Introducción.
Observamos en la arena política y en los medios masivos de comunicación el uso habitual de conceptos que nombran y evocan hechos de espanto como nazi, hitler, goebbels, la imagen de la esvástica y otros, vertidos como epítetos insultantes. Descargados de su malignidad esencial, se ofrecen al mercado de las ideas como productos light, superficiales y de poco peso, que, en su reiteración y abuso, han perdido su toxicidad original. La Shoá es un hecho extraordinario que, como parte del habla común, se transforma en ordinario, incorporado al escenario cotidiano, degradado en una progresiva invisibilización. Cuando lo extraordinario se vuelve ordinario se mueve la frontera entre lo que está bien y lo que está mal, cambian los umbrales, los sentidos y los significados. Usar las palabras referidas a la Shoá fuera de su contexto, aplicarlas a la ofensa personal, a modo de proyectiles destinados a descalificar a alguna persona o institución, abarata a la Shoá, afecta su potencia reflexiva y educativa. Cuando este paradigma del MAL ABSOLUTO se usa como arma, estamos en presencia de la banalización de la Shoá.
¿Qué es la banalización?
La banalización es un concepto propuesto por la filósofa y escritora alemana Hannah Arendt. Enviada por el semanario New Yorker para cubrir el juicio a Eichmann. Sus entregas periódicas fueron publicadas en 1963 como “Eichmann en Jerusalén. Un informe sobre la banalidad del mal”. Lo define como aquel estado en el que se mata (se tortura, se esclaviza, se oprime, se humilla) no por odio, codicia, envidia, celos o venganza sino como consecuencia de una orden impartida por un superior. No se mata como consecuencia de una emoción violenta sino fríamente, como parte de un trabajo, en estado de obediencia debida. Ello requiere la anulación del juicio moral y el atenerse estrictamente al cumplimiento de la orden. El contexto del MAL ABSOLUTO genera las condiciones para que el perpetrador haga el mal de manera banal, sin sentirse responsable. La misma condición de banalidad es aplicable a todos los que cumplen órdenes aberrantes insertos en un aparato o institución dentro del cual su única responsabilidad es obedecer.
Hasta ese momento los perpetradores eran considerados como individuos con alguna alteración psicopatológica o, tal vez, una monstruosidad innata, autistas sociales incapaces de responsabilidad o culpa. La locura o maldad innata los eximía de culpa y adicionalmente nos liberaba a todos los demás. Resultaba tranquilizador creer que si se trataba de locos o malos, eran una excepción, una monstruosidad de la que el resto del mundo, la gente común, normal y cuerda, no se veía afectada. Arendt echó por tierra esta tranquilidad, nos enfrentó con esta noción de que en determinadas circunstancias nadie estaría exento de hacer daño de manera banal, es decir, sin responsabilidad o culpa; abrió nuevas preguntas sobre nuestra propia condición y los límites sociales de la depravación y la crueldad.
Arendt transformó el sentido de la palabra “banalización” para siempre y hoy se refiere a la trivialización de conceptos y hechos que naturalmente indignan, causan disgusto o son delito. Pero, al usarlos de ese modo,les quita peso, más ligeros se digieren mejor, pueden ser incorporados sin generar inquietudes ni incomodidades;no requieren del cansador trabajo de la reflexión. La banalización transforma algo importante en intrascendente, lo normaliza, lo vuelve sustantivo común. Cuando se banaliza a Hitler y se lo esgrime como arma, no se habla ya de ese déspota que hace algunas décadas quiso cambiar la estructura social y biológica del mundo en un delirio autocrático y megalomaníaco, ahora es hitler, un bufón histérico y algo ridículo con un bigote minúsculo que gesticula y habla escupiendo palabras guturales y da órdenes como un payaso risible. Hitler se banaliza en hitler.
