Otras cosas

LA MULTICULTURALIDAD, UN EFECTO DEL EXILIO

Introducción. La categoría de exiliado es conocida para los judíos. Hay quienes opinan que es uno de los ejes de nuestra identidad. Para muchos otros pueblos el exilio es una condición más novedosa. Usamos distintas palabras que dan cuenta del fenómeno actual: refugiados, sobrevivientes, exiliados, escapados, salvados, víctimas, desplazados, inmigrantes clandestinos. Tantas formas de denominarlo indican que se trata de un fenómeno que implica a muchos.  Una de las características del siglo XX y que parece continuar en el siglo XXI es la existencia de grandes desplazamientos de fugitivos que buscan salvarse de peligros políticos, sociales y amenazas de muerte. Africanos que buscan refugio en Europa, colombianos echados de sus tierras por ocupantes armados, el éxodo de los armenios arrancados de su tierra por los turcos luego de haber masacrado a un millón y medio fue el prólogo de un siglo de locura signado por los gulags de Siberia, por los campos de concentración y de exterminio y por la industria de la muerte que cubre de vergüenza a la humanidad toda. Los fundamentalismos, los estados totalitarios, las inequidades en la distribución de la riqueza, la injusticia y arbitrariedad social han impuesto las palabras refugiados, sobrevivientes, exiliados, escapados, salvados, víctimas, desplazados, inmigrantes clandestinos. Escapados, perdidos, ¿perdidos de qué? ¿quién los perdió? ¿por qué se perdieron? Acorralados, amenazados y echados por sus mismos vecinos. Perdieron su sitio para salvar sus vidas. Palabras que dicen y también callan, en cada historia se abre un universo de decisiones difíciles, de adaptaciones complicadas y de realidades paralelas que dialogan y discuten. El tema admite múltiples abordajes. Teniendo presente el contexto más amplio, encaro la presente exposición desde algunos aspectos particulares vividos por las familias de refugiados, sobrevivientes de la Shoá.

La decisión de irse. No es fácil tomar la decisión de irse. Freud la tomó casi a último momento, en julio del 38, -cuatro meses después del Anschluss- y recién luego de que sus hijos Anna y Martin fueron detenidos por la Gestapo y por suerte liberados. El haber sido echado de la universidad, el que hubieran quemado sus libros y que se le hubieran anulado sus derechos no fue suficiente. A pesar de la presión de tanta gente de la cultura, Freud se resistía a dejar su amada y conocida Viena, la Viena que le había dado la espalda. Irse no es una decisión que se toma a la ligera. Se suele esperar hasta que la situación se vea francamente imposible. Para muchos alemanes y austríacos ello sucedió tempranamente, fundamentalmente luego de las leyes de Nürenberg que restringieron tan crudamente las condiciones de vida de los judíos y les quitaron sus derechos como ciudadanos. En los países del este, Polonia, Rumania, Lituania y otros, la situación en los comienzos del nazismo no parecía tan diferente de lo que había sido siempre, las alarmas demoraron más tiempo en ser disparadas. Cuando finalmente fueron oídas, para la gran mayoría era demasiado tarde.

Es muy difícil tomar la decisión de irse. Abandonar tal vez definitivamente los sitios familiares, idiomas, costumbres, olores, comidas, relatos, personas implica serias consideraciones a veces imposibles. La decisión de irse depende de aceptarlo como la única alternativa pero también depende de las conexiones, de la capacidad de gestionar la documentación necesaria, de la disposición del dinero preciso y de tener un lugar de destino. Son muchas variables y de gran complejidad. A veces la decisión no puede tomarse porque no se quiere dejar a algún miembro de la familia que no podría desplazarse. Otras veces porque no se sabe o no se puede gestionar los documentos. Otras porque no se tiene el dinero necesario ni forma de conseguirlo. Finalmente, muchos no pudieron irse porque no tenían donde ir. El mundo cerraba firmemente sus puertas a las multitudes de desesperados que pedía refugio en las puertas de sus embajadas y consulados.  La Argentina tampoco abrió sus puertas. Desde julio de 1938 la directiva secreta del Ministerio de RREE conocida como Circular 11, prohibía expresamente el otorgamiento de visas a los solicitantes judíos.

Pero, una vez que la decisión se había tomado y el resto de las condiciones lo hacían posible, comenzaba un camino tortuoso y difícil. No se partía en soledad sino en compañía de otros miembros de la familia no siempre deseosos de hacerlo. Se partía llevando solo los pocos objetos que pudieran ser transportados, fundamentalmente las fotos. Las fotos que resumen la memoria y la identidad, quien soy, quien fui, de donde vengo, como viví, en donde y con quiénes, cómo nos vestíamos, cuáles eran nuestras costumbres. En las fotos se pueden guardar las imágenes de los que se dejaron y a quienes no se verá nunca más. Las fotos eran un tesoro, un bien primordial que permitiría contrarrestar la fragilidad de la memoria con un soporte firme y constante. En las fotos está congelado el mundo que se dejó.

Sitio de destino. ¿Cómo se elegía un sitio de destino? Se buscaban sitios en donde hubiera algún familiar, algún vecino, algún compañero de escuela, alguien conocido, alguien de aquel mundo que quedaría atrás. Si había familiares, podían enviar una cédula de llamada, documento que abría las puertas en algunos países, por ejemplo en la Argentina que privilegiaba la reunificación familiar de sus inmigrantes.. Los refugiados que entraron de esta manera no precisaron mentir sobre su condición de judíos, mientras que el resto tuvo que mentir y declararse católico para ser merecedor de una visa. Así llegaron a la Argentina. País del que poco habían escuchado antes. Historias venidas del cine: tango y prostitución, bajo mundo y delincuencia, indios y pampa, no mucho más que ésas eran las imágenes que portaban en el trayecto oceánico hacia estas latitudes.

La adaptación. Nos hemos focalizado tanto en el tema de la supervivencia a la Shoá que hemos pasado por alto las duras condiciones de la adaptación a un nuevo medio que sufrieron nuestros mayores. El desgarramiento por lo que tuvieron que dejar se potenció en el nuevo medio desconocido y tal vez por ello hostil. Idiomas, costumbres, gestualidades, sonidos, luces y sombras, climas y cielos, un nuevo mundo que debía ser conocido, reconocido, aceptado, incorporado y que se iba a integrar a lo que traían del viejo, a las cenizas de lo perdido y a la nostalgia de lo añorado y reconocido como propio. Llegaban y rápidamente buscaban a otros como ellos. Si no encontraban inmigrantes de su mismo lugar, buscaban a residentes que provinieran de allí. Se congregaban según los orígenes, según países, ciudades, zonas, pueblos, buscando en los que ya estaban las cuerdas conocidas que les mantuvieran la cordura. Pero se encontraban con este fenómeno que ahora es común en este universo de desplazados e ilegales. Los venidos del mismo lugar pero llegados con anterioridad, tenían una imagen, un recuerdo del lugar que difería del que traían los nuevos. Cada uno se queda con la fotografía del lugar que dejó tal cual estaba cuando uno lo dejó. Se confrontaban entonces diferentes relatos y versiones superpuestas del sitio de origen. Los que habían inmigrado antes no sabían cómo habían evolucionado las cosas en los años posteriores a su emigración y los diálogos a menudo eran entrecortados por interferencias de las diferentes versiones, monólogos paralelos ante las divergencias por momentos enormes. Los refugiados debido al nazismo, descubrieron pronto que también estaban solos en este sentido. Veían que sus paisanos llegados antes desconocían los años de la integración esperanzada y aunque luego fuera desbaratada de un plumazo por el nazismo no entendían tal vez su nostalgia porque no habían conocido aquellos tiempos de bienestar. Los refugiados aprendieron rápidamente a no esperar. La vida, que seguía y no preguntaba, los forzó a labrarse un porvenir, a trabajar, mandar a los hijos a la escuela, aprender el idioma y las costumbres, integrarse y esperar que la cicatrización permitiera la recuperación de la esperanza.

Identidad de borde. Los hijos hemos mamado de todo esto, hemos construido nuestra subjetividad y nuestros ejes de identidad en ese contexto de emociones contrapuestas, de diversidades y complejidades. Los chicanos, es decir de los hijos de inmigrantes mexicanos nacidos en los Estados Unidos, llaman a su identidad, identidad de borde, de frontera. Interesante categoría que tal vez  también nos designe a nosotros. Estamos parados en los distintos territorios de origen, algunos muy distantes, en las distintas versiones de nosotros mismos que hemos heredado de nuestros padres en la confluencia de la vida en el nuevo país. Nuestra misión ha sido cambiar la condición de outsiders de nuestros padres y volvernos insiders. Somos hábiles hablantes del idioma local y como sabemos un idioma no solo traduce las palabras sino que instituye una visión del mundo particular que estructura el pensamiento y el abordaje de la realidad.

El regreso. Algunos exiliados vuelven a su país, vuelven como visitantes o vuelven para reinstalarse allí. Y sucede algo curioso. El regresado llega anhela recuperar las imágenes originarias perdidas, las sensaciones y la familiaridad de otrora, pero ello  se confirma solo parcialmente. Las casas están donde estaban, el gusto de las comidas locales vuelve a deleitar el paladar, pero el que vuelve ya no es igual al que era cuando se fue. El sitio al que se vuelve y la gente que lo habita ya no es como cuando se lo dejó. El paso del tiempo ha cambiado tanto al ex exiliado como al lugar de origen, ambos siguieron viviendo, a ambos les pasaron cosas, fueron generando nuevos códigos y diferentes relatos. Quien vuelve sumará al regreso una sensación dolorosa e impensada de extranjería en su propio lugar. El exilio es un quiebre en la continuidad de la relación con el sitio de origen, una fractura que crea una realidad paralela.

El “regreso”. Algunos de los hijos hemos regresado a los sitios de origen. Y decimos que “regresamos” aun cuando algunos no hemos nacido allí. No es inocente la palabra: da cuenta de la sensación de pertenecer también allí, de que es algo que nos corresponde, a lo que tenemos derecho. Al regresar nos pasan muchas cosas. Algunas sorprendentes. El reconocimiento de la gestualidad en los gestos de los locales como una gestualidad propia, la familiaridad con el idioma, con los sonidos, con los giros y los detalles, las nimiedades que encontramos a cada paso. Encontramos también distorsiones, idealizaciones que se fragmentan, imágenes que nos cuentan otras historias. Lo que habían sido relatos se vuelven sitios concretos y se siente una confirmación sanadora insospechada. Hay enriquecimientos y escisiones que abren espacios de irrealidad con fantasmas que nos preguntan a cada paso quién soy, cual es mi verdad, donde pertenezco. Y traducimos. Traducimos en un proceso inverso al que habíamos hecho de chicos porque traducimos al idioma original lo que nos fuimos acostumbrando a decir en castellano. Y la pregunta se instala de pronto, nos acosa y no nos abandona: “¿cómo habría sido yo, quién habría sido yo, cómo sería mi vida si la Shoá no hubiera pasado y yo seguiría viviendo aquí?”.

Multiculturalidad. Y un nuevo elemento se suma a las múltiples identidades pre-existentes y la evidencia de nuestra multiculturalidad y multipertenencia se nos impone. Ello nos hace pensar diferente sobre la pérdida del lugar de origen, a destragedizarlo y a aceptarlo como un legado cuyo sentido depende de nosotros. El nazismo ha sido por cierto una tragedia y la Shoá fue su punto más abyecto. Pero lo que nos pase luego, en especial a la segunda generación de sobrevivientes, será procesado en nuestro interior y su sentido dependerá de ello. El exilio puede ser solo tragedia y desgarramiento, pero también le podemos sumar enriquecimiento y potenciación. No somos ciudadanos puros de ningún sitio, la pureza fue un delirio del nazismo sostenido en la superchería de la teoría racial. Somos ciudadanos de los bordes, parados en diferentes fronteras nacionales y culturales, abrevando en cada una  y eligiendo cómo los variados orígenes conversan entre sí, viendo si priorizamos a alguno sobre otro o si promovemos un diálogo interno entre todos a modo de canto coral. El exilio de nuestros padres nos fue impuesto. El diálogo entre nuestras multipertenencias lo podemos elegir nosotros para asumir nuestra multiculturalidad polifónica. Nuestras múltiples voces pueden abrirnos caminos insospechados  hacia la universalización de nuestra humanidad, puesto que un tal diálogo interno nos llevará a aceptar las diferentes versiones de lo real de este mundo y volvernos más humildes en nuestra apreciación y valoración del mismo. Nos da la oportunidad encarnada de comprender y aceptar que vivimos en el universo de las opiniones y no en el de las verdades y tal vez seamos premiados con la capacidad de dialogar con cualquiera, puesto que quien más quien menos, todos vivimos distintas identidades de borde en este mundo de impuros, ingenuinos, vulnerables, pretenciosos e imperfectos que somos los seres humanos.

Dice Tzvetan Todorov en “El hombre desplazado”: “El hombre desarraigado, arrancado de su marco, de su medio, de su país, sufre al principio pues es más agradable vivir entre los suyos. Sin embargo, puede sacar provecho de su experiencia. Aprende a dejar de confundir lo real con lo ideal, la cultura con la naturaleza. No por conducirse de modo diferente dejan estos individuos de ser humanos. A veces se encierra en el resentimiento, nacido del desprecio o de la hostilidad de sus huéspedes. Pero si logra superarlo, descubre la curiosidad y aprende la tolerancia. Su presencia entre los “autóctonos” ejerce a su vez un efecto desarraigante: al perturbar sus costumbre, al desconcertar por su comportamiento y sus juicios, puede ayudar a algunos de entre ellos a adentrarse en esta misma vía de desapego hacia lo convenido, una vía de interrogación y de asombro.”

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Presentado en "Vecinos Perdidos. Buenos Aires-Viena 2008" en el panel: "Freud, el psicoanálisis y la reflexión del pasado en Viena y en Buenos Aires. La reflexión individual de la huida y sus implicaciones desde el punto de vista psicoanalítico”.

