Introducción. La categoría de exiliado es conocida para los judíos. Hay quienes opinan que es uno de los ejes de nuestra identidad. Para muchos otros pueblos el exilio es una condición más novedosa. Usamos distintas palabras que dan cuenta del fenómeno actual: refugiados, sobrevivientes, exiliados, escapados, salvados, víctimas, desplazados, inmigrantes clandestinos. Tantas formas de denominarlo indican que se trata de un fenómeno que implica a muchos. Una de las características del siglo XX y que parece continuar en el siglo XXI es la existencia de grandes desplazamientos de fugitivos que buscan salvarse de peligros políticos, sociales y amenazas de muerte. Africanos que buscan refugio en Europa, colombianos echados de sus tierras por ocupantes armados, el éxodo de los armenios arrancados de su tierra por los turcos luego de haber masacrado a un millón y medio fue el prólogo de un siglo de locura signado por los gulags de Siberia, por los campos de concentración y de exterminio y por la industria de la muerte que cubre de vergüenza a la humanidad toda. Los fundamentalismos, los estados totalitarios, las inequidades en la distribución de la riqueza, la injusticia y arbitrariedad social han impuesto las palabras refugiados, sobrevivientes, exiliados, escapados, salvados, víctimas, desplazados, inmigrantes clandestinos. Escapados, perdidos, ¿perdidos de qué? ¿quién los perdió? ¿por qué se perdieron? Acorralados, amenazados y echados por sus mismos vecinos. Perdieron su sitio para salvar sus vidas. Palabras que dicen y también callan, en cada historia se abre un universo de decisiones difíciles, de adaptaciones complicadas y de realidades paralelas que dialogan y discuten. El tema admite múltiples abordajes. Teniendo presente el contexto más amplio, encaro la presente exposición desde algunos aspectos particulares vividos por las familias de refugiados, sobrevivientes de la Shoá.
La decisión de irse. No es fácil tomar la decisión de irse. Freud la tomó casi a último momento, en julio del 38, -cuatro meses después del Anschluss- y recién luego de que sus hijos Anna y Martin fueron detenidos por la Gestapo y por suerte liberados. El haber sido echado de la universidad, el que hubieran quemado sus libros y que se le hubieran anulado sus derechos no fue suficiente. A pesar de la presión de tanta gente de la cultura, Freud se resistía a dejar su amada y conocida Viena, la Viena que le había dado la espalda. Irse no es una decisión que se toma a la ligera. Se suele esperar hasta que la situación se vea francamente imposible. Para muchos alemanes y austríacos ello sucedió tempranamente, fundamentalmente luego de las leyes de Nürenberg que restringieron tan crudamente las condiciones de vida de los judíos y les quitaron sus derechos como ciudadanos. En los países del este, Polonia, Rumania, Lituania y otros, la situación en los comienzos del nazismo no parecía tan diferente de lo que había sido siempre, las alarmas demoraron más tiempo en ser disparadas. Cuando finalmente fueron oídas, para la gran mayoría era demasiado tarde.
Es muy difícil tomar la decisión de irse. Abandonar tal vez definitivamente los sitios familiares, idiomas, costumbres, olores, comidas, relatos, personas implica serias consideraciones a veces imposibles. La decisión de irse depende de aceptarlo como la única alternativa pero también depende de las conexiones, de la capacidad de gestionar la documentación necesaria, de la disposición del dinero preciso y de tener un lugar de destino. Son muchas variables y de gran complejidad. A veces la decisión no puede tomarse porque no se quiere dejar a algún miembro de la familia que no podría desplazarse. Otras veces porque no se sabe o no se puede gestionar los documentos. Otras porque no se tiene el dinero necesario ni forma de conseguirlo. Finalmente, muchos no pudieron irse porque no tenían donde ir. El mundo cerraba firmemente sus puertas a las multitudes de desesperados que pedía refugio en las puertas de sus embajadas y consulados. La Argentina tampoco abrió sus puertas. Desde julio de 1938 la directiva secreta del Ministerio de RREE conocida como Circular 11, prohibía expresamente el otorgamiento de visas a los solicitantes judíos.
Pero, una vez que la decisión se había tomado y el resto de las condiciones lo hacían posible, comenzaba un camino tortuoso y difícil. No se partía en soledad sino en compañía de otros miembros de la familia no siempre deseosos de hacerlo. Se partía llevando solo los pocos objetos que pudieran ser transportados, fundamentalmente las fotos. Las fotos que resumen la memoria y la identidad, quien soy, quien fui, de donde vengo, como viví, en donde y con quiénes, cómo nos vestíamos, cuáles eran nuestras costumbres. En las fotos se pueden guardar las imágenes de los que se dejaron y a quienes no se verá nunca más. Las fotos eran un tesoro, un bien primordial que permitiría contrarrestar la fragilidad de la memoria con un soporte firme y constante. En las fotos está congelado el mundo que se dejó.
