Se ha publicado en castellano la polémica novela de Littell (Editorial del Nuevo Extremo, 2007, Barcelona). Libro aclamado, premiado, criticado, denostado, encumbrado, fuente de controversias frente al que es imposible quedar indiferente, está siendo un acontecimiento en el mundo literario. Las benévolas aparecen mencionadas solo en el título y luego de casi mil páginas recién en el último párrafo donde dice "Las benévolas habían dado con mi rastro”. No hay explicaciones. Si lo entendemos, bien, si no lo entendemos, no es preocupación del autor, no nos ayuda en nada, no nos facilita las cosas. Toda una metáfora del contenido nodular del libro, de los indicios que recibimos a diario y que no conseguimos decodificar apropiadamente y que solo se nos harán visibles si nos desnudamos de justificaciones y nos internamos en sus significados y consecuencias. Veo que tampoco parece claro lo que digo sin contar el libro. Imposible contar lo que solo se puede leer en cada una de las casi mil páginas.Nada es fácil en este libro que deja múltiples claves y guiños para ser descubiertos por el lector, no hay pretextos y, lo que es mucho más inquietante y difícil de digerir, su actor principal, el oficial nazi Max Aue, no cree precisarlos. ¿Quiénes son las benévolas? Entonces uno debe ir en a buscar los sentidos, en medio del lodo espeso y sin puntos de referencia. ¿Quiénes son Las benévolas? ¿Por qué el título? ¿Qué nos quiere decir con ello? Sabemos que es otro de los nombres de las erinias, las furias, las deidades de la mitología griega que persiguen a los criminales y distinguen culpables de inocentes. Fueron ellas las que permitieron que Orestes fuera declarado inocente del asesinato de su madre. ¿Pero quiénes son las benévolas en esta novela? ¿Son los dos policías que acosan como moscas molestas al protagonista y lo persiguen sin descanso por un crimen que él no recuerda haber cometido y del que, en consecuencia, se cree inocente? ¿Somos los lectores a modo de conciencia moral social, los que tenemos en nuestras manos la historia con el relato de todos sus crímenes y deberemos dirimir sobre su culpabilidad o inocencia? ¿Se trata del protagonista o de todo el pueblo alemán? ¿Acaso es Max Aue mismo el que con su relato en primera persona acusa a todos los “buenos alemanes” de la posguerra, a los que “no sabían”, a los que “no tuvieron más remedio”, a los que “no pudieron oponerse”, a los que “nunca hicieron nada”? Lo cierto es que la responsabilidad, la culpa, la conciencia, la ética, son los temas que campean sobre cada una de las páginas. Max Aue se quita todos los disfraces provistos por la cultura y la educación y cuenta, desnuda y descarnadamente, lo que hizo, lo que vivió, lo que sintió, lo que pensó, sin atenuantes ni contemplaciones. Es el intelectual alemán despojado de melindres que nos enfrenta y nos dice con feroz impudicia “éste soy yo, así he sido y lo peor es que soy tan humano como usted que sostiene este libro” y todas las anclas que uno cree que tiene en su mundo civilizado caen hechas pedazos y se deshacen en esquirlas que nos penetran y ahí se quedan. Nadie elige asesinar. Max Aue es un joven jurista que, si hubiera podido elegir, según sus palabras, si no hubiera nacido en Alemania en ese tiempo y en esas circunstancias, se habría dedicado con gusto a sus dos amores, la música o la literatura. “Nadie elige asesinar” dice, y a poco agrega sombrío: “ni tampoco ser asesinado”. La palabra “benévolas” del título es una ilusión perversa porque en lugar de hablarnos del Bien –como parece sugerir la palabra- este texto habla exclusivamente del Mal, sin dejar resquicios, sin brindar atenuantes. Comparada por algunos con La guerra y la Paz, multi premiada, suscita controversias por doquier. Claude Lanzmann no aplaude la obra; dice que Littell se ha fascinado con el horror en este escenario de muerte con un regodeo morboso. Pero Jorge Semprún califica a esta novela como el acontecimiento