SILENCIOS INDIVIDUALES - SILENCIOS COLECTIVOS

Como prólogo de nuestra última dictadura militar, en los años de la Triple A durante el gobierno de Isabelita hubo una campaña para reducir los ruidos molestos en la ciudad de Buenos Aires. El obelisco fue rodeado por un enorme cartel que decía “El silencio es salud”. Es hoy un símbolo del acallamiento de la oposición, del avasallamiento de los DDHH, de la indiferencia de los bien pensantes. Un cartel amenazante con implicancias oscuras: ¿Qué pasaría si alguien hablaba? ¿Cuáles serían las consecuencias? Mejor callar. Por las dudas.

Hablo de los silencios. Pero de otros silencios. De los silencios de las víctimas, no el silencio de la denuncia sino el silencio del sobreviviente. Y, curiosamente, también relacionado con la salud. Son ideas preliminares, aún en proceso de elaboración que pongo a vuestra consideración.

Es un hecho observable que después de genocidios o traumas colectivos (en nuestro país la guerra de Malvinas, Dictadura) los sobrevivientes, los directamente implicados se ven envueltos en un hondo silencio. Durante mucho tiempo no se entendía este silencio. Se lo juzgaba negativamente, algo que la gente debía aprender a superar porque supuestamente era malsano. Se traspolaba lo que se conocía de la esfera individual a la colectiva sin advertir que se trataba de fenómenos diferentes que afectan cosas diferentes. Es que se trata de silencios de distintas calidades, que según sea su origen pareciera que responden a leyes y conductas diferentes.

Diferenciemos el trauma individual del trauma colectivo. El lugar de la víctima es un lugar nuevo y que se ha instalado como espacio de reflexión. Genera toda una disciplina que podemos llamar la “victimología social”, interesada en ver qué pasa con los que sobrevivieron a ataques, traumas o situaciones de violencia, qué nos dice su conducta posterior, cómo ayudarlos a recuperarse.

El ataque o trauma individual (por ejemplo ser víctima de violación, secuestro, robo) en la medida en que es puesto rápidamente en palabras, permite su operabilidad y reduce su efecto tóxico. Cuanto más tiempo se mantenga en silencio, más hondo quedará anclado con un peso aplastante y menos permitirá su des-traumatización. Exige toda una técnica de abordaje en la que la palabra es central: nombrar permite conceptualizar, reconocer, distinguir, pensar y reacomodar.  El ataque individual sucede en la esfera de la interacción personal, el perpetrador tiene un objetivo personal, genera en la víctima sentimientos como culpa, vergüenza, humillación, impotencia e ira, sentimientos que deben ser comprendidos,  aceptados y resignificados. Mantener todo eso en silencio amenaza con comprometer la subjetividad toda, en hundir a la persona en la victimización sin permitirle emerger de allí y seguir su camino. Encararlos es crucial y cuanto más pronto se haga mejor el pronóstico y la recuperación.

Pasa algo diferente con el ataque o trauma colectivo. No se trata de una situación de a dos sino de un grupo que es tomado como blanco de un Estado. Cada víctima sabe que es parte de un grupo victimizado y que sus atacantes no son personas que actúan por odio u objetivos personales sino obedeciendo órdenes gubernamentales. El sentimiento de la víctima es de azoramiento, imposibilidad de comprensión, desarme de sus estructuras lógicas. Fue difícil advertir todo esto. Se tomó tradicionalmente el silencio de los sobrevivientes de hechos colectivos como una conducta patológica asimilándolo a la esfera de lo individual, atribuyéndole las características de negación, represión y ocultamiento. Después de la 2° Guerra Mundial, los fenómenos de masacres colectivas han sido tema de investigación de las ciencias sociales en los últimos decenios y los datos son coincidentes sea donde fuere que el hecho hubiera sucedido: la mayoría de los sobrevivientes comparten esta condición de silencio. No durante los primeros meses, o siquiera los primeros años. Durante décadas. En los sobrevivientes sudafricanos, los de la masacre de Ruanda, los de la guerra de Argelia, los de las limpiezas étnicas en los Balcanes, los de Malvinas y los de la dictadura argentina y la chilena, la uruguaya, la brasilera, los sobrevivientes del genocidio armenio, los sobrevivientes de la Shoá, todos han mantenido un silencio parecido.

La socióloga Dominique Frischer lo llama silencio estructurante[1] porque, dice ella, es el que ha permitido la continuación de la vida. Recién cuando el sobreviviente siente que el pasado ha quedado atrás, cuando los pasos dados a posteriori lo tranquilizan porque todo ha seguido bien es cuando, paradójicamente, puede ponerse en contacto con lo vivido, mirar hacia atrás y comenzar a hablar.

No todos permanecen en silencio. Es curioso que aquellos que han hablado enseguida – al revés que las víctimas de ataques individuales- se han instalado muchas veces en su lugar de victimización del que no ha podido salir. Pensemos en los suicidios de algunos sobrevivientes a poco de haber terminado la situación de ataque. Las víctimas de ataques individuales que no pueden hablar enseguida se hunden en la victimización. Las víctimas de ataques colectivos se hunden en la victimización si hablan enseguida. En sus casas, el tema recurrente y  agobiante cubrió a sus hijos con mensajes de resentimiento y las relaciones intrafamiliares se han visto usualmente teñidas de culpa, ira e irritación. Los que hablaron demasiado pronto lo hicieron desde la definición de víctimas, subrayándola, buscando un reconocimiento que aún la sociedad no estaba en condiciones de dar, no tenía los dispositivos receptivos y resignificadores necesarios. El hablar acerca de ello no solo no produjo alivio ni posibilidad de operar con el trauma ni resignificación alguna como pasa con el sobreviviente de un ataque individual, sino que los hundió más en la victimización. Muchas veces esa victimización se volvió un eje de identidad y los sumió en cierto grado de penuria pegajosa y constante que entorpeció sus vidas a cada paso.

Pero la gran mayoría permaneció en silencio. Siendo como soy hija de sobrevivientes de la Shoá, lo primero que me pregunté era por las razones del silencio. Hace más de diez años, en la primera edición de “El silencio de los aparecidos”[2] sorprendida, confusa y dolorida por el silencio en el que había crecido, me planteé seis razones para el mismo: la sociedad no quería escuchar, los padres no querían herir a los hijos, no existían las palabras, las  categorías del sufrimiento, el quiebre de la continuidad “el bache”, las distintas memorias. Consideraba, como todos, al silencio como una condición negativa y por ello me era esencial comprenderlo y de-construirlo. En mi último libro, en “Hijos de la Guerra”[3] me atreví a hacer la pregunta de si el silencio era una condición negativa, si siempre era conveniente hablar, si el abrir la caja de pandora no hacía peligrar alguna condición de vida, si no exponía algunos fantasmas que era preferible seguir manteniendo en la oscuridad. En una sociedad como la nuestra, tan psicoanalizada, tan colonizada por la idea de que hablar es siempre bueno, fue ésta una proposición ligeramente subversiva a la que me atreví tan solo un poco. Y ahora la propuesta de Frischer redobla la apuesta y plantea, no sólo que se trata de un silencio diferente, que no necesariamente debe ser franqueado sino que ese silencio es condición de vida, estructura la posibilidad de seguir viviendo.

Vivimos en una cultura que estimula el hablar. Nos circunda la idea, promovida probablemente por los templos psi y sus sacerdotes y feligreses, de que hablar es siempre sanador y que aquél que no lo hace está en riesgo de alguna severa patología mortal e incurable. Es por cierto saludable, repito, intentar poner orden y otorgarle operabilidad a nuestro mundo interno y a nuestras relaciones y penas. Pero de ahí a enunciar una ley general para todos los silencios de todas las personas en todas las situaciones hay un trecho que requiere de alguna reflexión. Una de esas situaciones es la de haber sido miembro de un grupo considerado como enemigo interno y victimizado en manos de un aparato estatal.

Las situaciones de violencia o trauma colectivo producen tal impacto social, socavan tan hondamente las bases sobre las que nos constituimos como individuos que es preciso un largo tiempo de recomposición para poder ponerse en contacto con lo sucedido. La reconstitución de ese piso no es un fenómeno individual sino una construcción colectiva que tiene su proceso específico y requiere tiempo. Mientras, cada sobreviviente sigue viviendo y para reconstruirse luego de la ordalía vivida, el silencio pareciera ser la condición sine qua no. Un silencio que no es olvido, un silencio activo y expectante, agazapado a la espera de que la sociedad pueda confrontarse con las consecuencias de revisar lo sucedido.

Un trauma individual no corroe las bases sociales, es un hecho entre una persona y otra. Puede ser un delincuente, un enfermo, un enemigo, su conducta no afecta la estructura social y cultural en la que uno vive, es algo que alguien le ha hecho a alguien, está en la esfera de lo operable de las relaciones interpersonales. El sufrimiento, el agravio y sus consecuencias dependen por un lado del grado del ataque y por otro de que se le puedan poner las palabras lo más pronto posible.

El trauma colectivo implica un tal compromiso de la sociedad toda que fragmenta las bases de lo que uno creía que estaba bien, cambia las expectativas, las leyes y reglas de la vida. Los parámetros de la educación se vuelven otros. Se subvierte lo que cualquier religión predica- hacer el Bien- y se inviste al Mal de una cualidad deseada y premiada. Los que eran amigos se vuelven enemigos, lo que estaba bien está mal, lo que estaba mal está bien. Si alguien ayudaba a un judío en Polonia durante la ocupación nazi, si alguien le daba refugio, le proporcionaba un salvoconducto, le daba tan solo una papa que le permitiera vivir un día más y era descubierto, se mataba a toda su familia y luego se mataba al ayudador. Hacer el bien, ser solidario estaba prohibido, estaba mal. Los cristianos –y la mayoría del pueblo polaco lo era- debieron guardarse sus principios de amor y transformarlos en una nueva conducta que no lo permitía. La denuncia, la delación, la tortura, el engaño promovidos, alentados y premiados por el Estado y la prisión sin causa, el asesinato programado y realizado por el aparato gubernamental le quita a uno el piso sobre el que está parado, la confianza básica sobre la que se sustenta la vida en sociedad. Hace falta tiempo para que desde lo colectivo se asuma este quiebre en su base.

La lesión individual es una herida a la subjetividad, a la propia capacidad de defensa y apela a un enorme esfuerzo para la recuperación. Pero la lesión de un trauma colectivo en manos de un gobierno es de otro orden porque corroe la legalidad sobre la que se sustenta la convivencia, ataca al espíritu de comunalidad, a la vida gregaria, al contexto vital imprescindible en el que construimos nuestra subjetividad. Si la policía que se supone que es la instancia estatal que me protege es la que pone en riesgo mi vida y la de mi familia, si debo ocultarme de quien me protege, ¿cuáles son los parámetros a los que puedo ajustarme? El mapa pre-existente deja de ser válido, ninguna cartografía es válida, se pierden los puntos de referencia. Ya no sé dónde estoy parado, a qué atenerme, en quien confiar, dónde ir, cómo comportarme. En los genocidios o situaciones similares se construye un “enemigo interno”, necesario para lograr la cohesión social que legitime el poder dictatorial e impida la crítica u oposición. Toda dictadura precisa del apoyo de la sociedad civil. El enemigo interno permitirá el encuadramiento de las masas detrás de los objetivos estatales. Es “uno más entre nosotros”, al que hay que extirpar, perseguir, acosar, detener y erradicar. Los que tienen la mala suerte de ser parte de ese enemigo común fabricado, ven caer sobre sí de pronto el mismo aparato estatal bajo el cual vivían confiadamente, el Estado los ha designado como enemigos. La gente se reparte entre los que son parte del enemigo interno y los que están afuera. El clima se vuelve tóxico porque nada es como era. La confianza queda herida de muerte. El que vive todo esto en carne propia es la víctima. El resto de la sociedad necesita mucho tiempo para reconocer que también ha sido vulnerada su confianza, sus bases y leyes de la convivencia.

Cuando todo termina, cuando se sale del “bache” oscuro y arbitrario, cuando se recupera la vida “normal”, hay que hacer un esfuerzo supremo para reinsertarse en la vida haciendo como si se volviera a confiar. Las ganas de vivir son incontenibles. Son como ese hilito de agua que siempre encuentra un cauce y en su camino arrasa con todo porque tiene que seguir. Hay que trabajar, construir proyectos, demostrar y demostrarse que lo vivido fue un accidente de la sociedad, pensarlo como ese rayo fatídico que cayó un día y quemó la casa,  un error, que las cosas volvieron a sus cauces, que volvió el imperio de la ley y que todo va a estar bien, que ya ha pasado el peligro. Volver la vista atrás amenaza con despertar los fantasmas, con perder pie y resbalar en excrecencias y restos sociales pringosos. Y hay una enorme sabiduría en ello porque se pone toda la energía en la reconstrucción. En la reconstrucción de la confianza perdida. Son los sobrevivientes los que apuestan a esta sociedad que hace un instante los había traicionado. Si no confían no pueden seguir viviendo. ¿Cómo confiar y hablar públicamente de la traición? Era preciso, era vital buscar los indicadores de que el mundo había recuperado su cordura, que a partir de ahora todo volvía a seguir reglas previsibles, que solo había que trabajar, hacer las cosas bien y uno estaría a salvo. Lo que pasó, pasó. Hablar de lo que pasó es enfrentar a toda la sociedad con su propia ignominia. Nadie quiere oír. El sobreviviente es invisibilizado porque es un testigo incómodo y su testimonio no se quiere oír. La sociedad todavía no puede. Y hay que seguir viviendo.