El banalizador de la Shoá instala, tal vez sin quererlo, la idea que cualquier cosa es válida cuando se requiere centimetraje periodístico, efectos veloces e impacto inmediato. En el derrame impune de las palabras elegidas para tales efectos -goebbels, nazi, hitler- se advierten dos cosas. Una, la ignorancia del proceso de banalización puesto en marcha y sus consecuencias, lo que es grave para un político o comunicador social, porque desciende los umbrales sociales de aceptación de lo inaceptable. Dos, el conocimiento pobre, superficial y estereotipado sobre la Shoá; no se pretende que todos seamos expertos pero, al menos aquéllos que pretenden representar a la gente, cuando hablan, debieran saber de qué hablan para que sus palabras y sus personas no pierdan credibilidad y confianza.
La Shoá, el MAL y la Humanidad.
Arendt no estuvo sola. Muchos otros más tarde –Todorov, Agamben, Bauman por ejemplo- han elevado la voz ante lo que significó y representa la Shoá. La han inscripto en la sociedad humana como una evidencia de su intrínseca fragilidad moral, lo que nos fuerza a revisarnos en nuestra propia vulnerabilidad y quiebre. Ante determinadas condiciones sociales y políticas, la así llamada “ética” se desmorona y revela la fractura de los modelos morales impartidos con las mejores intenciones por los dispositivos escolares, religiosos y familiares.
Zygmunt Bauman argumenta que la Shoá no es ajena a lo humano ni a lo occidental, por el contrario, aunque totalmente evitable, ha sido una consecuencia de la modernidad. Las mismas estructuras y modos de operar que hicieron tan eficiente la industria de la muerte, eran las que ya regían previamente y son las que siguen rigiendo en nuestro mundo, siguen siendo los fundamentos de nuestra sociedad. El nazismo y su solución final no fue un “rayo fatídico”, una excrescencia azarosa de la sociedad. Bauman sacude nuestra comodidad con su demostración de que este sistema criminal, su invención y realización, está inserto en la civilización y que es una de sus consecuencias lógicas aunque, repito, absolutamente evitables.
Ciertamente, el nazismo fue parte de la sociedad, participó de sus logros y los utilizó en beneficio de sus políticas bélicas y de exterminio. No se creó un aparato social nuevo ni dispositivos sociales diferentes sino que se utilizaron los que existían: organización, planificación, verticalidad, jerarquización y división del trabajo, aceptación de órdenes, burocracia, eficiencia, rapidez, evaluación de costos y desarrollo tecnológico, la noción de que el fin justifica los medios. Todo este aparato contó con la complacencia, complicidad y/o indiferencia de la gran mayoría de la población que admitió, explícita o implícitamente, la política de exterminio total del pueblo judío como un mal necesario. El uso de los dispositivos sociales existentes y conocidos permitió que las acciones fueran llevadas a cabo con frialdad y eficacia, dejando de lado los aspectos personales, eliminando cualquier sentimiento de culpa, estimulando más bien el gusto por haber cumplido la tarea encomendada. Merced a refinadas técnicas de propaganda (cuyos mismos principios siguen utilizándose en la propaganda política y en la publicidad comercial) se transformó la conciencia colectiva en una masa maleable dispuesta a encolumnarse detrás de algunas decisiones que normalmente habrían determinado oposiciones y disidencias. En todas las etapas se contó con la colaboración, muchas veces de muy buen grado, de técnicos, operarios, profesores, académicos, científicos, intelectuales y ciudadanos de buena fe, personas que, en otras condiciones, no habrían aceptado las acciones de crueldad en las que participaron. Los mismos elementos enunciados previamente, son los que constituyen nuestro mundo actual y constituyen tanto su fuerza como su debilidad. Son las instituciones y los dispositivos sociales los que determinan qué está bien y qué está mal, qué hecho se premia y cuál se castiga y mucha de la educación está dirigida a silenciar el espíritu crítico de los educandos, los estimula a obedecer y tomar lo que el maestro enseña como verdades reveladas. Como sucede en la actualidad, también el lenguaje del III Reich, que tan agudamente describió Viktor Klemperer,se cuidaba muy bien de enunciar con eufemismos (hoy diríamos “palabras banales”) las acciones emprendidas con la intención de conservar un estado de aparente normalidad que mantenía anestesiada la conciencia crítica colectiva.
