“Todo verde y un árbol lila” de Juan Carlos Gené – Teatro CervantesConocer, aceptar y asumir, como argentinos, que nuestro gobierno ha sido cómplice de la muerte de tantos, es duro pero inevitablemente necesario. No me refiero a la reciente dictadura militar, aunque bien podría aludir a ella la frase anterior, sino al comienzo de la década del cuarenta, cuando miles de judíos europeos buscaban refugio y las puertas del mundo se les cerraban en la cara. También las de Argentina. ¿Cuántos miles de personas perecieron porque el entonces canciller Cantilo ordenó a sus diplomáticos no emitir visas para esos “indeseables” que imploraban a las puertas de las embajadas? Se acaba de estrenar en Buenos Aires “Todo verde y un árbol lila” de Juan Carlos Gené. Cuenta la ordalía de un joven alemán recién llegado a la Argentina que intentaba conseguir los papeles para salvar a su familia. El burócrata que va respondiendo con evasivas, con comentarios despectivos, requerimientos imposibles de ser satisfechos, nos avergüenza y abruma. Rudy Laser intenta infructuosamente conseguir la “llamada” para poder traer a sus padres y a su hermana Lotte que esperan en Hamburgo. Un Hamburgo cuyas paredes se van corriendo en una progresiva opresión mientras se les quita poco a poco el trabajo, las posesiones, la intimidad, las decisiones, la dignidad y por último la vida. Van y vienen las cartas. En unas, Rudy habla de la adaptación a este nuevo país, a su idioma, sus costumbres y los avatares de sus intentos de conseguir los papeles. En otras, Lotte cuenta los sueños de los que esperan, el desaliento, la frustración, el pedido perentorio de salvación, con medias palabras, sin decir nada del todo por temor a no salvarse la censura. Y en medio, el empleado consular, los papeles, el dinero, los sellos, las fotos, los certificados, los tiempos inexorables, las negativas, la impotencia, el deambular por oficinas públicas de los refugiados alemanes y austríacos en aquellos años que, para muchos argentinos resultará seguramente un hecho desconocido. Daniela Catz es en la vida real, la nieta de Rudy. Tenía un manojo de cartas dirigidas a él, escritas por su hermana Lotte entre 1938 y 1940, las hizo traducir y se las mostró a Juan Carlos Gené quien concibió y construyó con ese material esta magnífica obra que, con sencillez y transparencia nos sume en una reflexión profunda sobre las consecuencias concretas de la indiferencia. No hace falta ser judío o alemán para sentir hervir la sangre. Cualquiera que comparta esta ceremonia de exorcismo colectivo y vea abrirse esta porción abyecta de nuestro pasado nacional no podrá menos que ponerse rojo de vergüenza. La Circular 11, emitida en 1938, negada por los sucesivos gobiernos que supimos tener, era una pesada sospecha antes de confirmarse su existencia hace unos pocos años. Aunque lo sabían los judíos que solo consiguieron ingresar a la Argentina mintiendo sobre su origen, aunque Uki Goñi lo publicó en “La auténtica Odesa”, recién con el documento probatorio en la mano fue indudable que a partir de julio de 1938, el gobierno argentino había prohibido el ingreso a judíos. En 2005 el canciller Bielsa remontó esta vergüenza nacional y procedió a su derogación. Juan Carlos Gené honra su habitual compromiso ideológico y hace pública la existencia de la vergonzosa Circular 11. Con las cartas como texto, una puesta engañosamente simple porque transcurre en varios niveles, excelentes actuaciones y una escenografía despojada, nos conmueve y sumerge en esta historia particular de la familia Laser a quienes seguimos en estos dos años de intercambio epistolar y, conteniendo el aliento, los acompañamos en la progresiva tensión del nudo que aprieta y ahoga toda esperanza. Daniela Catz es ella misma en un ejercicio de memoria conmovedor y es también su tía abuela Lotte a quien se parece tanto. Desfilan ante los espectadores los documentos, las fotos, los parecidos, los sobres, las evidencias de la verdad y uno está ante un fragmento de realidad tejida y compuesta por la ficción dramática. Gené es él mismo, comenta, traduce, guía, señala, subraya, demiurgo de este docu-drama, dolorido testigo de la iniquidad. Ora en el centro de la escena, ora en uno de los costados, encarna la conciencia moral, es el contexto, nos recuerda –por si lo olvidamos o no lo habíamos advertido- el horror que está implícito en los distintos momentos de la acción. Y repite irónicamente, como una letanía, que “era una cuestión de apellidos”. Dice Zully Wyszogrodski, hija de sobrevivientes como yo, que “se trata de un homenaje a nuestros familiares, que Daniela trae a su tía abuela cada noche al teatro ante testigos-espectadores que celebran su llegada a Buenos Aires. No es un testimonio, ni un cuadro, ni un documento periodístico o histórico, ni una pintura, ni una obra literaria pero es todo eso a la vez. Es la magia del teatro que parece cambiar la historia y recibir una y otra vez a Lotte Laser cada noche de la mano de los actores”. Aída Ender, otra hija de sobrevivientes, recordó la conocida frase en idish az men leibt, deleibt men, si uno vive lo llega a vivir, aludiendo a nuestra fortuna de poder compartir esta ceremonia de reconstrucción de la memoria y de recomposición familiar, en homenaje a las familias que la Shoá ha desmembrado sin remedio. Es también el reconocimiento, como argentinos, de la responsabilidad que nos cabe y les debemos esa satisfacción póstuma a los perpetrados, a los sobrevivientes y a todos los que respetamos los más elementales derechos humanos. Es lo que nos permite este trabajo hondamente encarnado que se exhibe a partir del 3 de noviembre de 2007, en el teatro Nacional Cervantes, en la sala Orestes Caviglia.