Lo sobrevivientes de la Shoá captaron claramente los indicadores y permanecieron en silencio. Al principio costó pero pronto fue casi un alivio. Callaron pero no olvidaron. Ni negaron. Ni reprimieron. Callar fue una decisión. Se trataba del silencio público porque entre ellos hablaban. Tenían sus momentos de recorrer viejas fotos cuando las había o de añorar las fotos que ya nunca podrían ver. Había situaciones particulares en las que las ausencias tenían un peso agobiante como las celebraciones, los aniversarios. Pero tomaron la decisión de mirar hacia adelante, como el hilito de agua. No querían mirar hacia atrás. Dejaron esa revisión para cuando pudieran. Para cuando la sociedad estuviera lista. Y pudieron cincuenta o sesenta años después. Y la prueba de todo esto es que recuerdan todo, que en el momento en el que vieron que sus vidas estaban hechas, que el pasado había quedado bien atrás, que la sociedad empezaba a estar en condiciones de revisarse y de mirarse en ese espejo deformante de su esmirriada humanidad, recién entonces tomaron el pasado traumático entre las manos y comenzaron a dialogar públicamente con él. Ya no hay peligro de que la victimización los hunda en la paranoia o en los mecanismos defensivos. Ya no hay peligro de sumirse en una situación personal sin salida. Ahora se puede. Con hijos, nietos, bisnietos, el futuro está asegurado. Con una sociedad que ha abierto las orejas y tímidamente se propone este ejercicio de revisión de algunos de sus supuestos, hay un nuevo contexto de recepción. Ahora se puede hablar.

Diana Wang

19 de septiembre 2008

 Presentado en la II Feria del Libro Social Y Político 2008 - Buenos Aires - Argentina


[1] FRISCHER Dominique “Les enfants du silence et de la réconstruction. La Shoah en partage. Trois génerations, trois pays: France, États Unis, Israel” Ed. Grasset, Paris 2008.

[2] WANG Diana “El silencio de los aparecidos” Editorial Generaciones de la Shoá, 2008 (re-edición)

[3] WANG Diana “Hijos de la Guerra. La segunda generación de sobrevivientes de la Shoá” Editorial Marea 2007

BIBLIOGRAFÍA RE-EDICIÓN

BIBLIOGRAFÍA CONSULTADA "El silencio de los aparecidos"

 

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- MATURANA, Humberto: “El sentido de lo humano”, Dolmen Ediciones, Santiago de Chile, 1995.

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- MILGRAM, Stanley: “Obedience to Authority”, Hasper Torchbooks, 1975.

- MUCHNIK, Mario: “Mundo Judío. Crónica personal”. Editorial Lumen, Buenos Aires, 1983.

- NIR, Yehuda: “La infancia perdida”, Planeta, Buenos Aires, 1992.

- NUESTRA MEMORIA, publicaciones de la Fundación Memoria del Holocausto

- PHILLIPS, Chrystopher: “Holocaust´s effects are passed to the children”.

- PLANK, Karl A.: “Mother of the Wire Fence. Inside and Outside the Holocaust”, Westminster John Knox Press, Louisville, 1994.

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- SERENY, Gitta: “Into That Darkness”, First Vintage Books Edition, January 1983.

- TODOROV, Tzvetan: “Frente al límite”, Siglo XXI, México, 1993.

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- WANG, Diana: “Hijos de la Guerra. La segunda generación de sobrevivientes de la Shoá”. Editorial Marea, 2007.

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-WIESENTHAL, Simon: “The sunflower. On the Possibilities and Limits of Forgiveness”. Schoken Books, NY, 1969.

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 ALGUNOS TESTIMONIOS Y MEMORIAS. - AKINÍN LEVY, Samuel: “Sobrevivientes”. Editorial Akinín y Kramer, Venezuela. 1996.

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- FAIGENBLAT, Lena: “Los vientos de la historia”. IWO. 1998

- FAIGENBLAT, Lena: “Mis ayeres”, Dunken, 2003

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- FUCHS, Jack: “Tiempo de recordar”. Editorial Milá, 1995.

- FUCHS, Jack: “Dilemas de la memoria. La vida después de Auschwitz”. Grupo Editorial Norma, 2006

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-GUÉNO, Jean Pierre, PECNARD, Jérôme: “Paroles d´étoiles. L´album des enfants cachés (1939-1945). Editions des Arènes, Paris, septiembre 2002.

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-HAUSNER, Joseph: “Inside the cold crematorium” 1995.

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- URSZTEIN, Etka: “Un dolor menor es contar la verdad. La historia de Etka después del horror de la Shoá”. 2006

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- VOGELFANGER, Miriam: “Estos no son cuentos…” 2004.

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- WILLENBERG, Samuel: “Revolt in Treblinka”, Zydowski Instytut Historyczny, Warszawa, 1992.

 

PELÍCULAS RECOMENDADAS

 

El holocausto

2004 - La caída - Oliver Hirschbiegel - Alemania

2004 - Napola - Dennis Gansel – Alemania (doc)

2002 - Amen - Costa-Gavras - Francia/Alemania/Rumania/USA

2002 - Broken silence (doc) Survivors of the Shoah Visual History Foundation:

- Niños del abismo - Pavel Chukhraj - Rusia

- El infierno en la tierra - Vojtech Jasny - República Checa

- Yo recuerdo - Andrzj Wajda - Polonia

- Algunos que vivieron - Luis Puenzo - Argentina

- Ojos del Holocausto - János Szász - Hungría

2001 - Conspiración - Frank Pierson -  Inglaterra/USA

2001 - Competencia desleal - Ettore Scola - Italia

2001 - Tomando partido - István Szabó - Francia/Inglaterra/Alemania/Austria

1999 - La aritmética del diablo- Donna Deitch - USA

1998 - El tren de la vida - Radu Mihaileanu - Francia/Bélgica/ Holanda/Israel/Rumania

1997 - Un vivant qui passe - Claude Lanzmann – Francia (doc)

1986 - Pobre mariposa - Raúl de la Torre - Argentina

1985 - Shoah - Claude Lanzmann – Francia (doc)

1982 - La decisión de Sophie - Alan J. Pakula - USA

1981  - Los unos y los otros - Claude Lelouch - Francia

1981 - La ola - Alexander Grasshoff - USA

1980 - El último subte - François Truffaut - Francia

1978 - Holocausto - Marvin J. Chomsky - USA

1975 - Pascualino siete bellezas - Lina Wertmüller

1974 - Portero de noche - Liliana Cavani - Italia

1972 - Cabaret - Bob Fosse - USA

1970 - El jardín de los Finzi Contini - Vittorio De Sica - Italia

1961 - Juicio en Nürenberg - Stanley Kramer - USA

1955 - Noche y niebla - Alain Resnais – Francia (doc)

1940 - El gran dictador - Charles Chaplin – USA

 

Los sobrevivientes, padecimientos, resistencias, memorias

2006 - Black Book - Paul Verhoeven - Holanda/Bélgica/Inglaterra/Alemania

2005 - Una vida iluminada - Liev Schreiber - USA

2005 - La vida secreta de las palabras - Isabel Coixet - España

2004 - Me queda la palabra-  Bernardo Kononovich – Argentina (doc)

2003 - Rosenstrasse - Margarethe von Trotta - Alemania/Holanda

2002 - El pianista - Roman Polanski - Francia/Alemania/Inglaterra/Polonia

2002 - Prisionero del paraíso – M.Clarke y S.SenderUSA/Canadá/Alemania/Inglaterra (doc)

2002 - Gebürtig. - Robert Schindel y Lukas Stepanik - Austria/Polonia/Alemania

2001 - En algún lugar de Africa - Caroline Link - Alemania

2001 - Sobibor, 14 de octubre, 16 hs - Claude Lanzmann – Francia

1999 - Sunshine  - István Szabó - Alemania/Austria/Canadá/Hungría

1999 - Voyages (Memorias) - Emmanuel Finkiel - Francia

1999 - Hanele - Karel Kachyna  - República Checa

1998 - Los últimos días - James Moll – USA (doc)

1998 - Todo por amor - Jeroen Krabbé- USA/Holanda/ Bélgica/Inglaterra

1997 - The comedian harmonists - Josseph Vilsmaier – Alemania (doc)

1997 - La tregua - Francesco Rosi - Italia/Francia/ Alemania/Suiza

1997 - Un largo camino a casa - Mark Jonathan Harris – USA (doc)

1991 - Atención - Bernardo Kononovich – Argentina (doc)

1989 - Enemigos una historia de amor - Paul Mazursky - USA

1989 - Mucho más que un crimen - Costa-Gavras - USA

1980 - Orquesta de mujeres en Auschwitz - Daniel Mann - USA

 

Los sobrevivientes niños

2006 - 818 Tong Shan Road  - Marlene Lievendag – Argentina (doc)

2005 - Sin destino - Lajos Koltai - Hungría/Alemania/Inglaterra

2001 - Los fantasmas de Luba - Martine Dugowson - Francia

2001 - Aquellos niños - Bernardo Kononovich – Argentina (doc)

2000 - En brazos de extraños - Mark Jonathan Harris – USA/Inglaterra (doc)

1997 - La vida es bella - Roberto Benigni - Italia

1996 - My knees were jumping, remembering the Kindertransports - Melissa Hacker – USA (doc)

1990 - Europa Europa - Agnieszka Holland - Alemania/Francia/Polonia

1987 - Adiós  a los chicos - Louis Malle - Francia

Diario de Ana Frank (diferentes versiones)

 

Los Justos, los rescatadores

2005 - Sophie Scholl - Marc Rothemund - Alemania

2003 - Pasaporte a la vida.- Agnes Vertes - USA (doc)

2002 - Mr Batignole - Gérard Jugnot - Francia

1994 - Los justos - Marek Halter - Francia/Suiza (doc)

1993 - La lista de Schindler - Steven Spielberg - USA

1987 - El enemigo fraternal - Joseph Rochlitz – Italia (doc)

 

Antisemitismo

2004 - El oro nazi en Argentina - Rolo Pereyra – Argentina (doc)

2004 - Pacto de silencio - Carlos Echeverría – Argentina (doc)

1947 - La luz es para todos - Elia Kazan - USA

 

 

 

PROLOGO RE-EDICIÓN

 “No somos supervivientes, sino aparecidos...

Esto, por supuesto, sólo resulta decible de forma abstracta.

O de soslayo, como quien no quiere la cosa..

O entre risas, con otros aparecidos...”

Jorge Semprún[1]

 

Prólogo a la edición de 2008 de "El silencio de los aparecidos"

 

Az men leibt, derleibtmen -si uno vive, lo llega a ver- se dice en idish. Cuando comencé a escribir lo que después se llamó "El silencio de los aparecidos" no pensaba que iría a ser un libro alguna vez. Cuando Acervo Editorial lo publicó, en una modesta tirada, imaginaba que nadie se interesaría en el tema y que quedaría en algún estante esperando que el polvo y el olvido lo fueran cubriendo mansamente. Tuvimos que hacer rápidamente una segunda impresión, pero esta vez ya estaba segura que sería el final. Me volví a equivocar. Cuando a 8 años de su salida, quedaban tan solo diez ejemplares y evidencias de que el interés tal vez persistiría, tomé la decisión de publicarlo nuevamente. Pero mucha agua había pasado en esos años. Debía ser una edición aumentada y actualizada.

Cada vez más están presentes mis padres. En una lógica misteriosa, cuanto más me alejo de la fecha en que se fueron, más cerca los siento, más dialogo con ellos. Son ellos, ora papá, ora mamá, los que dirían la frase del comienzo, az men leibt, derleibtmen. Como tantos sobrevivientes, mis padres callaron que lo eran. No ante nosotros o ante sus compañeros de ruta, sino ante los extraños, los que sabían, los que no habían estado. El primer texto, el que da el título al libro, se refiere a eso, a ese silencio, a las formas que asumió, a la forma en que lo procesamos y a algunas causales que nos dan mucho que pensar. Pero muchas cosas cambiaron en los últimos diez años. Los sobrevivientes que estaban vivos, comenzaron a hablar. Como una catarata, con una sed incontenible de ser escuchados, elevaron sus voces, se presentaron en escuelas, en instituciones, escribieron sus testimonios, se reunieron, se agruparon. Az men leibt, derleibtmen. El mundo quería escuchar. Los periodistas les pedían una entrevista, salían artículos con sus fotos, con sus historias. Algunos programas de televisión los tuvieron como protagonistas. Mis padres no conocieron este nuevo estado de cosas. Se murieron antes de que el mundo se abriera a estos temas. Se fueron pensando lo que habían pensado tan dolorosamente luego de terminada la Shoá -que ellos no llegaron a llamar Shoá-, que a nadie le importaba, que, peor aún, les molestaba si se contaba. No es más una vergüenza haber sobrevivido a los nazis. Tampoco es un orgullo ni un título de nobleza.

Dividí el libro en cuatro partes. La primera dedicada a los sobrevivientes, la segunda a sus hijos, la tercera que llamé reflexiones y por último las lecciones que aún quedan por ser aprendidas. Incluí varios de los textos que fui escribiendo en estos años, también un artículo esclarecedor de la recordada y admirada Raquel Hodara. Queda también el relato del camino que hemos ido transitando en nuestros grupos, la constitución de Generaciones de la Shoá en Argentina, las reuniones de nuestro grupo de hijos de sobrevivientes, los hitos y la realizaciones y los proyectos. Mantuve como apéndice el desesperado texto sobre la Violación Excrementicia que ilustra como ninguno el horror que cubrió a la humanidad en los campos de la muerte. Hay una actualización de la bibliografía con la idea de ofrecer un listado lo m s completo posible de los materiales a los que puede recurrirse.

En mayo de 2006 perdimos a Rolando Drut. Pienso en él en esta re-edición, recuerdo su emoción al tener un ámbito donde compartir sus penas, sus reflexiones, sus recuerdos, su sensibilidad e inteligencia. Si hubiese seguido vivo, sus escritos que no paraban de crecer, se hubiesen vuelto un libro que yo leería con pasión.

 

 



[1] Jorge Semprún, “La escritura o la vida”, Tusquets, Barcelona, Mayo 1995. Pág.. 104

Comentario sobre “Las benévolas” de Jonathan Littell.

