Presentación “Hagadá del siglo XX” de Nicolás Rosenthal - NCI -
La vida cambió de manera brusca. Como si cada uno fuera el Gregorio Samsa metamorfoseado, los judíos despertaron una mañana con el mundo dado vuelta. Pero, a diferencia del personaje de ficción, en lugar de sufrir una pesadilla insoportable de la que despertarían en la mañana o de la que probablemente despertarían alguna vez, el cambio les sucedió despiertos, fueron arrojados a otra realidad, ciertamente pesadillesca, pero en la vida diurna. La analogía kafkiana puesta en el cambio corporal anticipó esa alteración de la realidad de manera escalofriante. Se acostaron con cuerpo humano y despertaron con cuerpo de insecto. Sin saber cómo ni cuándo atravesaron el espejo que refleja las cosas como son, invertidas pero iguales y entraron en esa otra realidad en la que dejaron de reconocerse, dejaron de ser quienes habían sido para ser esos nuevos sin nombre y sin historia. De manera igualmente monstruosa que la Alicia que cruzó la frontera del espejo, pero con tintes perversos y siniestros, se encontraron abruptamente con reglas nuevas y sorprendentes, con derechos y obligaciones diferentes, otros los premios y los castigos, su educación, sus expectativas, todo el piso sobre el que habían estado parados resquebrajado bajo sus pies, cayendo, cayendo, cayendo, en un pozo sin fondo, en una oscuridad sin objeto ni sentido, sin saber si alguna vez terminaría, cómo terminaría, que iría a pasar con cada uno, con sus familias, con sus vidas. Perdidos sus nombres, perdida su capacidad de decidir sobre sus pasos, perdidos los horizontes, perdida la posibilidad de futuro, se les impuso la condición de insectos. Efectivamente para el nazismo, los judíos éramos alimañas, insectos, contaminantes, peligrosos, cucarachas: exterminables. Una vez definidos así, todo lo que pasó es tan solo una consecuencia lógica, esperable, eficiente, planificada, burocrática, industrial. Permanecer humanos a pesar de todo, mantener abierto un canal de emociones, tener algún resquicio en la toma de decisión, alimentar de algún modo, aunque sea mínimo, la dignidad, fueron indispensables en el sostén de la vida. De diferentes maneras nos cuentan hoy los sobrevivientes de qué recursos debieron valerse para seguir sosteniéndose en pie sintiendo alguna dignidad humana. Desde el mantenerse limpios a pesar de las condiciones imposibles de los campos hasta el celebrar alguna fiesta judía, desde recordar alguna canción de la infancia hasta jurarse que, en caso de sobrevivir, su misión sería contar. Los que milagrosamente lograron sobrevivir, emergieron del pozo sin luz y sin nombre, tan sorpresiva y bruscamente como habían sido empujados en él. Enceguecidos por la luz y la sorpresa de estar vivos, tardaron en comprender que la vida les había sido devuelta junto con su humanidad. Sin fuerzas, temiendo recuperar la esperanza y recibir un nuevo golpe, fueron dando pasos titubeantes en su acercamiento a los que nunca habían estado en el pozo, a los que nunca habían sido insectos. Les costó comprender que durante su permanencia en el pozo negro la vida había continuado, que la gente había seguido teniendo apariencia humana y había seguido de pie en el mundo que antes había sido también el suyo, que las cosas habían seguido igual para muchos. “¿Saben lo que me pasó?” decían los que venían de ser insectos a los que nunca lo habían sido, “me quitaron el nombre, me pusieron un número, me mataron a toda mi familia, me torturaron, experimentaron con mi cuerpo, me transformaron en objeto, me hambrearon, me gasearon, me cremaron, no era nadie, no importaba, me quitaron la dignidad…”. “Epa señor, no exagere” respondían algunos,-claro, si nunca habían sido insectos-, “mire si va a pasar todo eso junto que usted cuenta, no puede ser”. “¡Qué imaginación!” se