin garantía de poder ingresar a Palestina. Y además estaba yo, una bebita que debían proteger. Fue así que llegamos a la Argentina en julio de 1947.

Nos arraigamos acá y el sueño de hacer aliá quedó en un sueño. Se juntaban con otros sobrevivientes y la pushke azul y blanca con el mapa del amado Israel pasaba de mano en mano y cada uno ponía lo que podía para que aquel sueño de Herzl siguiera siendo una realidad.

Hay quien cree que Israel es una consecuencia de la Shoá. No es así. Israel fue una utopía de siglos, tal vez la única utopía hecha realidad. Es cierto que después de mucho bregar y de los obstáculos impuestos por la geopolítica, la Shoá fue el argumento definitivo, el último y el más brutal y ya no pudo ser refutado: la patria judía era un derecho y un acto de justicia y así fue honrado y establecido por las Naciones Unidas.

Si mis padres visitaran Israel hoy se caerían de espaldas. Lo que se ve, lo que se vive, lo que allí sucede supera sus sueños más febriles. Tengo solo dos años más que el Estado de Israel, casi nacimos juntos. Camino por Tel Aviv, levanto los ojos y veo esas torres espejadas orgullosas y mi mirada se humedece pensando en cómo sería si lo vieran mis padres. ¡Qué orgullo habrían sentido! Los imagino mirándose uno al otro en mudas exclamaciones de asombro y emoción lamentándose probablemente el no haberse animado allá y entonces, ¿quién sabe?

Papá adoraba a su colega carpintero Mordje Gebirtig, cantaba todas sus canciones pero la que más conmovía e interpelaba a su alma judía era Es Brent compuesta en 1938 luego de un pogrom en Przytyk.

Imagino a papá en la dorada Jerusalén, en los jardines de Galilea, en las playas de Ashdot, en el Carmel en Haifa, en las plazas de Beer Sheba, los atardeceres de Iafo y los cientos de bosques plantados a mano, en la mágica Ein Guedi, el Golán y Eilat, en el Kotel y en Mamilla, caminando lado a lado con su autor favorito. Ya no tiene sentido cantar el amargo y triste estribillo, aquél “y qué hacen ustedes mirando con los brazos cruzados mientras la aldea arde”, porque en Israel corren vientos de fuerza y arrojo.

El pueblo del libro, el pueblo del eterno deambular hoy es también el pueblo de la tierra, de su tierra y en su tierra. Hoy ser judío es caminar con los brazos des cruzados, mirando al frente porque los brazos finalmente se des cruzaron en un coloso de creatividad y maravillas donde nadie se queda parado mirando porque aquella aldea ya no es una pobre aldea y ya no arde ni arderá.

 

Barenboim y la vergüenza

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Me gusta la música de Liszt. Me gusta la música de Wagner. Me gusta la música de Barenboim. No sus ideas.

Todos tenemos derecho a pensar como nos plazca. Pero hay personalidades tan relevantes que debieran tener el tino de pensar antes de hablar públicamente. El talento musical de Barenboim lo ubica en un lugar de gran responsabilidad. No puede decir cualquier cosa.

Nos avergonzamos de mojar la cama, de que nos vean desnudos, de que seamos descubiertos en alguna circunstancia íntima y privada. No nos avergonzamos de un gobierno. Nos oponemos a él, lo criticamos y/o hacemos algo para cambiarlo. En especial, y no es un aspecto menor, tratándose de Israel, este judío del mundo que, haga lo que haga, es culpable solo por el pecado de ser.

A pesar de su berrinchosa, irresponsable, efectista, sesgada y provocativa declaración de vergüenza, seguiré disfrutando de su música así como siempre hice con la de Liszt y Wagner.

Publicado en Cartas al País de Clarin: https://goo.gl/Lk5AXr 26/7/18

Publicado en Cartas de Lectores en La Nación https://goo.gl/yJZcUL 27/7/18

La aldea no arderá. Cuja

Jerusalén de Oro

Jerusalén de Oro

Mi mamá y mi papá eran sionistas. Iban a conferencias, se instruían y entrenaban en lo que sería su vida de pioneros cuando hicieran aliá. Los veo jóvenes en esas fotos en sepia o blanco y negro, rodeados de chicos y chicas, miradas esperanzadas, vestidos con ropa ligera en el verano polaco, haciendo picnics, aprendiendo a arar la tierra con una azada, nadando en el río, riendo. Pasaron meses esperando el ansiado turno para volver a la tierra prometida. Se casaron, nació su primer hijo, Zenus, y sobrevino la hecatombe menos pensada, la Shoá que los hundió en Polonia sin posibilidad de huir.