del siglo. Se trata del Mal. Littell nos lleva de la mano hacia lo más horroroso del horror, sin disimulos, nos pone en contacto con la pura esencia del Mal, forzando una redefinición de lo humano. Sin culpa, impiadoso consigo mismo y con lo que las circunstancias lo llevaron a hacer, pinta un escenario sin lugar para el amor, la ternura o la gratitud. Amargo, ácido, descarnado, escatológico –tanto en relación a la muerte como a las heces-, impiadoso, cruel, anguloso, hiriente, escéptico, pesimista. No deja resquicio por donde pueda entrar la luz. No queda. Nos cierra en las narices todos los huecos posibles por donde habría podido colarse la esperanza. Littell abre la caja y, más drástico aún que la pobre Pandora que al darse cuenta de lo que había hecho consiguió que quedara guardada la esperanza, ni siquiera nos deja la esperanza. Nos deja vacíos. Mejor no saber. Entonces uno podría uno preguntarse, ¿para qué leerlo? ¿cuál es el sentido de sumergirse en las letrinas malolientes de sus páginas? ¿no basta ya con las penas cotidianas que nos toca vivir? ¿para qué meterse con todo esto? Son preguntas lícitas, cada uno verá cómo responde, cuánto de este mundo siente que le es propio, cuánto tiene ganas de conocer de nuestra propia humanidad, hasta dónde está dispuesto a conocer cómo son las cosas en situaciones de guerra, no solamente la Shoá, sino en cualquier guerra. Es más fácil prender la tele y ver alguna miniserie, o un programa de chimentos, o una novela de amor y emborracharse un rato con esa irrealidad. Littell escribe sobre una realidad que toda nuestra cultura se esfuerza en desconocer y usa como materia prima sus propias vivencias como voluntario durante siete años en zonas de conflicto como Bosnia-Herzegovina, Afganistán, Congo, Chechenia y Moscú. Lo visto allí alimenta las imágenes escatológicas del horror más abyecto. Y da igual donde sea o cuando sea. Las mismas atrocidades se repiten a sí mismas aquí o allá, hoy o entonces. Nadie que no lo haya visto puede describir el espanto como él lo hace. Sobre el autor. Nació en Estados Unidos pero fue a Francia de pequeño y vivió allí hasta terminar su adolescencia. Cursó luego sus estudios superiores en la universidad de Yale. Proveniente de una familia judía polaca que había emigrado a los Estados Unidos a comienzos del siglo XX, el tema de las guerras lo acompañó toda su vida. En una parábola personal que tal vez haya comenzado con la guerra de Vietnam culmina en 2oo1 cuando vio “Shoah” de Claude Lanzmann. La fuente de inspiración de Las benévolas fue una fotografía de una bella joven rusa, asesinada por los nazis, cuyo cadáver había sido devorado por los perros. Con menos de cuarenta años recibió el premio Goncourt de 2006 y el Grand prix du roman de l'Académie française de ese mismo año. También consiguió la ciudadanía francesa que le había sido denegada dos veces antes. Está casado con una belga y viven en Barcelona junto a sus dos hijas. La pregunta que quiso responder. Littell dice haberse inspirado en la Orestíada de Esquilo. Según el modelo griego, el protagonista habla en primera persona, no busca excusas ni justificaciones, lo hecho hecho está haya sido consciente o no de lo que hacía. Es un texto políticamente incorrecto, sumamente incómodo y revulsivo. Preferimos pensar en buenos y malos, en compartimientos estancos, lo que no nos facilita comprender la naturaleza de los crímenes de Estado y de las conductas de las personas responsables de ejecutarlos. A ello dice Jonathan Littell quiso responder con esta obra. Suele decir Jack Fuchs “¿por qué se pregunta sobre el Mal, a los sobrevivientes, a las víctimas?, ¿por qué no a los perpetradores?”, y es éste el eje del libro. El horror del horror. La Shoá es uno de los hechos más y mejor documentados de la historia de la humanidad. Hay mucho material, documentos, tanto del lado de las víctima como del lado de los perpetradores, más aún luego de la caída del muro