admiraban otros, “estos judíos siempre tan creativos”. Y otras voces que se sumaban a las respuestas. “Basta ya, ¿creen que son los únicos que han sufrido?” pensaban los ignorantes, los campesinos, los desplazados, las otras víctimas, pobres e inermes, de la guerra feroz; es tan difícil evaluar el dolor y el sufrimiento, cuál fue mayor, cuál más tolerable, pero toda esta gente no sabía, no comprendía lo que decía el que había sido insecto porque a ellos, a pesar de haber sufrido enormemente, nunca les había sido arrebatada la apariencia humana. Y tampoco los políticos, los intelectuales, los militantes, las personas de bien, todos los que se oponían al fascismo, al nazismo, pero que habían pasado la guerra no solo como seres humanos sino bajo techo y con comida. En la Europa de posguerra, desgarrada, caótica, nadie quería escuchar. La insectidumbre les era desconocida. Era solo la palabra de esos miserables desarrapados de ojos grandes y piel seca y macilenta. No había documentos ni testimonios que confirmaran sus relatos venidos del sub-mundo de la inhumanidad. Eran terribles. Eran insoportables. Eran increíbles. En alguna medida aún lo son hoy. Los sobrevivientes aprendieron muy rápidamente a medir sus palabras, a poner freno a su necesidad de contar, a postergar aquella promesa hecha desde el pozo oscuro, la promesa de relatar. Y junto con ello, olvidaron rápidamente su pasado reciente como insectos, se apoyaron nuevamente sobre sus dos pies, se irguieron y caminaron sabiendo que solo podrían hacerlo si simulaban que nada hubiera pasado. Y pasaron muchos años. La vida decidía por ellos. Primero el encuentro de un lugar donde vivir. Documentos, destinos, dinero, traslados, viajes, llegadas, adaptaciones, nuevos idiomas, nuevas costumbres. Después la familia, armar una familia, rearmar una familia, construir y reconstruir la vida en hijos, trabajo, educación, prosperidad. Y la vida siguió y el mundo siguió caminando y vinieron nuevas guerras, nuevas injusticias, nuevas preocupaciones. Un día supimos todos que Eichmann había sido llevado a Israel y sería sometido a juicio. Muchos no sabían de quién se trataba, pero fue ése un punto de inflexión para el forzado silencio de los sobrevivientes. En aquel célebre juicio se oyó por primera vez su voz, la que había sido silenciada por la necesidad de la reconstrucción y también por la insoportabilidad de lo que contaban. En el juicio llevado en Jerusalén los sobrevivientes por fin hablaron y volvieron los insectos y el mundo no pudo más que oír. Y fue ése el gran cambio, que el mundo por fin escuchó, se abrieron los diques y el hombre y el insecto se unieron en un grito imposible de contener. Los testimonios fueron demoledores. Uno tras otro, hora tras hora, día tras día, contaron, dijeron, lloraron, gritaron, revivieron la iniquidad y la abyección. Esto pasó a comienzos de la década del sesenta. Curiosamente, poco después, las aguas volvieron a aquietarse. La ola de testimonios se calmó. Fue necesaria la serie norteamericana Holocausto, en la década del setenta, con la historia de esa familia judeo-alemana, los Weiss y su camino de degradación hacia el horror. Esta vez ya no era un juicio, noticias en los diarios, algunos libros. Esta vez era la televisión. Cientos de miles de personas vimos la miniserie y aún cuando tenía el esquematismo hollywoodense, vimos en pantalla simultáneamente alrededor del mundo, la historia del intento de exterminio del pueblo judío. El mayor impacto se produjo en Alemania en donde los jóvenes acosaron a sus padres con la pregunta “¿qué hiciste en la guerra?” y abrieron incisivamente los archivos personales y familiares que los alemanes creían haber cerrado exitosamente. Claude Lanzmann produjo su monumental “Shoah” en la década del ochenta. Demasiado revulsiva, demasiado larga, demasiado