Temas abordados: ¿Por qué hoy? - La mirada dicotómica - Lo dado y lo adquirido - La complejidad multi-identitaria - Identidades de borde - De lo diferente a lo diverso.
La pregunta por la identidad.
La pregunta por la identidad es una de las preguntas más recurrentes en la actualidad. La pregunta ¿quién soy? alude a mi esencialidad, a lo ontológico, a lo que me define, a lo que hace que yo considere que yo sea yo. No se trata de qué hago, qué me gusta o qué habilidades tengo, sino quién soy. Saberlo, como nunca antes, está resultando esencial en el mundo de hoy. Lo que sigue es un borrador de ideas, tomadas de diversas fuentes, a modo de disparadores para pensarnos.
Identidad como atajo.
Hacemos la pregunta por la identidad en singular, por una identidad. Si hubiera una respuesta y si fuera unívoca y definitiva, se podrían tal vez economizar caminos y elecciones. En efecto, si sé quién soy, si lo defino con contornos netos, podré categorizar al resto del mundo según se acerque o se aleje a mi definición. Podré así conocer y reconocer a quienes son más iguales a mí y a quienes son más diferentes y podré, en consecuencia, elegir mejor con quien estar o con quién hacer, a quién incluir, a quién dejar afuera. Los mamíferos confiamos en los que se nos parecen, en nuestros conocidos, familiares y desconfiamos de los diversos, los in-familiares, los des-conocidos. Una respuesta neta, clara, recortada, definida y definitiva a la pregunta por la identidad, ordenará de una vez y para siempre el universo en amigos y enemigos, en afines y des-afines, en buenos y malos, en inofensivos y peligrosos. Lo que resulta necesario para la supervivencia.
Estamos educados, constituidos –al menos en la civilización occidental-, en estructuras de pensamiento binarias que pueden volverse muy fácilmente dicotómicas. La mirada dicotómica se vuelve una lente invisible con la que se mira el mundo y se naturalizan las percepciones y se vuelven automáticas. Las dicotomías son un tipo particular de oposición con dos características principales: 1) son excluyentes - es una u otra alternativa-, y 2) están jerarquizadas - una tiene un valor social superior a la otra-. Con la lente dicotómica vemos la realidad sin matices: bueno o malo, sano o enfermo, ario o judío, varón o mujer, occidental u oriental, delgado o gordo, culto o inculto, lindo o feo, arriba o abajo, cristiano o islámico, blanco o negro. Las categorías binarias ordenan el mundo de manera simplificada, lo vuelven sencillo y tranquilizadoramente manejable. Además de economizar operaciones mentales, hace posible ubicarse del lado valorado de la dicotomía o juntarse con los del mismo “club” y así potenciar, asegurar y reforzar el espacio social valorado.
El mundo de hoy.
Ya no vivimos en el mundo que leíamos en los libros de textos, cuando calcábamos los mapas prolijitos y dibujábamos las fronteras entre los países que coloreábamos con diferentes colores. Se están fundiendo los estados nacionales, surgen bloques geo-político-económicos, en el reino de las corporaciones trans-nacionales se están borrando las fronteras. La globalización avasalladora vehiculizada por la multimedia produce disciplinamiento colectivo en la uniformización cultural. La moda, los códigos, lenguajes, los usos de consumo, las tecnologías coexisten en todos los puntos del globo (en realidad solo donde llegan la televisión y la computadora). Se puede oír la misma canción, escuchar el mismo chiste o ver la misma ropa en puntos del planeta alejados. No es extraño entonces que en estos momentos surja, casi con desesperación, la pregunta por la identidad, la sed del ser, del recorte particular, diferenciarse del magma uniforme y anómico de la globalización. Diferenciarse y ser uno pero no tanto como para quedar afuera. Parecerse y ser como todos pero no tanto como para ser transparente. ¿Cómo saber quién se es si uno es igual a todo el mundo? ¿Cómo recortar una identidad propia que a uno lo distinga del resto del mundo pero que, al mismo tiempo, lo mantenga cerca de los que son sus iguales? ¿Cómo diferenciarse y cómo ser igual?