Se ha publicado en castellano la polémica novela de Littell (Editorial del Nuevo Extremo, 2007, Barcelona). Libro aclamado, premiado, criticado, denostado, encumbrado, fuente de controversias frente al que es imposible quedar indiferente, está siendo un acontecimiento en el mundo literario. Las benévolas aparecen mencionadas solo en el título y luego de casi mil páginas recién en el último párrafo donde dice "Las benévolas habían dado con mi rastro”. No hay explicaciones. Si lo entendemos, bien, si no lo entendemos, no es preocupación del autor, no nos ayuda en nada, no nos facilita las cosas. Toda una metáfora del contenido nodular del libro, de los indicios que recibimos a diario y que no conseguimos decodificar apropiadamente y que solo se nos harán visibles si nos desnudamos de justificaciones y nos internamos en sus significados y consecuencias. Veo que tampoco parece claro lo que digo sin contar el libro. Imposible contar lo que solo se puede leer en cada una de las casi mil páginas.Nada es fácil en este libro que deja múltiples claves y guiños para ser descubiertos por el lector, no hay pretextos y, lo que es mucho más inquietante y difícil de digerir, su actor principal, el oficial nazi Max Aue, no cree precisarlos. ¿Quiénes son las benévolas?   Entonces uno debe ir en a buscar los sentidos, en medio del lodo espeso y sin puntos de referencia. ¿Quiénes son Las benévolas? ¿Por qué el título? ¿Qué nos quiere decir con ello? Sabemos que es otro de los nombres de las erinias, las furias, las deidades de la mitología griega que persiguen a los criminales y distinguen culpables de inocentes. Fueron ellas las que permitieron que Orestes fuera declarado inocente del asesinato de su madre. ¿Pero quiénes son las benévolas en esta novela? ¿Son los dos policías que acosan como moscas molestas al protagonista y lo persiguen sin descanso por un crimen que él no recuerda haber cometido y del que, en consecuencia, se cree inocente? ¿Somos los lectores a modo de conciencia moral social, los que tenemos en nuestras manos la historia con el relato de todos sus crímenes y deberemos dirimir sobre su culpabilidad o inocencia? ¿Se trata del protagonista o de todo el pueblo alemán? ¿Acaso es Max Aue mismo el que con su relato en primera persona acusa a todos los “buenos alemanes” de la posguerra, a los que “no sabían”, a los que “no tuvieron más remedio”, a los que “no pudieron oponerse”, a los que “nunca hicieron nada”? Lo cierto es que la responsabilidad, la culpa, la conciencia, la ética, son los temas que campean sobre cada una de las páginas. Max Aue se quita todos los disfraces provistos por la cultura y la educación y cuenta, desnuda y descarnadamente, lo que hizo, lo que vivió, lo que sintió, lo que pensó, sin atenuantes ni contemplaciones. Es el intelectual alemán despojado de melindres que nos enfrenta y nos dice con feroz impudicia “éste soy yo, así he sido y lo peor es que soy tan humano como usted que sostiene este libro” y todas las anclas que uno cree que tiene en su mundo civilizado caen hechas pedazos y se deshacen en esquirlas que nos penetran y ahí se quedan. Nadie elige asesinar.     Max Aue es un joven jurista que, si hubiera podido elegir, según sus palabras, si no hubiera nacido en Alemania en ese tiempo y en esas circunstancias, se habría dedicado con gusto a sus dos amores, la música o la literatura. “Nadie elige asesinar” dice, y a poco agrega sombrío: “ni tampoco ser asesinado”. La palabra “benévolas” del título es una ilusión perversa porque en lugar de hablarnos del Bien –como parece sugerir la palabra- este texto habla exclusivamente del Mal, sin dejar resquicios, sin brindar atenuantes. Comparada por algunos con La guerra y la Paz, multi premiada, suscita controversias por doquier. Claude Lanzmann no aplaude la obra; dice que Littell se ha fascinado con el horror en este escenario de muerte con un regodeo morboso. Pero Jorge Semprún califica a esta novela como el acontecimiento del siglo. Se trata del Mal.     Littell nos lleva de la mano hacia lo más horroroso del horror, sin disimulos, nos pone en contacto con la pura esencia del Mal, forzando una redefinición de lo humano. Sin culpa, impiadoso consigo mismo y con lo que las circunstancias lo llevaron a hacer, pinta un escenario sin lugar para el amor, la ternura o la gratitud. Amargo, ácido, descarnado, escatológico –tanto en relación a la muerte como a las heces-, impiadoso, cruel, anguloso, hiriente, escéptico, pesimista. No deja resquicio por donde pueda entrar la luz. No queda. Nos cierra en las narices todos los huecos posibles por donde habría podido colarse la esperanza. Littell abre la caja y, más drástico aún que la pobre Pandora que al darse cuenta de lo que había hecho consiguió que quedara guardada la esperanza, ni siquiera nos deja la esperanza. Nos deja vacíos. Mejor no saber.     Entonces uno podría uno preguntarse, ¿para qué leerlo? ¿cuál es el sentido de sumergirse en las letrinas malolientes de sus páginas? ¿no basta ya con las penas cotidianas que nos toca vivir? ¿para qué meterse con todo esto? Son preguntas lícitas, cada uno verá cómo responde, cuánto de este mundo siente que le es propio, cuánto tiene ganas de conocer de nuestra propia humanidad, hasta dónde está dispuesto a conocer cómo son las cosas en situaciones de guerra, no solamente la Shoá, sino en cualquier guerra. Es más fácil prender la tele y ver alguna miniserie, o un programa de chimentos, o una novela de amor y emborracharse un rato con esa irrealidad. Littell escribe sobre una realidad que toda nuestra cultura se esfuerza en desconocer y usa como materia prima sus propias vivencias como voluntario durante siete años en zonas de conflicto como Bosnia-Herzegovina, Afganistán, Congo, Chechenia y Moscú. Lo visto allí alimenta las imágenes escatológicas del horror más abyecto. Y da igual donde sea o cuando sea. Las mismas atrocidades se repiten a sí mismas aquí o allá, hoy o entonces. Nadie que no lo haya visto puede describir el espanto como él lo hace. Sobre el autor.     Nació en Estados Unidos pero fue a Francia de pequeño y vivió allí hasta terminar su adolescencia. Cursó luego sus estudios superiores en la universidad de Yale. Proveniente de una familia judía polaca que había emigrado a los Estados Unidos a comienzos del siglo XX, el tema de las guerras lo acompañó toda su vida. En una parábola personal que tal vez haya comenzado con la guerra de Vietnam culmina en 2oo1 cuando vio “Shoah” de Claude Lanzmann. La fuente de inspiración de Las benévolas fue una fotografía de una bella joven rusa, asesinada por los nazis, cuyo cadáver había sido devorado por los perros. Con menos de cuarenta años recibió el premio Goncourt de 2006 y el Grand prix du roman de l'Académie française de ese mismo año. También consiguió la ciudadanía francesa que le había sido denegada dos veces antes. Está casado con una belga y viven en Barcelona junto a sus dos hijas. La pregunta que quiso responder.     Littell dice haberse inspirado en la Orestíada de Esquilo. Según el modelo griego, el protagonista habla en primera persona, no busca excusas ni justificaciones, lo hecho hecho está haya sido consciente o no de lo que hacía. Es un texto políticamente incorrecto, sumamente incómodo y revulsivo. Preferimos pensar en buenos y malos, en compartimientos estancos, lo que no nos facilita comprender la naturaleza de los crímenes de Estado y de las conductas de las personas responsables de ejecutarlos. A ello dice Jonathan Littell quiso responder con esta obra. Suele decir Jack Fuchs “¿por qué se pregunta sobre el Mal, a los sobrevivientes, a las víctimas?, ¿por qué no a los perpetradores?”, y es éste el eje del libro. El horror del horror.     La Shoá es uno de los hechos más y mejor documentados de la historia de la humanidad. Hay mucho material, documentos, tanto del lado de las víctima como del lado de los perpetradores, más aún luego de la caída del muro que abrió los archivos del este europeo. El período posterior a la ruptura del pacto Ribentrop-Molotov, allí donde comenzó la “solución final”, se revela acá con toda su crudeza, su crueldad. Aún para quienes lo conocen, es sorprendente el grado de improvisación de los escuadrones de la muerte, los Einsatzgruppen, el caos de esas primeras matanzas inexpertas en las que de a uno, “artesanalmente”, debieron ir “aprendiendo” sobre la marcha en el torbellino del asesinato rutinario. Asesinaron de esta manera a un millón y medio de personas (número estimado aunque recientes investigaciones indican que es mayor), en una amplificación superior a cualquier imaginación del infierno en la tierra. Las escenas que relata me evocaron esa primera media hora magistral del film de Spielberg, “Rescatando al soldado Ryan” con el desembarco en Normandía, el horror, el caos, la confusión, la sangre y los miembros desgarrados, los aullidos, la pérdida de los puntos de referencia, el absurdo llevado al paroxismo. Sabemos que el plan del asesinato industrial, llamado “solución final” fue planteado luego de la invasión en junio de 1941 y aprobado en la conferencia de Wannsee el 20 de enero de 1942. El plan de exterminio industrial tuvo varias razones. Una muy importante fue el daño psicológico de los soldados que debían hacer efectivo el asesinato. El alto mando nazi se vio inundado de protestas de los familiares de quienes estaban en el frente del este, los miembros de los Einsatzgruppen, que dejaban entrever en sus cartas los efectos que les producía lo que debían hacer. Insomnio, pesadillas, angustias, diferentes síntomas físicos y mentales era lo que contaban en las cartas que enviaban a sus familiares. Los soldados se habían enrolado en la convicción de hacer lo mejor para Alemania. La idea de echar a los judíos les era grata pero de ahí a asesinar ancianos, mujeres embarazadas, jovencitos y especialmente niños, había un gran paso. La violación de un instinto genético.     Recientemente se ha probado que la tendencia a proteger a los cachorros de la especie, a los niños en nuestro caso, está genéticamente determinado, que no se trata de una construcción cultural sino que forma parte del código genético. Además de otras violencias, los miembros de los Einsatzgruppen debieron violentar también su código genético una y otra vez, frenar su instinto de protección natural al ser testigos o actores del asesinato de niños. La operación psíquica que debían realizar los asesinos para acallar sus instintos tenía un alto costo en el sufrimiento resultante. Con la obsesión de un entomólogo Littell relata lo que hacían, cómo lo hacían, lo que veían, lo que olían, y también sus conversaciones y dudas. Día tras días debían salir a repetir las mismas conductas, a ver las mismas imágenes, escuchar los mismos lamentos, oler las mismas pestilencias, acallar sus mismos reparos, soportar sus recurrentes pesadillas. El asesinato vuelto rutina, la muerte despojada de sentido porque la tarea debía ser hecha, la naturaleza de la supervivencia de lo humano violentada de múltiples maneras. Pero a la noche, no siempre el alcohol adormecía los sentidos, las imágenes retornaban, alguna mirada de alguna víctima se instalaba y acusaba, ninguno era inmune, ninguno podía olvidar lo que había hecho durante el día sabiendo que era lo mismo que seguiría haciendo al día siguiente y al subsiguiente. La locura y la razón.     Todo parece el delirio de un loco. Pero Littell expone en varias oportunidades –y esto es lo más revulsivo- que lejos de ser el delirio de uno o de unos locos, el nazismo estaba basado en una ideología, en una cierta racionalidad con bases culturales poderosas y que fue generado, apoyado y sostenido por personas cultas, por académicos, intelectuales y artistas. Dice en una entrevista: “Desde muy joven, recuerdo que parecía algo más o menos refrendado que el comunismo ha sido una ideología más seria que el fascismo. Que tenía su propia racionalidad, su sentido interno y nadie se tomaba demasiado en serio a los nazis. Cuando me puse a investigarlo, me di cuenta de que su ideario también se basaba en raíces sólidas. Aunque con diferencias con el fascismo en su pensamiento económico, me pareció que era una visión del mundo muy construida, que no sólo se reducía a lo que un loco vociferaba por la radio, aunque eso también funcionara”. La constante mención al peligro comunista, nos recuerda qué pasaba en la década del treinta con el stalinismo, el rechazo que los bien pensantes sentían por sus millones asesinados, y cómo desde esta perspectiva el ascenso y triunfo del nazismo era la promesa, no solo para los alemanes sino también para gran parte de Europa, de que esa barbarie habría de ser impedida. Littell pone en boca de los protagonistas comentarios en contra de algunas acciones que debían ser llevadas a cabo; por ejemplo el cuestionamiento de oficiales nazis sobre la necesidad del exterminio de los judíos; aunque acordaran con el propósito de parar al comunismo y darle a Alemania la oportunidad de emerger de la derrota, tomaban esos actos desgraciados como las imperfecciones que debían ser mejoradas en pos de seguir el camino adecuado. La ilusión del “nunca más”.     Hoy es para nosotros tan automático el adjudicarle al nazismo lo patognomónico del Mal que es difícil aplicar algunos de estos razonamientos a otras construcciones socio-económico-políticas, pero si se hace el esfuerzo de mirar en este espejo la reflexión pega como un mazazo en la cabeza sobre nuestras opciones como individuos en esta sociedad en la que no se cuestiona, por ejemplo, el valor ético de nuestro estado de cosas y sus consecuencias no sólo la ecología y la exclusión social sino aquellas directamente criminales en las que fuerzan a vivir a cientos de millones de personas en la sub-alimentación, precariedad sanitaria, mortalidad infantil, el tema de las patentes medicinales que impiden a muchos millones curarse de enfermedades curables, el tema de la tortura, procedimiento aceptado oficialmente solo por algunos países pero que es ejecutado por absolutamente todos como EL sistema de recabar información en este mundo presionado por terrorismos de diferente calibre pero de progresiva peligrosidad. Ni qué decir que los genocidios y los horrores han seguido y siguen y que el mundo ha aprendido mucho sobre cómo ejercitar el Mal. Es más tranquilizador pensar en el Mal como aquello que sucedió allá y entonces, en Europa y por culpa del nazismo que ver en qué medida integramos sociedades vulnerables y altamente injustas y en tantos sentidos, asesinas. La cultura no alcanza.     Este libro revela, una vez más, que la cultura no es un dique eficaz contra el horror, los nazis son la prueba irrefutable de ello. Las citas y referencias bibliográficas, musicales, filosóficas que están puestas en boca de los distintos personajes de la novela, nos deja tan boquiabiertos como sus acciones asesinas. El libro tiene una estructura musical, está organizado al modo de una suite de Bach, aunque con ciertas licencias. Sus partes son "Tocata", "Allemandas I y II", "Courante", "Zarabanda", "Minueto (en rondós)", "Aire" y "Giga" como otra de las claves que nos deja su autor. La suma de las perversiones.     Es evidente que la intención de Littell al contar la historia en primera persona es mostrar que cualquiera de nosotros podría estar en el lugar del protagonista, un hombre culto, refinado, muy inteligente, eficaz, sensible, un jurista amante de la música y la literatura. No odia a los judíos aunque toma las hipótesis antisemitas como verdades científicas, del mismo modo que lo hicieron sus compatriotas y la gran mayoría de los europeos. Pero agrega un giro a esta sofisticación porque el protagonista es homosexual, incestuoso, fascinado por la degradación física, servil, dominador, salvaje, anárquico. Ha agrupado en él toda unas serie de rasgos psicopatológicos o perversos que han sido atribuidos a los nazis y que, como licencia literaria, están todos en una misma persona. Es el super hombre nazi, el que todo lo puede, el que no debe dar explicaciones, al que todo le corresponde. El escenario del cuerpo.     El cuerpo está presente de manera protagónica en cada página, en cada situación relatada, el cuerpo con sus productos, el cuerpo con sus sensibilidades y olores, el cuerpo como lugar de la vida concreta, la encarnación de las ideas y de las contradicciones. Sus pasiones, sus conflictos, sus deseos y abyecciones, sus conductas están insertas en escenarios de vómitos, deposiciones, orines, sangre, pus y fetidez, en las descripciones minuciosas de miembros desgarrados, interiores expuestos, cadáveres impúdicos. No acusa remordimiento alguno, incluso menciona con sorna despectiva a los nazis que sintieron luego de terminada la guerra la necesidad de explicar sus conductas, que se sintieron avergonzados y duda de su honestidad en las justificaciones. Él ha tomado nota de su vida en los años bajo el nazismo, en especial a partir del 41 con la invasión y asesinatos en los países del este, y lo relata como algo que le sucedió en lo que se vio envuelto y de lo que no tiene responsabilidad ni culpa alguna. Pero su cuerpo dice otra cosa. Desde 1941 y siempre después lo acompañarán vómitos, diarreas, náuseas diversas que lo toman por asalto de manera dolorosa. Ha sobrevivido la guerra, se ha construido otra identidad y vive a salvo, salvo de su propio cuerpo. Están todos.     Es evidente que Littell ha hecho muy bien sus deberes y se ha documentado de manera exhaustiva sobre cada uno de los temas, escenarios y personajes. Como Forrest Gump, Max Aue atraviesa los distintos escenarios de la guerra y conoce a sus personajes paradigmáticos. Está en las primeras matanzas de los Einzatsgruppen cuando la invasión de la URSS, luego en el desastre de Stalingrado, en recepciones de jerarcas nazis, en los diferentes campos de concentración, en el Berlín bombardeado y en destrucción progresiva de los últimos meses, hasta visita al Füher mismo en su búnker pocos días antes de su suicidio. Nos brinda excelentes y vívidos retratos de Himmler, de Speer, de Eichmann, de Heydrich, de Hoess, de varios poderosos industriales, el poder que alimentaba la guerra. Entramos con él en los salones del Mal de manera cotidiana, conociendo a los personajes en sus debilidades, sus pequeñeces, su humanidad más pedestre. Lo que resulta particularmente aterrador porque, resultan ser –aunque a uno le repugne- personas iguales que nosotros, o al menos reconocibles en su humanidad, no son demonios ni seres sobrenaturales, son como cualquiera, temen cosas similares, luchan en internas políticas como cualquier persona que tiene a su cargo alguna cosa que debe hacer si quiere llevar adelante sus propósitos, aciertan, se equivocan, juegan al azar, amenazan, aprueban, negocian, ofenden, agradecen, castigan, premian, aman, odian. Por más que uno se quiera distanciar para salvaguardar su salud mental, no puede más que ver la humanidad en cada uno lo que a uno lo deja sin aire, como si le hubieran pegado en el plexo, acorralado y sin saber donde ni a quien pedirle auxilio. Consejo.     Tantas veces nos preguntamos para qué seguir hablando de la Shoá. “Las benévolas” de Littell son una respuesta. Estudiando la Shoá podemos conocer los rincones más oscuros de nuestra naturaleza, nuestra peligrosa vulnerabilidad como sociedad, la progresiva aceptación en la que podemos caer de ideas con las que no estamos de acuerdo pero que sin embargo refrendamos, lo frágil que puede ser nuestro lugar como ciudadanos responsables. Nos deja pensando en cuál es la educación que debemos propulsar, hacia dónde destinar nuestros esfuerzos si de verdad queremos construir un mundo mejor.