Sitio de destino. ¿Cómo se elegía un sitio de destino? Se buscaban sitios en donde hubiera algún familiar, algún vecino, algún compañero de escuela, alguien conocido, alguien de aquel mundo que quedaría atrás. Si había familiares, podían enviar una cédula de llamada, documento que abría las puertas en algunos países, por ejemplo en la Argentina que privilegiaba la reunificación familiar de sus inmigrantes.. Los refugiados que entraron de esta manera no precisaron mentir sobre su condición de judíos, mientras que el resto tuvo que mentir y declararse católico para ser merecedor de una visa. Así llegaron a la Argentina. País del que poco habían escuchado antes. Historias venidas del cine: tango y prostitución, bajo mundo y delincuencia, indios y pampa, no mucho más que ésas eran las imágenes que portaban en el trayecto oceánico hacia estas latitudes.
La adaptación. Nos hemos focalizado tanto en el tema de la supervivencia a la Shoá que hemos pasado por alto las duras condiciones de la adaptación a un nuevo medio que sufrieron nuestros mayores. El desgarramiento por lo que tuvieron que dejar se potenció en el nuevo medio desconocido y tal vez por ello hostil. Idiomas, costumbres, gestualidades, sonidos, luces y sombras, climas y cielos, un nuevo mundo que debía ser conocido, reconocido, aceptado, incorporado y que se iba a integrar a lo que traían del viejo, a las cenizas de lo perdido y a la nostalgia de lo añorado y reconocido como propio. Llegaban y rápidamente buscaban a otros como ellos. Si no encontraban inmigrantes de su mismo lugar, buscaban a residentes que provinieran de allí. Se congregaban según los orígenes, según países, ciudades, zonas, pueblos, buscando en los que ya estaban las cuerdas conocidas que les mantuvieran la cordura. Pero se encontraban con este fenómeno que ahora es común en este universo de desplazados e ilegales. Los venidos del mismo lugar pero llegados con anterioridad, tenían una imagen, un recuerdo del lugar que difería del que traían los nuevos. Cada uno se queda con la fotografía del lugar que dejó tal cual estaba cuando uno lo dejó. Se confrontaban entonces diferentes relatos y versiones superpuestas del sitio de origen. Los que habían inmigrado antes no sabían cómo habían evolucionado las cosas en los años posteriores a su emigración y los diálogos a menudo eran entrecortados por interferencias de las diferentes versiones, monólogos paralelos ante las divergencias por momentos enormes. Los refugiados debido al nazismo, descubrieron pronto que también estaban solos en este sentido. Veían que sus paisanos llegados antes desconocían los años de la integración esperanzada y aunque luego fuera desbaratada de un plumazo por el nazismo no entendían tal vez su nostalgia porque no habían conocido aquellos tiempos de bienestar. Los refugiados aprendieron rápidamente a no esperar. La vida, que seguía y no preguntaba, los forzó a labrarse un porvenir, a trabajar, mandar a los hijos a la escuela, aprender el idioma y las costumbres, integrarse y esperar que la cicatrización permitiera la recuperación de la esperanza.
Identidad de borde. Los hijos hemos mamado de todo esto, hemos construido nuestra subjetividad y nuestros ejes de identidad en ese contexto de emociones contrapuestas, de diversidades y complejidades. Los chicanos, es decir de los hijos de inmigrantes mexicanos nacidos en los Estados Unidos, llaman a su identidad, identidad de borde, de frontera. Interesante categoría que tal vez también nos designe a nosotros. Estamos parados en los distintos territorios de origen, algunos muy distantes, en las distintas versiones de nosotros mismos que hemos heredado de nuestros padres en la confluencia de la vida en el nuevo país. Nuestra misión ha sido cambiar la condición de outsiders de nuestros padres y volvernos insiders. Somos hábiles hablantes del idioma local y como sabemos un idioma no solo traduce las palabras sino que instituye una visión del mundo particular que estructura el pensamiento y el abordaje de la realidad.
El regreso. Algunos exiliados vuelven a su país, vuelven como visitantes o vuelven para reinstalarse allí. Y sucede algo curioso. El regresado llega anhela recuperar las imágenes originarias perdidas, las sensaciones y la familiaridad de otrora, pero ello se confirma solo parcialmente. Las casas están donde estaban, el gusto de las comidas locales vuelve a deleitar el paladar, pero el que vuelve ya no es igual al que era cuando se fue. El sitio al que se vuelve y la gente que lo habita ya no es como cuando se lo dejó. El paso del tiempo ha cambiado tanto al ex exiliado como al lugar de origen, ambos siguieron viviendo, a ambos les pasaron cosas, fueron generando nuevos códigos y diferentes relatos. Quien vuelve sumará al regreso una sensación dolorosa e impensada de extranjería en su propio lugar. El exilio es un quiebre en la continuidad de la relación con el sitio de origen, una fractura que crea una realidad paralela.