Teníamos a la identidad nacional como indicador confiable de identidad pero se nos está perdiendo. Idiomas, comidas, vestidos, usos van dejando de pertenecernos y caracterizarnos. Buscamos otras formas de nombrarnos, recortarnos, definirnos, pensarnos a nosotros mismos y a nuestra relación con los demás y con el mundo. Proliferan las reivindicaciones de las minorías culturales[2], los pequeños grupos, se revalorizan las etnias, las tribus urbanas[3]. Se desarrollan y constituyen en espacios cerrados de autoafirmación que ofrecen la posibilidad de recuperar el sentimiento de pertenencia a una comunidad, el encuentro de otros semejantes con quienes sentirse iguales y la tranquilizadora distinción respecto de los que quedan afuera, los diferentes. El fútbol[4], por ejemplo, o las condiciones físicas, gustos o habilidades, las víctimas de diferentes cosas, se vuelven ejes que congregan a los iguales y les otorgan adicionalmente la sensación de ser alguien, de rescatarse de la anomia y la exclusión.
Modos y niveles de identidad.
Es interesante pensar en las diversas maneras y niveles de definir la identidad. Algunos dados y otros adquiridos y en los cambios que estamos viviendo respecto al peso de cada uno.
Los dados, los que uno tiene al nacer, que no cambian, son el origen nacional, étnico y religioso, el apellido, algunos aspectos de la condición física -sexualidad, altura, color, contextura, estructura genética en general con todo lo que ello determina, discapacidad o enfermedad, belleza o fealdad-, condición sexual, signo del zodíaco o del horóscopo chino.
Los adquiridos o cambiantes, son la edad, gustos, preferencias, estilos, club de fútbol, dinero, tribu urbana, club o hermandad, profesión, habilidades, ideologías.
Hasta hace no mucho tiempo pensar siquiera –ya no hacerlo público- en que se podía elegir una pertenencia sexual diferente estaba absolutamente afuera de cualquier alternativa. ¿Cómo juegan en estos cambios las cirugías estéticas por ejemplo y los conceptos concomitantes de envejecimiento, edad, belleza? Frente a lo impuesto, frente a lo dado, frente a las limitaciones necesarias, aparece este furor por elegir, por cambiar, por reinventarse. ¿Es un acto de libertad o se trata de un sometimiento siniestro a nuevos imperativos? Es, en todo caso, una consecuencia del modo en que las identidades se ponen en juego en la actualidad.
Hay identidades que se asumen y otras que no. Identidades que se reconocen y otras que no. Muchos niveles o aspectos identitarios están tan naturalizados que resultan invisibles hasta que algo los visibiliza. Por ejemplo es lo que me ha pasado con mi condición de hija de sobrevivientes de la Shoá. Siempre supe que mis padres habían sobrevivido “la guerra” como se decía a aquello antes de que tuviera nombres. Siempre lo supe, pero fue en un determinado momento que se me impuso como condición de atravesamiento y a partir de allí se reordenaron y resignificaron pasado, presente y futuro. La condición de ser hija de sobrevivientes existía lo advirtiera o no, pero en el acto mismo del reconocimiento cambió la cualidad de la forma en que era afectada por ello, mis conductas y mi visión del mundo. Hay identidades que nos gustan y otras que no. Me pregunto ¿cuántas identidades más conviven con nosotros que aún no nos han hablado?
Identidad cultural.
Para hacer el cuadro aún más complejo recordemos que la mayoría de las sociedades actuales son multiculturales y heterogéneas. Convivimos con personas que profesan diferentes religiones, que hablan diversos idiomas, que se rigen por valores, costumbres, prácticas en el vestir, en la alimentación, que son características de su grupo de pertenencia. Al tiempo que el símbolo de McDonalds y la forma de la botella de Coca Cola pueden ser reconocidos universalmente. Rasgos particulares endogámicos por un lado, aspectos universales globalizados por el otro. La idea unívoca de identidad está fragmentada hoy por esta complejidad y multiplicidad y no podemos más que pensar y hablar de identidad sino de identidades.
Una situación concreta.