La Shoá no se llamaba así todavía. Al principio no se llamaba de ninguna manera, ni siquiera imaginaban que lo que estaba empezando era la Segunda Guerra Mundial. Igual que tantos otros, no recibieron a la invasión alemana como peligrosa. Recordaban que en la Primera Guerra Mundial la conducta de los soldados alemanes había sido digna y el pueblo alemán era visto como culto, educado, refinado, sensible. El antisemitismo en Polonia era parte de lo polaco, algo natural con lo que se contaba, no llamaba la atención ni preocupaba particularmente. De hecho la vida judía en la década del treinta floreció y el iluminismo parecía haber llegado por fin a esas tierras atrasadas. Los judíos participaban de la cultura local, estaban representados en el Sejm -el parlamento-, nada anunciaba lo que iba a pasar. Por todo ello, al principio, no tuvieron conciencia del peligro. La persecución de la alemanidad asesina, fue una sorpresa para la que no estaban preparados. Unos años después llamaron a esos años LA GUERRA, pronunciado así, con negrita, con gravedad y peso y con mayúsculas.

La leche y la miel de Palestina habían quedado muy lejos. El día a día era sobrevivir un día más, esconderse, evitar ser descubiertos, conseguir alimentos. Y en el verano de 1944 el Ejército Rojo entró en Stryj y encontró a mis padres vivos aunque desgarrados por la pérdida de su hijo. Fui concebida unos meses después y al nacer en 1945 integré, sin saberlo aún, la llamada generación de las Velas del Iurtsait, los que nacimos inmediatamente después del desastre y resumimos el dolor y la muerte por lo perdido y la esperanza de la promesa de la vida y la continuidad.

No habían abandonado la idea de hacer aliá, pero no era fácil hacerlo. La inmigración era clandestina, el viaje azaroso y arriesgado, no había garantía de poder ingresar a Palestina y estaban conmigo, una bebita que debían proteger por ella misma y en recuerdo del primer hijo que no había logrado sobrevivir. Fue así que llegamos a la Argentina en julio de 1947.

Mis padres viajaron a Israel varias veces. La tierra prometida que les había estado prohibida ya no lo estaba más, pero se habían arraigado en Argentina, había nacido mi hermano menor, las cosas estaban bien, ellos eran grandes… lo pensaron muchas veces pero ya no, ya se quedarían acá. Se juntaban con otros sobrevivientes y la pushke azul y blanca con el mapa del amado Israel pasaba de mano en mano y cada uno ponía lo que podía para que aquel sueño de Herzl, la nación judía, siguiera siendo una realidad.

Hay quien cree que Israel es una consecuencia de la Shoá. No es así. Israel es un deseo vivo en nuestra hagadá milenaria cuando decimos, año tras año, “le shaná habá b’Ierushalaim”, estuvo antes de la Shoá en el sueño de los ideólogos, pioneros y acariciadores de utopías y en la gozosa jutzpá de quienes asumieron el poder de su propio destino. No se lo debemos a la Shoá. Israel fue una utopía de siglos, tal vez la única hecha realidad. Es cierto que después de mucho bregar y de los obstáculos impuestos por la geopolítica, la Shoá fue el argumento definitivo, el último y el más brutal y ya no pudo ser refutado: la patria judía era un derecho y un acto de justicia y así fue honrado y establecido por las Naciones Unidas.

Si mis padres visitaran Israel hoy se caerían de espaldas. Lo que se ve, lo que se vive, lo que allí sucede está mucho más allá de sus sueños más febriles. Tengo solo dos años más que el Estado de Israel, casi nacimos juntos. Camino por Tel Aviv, levanto los ojos y veo esas torres espejadas orgullosas y mi mirada se humedece pensando en cómo sería si lo vieran mis padres. ¡Qué orgullo habrían sentido! Los imagino mirándose uno al otro en mudas exclamaciones de asombro y emoción lamentándose probablemente el no haberse animado allá y entonces, ¿quién sabe?.

Papá adoraba a su colega carpintero Mordje Gebirtig, cantaba todas sus canciones pero la que más conmovía e interpelaba a su alma judía era Es Brent compuesta en 1938 luego de un pogrom en Przytyk. Veo a papá en la dorada Jerusalém, en los jardines de Galilea, en las playas de Ashdot, en el Carmel en Haifa, en las plazas de Beer Sheba, los atardeceres de Iafo y los cientos de bosques plantados a mano, en la mágica Ein Guedi, el Golán y Eilat, en el Kotel y en Mamilla, caminando lado a lado con su autor favorito. Ya no tiene sentido cantar el amargo y triste estribillo, aquél “y ustedes están parados con sus brazos cruzados mientras la aldea arde”, porque en Israel corren vientos de fuerza y arrojo, los brazos finalmente se des cruzaron, es un coloso de creatividad y maravillas donde nadie se queda parado mirando porque aquella aldea ya no es una pobre aldea y ya no arde ni arderá nunca más. En su jóvenes 70 años hoy exclama de pie, orgullosa y floreciente, “¡Hineni!”, acá estoy y acá me quedo.

Publicado en CUJA http://cuja.org.ar/la-aldea-no-ardera/