Un consejo: si después de lo que le conté se anima, no se lo pierda. Y otro consejo más: si lo lee, al terminar, vuelva a leer la introducción.

Rojos de vergüenza

“Todo verde y un árbol lila” de Juan Carlos Gené – Teatro CervantesConocer, aceptar y asumir, como argentinos, que nuestro gobierno ha sido cómplice de la muerte de tantos, es duro pero inevitablemente necesario. No me refiero a la reciente dictadura militar, aunque bien podría aludir a ella la frase anterior, sino al comienzo de la década del cuarenta, cuando miles de judíos europeos buscaban refugio y las puertas del mundo se les cerraban en la cara. También las de Argentina. ¿Cuántos miles de personas perecieron porque el entonces canciller Cantilo ordenó a sus diplomáticos no emitir visas para esos “indeseables” que imploraban a las puertas de las embajadas? Se acaba de estrenar en Buenos Aires “Todo verde y un árbol lila” de Juan Carlos Gené. Cuenta la ordalía de un joven alemán recién llegado a la Argentina que intentaba conseguir los papeles para salvar a su familia. El burócrata que va respondiendo con evasivas, con comentarios despectivos, requerimientos imposibles de ser satisfechos, nos avergüenza y abruma. Rudy Laser intenta infructuosamente conseguir la “llamada” para poder traer a sus padres y a su hermana Lotte que esperan en Hamburgo. Un Hamburgo cuyas paredes se van corriendo en una progresiva opresión mientras se les quita poco a poco el trabajo, las posesiones, la intimidad, las decisiones, la dignidad y por último la vida. Van y vienen las cartas. En unas, Rudy habla de la adaptación a este nuevo país, a su idioma, sus costumbres y los avatares de sus intentos de conseguir los papeles. En otras, Lotte cuenta los sueños de los que esperan, el desaliento, la frustración, el pedido perentorio de salvación, con medias palabras, sin decir nada del todo por temor a no salvarse la censura. Y en medio, el empleado consular, los papeles, el dinero, los sellos, las fotos, los certificados, los tiempos inexorables, las negativas, la impotencia, el deambular por oficinas públicas de los refugiados alemanes y austríacos en aquellos años que, para muchos argentinos resultará seguramente un hecho desconocido. Daniela Catz es en la vida real, la nieta de Rudy. Tenía un manojo de cartas dirigidas a él, escritas por su hermana Lotte entre 1938 y 1940, las hizo traducir y se las mostró a Juan Carlos Gené quien concibió y construyó con ese material esta magnífica obra que, con sencillez y transparencia nos sume en una reflexión profunda sobre las consecuencias concretas de la indiferencia. No hace falta ser judío o alemán para sentir hervir la sangre. Cualquiera que comparta esta ceremonia de exorcismo colectivo y vea abrirse esta porción abyecta de nuestro pasado nacional no podrá menos que ponerse rojo de vergüenza. La Circular 11, emitida en 1938, negada por los sucesivos gobiernos que supimos tener, era una pesada sospecha antes de confirmarse su existencia hace unos pocos años. Aunque lo sabían los judíos que solo consiguieron ingresar a la Argentina mintiendo sobre su origen, aunque Uki Goñi lo publicó en “La auténtica Odesa”, recién con el documento probatorio en la mano fue indudable que a partir de julio de 1938, el gobierno argentino había prohibido el ingreso a judíos. En 2005 el canciller Bielsa remontó esta vergüenza nacional y procedió a su derogación. Juan Carlos Gené honra su habitual compromiso ideológico y hace pública la existencia de la vergonzosa Circular 11. Con las cartas como texto, una puesta engañosamente simple porque transcurre en varios niveles, excelentes actuaciones y una escenografía despojada, nos conmueve y sumerge en esta historia particular de la familia Laser a quienes seguimos en estos dos años de intercambio epistolar y, conteniendo el aliento, los acompañamos en la progresiva tensión del nudo que aprieta y ahoga toda esperanza. Daniela Catz es ella misma en un ejercicio de memoria conmovedor y es también su tía abuela Lotte a quien se parece tanto. Desfilan ante los espectadores los documentos, las fotos, los parecidos, los sobres, las evidencias de la verdad y uno está ante un fragmento de realidad tejida y compuesta por la ficción dramática. Gené es él mismo, comenta, traduce, guía, señala, subraya, demiurgo de este docu-drama, dolorido testigo de la iniquidad. Ora en el centro de la escena, ora en uno de los costados, encarna la conciencia moral, es el contexto, nos recuerda –por si lo olvidamos o no lo habíamos advertido- el horror que está implícito en los distintos momentos de la acción. Y repite irónicamente, como una letanía, que “era una cuestión de apellidos”. Dice Zully Wyszogrodski, hija de sobrevivientes como yo, que “se trata de un homenaje a nuestros familiares, que Daniela trae a su tía abuela cada noche al teatro ante testigos-espectadores que celebran su llegada a Buenos Aires. No es un testimonio, ni un cuadro, ni un documento periodístico o histórico, ni una pintura, ni una obra literaria pero es todo eso a la vez. Es la magia del teatro que parece cambiar la historia y recibir una y otra vez a Lotte Laser cada noche de la mano de los actores”. Aída Ender, otra hija de sobrevivientes, recordó la conocida frase en idish az men leibt, deleibt men, si uno vive lo llega a vivir, aludiendo a nuestra fortuna de poder compartir esta ceremonia de reconstrucción de la memoria y de recomposición familiar, en homenaje a las familias que la Shoá ha desmembrado sin remedio. Es también el reconocimiento, como argentinos, de la responsabilidad que nos cabe y les debemos esa satisfacción póstuma a los perpetrados, a los sobrevivientes y a todos los que respetamos los más elementales derechos humanos. Es lo que nos permite este trabajo hondamente encarnado que se exhibe a partir del 3 de noviembre de 2007, en el teatro Nacional Cervantes, en la sala Orestes Caviglia.

¿Alemanes: antisemitas, indiferentes o cortos de vista?