Quien soy, quien soy para mi, quien soy para otros, cómo quiero que me vean, qué elijo para que me defina, con qué objetivo, en qué contexto, son algunas de las variables que es necesario tener en cuenta a la hora de pensar en las identidades. La definición no es una. Según para qué, dónde y cuándo, se iluminarán ciertos aspectos en detrimento de otros que será preferible mantener en las sombras. Los datos que incluyo en un Currículum Vitae profesional no son los mismos con los que yo me defino en mis múltiples identidades, ni tampoco será el mismo Currículum Vitae el presentado para diferentes propósitos. En cada caso, según sea el propósito, recorto aquellos elementos que considero que deben ser incluidos. Pero veamos qué sucede si intento hacer una exposición exhaustiva de mis identidades. Soy mujer, femenina, argentina, polaca, judía, inmigrante, sociable, orgullosa, psicóloga, escritora, desinhibida, solidaria, cómoda, perezosa, sexagenaria, petisa, con un ligero sobrepeso, ex rubia, semi canosa y que no se tiñe, madre, divorciada, unida en pareja hace 35 años, abuela, clase media suburbana, hija de sobrevivientes de la Shoá, medianamente informal, con sentido del humor, reflexiva, atenta, laboriosa, creativa, vanidosa, ordenada en lo que me interesa, entusiasta, arremetedora, autoritaria, vulnerable, necesitada de reconocimiento, poco tolerante a las críticas, buena planificadora, bastante tolerante a la frustración, hablo varios idiomas, me gusta cantar, recibir elogios, leer, escribir, hacer solitarios, jugar al sudoku… y podría seguir ad infinitum. Y esto ha sido tan solo lo que estoy dispuesta a mostrar ante gente desconocida. En El Principito, Saint Éxupery decía que no entendía a los adultos que creían conocer a alguien cuando tenían el dato del monto de su cuenta de banco sin preguntar cosas tan importantes como por ejemplo si le gustaba comer chocolate.
¿Cómo ordenar todo esto en categorías lógicas? ¿En qué jerarquía debo ubicar las diferentes cosas? ¿Cómo armonizar las contradicciones y la complejidad? ¿Cuál de todas estas características definen mi identidad? ¿Quién soy más yo? ¿Cómo y por qué dejar afuera de un listado que supuestamente me define todos estos aspectos que a la postre son los que determinarán mi desempeño y mi relación con los demás?
Las identidades de borde.
En este mundo transnacional se está gestando una nueva identidad que ya está empezando a ser reconocida como tal, la llaman “identidad de borde”, de frontera. Quienes lo han propuesto y lo están desarrollando de manera muy rica y sorprendente fueron los chicanos, los descendientes de mexicanos nacidos en los Estados Unidos. Nacidos allí, se ven pisando con un pie en cada país, en las dos culturas pero formando una tercera, una cultura diferente, hasta con un idioma diferente y se reivindican como tales, con una producción cultural contestataria e interesantísima. El fenómeno se replica merced a la migración creciente. Grandes poblaciones se mueven de un territorio a otro a causa de las guerras abiertas o solapadas, de los secuestros, de las situaciones de peligro, de las consecuencias del calentamiento global que provoca inundaciones, desertificaciones, cambios de tal naturaleza que obligan al cambio de sitio de residencia. La unidad europea, las disparidades en los niveles de vida en los distintos países del globo, determinan una movilidad poblacional inaudita y generalizada. Los refugiados, los echados de sus países que van a otros van aumentado de día en día. No son bien recibidos salvo que se contenten con hacer los trabajos que la población residente descarta y que acepten en condiciones infrahumanas. Estas personas aprenden el nuevo idioma, se van adaptando e integrando a la nueva cultura, aprenden a convivir con el rechazo o la sospecha, tienen hijos y estos hijos, igual que los chicanos, van constituyendo esa tercera identidad que se conoce como border identity. Ya no son inmigrantes porque han nacido en el nuevo país, pero no son como los nativos “viejos”, son otra cosa. Esto se ve en la población musulmana francesa, o en la población turca en Alemania, por no mencionar a los bolivianos y otros grupos en Argentina. Son identidades de borde, complejas, ricas, multifacéticos.
Los judíos, un ejemplo.