Agamben postula que los campos de concentración y exterminio nazis son el paradigma de la modernidad, han instalado la excepcionalidad jurídica como entidad. El universo concentracionario fue el ámbito de la experimentación médica donde se introdujo una nueva disciplina que llama la bio-política: el prisionero se veía reducido a la “nuda vida”, es decir, excluido de la condición de miembro de la comunidad, era despojado y amputado de su vida privada y del derecho; estaba, existía, pero sin ningún derecho ni siquiera sobre su propio cuerpo. Sostiene Agamben que, en la política de genocidio del pueblo judío, el nazismo instaló este modelo que se replica en la actualidad en grupos de individuos que, como los concentracionados, subsisten de manera dual, también están y no están, dentro y fuera de la ley (piensa en colectivos humanos relacionados con control de la natalidad, venta de órganos, desnutrición, eutanasia, explotación, esclavitud, tortura, genocidio).
El camino a la banalización.
La banalización de la Shoá es un fenómeno reciente, pero comenzó incluso antes todavía de que el plan de exterminio hubiera sido pensado. A partir de 1933 y hasta 1945 los judíos fueron señalados, marcados, perseguidos, echados, acorralados y por último asesinados en el reino de terror del nazismo. Los sobrevivientes, decididos a hablar y contar lo vivido, debieron callar durante décadas porque, entre otras cosas, no había nadie dispuesto a oír. Cuando finalmente se quebró este dique de silencio, sus testimonios derramaron sobre nosotros un espanto indecible. Además de sus voces, decenas de películas prestaron imágenes que recorrieron el mundo. Luego, miles de documentos, investigaciones, tesis de grado y posgrado, textos académicos intentan conocer primero y comprender después, lo que pasó y cómo fue posible. La Shoá ya es de público conocimiento y algunos de sus hitos y conceptos se han vuelto lugares comunes que se dicen pero en los que, infortunadamente poco se reflexiona. Los políticos y comunicadores que necesitan renovar las metáforas de su discurso para concitar la atención de los medios, se apropiaron de estas palabras tan pregnantes. Así Auschwitz, Campos de Exterminio, Gueto de Varsovia, Hitler, Goebbels, Nazi, sucedidos con mayúsculas, son nombres propios que se refieren a lo que ha ganado su triste lugar en la lengua y en la historia, se han minusculizado en su devaluación, se han vuelto banales. En este contínuum que va de los hechos al silencio, del silencio a la aceptación, de la aceptación a la difusión, de la difusión al lugar común irreflexivo, se ha agregado la banalización.
Evolución de las palabras.
Las palabras son materia viva, nominan hechos y relaciones pero, al mismo tiempo, las construyen y las constituyen en un proceso de entretejido permanente. El paso del tiempo y las incidencias de su uso, hacen que las palabras vayan adquiriendo nuevos significados, se tiñan de diferentes cualidades, sean aplicadas por las nuevas generaciones en una permanente y viva actualización. Son materia y producto de la comunicación humana y siguen los derroteros de las interacciones y necesidades. Es tanto lo que se dice acerca de la banalización que hasta ya se ha banalizado a la banalización misma. En parte, y esto también se planteará más adelante, es un desafío para quienes estamos comprometidos en rituales y mecanismos de memoria y ritualización, puesto que requieren de repetición, y la repetición misma lima los bordes agudos y disminuye la fuerza de lo que se dice. Lo que está sucediendo con las palabras relativas a la Shoá, y mientras estemos vivos los sobrevivientes y sus descendientes directos, requiere de nosotros un alerta activo y la decisión de abrir una y otra vez el archivo aludido y volver a las fuentes, o al menos, proponer la discusión cuando se advierta una alteración significativa del sentido.