La revista Stern preguntaba hace unos días a sus lectores en Alemania si durante el Nazional Socialismo habían habido también para la población “lados positivos, como la construcción del sistema de carreteras, la eliminación del desempleo, la baja tasa de criminalidad y el reforzamiento de la familia”. El 25% de las repuestas fueron positivas y el 70% negativas. A más de 60 años de terminado el reinado del nazismo que los tuvo como protagonistas voluntarios o involuntarios, uno de cada cuatro alemanes, opina que hubo cosas que estuvieron bien. Algunos comentaristas se alarmaron ante estos resultados tomados como indicadores de que el viejo antisemitismo alemán sigue vivo y en acción. Como hija de sobrevivientes de la Shoá pero más como ser humano y ciudadana, la ideología nazi, el odio antijudío, la persecución y el asesinato, los métodos seguidos tanto para minar la resistencia como para doblegar la humanidad de los perpetrados, la pregunta por el silencio, la indiferencia y/o la complicidad tanto de los alemanes, como del resto de los europeos y de todo el planeta, son temáticas acuciantes, urgentes, que me siguen inquietando e interpelando. Pero, aunque no dudo que sigan existiendo sectores antisemitas en Alemania –y por cierto no solo allí- creo que el resultado de esta encuesta admite otras lecturas y que se vincula con una característica que, lamentablemente, no es exclusiva del pueblo alemán. Mucha gente -¿la mayoría?- en nuestras imperfectas sociedades democráticas no sabe o no le interesa pensar en las implicancias de algunos actos de gobierno, desprecia la política, es indiferente a las decisiones que afectan a los demás, camina con anteojeras cómodas y protectoras y solo atiende a su propia inmediatez. Sin ir demasiado lejos en el tiempo o la distancia, recordemos [1] nuestra época del “deme dos” con los viajes a Miami y las compras desenfrenadas. Recordemos la lujuria del “uno a uno” que nos hipnotizó con el delirio de ser riquísimos. Recordemos el “voto cuota” del menemismo que vendó los ojos de los que ponían los sobres en las urnas. Son recuerdos incómodos que señalan al bienestar como egoísta, mezquino, que nos hace mirar cortito y cerca. Nosotros también –salvando las debidas distancias por supuesto- hemos encontrado “cosas buenas” en medio de un estado de cosas desgraciado que nos condujeron donde estamos, ese bienestar transitorio fue pagado con un costo durísimo que seguimos lamentando. De modo semejante a lo que hizo entonces la mayoría del pueblo alemán, también nosotros no mirábamos más allá de nuestras narices o de nuestros bolsillos y nos íbamos a dormir contentos, si es que formábamos parte del grupo privilegiado que se podía ir a dormir contento, claro. Los que no estaban contentos debían mantener un silencio forzoso, no tenían cómo hacerse oír y, en el caso de Alemania, eran acallados de manera definitiva. Si hacemos un pequeño esfuerzo de memoria, podremos admitir, si no con culpa, al menos con cierta vergüenza, que disfrutamos de un cierto bienestar entumecedor de nuestras percepciones. ¿Decir eso significaría apoyar a gobiernos corruptos, dictatoriales y criminales, a sostener la legitimidad de la tortura o de la desaparición de personas? Recordarnos en nuestra propia comodidad, en el mirar para otro lado, en el dar crédito a las versiones oficiales, en la negación de indicadores evidentes, en el cuidado y el temor por la propia vida y la de nuestros hijos, ¿nos hace afirmadores ideológicos de la dictadura? No olvidemos además que las encuestas son tramposas y arbitrarias. Casi ningún tema importante puede ser respondido con un sí o un no excluyente. La gente responde al boleo, presionada por un micrófono apurado, elige las opciones que le dan, dicotómicas y extremas. Según sean las preguntas y las opciones de respuestas se puede probar cualquier cosa que a uno se le venga en ganas. Las encuestas suelen tener preguntas y alternativas imposibles, como por ejemplo la vieja pregunta de “¿a quién querés más, a tu mamá o a tu papá?” que nos obligaba a elegir solo a uno sin que uno supiera cómo escapar airosamente no hiriendo a nadie. Como suele suceder con los desprevenidos que son abordados por los encuestadores, tampoco se nos ocurría decir entonces “la pregunta no está bien planteada, así no la puedo contestar”. Pero aún merece otro comentario el resultado de esta encuesta, y tiene que ver con la educación. Que uno de cada cuatro alemanes encuentre que en el nazismo hubieron cosas buenas es grave por cierto y lo es más en Alemania, en donde la desnazificación emprendida por los ocupantes norteamericanos en la inmediata posguerra, fue seguida por una política de estado, en la Alemania Federal, de revisión constante de los nacionalismos, totalitarismos y populismos, en todos los niveles de la escuela y en los medios, lo que no fue imitado por ningún otro país europeo. Ni en Francia cuya ciudadanía toda perteneció a la resistencia -no hubo ninguno que colaboró, ¿cómo se le ocurre semejante idea?-, ni en Polonia, ni Hungría, ni en ningún otro. Lo grave de estos resultados es que habiendo habido semejante inversión en la educación en Alemania, a la hora de responder a la pregunta un 70% haya puesto entre paréntesis lo que indudablemente sabía y respondió fragmentariamente atendiendo solo a lo que un cierto sector de la población (ario, blanco, heterosexual, partidario del régimen, dócil) pudo disfrutar. Cuesta entender que ante la sola mención de Hitler o del Nazional Socialismo, no se les hubieran aparecido las imágenes de los cadáveres amontonados, de la industrialización de la muerte, imágenes que forman parte del pasado reciente de la identidad alemana. Pero tal vez se les aparecieron y no había lugar en la encuesta para incluirlo porque no era eso lo que se preguntaba. Pero no digo con esto que el antisemitismo desapareció. Tal vez las imágenes que acudieron a sus memorias tuvieron menor densidad porque se trataba de víctimas judías lo que disminuía quizá para algunos el impacto y la vergüenza. El antisemitismo no se disuelve por decreto ni en una o dos generaciones por mejor trabajo que se haga en educación. Los judíos seguimos siendo para algunos sectores de la población –no solo la alemana sino en todo el mundo cristiano y ahora también en el musulmán-, los portadores de aquellos viejos estereotipos que nos designaron como blancos de la sospecha y del odio. Pero si muchos alemanes reconocen que mejoraron ciertamente sus condiciones de vida durante la segunda guerra luego del desastre económico posterior al Pacto de Versalles, esto no los convierte forzosamente en antisemitas. Que se opine que durante el nazismo no todo fue malo, no quiere decir necesariamente que se piense que el nazismo fue bueno. Se puede concluir que el grado de concientización de la gente es pobre, que las políticas de enseñanza y revisión del pasado en Alemania no han dado todos los frutos esperados. Todavía es una asignatura pendiente en nuestros sistemas democráticos basados en el voto universal, la educación cívica que compense con la reflexión crítica el abrumador peso de la propaganda unido a los beneficios económicos populistas, combinación fatídica que silencia y acalla conciencias. Cuando están atacados los derechos humanos de los otros y uno está cómodo y calentito, uno se siente seguro y a salvo de cualquier peligro. El famoso poema de Martin Niemoeler –falsamente atribuido a Bertold Brecht- sigue teniendo una vigencia demoledora. Es doloroso para nuestra civilización que, ante la pregunta formulada por Stern, la gente no haya dicho –como con la pregunta sobre mamá y papá- “¿cómo me está preguntando eso? No se puede preguntar de esta manera, deja muchas cosas importantes afuera, no lo puedo contestar así”. Alarma pero no sorprende que la gente se vea obligada a contestar cualquier cosa que le pregunten y que lo haga suelta de cuerpo, sin darse el tiempo para pensar. Casi igual a como vota. [1] El plural alude a la conducta de una gran mayoría de la sociedad argentina, no a la de algunas personas que pudieron haber actuado de otra manera.

Poderoso caballero es don dinero – Comentario sobre Black Book

Black Book, dirigida por el holandés Paul Verhoeven, estrenada en agosto de 2007 en Argentina, no es una película sobre el Holocausto. Aunque transcurre en Holanda durante ese período, aunque hay nazis, judíos perseguidos, asesinados, escondidos, resistentes, cómplices y colaboracionistas, no es una película sobre la Shoá. No nos enseña sobre los mecanismos del horror, la industria de la muerte, las motivaciones ideológicas pseudocientíficas, todo aquello que hace de la maquinaria nazi el modelo universal del Mal. Creo que es un film sobre dos temas en particular. Trata por un lado, sobre la infinita capacidad del ser humano para defender su vida y los recursos a los que puede apelarse y que no se sabían disponibles porque no son necesarios en la vida “normal”. En efecto, la protagonista, Rachel Stein, o Ellis de Vries según su nombre ficticio no judío, encarna esta característica humana de sostener la vida aún cuando todo parece hacerlo imposible y de improvisar, encontrar una salida, aventurarse, arriesgarse y seguir adelante a pesar de que todo pareciera estar en contra. La fuerza de la vida, la tenacidad con la que nos aferramos a ella no es una novedad en los films que toman este aspecto de la Shoá como temática, ya fue exhibido varias veces de diferentes maneras (recordemos el reciente “El pianista” entre otros). Pero lo que me parece central en la propuesta de Verhoeven, y que lo vuelve completamente original si pensamos en la filmografia dedicada a la Shoá –y no solo en las películas-, es su tratamiento sobre el tema del dinero. Toda la acción dramática gira alrededor de ese elemento bastardo, oculto y determinante de gran parte de la conducta humana, el dinero. En el film, es el dinero –como en la vida- el motor de las traiciones, desde uno y otro lado. Y el dinero ha sido uno de los temas de más difícil acceso cuando se trata de la Shoá. No suele abordarse de manera franca. Se lo oculta, se lo disfraza, se lo teme. El dinero enturbia el abordaje de las situaciones, las complejiza de manera confusa. El dinero introduce diferentes e incómodos matices de grises, redefine a algunas víctimas, redibuja a algunos perpetradores. Aunque sepamos que el dinero es una llave maestra, un lubricante poderoso de la conducta humana es inquietante la idea de que durante la Shoá quien dispusiera de dinero tenía acceso a recursos que no estaban al alcance de la mayoría. Con dinero se conseguía comida, armas, remedios, documentos, pases, pasajes, escondites, se evitaban denuncias, hasta a veces se impedían deportaciones. La mayoría de los nazis y sus cómplices -polacos, ucranianos, húngaros, alemanes, lituanos, rumanos y los demás- podían ser comprados con dinero, siempre y cuando, claro, estuvieran seguros de no ser descubiertos. Rudolf Kastner por ejemplo, fue el protagonista de un salvataje aventurado. Cuando dirigía el comité judío de ayuda y rescate en Budapest consiguió salvar a 1684 judíos húngaros de la deportación y la muerte, dejándolos a buen reparo en Suiza a cambio de dinero, oro y diamantes. Luego de la invasión nazi a Hungría en marzo del 44 con la llegada de Eichmann para hacerse cargo de la solución final, fue con él que negoció Kastner la salvación de cuantos judíos le fuera posible. Para poder subirse a lo que se conoce como el “tren de Kastner” hizo falta pagar mil dólares por cada pasajero. Los más ricos solventaron unos 150 pasajes para los más necesitados pero en la puja por salvar la vida los precios comenzaron a subir. Kurt Becher, enviado de Himmler, exigió por ejemplo 50 asientos para algunos que le habían pagado aproximadamente 25 mil dólares por persona. Esto permitió que fuera liberado en el juicio de Nürenberg merced al testimonio de Kastner que probó que la acción de Becher permitió la supervivencia de ese puñado de personas. El rescate recibido por el total del pasaje del tren superó los 8 millones de francos suizos. Las negociaciones de Kastner hicieron posible que estas personas siguieran vivas lo que no impidió que siguiera siendo un personaje contradictorio y controvertido. En 1957 un sobreviviente lo mató en Israel bajo la acusación de traición hacia los judíos húngaros porque mientras negociaba con los SS la salvación de unos pocos no les había informado sobre los verdaderos planes de los nazis. Aunque fue exonerado post mortem por Suprema Corte israelí, su conducta y las consecuencias de la misma –tanto la salvación de los judíos como la acusación de traición que recibiera posteriormente- son prueba de la forma en que la introducción de la variable dinero complejiza el panorama y perturba el entendimiento. ¿Cuántas de las mil doscientas personas que formaron parte de la famosa Lista de Schindler, por ejemplo, pagaron para ser incluidas en ella? ¿Por qué es un aspecto que no se suele mencionar? ¿Qué tiene de malo preguntarlo? ¿Qué tiene de malo saberlo? ¿Les quita acaso a las víctimas su condición de tales el hecho de haber pagado para ser salvados, las vuelve menos inocentes? ¿Por qué se puede mencionar el robo, la mentira, la falsificación como recursos válidos y respetables para conseguir la supervivencia y se deja de lado la mención del dinero? Hablar de dinero ensucia sin dudas el escenario de la Shoá. Como si la Shoá fuera un espacio diferente del de la vida, sacralizado, puro, incontaminado de las miserias del mundo, sub o supra humano. Como si sus protagonistas no hubieran estado viviendo en la misma realidad que el resto de las personas. Como si su participación en esta espantosa ordalía los eximiera -o los debiera eximir- de las cosas comunes de los demás, como si los elevara a un estado de gracia en el que, como se juegan la vida y la muerte, no podemos tocar semejantes aspectos impúdicos e indelicados. Ya en 1976 Terrence Des Pres, escribió el escalofriante texto sobre la violación excrementicia . Tuvo la osadía de hablar allí de otro tema no abordado con anterioridad y tampoco a posteriori, los deshechos corporales. Con impudicia y mirada descarnada de cronista, desgrana ante nuestros ojos azorados el tratamiento que recibían los prisioneros judíos en los campos de concentración a la hora de tener que evacuar sus intestinos: el procesamiento, los métodos, las humillaciones y bajezas, la forma en que fueron reducidos, lesionados e infectados en el camino de su deshumanización y en el imborrable, vergonzoso y humillante recuerdo que guardan de ello. Nunca más luego del mencionado texto se habló de eso. De manera similar, el valiente film de Paul Verhoeven se atrevió a exponer el tema del dinero. Y duele, claro que duele y molesta. Revela -una vez más- el grado de la injusticia que implica que algunos posean más, tanto más que otros y sus consecuencias. La misma injusticia que observamos hoy fue desplegada durante la Shoá. Los que tenían dinero, disponían gracias a ello de una posibilidad más de sobrevivir. Podían conseguir comida, refugio, pagar con sobornos casi cualquier cosa. Pero el dinero no fue garantía segura, también hizo falta suerte. No bastó la disponibilidad de dinero, como lo prueba el film que comenzaron estas reflexiones. A veces fue un señuelo tan tentador que motivó la denuncia de los codiciosos y con ella la deportación y el asesinato de las víctimas. En el film de Paul Verhoeven la trama va siendo tejida por el ansia de dinero que lleva a mentiras, traiciones, inmundicias similares a las descriptas por Des Pres en su texto sobre los excrementos. El cubo de excrementos vaciado sobre una persona es una metafórica confirmación de esta relación que estoy senalando que ya había sido hecha por Freud que ilustraba los placeres retentivos tanto en las heces como el dinero, dos aspectos inherentes a nuestra humanidad social. En 2003, Norman Finkelstein publicó un libro polémico, duramente resistido, “La Industria del Holocausto”. Denuncia a algunas organizaciones que en nombre de los sobrevivientes reclaman dinero compensatorio, el que parece tener un destino incierto, no siempre en manos de sus destinatarios. Hijo de un sobreviviente de la Shoá, se atreve a hacer esta denuncia que lo coloca en la vereda opuesta de la corrección política respecto del Holocausto. Fue tan fuerte su incorrección que la presión de los correctos ha determinado la anulación del contrato que lo ligaba a perpetuidad como docente en la Universidad DePaul en Chicago. Este contrato, llamado tenure en USA, es revocado solo en contadísimas situaciones y siempre por causales muy severas. La católica universidad de DePaul prefirió separar al catedrático ante la presión de los bienpensantes que consideran de muy mal gusto la exposición de algunos temas cuando a la Shoá se refiere. Tal vez esta universidad prefirió lesionar la libertad de expresión e investigación de este miembro de su cuerpo académico antes que ser acusada de antisemita, riesgo que ninguna institución católica querría correr en vistas de su participación durante muchos siglos en Europa en el alimento de la hoguera del sentimiento antijudío. En este mundo que adora las proposiciones netas, los buenos de este lado, los malos de aquel otro, la Shoá sigue siendo un coto limitado a algunos temas. No está bien visto mencionar cosas tales como traiciones, pujas por el poder, sexo, excrementos o dinero. A más de sesenta años de su finalización, con gran parte de los sobrevivientes ya silenciados por el riguroso paso del tiempo, todavía hay cosas de las que no podemos hablar. Black Book tendrá este mérito.

Vivir para contar. Contar para vivir

Presentación “Hagadá del siglo XX” de Nicolás Rosenthal - NCI -

Al despertar Gregorio Samsa una mañana, tras un sueño intranquilo, se encontró en su cama convertido en un monstruoso insecto.