que abrió los archivos del este europeo. El período posterior a la ruptura del pacto Ribentrop-Molotov, allí donde comenzó la “solución final”, se revela acá con toda su crudeza, su crueldad. Aún para quienes lo conocen, es sorprendente el grado de improvisación de los escuadrones de la muerte, los Einsatzgruppen, el caos de esas primeras matanzas inexpertas en las que de a uno, “artesanalmente”, debieron ir “aprendiendo” sobre la marcha en el torbellino del asesinato rutinario. Asesinaron de esta manera a un millón y medio de personas (número estimado aunque recientes investigaciones indican que es mayor), en una amplificación superior a cualquier imaginación del infierno en la tierra. Las escenas que relata me evocaron esa primera media hora magistral del film de Spielberg, “Rescatando al soldado Ryan” con el desembarco en Normandía, el horror, el caos, la confusión, la sangre y los miembros desgarrados, los aullidos, la pérdida de los puntos de referencia, el absurdo llevado al paroxismo. Sabemos que el plan del asesinato industrial, llamado “solución final” fue planteado luego de la invasión en junio de 1941 y aprobado en la conferencia de Wannsee el 20 de enero de 1942. El plan de exterminio industrial tuvo varias razones. Una muy importante fue el daño psicológico de los soldados que debían hacer efectivo el asesinato. El alto mando nazi se vio inundado de protestas de los familiares de quienes estaban en el frente del este, los miembros de los Einsatzgruppen, que dejaban entrever en sus cartas los efectos que les producía lo que debían hacer. Insomnio, pesadillas, angustias, diferentes síntomas físicos y mentales era lo que contaban en las cartas que enviaban a sus familiares. Los soldados se habían enrolado en la convicción de hacer lo mejor para Alemania. La idea de echar a los judíos les era grata pero de ahí a asesinar ancianos, mujeres embarazadas, jovencitos y especialmente niños, había un gran paso. La violación de un instinto genético. Recientemente se ha probado que la tendencia a proteger a los cachorros de la especie, a los niños en nuestro caso, está genéticamente determinado, que no se trata de una construcción cultural sino que forma parte del código genético. Además de otras violencias, los miembros de los Einsatzgruppen debieron violentar también su código genético una y otra vez, frenar su instinto de protección natural al ser testigos o actores del asesinato de niños. La operación psíquica que debían realizar los asesinos para acallar sus instintos tenía un alto costo en el sufrimiento resultante. Con la obsesión de un entomólogo Littell relata lo que hacían, cómo lo hacían, lo que veían, lo que olían, y también sus conversaciones y dudas. Día tras días debían salir a repetir las mismas conductas, a ver las mismas imágenes, escuchar los mismos lamentos, oler las mismas pestilencias, acallar sus mismos reparos, soportar sus recurrentes pesadillas. El asesinato vuelto rutina, la muerte despojada de sentido porque la tarea debía ser hecha, la naturaleza de la supervivencia de lo humano violentada de múltiples maneras. Pero a la noche, no siempre el alcohol adormecía los sentidos, las imágenes retornaban, alguna mirada de alguna víctima se instalaba y acusaba, ninguno era inmune, ninguno podía olvidar lo que había hecho durante el día sabiendo que era lo mismo que seguiría haciendo al día siguiente y al subsiguiente. La locura y la razón. Todo parece el delirio de un loco. Pero Littell expone en varias oportunidades –y esto es lo más revulsivo- que lejos de ser el delirio de uno o de unos locos, el nazismo estaba basado en una ideología, en una cierta racionalidad con bases culturales poderosas y que fue generado, apoyado y sostenido por personas cultas, por académicos, intelectuales y artistas. Dice en una entrevista: “Desde muy joven, recuerdo que parecía algo más o menos refrendado que el comunismo ha sido una ideología más seria que el fascismo. Que tenía