Cuando se utilizan conceptos relativos a hechos extraordinarios y se los aplican a contextos ordinarios, se banaliza. En la intención de subrayar o enfatizar una idea, es válido y legítimo el uso de la metáfora y la analogía. Un concepto conocido y auto-evidente, con un peso específico que hace innecesaria una aclaración, es un atajo comunicacional de gran potencia. Pero cuando su uso se degrada en insulto o se usa en cualquier contexto o para cualquier fin, la licencia poética pierde sentido. La palabra esgrimida cumple la función de arma pero, en el trayecto, sufre el efecto secundario de la pérdida de su contenido original, se vuelve ruido, ese tren que pasa cada tanto y ya no se advierte, se ha vuelto parte del escenario cotidiano.
Ya el Ministerio de Propaganda del III Reich había enunciado las leyes y principios que debían regir toda propaganda que pretendiera construir opinión y consensos. Uno de esos principios era que debían enunciarse pocas ideas, de manera binaria, con muy pocas palabras y que pudieran ser entendidas por los iletrados, debían ser ideas o conceptos simples que tuvieran eco universal para que pudieran ser incorporadas, metabolizadas y, luego de una insistente repetición, aceptadas por todos como verdades per se. La propaganda política y la publicidad comercial sigue estos mismos principios. Si se quiere cubrir de lodo a alguien o insultarlo, el recurso de apelar a términos relativos a la Shoá asegura que el mensaje será recibido. La exageración, la sobredimensión, el estiramiento de las ideas hasta grados inverosímiles forman parte de la intención: pintar con un trazo grueso inequívoco y terminante. Por ejemplo llamar holocausto prenatal a la ley del aborto.
Contenidos y falsificaciones.
Se acusa de goebbels a todo aquel que sea visto manejando la información de modo sesgado o autoritario. Aplicar alegremente el apelativo de goebbels es una clara evidencia del más absoluto desconocimiento de lo que se está hablando. ¿Quién fue y qué hizo Goebbels? El Ministro de Propaganda del III Reich montó un operativo tan exitoso que consiguió encolumnar a todo un pueblo tras los delirios megalomaníacos de Hitler y convertir a gente común en ejecutores y cómplices de asesinatos masivos. Cualquiera sabe que sin el apoyo de la población civil ninguna medida impopular podrá ser aceptada y ningún estado dictatorial puede mantenerse en el poder. El Ministerio de Propaganda nazi encontró esa veta en la teoría “racial” e instaló la idea y la necesidad de la reingeniería humana para mejorar la “raza”: se mataría así a gitanos, homosexuales, discapacitados físicos y mentales y, por supuesto y de manera central, a todo el pueblo judío. El plan quedó trunco merced a la derrota del nazismo pero, si hubiera triunfado, habría continuado con el exterminio del resto de los “inferiores”: los negros, los amarillos, los marrones, los rojos…, todo el que no fuera blanco, rubio y “ario”. ¿Puede un plan de esta enormidad compararse siquiera con cualquier medida tomada por alguno de nuestros políticos?
La palabra nazi es usada como sinónimo de autoritarismo, obcecación, rigidez y como tal es disparada a diestra y siniestra. Pero el nazismo fue otra cosa que un arranque o estilo autoritario o caprichoso, fue una ideología política impuesta por un estado dictatorial, que propendía a la supremacía de Alemania, primero sobre Europa y, finalmente, sobre todo el planeta. La teoría “racial” y el consecuente asesinato de los considerados “inferiores” no tiene ni un pequeño e insignificante punto de comparación con nada de lo que pudiera acusarse a ninguno de nuestros políticos, por más autoritarios, caprichosos o antidemocráticos que sean.
Los judíos son noticia.