La vida cambió de manera brusca. Como si cada uno fuera el Gregorio Samsa metamorfoseado, los judíos despertaron una mañana con el mundo dado vuelta. Pero, a diferencia del personaje de ficción, en lugar de sufrir una pesadilla insoportable de la que despertarían en la mañana o de la que probablemente despertarían alguna vez, el cambio les sucedió despiertos, fueron arrojados a otra realidad, ciertamente pesadillesca, pero en la vida diurna. La analogía kafkiana puesta en el cambio corporal anticipó esa alteración de la realidad de manera escalofriante. Se acostaron con cuerpo humano y despertaron con cuerpo de insecto. Sin saber cómo ni cuándo atravesaron el espejo que refleja las cosas como son, invertidas pero iguales y entraron en esa otra realidad en la que dejaron de reconocerse, dejaron de ser quienes habían sido para ser esos nuevos sin nombre y sin historia. De manera igualmente monstruosa que la Alicia que cruzó la frontera del espejo, pero con tintes perversos y siniestros, se encontraron abruptamente con reglas nuevas y sorprendentes, con derechos y obligaciones diferentes, otros los premios y los castigos, su educación, sus expectativas, todo el piso sobre el que habían estado parados resquebrajado bajo sus pies, cayendo, cayendo, cayendo, en un pozo sin fondo, en una oscuridad sin objeto ni sentido, sin saber si alguna vez terminaría, cómo terminaría, que iría a pasar con cada uno, con sus familias, con sus vidas. Perdidos sus nombres, perdida su capacidad de decidir sobre sus pasos, perdidos los horizontes, perdida la posibilidad de futuro, se les impuso la condición de insectos. Efectivamente para el nazismo, los judíos éramos alimañas, insectos, contaminantes, peligrosos, cucarachas: exterminables. Una vez definidos así, todo lo que pasó es tan solo una consecuencia lógica, esperable, eficiente, planificada, burocrática, industrial. Permanecer humanos a pesar de todo, mantener abierto un canal de emociones, tener algún resquicio en la toma de decisión, alimentar de algún modo, aunque sea mínimo, la dignidad, fueron indispensables en el sostén de la vida. De diferentes maneras nos cuentan hoy los sobrevivientes de qué recursos debieron valerse para seguir sosteniéndose en pie sintiendo alguna dignidad humana. Desde el mantenerse limpios a pesar de las condiciones imposibles de los campos hasta el celebrar alguna fiesta judía, desde recordar alguna canción de la infancia hasta jurarse que, en caso de sobrevivir, su misión sería contar. Los que milagrosamente lograron sobrevivir, emergieron del pozo sin luz y sin nombre, tan sorpresiva y bruscamente como habían sido empujados en él. Enceguecidos por la luz y la sorpresa de estar vivos, tardaron en comprender que la vida les había sido devuelta junto con su humanidad. Sin fuerzas, temiendo recuperar la esperanza y recibir un nuevo golpe, fueron dando pasos titubeantes en su acercamiento a los que nunca habían estado en el pozo, a los que nunca habían sido insectos. Les costó comprender que durante su permanencia en el pozo negro la vida había continuado, que la gente había seguido teniendo apariencia humana y había seguido de pie en el mundo que antes había sido también el suyo, que las cosas habían seguido igual para muchos. “¿Saben lo que me pasó?” decían los que venían de ser insectos a los que nunca lo habían sido, “me quitaron el nombre, me pusieron un número, me mataron a toda mi familia, me torturaron, experimentaron con mi cuerpo, me transformaron en objeto, me hambrearon, me gasearon, me cremaron, no era nadie, no importaba, me quitaron la dignidad…”. “Epa señor, no exagere” respondían algunos,-claro, si nunca habían sido insectos-, “mire si va a pasar todo eso junto que usted cuenta, no puede ser”. “¡Qué imaginación!” se admiraban otros, “estos judíos siempre tan creativos”. Y otras voces que se sumaban a las respuestas. “Basta ya, ¿creen que son los únicos que han sufrido?” pensaban los ignorantes, los campesinos, los desplazados, las otras víctimas, pobres e inermes, de la guerra feroz; es tan difícil evaluar el dolor y el sufrimiento, cuál fue mayor, cuál más tolerable, pero toda esta gente no sabía, no comprendía lo que decía el que había sido insecto porque a ellos, a pesar de haber sufrido enormemente, nunca les había sido arrebatada la apariencia humana. Y tampoco los políticos, los intelectuales, los militantes, las personas de bien, todos los que se oponían al fascismo, al nazismo, pero que habían pasado la guerra no solo como seres humanos sino bajo techo y con comida. En la Europa de posguerra, desgarrada, caótica, nadie quería escuchar. La insectidumbre les era desconocida. Era solo la palabra de esos miserables desarrapados de ojos grandes y piel seca y macilenta. No había documentos ni testimonios que confirmaran sus relatos venidos del sub-mundo de la inhumanidad. Eran terribles. Eran insoportables. Eran increíbles. En alguna medida aún lo son hoy. Los sobrevivientes aprendieron muy rápidamente a medir sus palabras, a poner freno a su necesidad de contar, a postergar aquella promesa hecha desde el pozo oscuro, la promesa de relatar. Y junto con ello, olvidaron rápidamente su pasado reciente como insectos, se apoyaron nuevamente sobre sus dos pies, se irguieron y caminaron sabiendo que solo podrían hacerlo si simulaban que nada hubiera pasado. Y pasaron muchos años. La vida decidía por ellos. Primero el encuentro de un lugar donde vivir. Documentos, destinos, dinero, traslados, viajes, llegadas, adaptaciones, nuevos idiomas, nuevas costumbres. Después la familia, armar una familia, rearmar una familia, construir y reconstruir la vida en hijos, trabajo, educación, prosperidad. Y la vida siguió y el mundo siguió caminando y vinieron nuevas guerras, nuevas injusticias, nuevas preocupaciones. Un día supimos todos que Eichmann había sido llevado a Israel y sería sometido a juicio. Muchos no sabían de quién se trataba, pero fue ése un punto de inflexión para el forzado silencio de los sobrevivientes. En aquel célebre juicio se oyó por primera vez su voz, la que había sido silenciada por la necesidad de la reconstrucción y también por la insoportabilidad de lo que contaban. En el juicio llevado en Jerusalén los sobrevivientes por fin hablaron y volvieron los insectos y el mundo no pudo más que oír. Y fue ése el gran cambio, que el mundo por fin escuchó, se abrieron los diques y el hombre y el insecto se unieron en un grito imposible de contener. Los testimonios fueron demoledores. Uno tras otro, hora tras hora, día tras día, contaron, dijeron, lloraron, gritaron, revivieron la iniquidad y la abyección. Esto pasó a comienzos de la década del sesenta. Curiosamente, poco después, las aguas volvieron a aquietarse. La ola de testimonios se calmó. Fue necesaria la serie norteamericana Holocausto, en la década del setenta, con la historia de esa familia judeo-alemana, los Weiss y su camino de degradación hacia el horror. Esta vez ya no era un juicio, noticias en los diarios, algunos libros. Esta vez era la televisión. Cientos de miles de personas vimos la miniserie y aún cuando tenía el esquematismo hollywoodense, vimos en pantalla simultáneamente alrededor del mundo, la historia del intento de exterminio del pueblo judío. El mayor impacto se produjo en Alemania en donde los jóvenes acosaron a sus padres con la pregunta “¿qué hiciste en la guerra?” y abrieron incisivamente los archivos personales y familiares que los alemanes creían haber cerrado exitosamente. Claude Lanzmann produjo su monumental “Shoah” en la década del ochenta. Demasiado revulsiva, demasiado larga, demasiado cierta como para que el gran público la hiciera suya. Fueron casi diez horas de inmersión en el horror sólo con la palabra de los testigos, perpetradores, cómplices, sobrevivientes en una propuesta militante de trabajo de la memoria basado en la voz del presente. Pero fue recién en la década de los noventa, con “La lista de Schindler” dirigida por Steven Spielberg, que los sobrevivientes se impusieron a los ojos del mundo como los documentos vivos imprescindibles. Fue allí, especialmente en el final del film cuando aparecen los sobrevivientes verdaderos desfilando ante la tumba de Schindler y depositando sobre ella nuestro homenaje judío, una piedra que indica que la persona es recordada, que vive en la memoria de los vivos. Como un torrente la voz de los sobrevivientes comenzó a derramarse sobre la conciencia del mundo. Sediento, por fin sediento de oírlos, el mundo pidió por ellos y empezaron a ser convocados por congresos, investigadores, escritores, programas de televisión, films documentales, escuelas. Viejos, desanimados, descreídos, finalmente los sobrevivientes revivieron la vieja promesa y pudieron contar. Esto es lo que ha hecho Nicolás Rosenthal. Son cientos los testimonios escritos que se publican. Muchos más los que están escritos y aún permanecen inéditos. Muchísimos más los que aún no se han escrito y los que ya no se escribirán. Por eso es imperativo celebrar éste porque es uno más, una piedra más sobre esta lápida de la humanidad, un recordatorio más de que aquella insectitud sigue viva para los vivos, de que nos sigue interpelando desde lo más hondo de los ideales de la humanidad y no hemos podido responder, que sus lecciones aún deben ser aprendidas, que seguimos en deuda. Esta Hagadá para el siglo XXI es, sin embargo, algo más que un testimonio. Es un intento desesperado de darle sentido a lo vivido. Un intento que muchos sobrevivientes persiguen y no todos logran. En una escritura que no quiere ser prosa, cuenta Nicolás Rosenthal su propio camino en el infierno nazi, pero lo hace orientado con conciencia hacia la transmisión. Y contarás a tus hijos, nos demanda el Pésaj y en el contar el puente, la mano tendida, la palabra vuelta linaje, historia, continuidad, la experiencia singular se vuelve el plural del grupo todo. Señala Zully Peusner –hija de sobrevivientes- que Nicolás Rosenthal responde con su poema a la angustiada pregunta de Adorno acerca de la imposibilidad de escribir poesía después de la Shoá, pero una poesía que lo reinscribe como judío, mientras que otros sobrevivientes hicieron el camino inverso. Nos suelen preguntar en nuestros testimonios o actividades acerca de la creencia en Dios antes y después de la Shoá, que es como preguntarnos por un sentido posible de lo sucedido. La pregunta permanece abierta y los más lúcidos se sostienen sobre la inescrutabilidad de los designios divinos. Algunos que vivían como judíos, dejaron de hacerlo porque atribuyeron a esa condición la responsabilidad de lo sucedido o al menos vieron que el judaísmo los ponía en inferioridad de condiciones respecto del resto del mundo y, habiendo sobrevivido, no querían para sí ni para sus descendientes, el peso de semejante dificultad. Otros, por el contrario, se acercaron al judaísmo y encontraron allí la fuerza de la pertenencia y la melodía conocida y tranquilizadora del murmullo familiar. Es lo que hizo Nicolás Rosenthal. Y su Hagadá del siglo XX para el siglo XXI es, a pesar de que a él le gusta calificarse como escéptico o pesimista, una honda declaración de fe en el género humano porque sueña, alienta, imagina, que hay un mundo que querrá seguir oyendo –si no para qué escribir, para qué traducir, para qué publicar, para qué esta presentación- y gente que escuchará y que hará de él un espacio mejor para vivir. Y solo me queda decir junto a él: amén

Identidad, identidades


Temas abordados: ¿Por qué hoy? - La mirada dicotómica - Lo dado y lo adquirido - La complejidad multi-identitaria - Identidades de borde - De lo diferente a lo diverso.


La pregunta por la identidad.

La pregunta por la identidad es una de las preguntas más recurrentes en la actualidad. La pregunta ¿quién soy? alude a mi esencialidad, a lo ontológico, a lo que me define, a lo que hace que yo considere que yo sea yo. No se trata de qué hago, qué me gusta o qué habilidades tengo, sino quién soy. Saberlo, como nunca antes, está resultando esencial en el mundo de hoy. Lo que sigue es un borrador de ideas, tomadas de diversas fuentes, a modo de disparadores para pensarnos.

Identidad como atajo.

Hacemos la pregunta por la identidad en singular, por una identidad. Si hubiera una respuesta y si fuera unívoca y definitiva, se podrían tal vez economizar caminos y elecciones. En efecto, si sé quién soy, si lo defino con contornos netos, podré categorizar al resto del mundo según se acerque o se aleje a mi definición. Podré así conocer y reconocer a quienes son más iguales a mí y a quienes son más diferentes y podré, en consecuencia, elegir mejor con quien estar o con quién hacer, a quién incluir, a quién dejar afuera. Los mamíferos confiamos en los que se nos parecen, en nuestros conocidos, familiares y desconfiamos de los diversos, los in-familiares, los des-conocidos. Una respuesta neta, clara, recortada, definida y definitiva a la pregunta por la identidad, ordenará de una vez y para siempre el universo en amigos y enemigos, en afines y des-afines, en buenos y malos, en inofensivos y peligrosos. Lo que resulta necesario para la supervivencia.

Estamos educados, constituidos –al menos en la civilización occidental-, en estructuras de pensamiento binarias que pueden volverse muy fácilmente dicotómicas. La mirada dicotómica se vuelve una lente invisible con la que se mira el mundo y se naturalizan las percepciones y se vuelven automáticas. Las dicotomías son un tipo particular de oposición con dos características principales: 1) son excluyentes - es una u otra alternativa-, y 2) están jerarquizadas - una tiene un valor social superior a la otra-. Con la lente dicotómica vemos la realidad sin matices: bueno o malo, sano o enfermo, ario o judío, varón o mujer, occidental u oriental, delgado o gordo, culto o inculto, lindo o feo, arriba o abajo, cristiano o islámico, blanco o negro. Las categorías binarias ordenan el mundo de manera simplificada, lo vuelven sencillo y tranquilizadoramente manejable. Además de economizar operaciones mentales, hace posible ubicarse del lado valorado de la dicotomía o juntarse con los del mismo “club” y así potenciar, asegurar y reforzar el espacio social valorado.

El mundo de hoy.