su propia racionalidad, su sentido interno y nadie se tomaba demasiado en serio a los nazis. Cuando me puse a investigarlo, me di cuenta de que su ideario también se basaba en raíces sólidas. Aunque con diferencias con el fascismo en su pensamiento económico, me pareció que era una visión del mundo muy construida, que no sólo se reducía a lo que un loco vociferaba por la radio, aunque eso también funcionara”. La constante mención al peligro comunista, nos recuerda qué pasaba en la década del treinta con el stalinismo, el rechazo que los bien pensantes sentían por sus millones asesinados, y cómo desde esta perspectiva el ascenso y triunfo del nazismo era la promesa, no solo para los alemanes sino también para gran parte de Europa, de que esa barbarie habría de ser impedida. Littell pone en boca de los protagonistas comentarios en contra de algunas acciones que debían ser llevadas a cabo; por ejemplo el cuestionamiento de oficiales nazis sobre la necesidad del exterminio de los judíos; aunque acordaran con el propósito de parar al comunismo y darle a Alemania la oportunidad de emerger de la derrota, tomaban esos actos desgraciados como las imperfecciones que debían ser mejoradas en pos de seguir el camino adecuado. La ilusión del “nunca más”. Hoy es para nosotros tan automático el adjudicarle al nazismo lo patognomónico del Mal que es difícil aplicar algunos de estos razonamientos a otras construcciones socio-económico-políticas, pero si se hace el esfuerzo de mirar en este espejo la reflexión pega como un mazazo en la cabeza sobre nuestras opciones como individuos en esta sociedad en la que no se cuestiona, por ejemplo, el valor ético de nuestro estado de cosas y sus consecuencias no sólo la ecología y la exclusión social sino aquellas directamente criminales en las que fuerzan a vivir a cientos de millones de personas en la sub-alimentación, precariedad sanitaria, mortalidad infantil, el tema de las patentes medicinales que impiden a muchos millones curarse de enfermedades curables, el tema de la tortura, procedimiento aceptado oficialmente solo por algunos países pero que es ejecutado por absolutamente todos como EL sistema de recabar información en este mundo presionado por terrorismos de diferente calibre pero de progresiva peligrosidad. Ni qué decir que los genocidios y los horrores han seguido y siguen y que el mundo ha aprendido mucho sobre cómo ejercitar el Mal. Es más tranquilizador pensar en el Mal como aquello que sucedió allá y entonces, en Europa y por culpa del nazismo que ver en qué medida integramos sociedades vulnerables y altamente injustas y en tantos sentidos, asesinas. La cultura no alcanza. Este libro revela, una vez más, que la cultura no es un dique eficaz contra el horror, los nazis son la prueba irrefutable de ello. Las citas y referencias bibliográficas, musicales, filosóficas que están puestas en boca de los distintos personajes de la novela, nos deja tan boquiabiertos como sus acciones asesinas. El libro tiene una estructura musical, está organizado al modo de una suite de Bach, aunque con ciertas licencias. Sus partes son "Tocata", "Allemandas I y II", "Courante", "Zarabanda", "Minueto (en rondós)", "Aire" y "Giga" como otra de las claves que nos deja su autor. La suma de las perversiones. Es evidente que la intención de Littell al contar la historia en primera persona es mostrar que cualquiera de nosotros podría estar en el lugar del protagonista, un hombre culto, refinado, muy inteligente, eficaz, sensible, un jurista amante de la música y la literatura. No odia a los judíos aunque toma las hipótesis antisemitas como verdades científicas, del mismo modo que lo hicieron sus compatriotas y la gran mayoría de los europeos. Pero agrega un giro a esta sofisticación porque el protagonista es homosexual, incestuoso, fascinado por la degradación física, servil, dominador, salvaje, anárquico. Ha agrupado en él toda unas serie de rasgos psicopatológicos o