Los conceptos relativos a la Shoá tienen el valor agregado de tocar un tema judío, lo que los hace privilegiados por su pregnancia y peso emocional. Jews are news es una conocida frase del mundo periodístico: los judíos son siempre noticia, la mención a algo judío le da a la información, a la conversación, al intercambio, un plus, un sobreentendido aceptado que genera una complicidad silenciosa. Se puede disentir con casi todo, pero la judeofobia está hondamente arraigada en la cultura occidental, es un atajo privilegiado puesto que genera una inmediata comunidad de opinión. Debemos, en consecuencia, distinguir a la banalización de la Shoá de la judeofobia, el antisemitismo, el antisionismo y el negacionismo, aunque no siempre es una tarea fácil porque las fronteras son porosas o sus territorios se superponen.
La judeofobia es el odio o rechazo hacia los judíos, desde lo religioso o étnico. El antisemitismo está basado en la superchería de la “teoría racial” que atribuye causas biológicas a las diferencias morfológicas o culturales de los pueblos. El antisionismo, una expresión travestida de la judeofobia ahora desde lo político, es la oposición a la existencia del Estado de Israel. El negacionismo es la línea de pensamiento que niega la existencia del plan nazi enunciado como la “solución final del problema judío” y alega que es una creación de los judíos, que no existieron los hornos crematorios ni los campos de exterminio. No necesariamente quien incurra en la banalización de la Shoá es judeófobo, antisemita, anti sionista o negacionista pero, en el acto de la banalización abona, tal vez sin quererlo, los objetivos de aquéllos.
Podría decirse en este punto de la argumentación que, dado que soy judía, me caben las generales de la ley y soy pasible de recibir la misma crítica que han recibido otros judíos al momento de señalar alguna conducta como judeófoba o antisemita. Hay quienes dicen que los judíos somos muy susceptibles, que leemos como antijudías las referencias anti israelíes o que entendemos como antisemitas todo y cualquier comentario adverso que nos incluya o mencione. Se nos acusa de extremadamente sensibles, de exagerados, de aprovechadores, de víctimas profesionales, y de pretender serlo de manera excluyente y autorreferencial. Convengamos que tenemos buenas razones para encender los alertas y emprender alguna acción, ante el menor esbozo de lo que puede desembocar en lo que, tristemente, conocemos como posible. Convengamos también en que la judeofobia y el antisemitismo siguen vivos y sus signos se advierten por doquier. No es de extrañar. Esta noción, alimentada a lo largo de 16 siglos, es lo que conocemos como el prejuicio antijudío y ha sido sumamente útil para explicar cosas complejas. Un prejuicio así no se disuelve de la noche a la mañana, está hondamente arraigado en la cultura occidental y, en el mejor de los casos, podrá irse diluyendo con un arduo y lento trabajo pedagógico y reflexivo. Esperemos que esta dilución demore menos que los 16 siglos de su instalación, difusión y prédica constante.
La banalización de la Shoá, tiene este aditamento de referirse a algo judío, lo que suma un ingrediente importante. Occidente está habituado a aceptar el prejuicio antijudío, contra el que, todavía, no lucha con demasiado entusiasmo. El judío culpable de todos los males, ese Otro de una otredad absoluta, sigue siendo útil, una conveniente explicación y desplazamiento que quita peso y responsabilidad a los verdaderos ideólogos y ejecutores de políticas cuyas injusticias sociales asumen el grado de escándalos morales o delitos francamente criminales.
Sin precedentes, pero se ha vuelto precedente.