Ya no vivimos en el mundo que leíamos en los libros de textos, cuando calcábamos los mapas prolijitos y dibujábamos las fronteras entre los países que coloreábamos con diferentes colores. Se están fundiendo los estados nacionales, surgen bloques geo-político-económicos, en el reino de las corporaciones trans-nacionales se están borrando las fronteras. La globalización avasalladora vehiculizada por la multimedia produce disciplinamiento colectivo en la uniformización cultural. La moda, los códigos, lenguajes, los usos de consumo, las tecnologías coexisten en todos los puntos del globo (en realidad solo donde llegan la televisión y la computadora). Se puede oír la misma canción, escuchar el mismo chiste o ver la misma ropa en puntos del planeta alejados. No es extraño entonces que en estos momentos surja, casi con desesperación, la pregunta por la identidad, la sed del ser, del recorte particular, diferenciarse del magma uniforme y anómico de la globalización. Diferenciarse y ser uno pero no tanto como para quedar afuera. Parecerse y ser como todos pero no tanto como para ser transparente. ¿Cómo saber quién se es si uno es igual a todo el mundo? ¿Cómo recortar una identidad propia que a uno lo distinga del resto del mundo pero que, al mismo tiempo, lo mantenga cerca de los que son sus iguales? ¿Cómo diferenciarse y cómo ser igual?

Teníamos a la identidad nacional como indicador confiable de identidad pero se nos está perdiendo. Idiomas, comidas, vestidos, usos van dejando de pertenecernos y caracterizarnos. Buscamos otras formas de nombrarnos, recortarnos, definirnos, pensarnos a nosotros mismos y a nuestra relación con los demás y con el mundo. Proliferan las reivindicaciones de las minorías culturales[2], los pequeños grupos, se revalorizan las etnias, las tribus urbanas[3]. Se desarrollan y constituyen en espacios cerrados de autoafirmación que ofrecen la posibilidad de recuperar el sentimiento de pertenencia a una comunidad, el encuentro de otros semejantes con quienes sentirse iguales y la tranquilizadora distinción respecto de los que quedan afuera, los diferentes. El fútbol[4], por ejemplo, o las condiciones físicas, gustos o habilidades, las víctimas de diferentes cosas, se vuelven ejes que congregan a los iguales y les otorgan adicionalmente la sensación de ser alguien, de rescatarse de la anomia y la exclusión.

Modos y niveles de identidad.

Es interesante pensar en las diversas maneras y niveles de definir la identidad. Algunos dados y otros adquiridos y en los cambios que estamos viviendo respecto al peso de cada uno.

Los dados, los que uno tiene al nacer, que no cambian, son el origen nacional, étnico y religioso, el apellido, algunos aspectos de la condición física -sexualidad, altura, color, contextura, estructura genética en general con todo lo que ello determina, discapacidad o enfermedad, belleza o fealdad-, condición sexual, signo del zodíaco o del horóscopo chino.

Los adquiridos o cambiantes, son la edad, gustos, preferencias, estilos, club de fútbol, dinero, tribu urbana, club o hermandad, profesión, habilidades, ideologías.

Hasta hace no mucho tiempo pensar siquiera –ya no hacerlo público- en que se podía elegir una pertenencia sexual diferente estaba absolutamente afuera de cualquier alternativa. ¿Cómo juegan en estos cambios las cirugías estéticas por ejemplo y los conceptos concomitantes de envejecimiento, edad, belleza? Frente a lo impuesto, frente a lo dado, frente a las limitaciones necesarias, aparece este furor por elegir, por cambiar, por reinventarse. ¿Es un acto de libertad o se trata de un sometimiento siniestro a nuevos imperativos? Es, en todo caso, una consecuencia del modo en que las identidades se ponen en juego en la actualidad.

Hay identidades que se asumen y otras que no. Identidades que se reconocen y otras que no. Muchos niveles o aspectos identitarios están tan naturalizados que resultan invisibles hasta que algo los visibiliza. Por ejemplo es lo que me ha pasado con mi condición de hija de sobrevivientes de la Shoá. Siempre supe que mis padres habían sobrevivido “la guerra” como se decía a aquello antes de que tuviera nombres. Siempre lo supe, pero fue en un determinado momento que se me impuso como condición de atravesamiento y a partir de allí se reordenaron y resignificaron pasado, presente y futuro. La condición de ser hija de sobrevivientes existía lo advirtiera o no, pero en el acto mismo del reconocimiento cambió la cualidad de la forma en que era afectada por ello, mis conductas y mi visión del mundo. Hay identidades que nos gustan y otras que no. Me pregunto ¿cuántas identidades más conviven con nosotros que aún no nos han hablado?

Identidad cultural.

Para hacer el cuadro aún más complejo recordemos que la mayoría de las sociedades actuales son multiculturales y heterogéneas. Convivimos con personas que profesan diferentes religiones, que hablan diversos idiomas, que se rigen por valores, costumbres, prácticas en el vestir, en la alimentación, que son características de su grupo de pertenencia. Al tiempo que el símbolo de McDonalds y la forma de la botella de Coca Cola pueden ser reconocidos universalmente. Rasgos particulares endogámicos por un lado, aspectos universales globalizados por el otro. La idea unívoca de identidad está fragmentada hoy por esta complejidad y multiplicidad y no podemos más que pensar y hablar de identidad sino de identidades.

Una situación concreta.

Quien soy, quien soy para mi, quien soy para otros, cómo quiero que me vean, qué elijo para que me defina, con qué objetivo, en qué contexto, son algunas de las variables que es necesario tener en cuenta a la hora de pensar en las identidades. La definición no es una. Según para qué, dónde y cuándo, se iluminarán ciertos aspectos en detrimento de otros que será preferible mantener en las sombras. Los datos que incluyo en un Currículum Vitae profesional no son los mismos con los que yo me defino en mis múltiples identidades, ni tampoco será el mismo Currículum Vitae el presentado para diferentes propósitos. En cada caso, según sea el propósito, recorto aquellos elementos que considero que deben ser incluidos. Pero veamos qué sucede si intento hacer una exposición exhaustiva de mis identidades. Soy mujer, femenina, argentina, polaca, judía, inmigrante, sociable, orgullosa, psicóloga, escritora, desinhibida, solidaria, cómoda, perezosa, sexagenaria, petisa, con un ligero sobrepeso, ex rubia, semi canosa y que no se tiñe, madre, divorciada, unida en pareja hace 35 años, abuela, clase media suburbana, hija de sobrevivientes de la Shoá, medianamente informal, con sentido del humor, reflexiva, atenta, laboriosa, creativa, vanidosa, ordenada en lo que me interesa, entusiasta, arremetedora, autoritaria, vulnerable, necesitada de reconocimiento, poco tolerante a las críticas, buena planificadora, bastante tolerante a la frustración, hablo varios idiomas, me gusta cantar, recibir elogios, leer, escribir, hacer solitarios, jugar al sudoku… y podría seguir ad infinitum. Y esto ha sido tan solo lo que estoy dispuesta a mostrar ante gente desconocida. En El Principito, Saint Éxupery decía que no entendía a los adultos que creían conocer a alguien cuando tenían el dato del monto de su cuenta de banco sin preguntar cosas tan importantes como por ejemplo si le gustaba comer chocolate.

¿Cómo ordenar todo esto en categorías lógicas? ¿En qué jerarquía debo ubicar las diferentes cosas? ¿Cómo armonizar las contradicciones y la complejidad? ¿Cuál de todas estas características definen mi identidad? ¿Quién soy más yo? ¿Cómo y por qué dejar afuera de un listado que supuestamente me define todos estos aspectos que a la postre son los que determinarán mi desempeño y mi relación con los demás?

Las identidades de borde.

En este mundo transnacional se está gestando una nueva identidad que ya está empezando a ser reconocida como tal, la llaman “identidad de borde”, de frontera. Quienes lo han propuesto y lo están desarrollando de manera muy rica y sorprendente fueron los chicanos, los descendientes de mexicanos nacidos en los Estados Unidos. Nacidos allí, se ven pisando con un pie en cada país, en las dos culturas pero formando una tercera, una cultura diferente, hasta con un idioma diferente y se reivindican como tales, con una producción cultural contestataria e interesantísima. El fenómeno se replica merced a la migración creciente. Grandes poblaciones se mueven de un territorio a otro a causa de las guerras abiertas o solapadas, de los secuestros, de las situaciones de peligro, de las consecuencias del calentamiento global que provoca inundaciones, desertificaciones, cambios de tal naturaleza que obligan al cambio de sitio de residencia. La unidad europea, las disparidades en los niveles de vida en los distintos países del globo, determinan una movilidad poblacional inaudita y generalizada. Los refugiados, los echados de sus países que van a otros van aumentado de día en día. No son bien recibidos salvo que se contenten con hacer los trabajos que la población residente descarta y que acepten en condiciones infrahumanas. Estas personas aprenden el nuevo idioma, se van adaptando e integrando a la nueva cultura, aprenden a convivir con el rechazo o la sospecha, tienen hijos y estos hijos, igual que los chicanos, van constituyendo esa tercera identidad que se conoce como border identity. Ya no son inmigrantes porque han nacido en el nuevo país, pero no son como los nativos “viejos”, son otra cosa. Esto se ve en la población musulmana francesa, o en la población turca en Alemania, por no mencionar a los bolivianos y otros grupos en Argentina. Son identidades de borde, complejas, ricas, multifacéticos.

Los judíos, un ejemplo.

Un ejemplo claro en este sentido, claro y profusamente documentado, somos los judíos. Como bien dice Tomás Abraham[5], a partir de la Shoá la pregunta por la identidad judía ha dejado de tener sentido. Hemos aprendido que, al menos en la definición exógena -la que nos es atribuida por el otro-, es judío todo hijo de madre judía o nieto de por lo menos dos abuelos judíos. No importaba si se trataba de alguien religioso o agnóstico, de izquierda o de derecha, pobre o rico, de nariz ganchuda o aguileña, sionista u ortodoxo, tradicionalista, asimilado o converso, nada de eso importaba porque todos, absolutamente todos, estaban destinados a la muerte. Este destino de muerte fue una marca de identidad de la que no podemos sustraernos, al menos mientras lo recordemos. Por eso dice Abraham que la identidad judía ya no está en cuestión. Pero lo judío parece plantear una pregunta para el no judío, en especial para el que mira la realidad con la lente dicotómica. Un ejemplo sería la pregunta que se nos suele hacer por la doble lealtad en caso de jugarse un partido entre Israel y Argentina, ¿quién querés que gane? Los judíos convivimos naturalmente con las múltiples identidades que determinan, claro está, múltiples lealtades, como le pasa a cualquiera con sus identidades múltiples y que no representan conflictos ni problema alguno. La pregunta por la lealtad, hecha a un judío, probablemente se deba a que lo judío en nuestra sociedad, forma parte de un par dicotómico, siempre del lado peor. Nunca nadie me preguntó si un partido entre Polonia y Argentina determinaría para mí un conflicto de lealtad. Es que Polonia y Argentina no son pares dicotómicos. La cuestión de por qué lo judío inmediatamente se lee dicotómicamente escapa a los fines de esta presentación.

Ingresé a la Argentina en 1947. En la lista de pasajeros que figura en Migraciones y en mi ficha de ingreso, figuro como de religión católica. Se preguntaba la religión y si la respuesta hubiera sido “judía” el ingreso habría sido denegado. Una directiva secreta de Cancillería, emitida en 1938, prohibía a los cónsules a dar visas a los indeseables que buscaban refugio. No decía “judíos” pero “indeseables” y refugiados durante la Segunda Guerra Mundial quería decir “judíos”. Los sucesivos gobiernos negaron la existencia de esta prohibición hasta que se encontró una copia de la Circular 11 perdida en una carpeta en la embajada argentina en Suecia. En 2005 el gobierno argentino, luego de 67 años de vigencia, la derogó. Solicité inmediatamente la rectificación de mi inscripción en los registros migratorios. Quería que allí constara que soy judía. Se labró un expediente y finalmente se me concedió la solicitud por disposición del Ministerio del Interior y ahora el mío es un leading case: cualquiera que solicite rectificar este dato lo puede hacer adscribiéndose a la resolución. Casi todos los judíos ingresados en la Argentina figuran como católicos. Uno podría preguntarse ¿qué importancia tiene figurar de un modo o de otro? ¿Por qué tanta historia? ¿Cambia acaso algo por el mero hecho de cambiar una palabra? Para mí ha cambiado. Tiene que ver con mi identidad, con el reconocimiento y la aceptación de la misma, con el derecho a ser quién soy y a declararlo abiertamente. Permite que la dolorosa vivencia de discusión dicotómica transite hacia la complejidad y riqueza de la identidad de borde.

El pasaje de lo diferente a lo diverso.

El mundo está virando hacia una realidad multicultural poli-identitaria que los judíos conocemos muy bien. Los sucesivos éxodos nos han entrenado en la multiculturalidad, en la complejidad, lo que se refleja en nuestros idiomas que expresan los lugares por donde hemos ido pasando, en nuestro humor, afán de universalidad y humanismo acérrimo, en la defensa de la diversidad como realidad y concepto enriquecedor.

Las nuevas identidades, las nuevas formas de pensar y categorizar las identidades, de aceptarlas y reconocerlas, nos permitirían pasar del concepto de diferente – en el sentido dicotómico de maligno y sospechoso, inferior y peligroso- que nos encierra y nos aísla, nos empobrece y empequeñece a la idea de diverso, al concepto de diversidad, que incluye el otro, al que no es como yo, a las identidades de borde, a la multiplicidad y a la sorpresa de las variadas formas en que puede manifestarse y vivir la criatura humana.


[1] Presentado el 30 de junio de 2007 en la jornada “IDENTIDAD, ASPECTOS SOCIALES Y PSICODINÁMICOS”, Departamento de Psicología Clínica, Universidad Argentina John F. Kennedy

[2] Una de las fuentes de confrontaciones armadas por ejemplo entre Hutus y Tutsis, en la ex Yugoslavia,

[3] Nueva forma de socialización vehiculizada por los jóvenes y grupos minoritarios, pandillas de adolescentes, en general menores de 18 años, como los punks, hippies, raperos, siniestros, heavis, góticos, skin heads, heavy metals, ciberpunks, skaters, bikers, darks, rockers, con rasta,

[4] Que genera pasiones arrebatadas con un compromiso emocional e identitario tan hondo que puede convertir a sus miembros en una masa asesina incontrolable en caso de sentirse humillados o creerse derrotados injustamente.

[5] En “Hijos de la Guerra” de Diana Wang, Editorial Marea, 2007.