perversos que han sido atribuidos a los nazis y que, como licencia literaria, están todos en una misma persona. Es el super hombre nazi, el que todo lo puede, el que no debe dar explicaciones, al que todo le corresponde. El escenario del cuerpo. El cuerpo está presente de manera protagónica en cada página, en cada situación relatada, el cuerpo con sus productos, el cuerpo con sus sensibilidades y olores, el cuerpo como lugar de la vida concreta, la encarnación de las ideas y de las contradicciones. Sus pasiones, sus conflictos, sus deseos y abyecciones, sus conductas están insertas en escenarios de vómitos, deposiciones, orines, sangre, pus y fetidez, en las descripciones minuciosas de miembros desgarrados, interiores expuestos, cadáveres impúdicos. No acusa remordimiento alguno, incluso menciona con sorna despectiva a los nazis que sintieron luego de terminada la guerra la necesidad de explicar sus conductas, que se sintieron avergonzados y duda de su honestidad en las justificaciones. Él ha tomado nota de su vida en los años bajo el nazismo, en especial a partir del 41 con la invasión y asesinatos en los países del este, y lo relata como algo que le sucedió en lo que se vio envuelto y de lo que no tiene responsabilidad ni culpa alguna. Pero su cuerpo dice otra cosa. Desde 1941 y siempre después lo acompañarán vómitos, diarreas, náuseas diversas que lo toman por asalto de manera dolorosa. Ha sobrevivido la guerra, se ha construido otra identidad y vive a salvo, salvo de su propio cuerpo. Están todos. Es evidente que Littell ha hecho muy bien sus deberes y se ha documentado de manera exhaustiva sobre cada uno de los temas, escenarios y personajes. Como Forrest Gump, Max Aue atraviesa los distintos escenarios de la guerra y conoce a sus personajes paradigmáticos. Está en las primeras matanzas de los Einzatsgruppen cuando la invasión de la URSS, luego en el desastre de Stalingrado, en recepciones de jerarcas nazis, en los diferentes campos de concentración, en el Berlín bombardeado y en destrucción progresiva de los últimos meses, hasta visita al Füher mismo en su búnker pocos días antes de su suicidio. Nos brinda excelentes y vívidos retratos de Himmler, de Speer, de Eichmann, de Heydrich, de Hoess, de varios poderosos industriales, el poder que alimentaba la guerra. Entramos con él en los salones del Mal de manera cotidiana, conociendo a los personajes en sus debilidades, sus pequeñeces, su humanidad más pedestre. Lo que resulta particularmente aterrador porque, resultan ser –aunque a uno le repugne- personas iguales que nosotros, o al menos reconocibles en su humanidad, no son demonios ni seres sobrenaturales, son como cualquiera, temen cosas similares, luchan en internas políticas como cualquier persona que tiene a su cargo alguna cosa que debe hacer si quiere llevar adelante sus propósitos, aciertan, se equivocan, juegan al azar, amenazan, aprueban, negocian, ofenden, agradecen, castigan, premian, aman, odian. Por más que uno se quiera distanciar para salvaguardar su salud mental, no puede más que ver la humanidad en cada uno lo que a uno lo deja sin aire, como si le hubieran pegado en el plexo, acorralado y sin saber donde ni a quien pedirle auxilio. Consejo. Tantas veces nos preguntamos para qué seguir hablando de la Shoá. “Las benévolas” de Littell son una respuesta. Estudiando la Shoá podemos conocer los rincones más oscuros de nuestra naturaleza, nuestra peligrosa vulnerabilidad como sociedad, la progresiva aceptación en la que podemos caer de ideas con las que no estamos de acuerdo pero que sin embargo refrendamos, lo frágil que puede ser nuestro lugar como ciudadanos responsables. Nos deja pensando en cuál es la educación que debemos propulsar, hacia dónde destinar nuestros esfuerzos si de verdad queremos construir un mundo mejor.
Un consejo: si después de lo que le conté se anima, no se lo pierda. Y otro consejo más: si lo lee, al terminar, vuelva a leer la introducción.