La Shoá no ha sido un hecho ordinario en la civilización. Si bien puede encuadrarse como uno de los genocidios (y de eso el siglo XX tiene muchos ejemplos), ciertas características lo diferencian de los demás. Yehuda Bauer enunció que nunca antes –y hasta ahora, nunca después- hubo un genocidio con estas características. No se refiere a la cantidad de muertos ni a los mecanismos de los asesinatos ni al sufrimiento humano involucrado; la Shoá no es original ni única ni extraordinaria por esas razones. Dice que su condición de extraordinaria estriba en cuatro razones: 1)tuvo una causa ideológica delirante: pretendía fundar una nueva biología, la así llamada teoría racial, una superchería científica, una falsedad; 2) no tuvo determinantes pragmáticos: ni económicos, ni territoriales, ni religiosos ni políticos, solo motivos ideológicos; 3) el grupo afectado sería la totalidad de los judíos: serían exterminados todos los miembros de su pueblo sin posibilidad de redención, conversión o traslado (los otros grupos designados para la muerte no lo eran de manera total); 4) el exterminio de los judíos tenía un alcance extraterritorial, universal, no habría fronteras: sea donde estuviere, el judío sería apresado y asesinado, era un plan planetario. Ya el genocidio perpetrado sobre algún grupo humano es un hecho extraordinario pero estas cuatro características de la Shoá enfatizan su particularidad y señalan su lugar como paradigma del MAL. Su gran importancia, dice Bauer, se debe a que, si bien la Shoá no tiene precedentes, ha sentado un peligrosísimo precedente en la historia de la humanidad, ha marcado un camino que cambió la frontera de lo que era imaginado como posible, ensancha los límites del MAL.
Un éxito y un fracaso.
Vemos con preocupación que la difusión de la Shoá, comporta una doble consecuencia: es un éxito y es también un fracaso.
Éxito. Es un éxito que se haya convertido en el paradigma del MAL, que su difusión instalara la concepción del matar organizado y banal, ejecutado como quien cumple un horario de trabajo, como quien saluda al entrar o se despide al salir, como el cerrar los ojos al disponerse a dormir; invisible y estereotipado, parte del escenario de lo cotidiano, posible y permitido. Este MAL que la Shoá ha encumbrado como modelo está en el imaginario colectivo universal. Las investigaciones, libros, testimonios, tesis de doctorado, textos académicos, films de ficción y documentales sobre ello se multiplican porque es un laboratorio privilegiado para investigar los alcances de la crueldad humana y la fragilidad de los sistemas políticos y morales en los que vivimos. Este éxito es el que, por otra parte, con el mal uso y abuso, ha abierto las puertas de la banalización.
Fracaso. Es un fracaso porque la difusión misma, construida a veces con frases hechas, de manera simplista, binaria y superficial, atenta contra la cabal comprensión de los hechos. La repetición e insistencia en los lugares comunes, verbales y audiovisuales, puede producir el efecto contrario al deseado y conducir al hartazgo. Tanta película de guerra, tanto insistir con las mismas escenas y símbolos amputa la condición de extraordinario, banaliza, y lo expresado pierde la potencia cuestionadora de interpelar a la Humanidad. El filósofo Alain Finkielkraut lo expresó de este modo: “Nosotros los europeos, nosotros los franceses, queríamos extinguir las llamas del antisemitismo con el agua de la memoria. Y, de pronto, parece que estamos añadiendo, con la memoria, más leña al fuego. Cuanto más conmemoramos, invocamos, y enseñamos el dolor del Holocausto, cuanto más escudriñamos estos tiempos oscuros, más enfurecemos a los países, a los continentes, a las comunidades y a las minorías que no se sienten responsables de estos acontecimientos. Cada conmemoración incrementa el enojo en otras partes del mundo, mayormente en nuestros suburbios, en los barrios no europeos de nuestras ciudades, la ira crece con la buena fortuna de los reyes de la desgracia: los judíos” . Y agrega: ”no muestran su disgusto por lo que se hizo en Auschwitz, sino ante el recuerdo de Auschwitz y boicotean Auschwitz por considerarlo un producto israelí”. Tal vez no se haya llegado en el cono sur de América a un tal estado de cosas. La Argentina no tiene razones para reprocharse ninguna complicidad en el asesinato de judíos planificado por el nazismo (aunque existieron gestos que revelan simpatías y complicidades). Sin embargo, dado que la banalización de la que estamos siendo testigos y víctimas es un efecto negativo del conocimiento superficial y estereotipado de la Shoá, quizá sea cuestión de tiempo el que, lo descripto por Finkielkraut en Francia, llegue a nuestras orillas. La banalización prepara la tierra para que estas ideas prosperen.
