La revista Stern preguntaba hace unos días a sus lectores en Alemania si durante el Nazional Socialismo habían habido también para la población “lados positivos, como la construcción del sistema de carreteras, la eliminación del desempleo, la baja tasa de criminalidad y el reforzamiento de la familia”. El 25% de las repuestas fueron positivas y el 70% negativas. A más de 60 años de terminado el reinado del nazismo que los tuvo como protagonistas voluntarios o involuntarios, uno de cada cuatro alemanes, opina que hubo cosas que estuvieron bien. Algunos comentaristas se alarmaron ante estos resultados tomados como indicadores de que el viejo antisemitismo alemán sigue vivo y en acción. Como hija de sobrevivientes de la Shoá pero más como ser humano y ciudadana, la ideología nazi, el odio antijudío, la persecución y el asesinato, los métodos seguidos tanto para minar la resistencia como para doblegar la humanidad de los perpetrados, la pregunta por el silencio, la indiferencia y/o la complicidad tanto de los alemanes, como del resto de los europeos y de todo el planeta, son temáticas acuciantes, urgentes, que me siguen inquietando e interpelando. Pero, aunque no dudo que sigan existiendo sectores antisemitas en Alemania –y por cierto no solo allí- creo que el resultado de esta encuesta admite otras lecturas y que se vincula con una característica que, lamentablemente, no es exclusiva del pueblo alemán. Mucha gente -¿la mayoría?- en nuestras imperfectas sociedades democráticas no sabe o no le interesa pensar en las implicancias de algunos actos de gobierno, desprecia la política, es indiferente a las decisiones que afectan a los demás, camina con anteojeras cómodas y protectoras y solo atiende a su propia inmediatez. Sin ir demasiado lejos en el tiempo o la distancia, recordemos [1] nuestra época del “deme dos” con los viajes a Miami y las compras desenfrenadas. Recordemos la lujuria del “uno a uno” que nos hipnotizó con el delirio de ser riquísimos. Recordemos el “voto cuota” del menemismo que vendó los ojos de los que ponían los sobres en las urnas. Son recuerdos incómodos que señalan al bienestar como egoísta, mezquino, que nos hace mirar cortito y cerca. Nosotros también –salvando las debidas distancias por supuesto- hemos encontrado “cosas buenas” en medio de un estado de cosas desgraciado que nos condujeron donde estamos, ese bienestar transitorio fue pagado con un costo durísimo que seguimos lamentando. De modo semejante a lo que hizo entonces la mayoría del pueblo alemán, también nosotros no mirábamos más allá de nuestras narices o de nuestros bolsillos y nos íbamos a dormir contentos, si es que formábamos parte del grupo privilegiado que se podía ir a dormir contento, claro. Los que no estaban contentos debían mantener un silencio forzoso, no tenían cómo hacerse oír y, en el caso de Alemania, eran acallados de manera definitiva. Si hacemos un pequeño esfuerzo de memoria, podremos admitir, si no con culpa, al menos con cierta vergüenza, que disfrutamos de un cierto bienestar entumecedor de nuestras percepciones. ¿Decir eso significaría apoyar a gobiernos corruptos, dictatoriales y criminales, a sostener la legitimidad de la tortura o de la desaparición de personas? Recordarnos en nuestra propia comodidad, en el mirar para otro lado, en el dar crédito a las versiones oficiales, en la negación de indicadores evidentes, en el cuidado y el temor por la propia vida y la de nuestros hijos, ¿nos hace afirmadores ideológicos de la dictadura? No olvidemos además que las encuestas son tramposas y arbitrarias. Casi ningún tema importante puede ser respondido con un sí o un no excluyente. La gente responde al boleo, presionada por un micrófono apurado, elige las opciones que le dan, dicotómicas y extremas. Según sean las preguntas y las opciones de respuestas se puede probar cualquier cosa que a uno se le venga en ganas. Las encuestas suelen tener preguntas y alternativas imposibles, como por ejemplo la vieja pregunta de “¿a quién querés más, a tu mamá o a tu papá?” que nos obligaba a