cierta como para que el gran público la hiciera suya. Fueron casi diez horas de inmersión en el horror sólo con la palabra de los testigos, perpetradores, cómplices, sobrevivientes en una propuesta militante de trabajo de la memoria basado en la voz del presente. Pero fue recién en la década de los noventa, con “La lista de Schindler” dirigida por Steven Spielberg, que los sobrevivientes se impusieron a los ojos del mundo como los documentos vivos imprescindibles. Fue allí, especialmente en el final del film cuando aparecen los sobrevivientes verdaderos desfilando ante la tumba de Schindler y depositando sobre ella nuestro homenaje judío, una piedra que indica que la persona es recordada, que vive en la memoria de los vivos. Como un torrente la voz de los sobrevivientes comenzó a derramarse sobre la conciencia del mundo. Sediento, por fin sediento de oírlos, el mundo pidió por ellos y empezaron a ser convocados por congresos, investigadores, escritores, programas de televisión, films documentales, escuelas. Viejos, desanimados, descreídos, finalmente los sobrevivientes revivieron la vieja promesa y pudieron contar. Esto es lo que ha hecho Nicolás Rosenthal. Son cientos los testimonios escritos que se publican. Muchos más los que están escritos y aún permanecen inéditos. Muchísimos más los que aún no se han escrito y los que ya no se escribirán. Por eso es imperativo celebrar éste porque es uno más, una piedra más sobre esta lápida de la humanidad, un recordatorio más de que aquella insectitud sigue viva para los vivos, de que nos sigue interpelando desde lo más hondo de los ideales de la humanidad y no hemos podido responder, que sus lecciones aún deben ser aprendidas, que seguimos en deuda. Esta Hagadá para el siglo XXI es, sin embargo, algo más que un testimonio. Es un intento desesperado de darle sentido a lo vivido. Un intento que muchos sobrevivientes persiguen y no todos logran. En una escritura que no quiere ser prosa, cuenta Nicolás Rosenthal su propio camino en el infierno nazi, pero lo hace orientado con conciencia hacia la transmisión. Y contarás a tus hijos, nos demanda el Pésaj y en el contar el puente, la mano tendida, la palabra vuelta linaje, historia, continuidad, la experiencia singular se vuelve el plural del grupo todo. Señala Zully Peusner –hija de sobrevivientes- que Nicolás Rosenthal responde con su poema a la angustiada pregunta de Adorno acerca de la imposibilidad de escribir poesía después de la Shoá, pero una poesía que lo reinscribe como judío, mientras que otros sobrevivientes hicieron el camino inverso. Nos suelen preguntar en nuestros testimonios o actividades acerca de la creencia en Dios antes y después de la Shoá, que es como preguntarnos por un sentido posible de lo sucedido. La pregunta permanece abierta y los más lúcidos se sostienen sobre la inescrutabilidad de los designios divinos. Algunos que vivían como judíos, dejaron de hacerlo porque atribuyeron a esa condición la responsabilidad de lo sucedido o al menos vieron que el judaísmo los ponía en inferioridad de condiciones respecto del resto del mundo y, habiendo sobrevivido, no querían para sí ni para sus descendientes, el peso de semejante dificultad. Otros, por el contrario, se acercaron al judaísmo y encontraron allí la fuerza de la pertenencia y la melodía conocida y tranquilizadora del murmullo familiar. Es lo que hizo Nicolás Rosenthal. Y su Hagadá del siglo XX para el siglo XXI es, a pesar de que a él le gusta calificarse como escéptico o pesimista, una honda declaración de fe en el género humano porque sueña, alienta, imagina, que hay un mundo que querrá seguir oyendo –si no para qué escribir, para qué traducir, para qué publicar, para qué esta presentación- y gente que escuchará y que hará de él un espacio mejor para vivir. Y solo me queda decir junto a él: amén