Un ejemplo claro en este sentido, claro y profusamente documentado, somos los judíos. Como bien dice Tomás Abraham[5], a partir de la Shoá la pregunta por la identidad judía ha dejado de tener sentido. Hemos aprendido que, al menos en la definición exógena -la que nos es atribuida por el otro-, es judío todo hijo de madre judía o nieto de por lo menos dos abuelos judíos. No importaba si se trataba de alguien religioso o agnóstico, de izquierda o de derecha, pobre o rico, de nariz ganchuda o aguileña, sionista u ortodoxo, tradicionalista, asimilado o converso, nada de eso importaba porque todos, absolutamente todos, estaban destinados a la muerte. Este destino de muerte fue una marca de identidad de la que no podemos sustraernos, al menos mientras lo recordemos. Por eso dice Abraham que la identidad judía ya no está en cuestión. Pero lo judío parece plantear una pregunta para el no judío, en especial para el que mira la realidad con la lente dicotómica. Un ejemplo sería la pregunta que se nos suele hacer por la doble lealtad en caso de jugarse un partido entre Israel y Argentina, ¿quién querés que gane? Los judíos convivimos naturalmente con las múltiples identidades que determinan, claro está, múltiples lealtades, como le pasa a cualquiera con sus identidades múltiples y que no representan conflictos ni problema alguno. La pregunta por la lealtad, hecha a un judío, probablemente se deba a que lo judío en nuestra sociedad, forma parte de un par dicotómico, siempre del lado peor. Nunca nadie me preguntó si un partido entre Polonia y Argentina determinaría para mí un conflicto de lealtad. Es que Polonia y Argentina no son pares dicotómicos. La cuestión de por qué lo judío inmediatamente se lee dicotómicamente escapa a los fines de esta presentación.
Ingresé a la Argentina en 1947. En la lista de pasajeros que figura en Migraciones y en mi ficha de ingreso, figuro como de religión católica. Se preguntaba la religión y si la respuesta hubiera sido “judía” el ingreso habría sido denegado. Una directiva secreta de Cancillería, emitida en 1938, prohibía a los cónsules a dar visas a los indeseables que buscaban refugio. No decía “judíos” pero “indeseables” y refugiados durante la Segunda Guerra Mundial quería decir “judíos”. Los sucesivos gobiernos negaron la existencia de esta prohibición hasta que se encontró una copia de la Circular 11 perdida en una carpeta en la embajada argentina en Suecia. En 2005 el gobierno argentino, luego de 67 años de vigencia, la derogó. Solicité inmediatamente la rectificación de mi inscripción en los registros migratorios. Quería que allí constara que soy judía. Se labró un expediente y finalmente se me concedió la solicitud por disposición del Ministerio del Interior y ahora el mío es un leading case: cualquiera que solicite rectificar este dato lo puede hacer adscribiéndose a la resolución. Casi todos los judíos ingresados en la Argentina figuran como católicos. Uno podría preguntarse ¿qué importancia tiene figurar de un modo o de otro? ¿Por qué tanta historia? ¿Cambia acaso algo por el mero hecho de cambiar una palabra? Para mí ha cambiado. Tiene que ver con mi identidad, con el reconocimiento y la aceptación de la misma, con el derecho a ser quién soy y a declararlo abiertamente. Permite que la dolorosa vivencia de discusión dicotómica transite hacia la complejidad y riqueza de la identidad de borde.
El pasaje de lo diferente a lo diverso.
El mundo está virando hacia una realidad multicultural poli-identitaria que los judíos conocemos muy bien. Los sucesivos éxodos nos han entrenado en la multiculturalidad, en la complejidad, lo que se refleja en nuestros idiomas que expresan los lugares por donde hemos ido pasando, en nuestro humor, afán de universalidad y humanismo acérrimo, en la defensa de la diversidad como realidad y concepto enriquecedor.
Las nuevas identidades, las nuevas formas de pensar y categorizar las identidades, de aceptarlas y reconocerlas, nos permitirían pasar del concepto de diferente – en el sentido dicotómico de maligno y sospechoso, inferior y peligroso- que nos encierra y nos aísla, nos empobrece y empequeñece a la idea de diverso, al concepto de diversidad, que incluye el otro, al que no es como yo, a las identidades de borde, a la multiplicidad y a la sorpresa de las variadas formas en que puede manifestarse y vivir la criatura humana.
[1] Presentado el 30 de junio de 2007 en la jornada “IDENTIDAD, ASPECTOS SOCIALES Y PSICODINÁMICOS”, Departamento de Psicología Clínica, Universidad Argentina John F. Kennedy
[2] Una de las fuentes de confrontaciones armadas por ejemplo entre Hutus y Tutsis, en la ex Yugoslavia,
[3] Nueva forma de socialización vehiculizada por los jóvenes y grupos minoritarios, pandillas de adolescentes, en general menores de 18 años, como los punks, hippies, raperos, siniestros, heavis, góticos, skin heads, heavy metals, ciberpunks, skaters, bikers, darks, rockers, con rasta,