elegir solo a uno sin que uno supiera cómo escapar airosamente no hiriendo a nadie. Como suele suceder con los desprevenidos que son abordados por los encuestadores, tampoco se nos ocurría decir entonces “la pregunta no está bien planteada, así no la puedo contestar”. Pero aún merece otro comentario el resultado de esta encuesta, y tiene que ver con la educación. Que uno de cada cuatro alemanes encuentre que en el nazismo hubieron cosas buenas es grave por cierto y lo es más en Alemania, en donde la desnazificación emprendida por los ocupantes norteamericanos en la inmediata posguerra, fue seguida por una política de estado, en la Alemania Federal, de revisión constante de los nacionalismos, totalitarismos y populismos, en todos los niveles de la escuela y en los medios, lo que no fue imitado por ningún otro país europeo. Ni en Francia cuya ciudadanía toda perteneció a la resistencia -no hubo ninguno que colaboró, ¿cómo se le ocurre semejante idea?-, ni en Polonia, ni Hungría, ni en ningún otro. Lo grave de estos resultados es que habiendo habido semejante inversión en la educación en Alemania, a la hora de responder a la pregunta un 70% haya puesto entre paréntesis lo que indudablemente sabía y respondió fragmentariamente atendiendo solo a lo que un cierto sector de la población (ario, blanco, heterosexual, partidario del régimen, dócil) pudo disfrutar. Cuesta entender que ante la sola mención de Hitler o del Nazional Socialismo, no se les hubieran aparecido las imágenes de los cadáveres amontonados, de la industrialización de la muerte, imágenes que forman parte del pasado reciente de la identidad alemana. Pero tal vez se les aparecieron y no había lugar en la encuesta para incluirlo porque no era eso lo que se preguntaba. Pero no digo con esto que el antisemitismo desapareció. Tal vez las imágenes que acudieron a sus memorias tuvieron menor densidad porque se trataba de víctimas judías lo que disminuía quizá para algunos el impacto y la vergüenza. El antisemitismo no se disuelve por decreto ni en una o dos generaciones por mejor trabajo que se haga en educación. Los judíos seguimos siendo para algunos sectores de la población –no solo la alemana sino en todo el mundo cristiano y ahora también en el musulmán-, los portadores de aquellos viejos estereotipos que nos designaron como blancos de la sospecha y del odio. Pero si muchos alemanes reconocen que mejoraron ciertamente sus condiciones de vida durante la segunda guerra luego del desastre económico posterior al Pacto de Versalles, esto no los convierte forzosamente en antisemitas. Que se opine que durante el nazismo no todo fue malo, no quiere decir necesariamente que se piense que el nazismo fue bueno. Se puede concluir que el grado de concientización de la gente es pobre, que las políticas de enseñanza y revisión del pasado en Alemania no han dado todos los frutos esperados. Todavía es una asignatura pendiente en nuestros sistemas democráticos basados en el voto universal, la educación cívica que compense con la reflexión crítica el abrumador peso de la propaganda unido a los beneficios económicos populistas, combinación fatídica que silencia y acalla conciencias. Cuando están atacados los derechos humanos de los otros y uno está cómodo y calentito, uno se siente seguro y a salvo de cualquier peligro. El famoso poema de Martin Niemoeler –falsamente atribuido a Bertold Brecht- sigue teniendo una vigencia demoledora. Es doloroso para nuestra civilización que, ante la pregunta formulada por Stern, la gente no haya dicho –como con la pregunta sobre mamá y papá- “¿cómo me está preguntando eso? No se puede preguntar de esta manera, deja muchas cosas importantes afuera, no lo puedo contestar así”. Alarma pero no sorprende que la gente se vea obligada a contestar cualquier cosa que le pregunten y que lo haga suelta de cuerpo, sin darse el tiempo para pensar. Casi igual a como vota. [1] El plural alude a la conducta de una gran mayoría de la sociedad argentina, no a la de algunas personas que pudieron haber actuado de otra manera.