Si la difusión y repetición ha generado estos efectos, nos vemos frente a un serio dilema respecto a nuestro ejercicio de memorialización. Es un camino de difícil salida puesto que callar está fuera de cuestión y tanto hablar no sólo termina por hartar sino que banaliza el sentido de lo dicho. Una de las frases hecha repetidas hasta el cansancio es que es preciso recordar para no repetir. Hemos aprendido que la realidad la contradice una y otra vez. No es repitiendo que se evita la repetición. Al menos, no es repitiendo de esta manera. La pregunta acuciante que surge es: ¿entonces cómo hacerlo?
Conclusión.
“Nunca más” dijo el mundo luego de la masacre genocida sobre los judíos. Frase contundente que hoy es aplicada a cuanto fenómeno genocida o de terror de Estado se produzca. La Shoá como paradigma del MAL es el modelo supremo de la capacidad destructiva de la humanidad que, además de establecerse como precedente, revela que no hay límites para lo que el hombre puede hacerle al hombre. La Shoá se ha vuelto un alerta, un piloto que debiera estar siempre encendido, un patrón de medida que calibre las conductas asesinas de países y organizaciones.
La banalización quita potencia reflexiva y los contenidos tóxicos se vuelven elementos de consumo habitual, lo que cierra las puertas al aprendizaje consecuente. La banalización conduce a la habituación y la aceptación de acontecimientos similares como “naturales”, cambia el umbral del horror ante lo extraordinario y permite que, en caso de esbozarse o suceder efectivamente, la mirada esté poco atenta, sea más benévola, no se despierte el juicio crítico y la reacción consecuente sea, por fuerza, más tardía.
Cualquier cosa que atente contra la vida y la convivencia civilizada debe ser encarada en su justa medida e importancia. Banalizar el consumo y el tráfico de drogas, la desnutrición infantil, la trata de blancas, la violencia doméstica, la industria bélica, el trabajo esclavo, las dictaduras, la tortura, los genocidios, es convertirlos en hechos ordinarios y comunes, que ya no producen ni indignación ni espanto, lo que atenta gravemente contra su tratamiento y eventual erradicación. Si se los ve como comunes, normales, aceptables, comienza a caminarse por la vereda en donde un desdichado duerme a la intemperie en una misérrima cucha de cartón rodeado de la suciedad y el abandono más degradantes y ya no se lo ve, integrado al paisaje urbano, es invisible. En la misma línea, banalizar la Shoá, este serio precedente de lo que la sociedad humana puede llegar a hacer, es dejar que el monstruo exterminador y genocida se prepare para el próximo ataque sin que los dispositivos sociales, institucionales y políticos adviertan sus amagues con el tiempo suficiente de hacerles frente y desactivarlos. Si banalizamos seguimos indefensos, vulnerables e impotentes. Si banalizamos seguiremos declamando “nunca mas” a los vientos y nuestras palabras se diluirán en el aire. Si banalizamos estamos haciendo oídos sordos a lo que anticipó Heinrich Heine en 1820: “donde se queman libros, después se quema gente”. Parecía tremendista, exagerado y susceptible, pero 120 años después, su amargo vaticinio se hizo realidad.
Buenos Aires, Abril 2011
Todorov, Tzetan: “Los abusos de la memoria”. “Frente al límite.”
Bauman, Zygmunt: “Holocausto y Modernidad”.
Klemperer, Viktor: “LTI. La lengua del III Reich”. “Traslado” en lugar de deportación, “solución final” en lugar de asesinato masivo, “carga” en lugar de personas transportadas, y así sucesivamente.
Agamben, Giorgio: “Homo Sacer. El poder soberano y la nuda vida”. “Homo Sacer II. Estado de Excepción.” “Homo Sacer III Lo que queda de Auschwitz. El archivo y el testigo”.
Bauer, Yehuda: Conferencias en www.generaciones-shoa.org.ar
Finkielkraut, Alain: “Recordación y resentimiento” Discurso inaugural del 7º Congreso Internacional sobre Educación y Memoria del Holocausto, Yad Vashem, 12/6/2010