El “regreso”. Algunos de los hijos hemos regresado a los sitios de origen. Y decimos que “regresamos” aun cuando algunos no hemos nacido allí. No es inocente la palabra: da cuenta de la sensación de pertenecer también allí, de que es algo que nos corresponde, a lo que tenemos derecho. Al regresar nos pasan muchas cosas. Algunas sorprendentes. El reconocimiento de la gestualidad en los gestos de los locales como una gestualidad propia, la familiaridad con el idioma, con los sonidos, con los giros y los detalles, las nimiedades que encontramos a cada paso. Encontramos también distorsiones, idealizaciones que se fragmentan, imágenes que nos cuentan otras historias. Lo que habían sido relatos se vuelven sitios concretos y se siente una confirmación sanadora insospechada. Hay enriquecimientos y escisiones que abren espacios de irrealidad con fantasmas que nos preguntan a cada paso quién soy, cual es mi verdad, donde pertenezco. Y traducimos. Traducimos en un proceso inverso al que habíamos hecho de chicos porque traducimos al idioma original lo que nos fuimos acostumbrando a decir en castellano. Y la pregunta se instala de pronto, nos acosa y no nos abandona: “¿cómo habría sido yo, quién habría sido yo, cómo sería mi vida si la Shoá no hubiera pasado y yo seguiría viviendo aquí?”.
Multiculturalidad. Y un nuevo elemento se suma a las múltiples identidades pre-existentes y la evidencia de nuestra multiculturalidad y multipertenencia se nos impone. Ello nos hace pensar diferente sobre la pérdida del lugar de origen, a destragedizarlo y a aceptarlo como un legado cuyo sentido depende de nosotros. El nazismo ha sido por cierto una tragedia y la Shoá fue su punto más abyecto. Pero lo que nos pase luego, en especial a la segunda generación de sobrevivientes, será procesado en nuestro interior y su sentido dependerá de ello. El exilio puede ser solo tragedia y desgarramiento, pero también le podemos sumar enriquecimiento y potenciación. No somos ciudadanos puros de ningún sitio, la pureza fue un delirio del nazismo sostenido en la superchería de la teoría racial. Somos ciudadanos de los bordes, parados en diferentes fronteras nacionales y culturales, abrevando en cada una y eligiendo cómo los variados orígenes conversan entre sí, viendo si priorizamos a alguno sobre otro o si promovemos un diálogo interno entre todos a modo de canto coral. El exilio de nuestros padres nos fue impuesto. El diálogo entre nuestras multipertenencias lo podemos elegir nosotros para asumir nuestra multiculturalidad polifónica. Nuestras múltiples voces pueden abrirnos caminos insospechados hacia la universalización de nuestra humanidad, puesto que un tal diálogo interno nos llevará a aceptar las diferentes versiones de lo real de este mundo y volvernos más humildes en nuestra apreciación y valoración del mismo. Nos da la oportunidad encarnada de comprender y aceptar que vivimos en el universo de las opiniones y no en el de las verdades y tal vez seamos premiados con la capacidad de dialogar con cualquiera, puesto que quien más quien menos, todos vivimos distintas identidades de borde en este mundo de impuros, ingenuinos, vulnerables, pretenciosos e imperfectos que somos los seres humanos.
Dice Tzvetan Todorov en “El hombre desplazado”: “El hombre desarraigado, arrancado de su marco, de su medio, de su país, sufre al principio pues es más agradable vivir entre los suyos. Sin embargo, puede sacar provecho de su experiencia. Aprende a dejar de confundir lo real con lo ideal, la cultura con la naturaleza. No por conducirse de modo diferente dejan estos individuos de ser humanos. A veces se encierra en el resentimiento, nacido del desprecio o de la hostilidad de sus huéspedes. Pero si logra superarlo, descubre la curiosidad y aprende la tolerancia. Su presencia entre los “autóctonos” ejerce a su vez un efecto desarraigante: al perturbar sus costumbre, al desconcertar por su comportamiento y sus juicios, puede ayudar a algunos de entre ellos a adentrarse en esta misma vía de desapego hacia lo convenido, una vía de interrogación y de asombro.”
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Presentado en "Vecinos Perdidos. Buenos Aires-Viena 2008" en el panel: "Freud, el psicoanálisis y la reflexión del pasado en Viena y en Buenos Aires. La reflexión individual de la huida y sus implicaciones desde el punto de vista psicoanalítico”.