Otras cosas

Sholem Aleijem ya perfuma el Rosedal

Hacia fines de los cincuentas y principios de los sesentas, el Rosedal era para mí un lugar secreto donde podía pasar una tarde apacible en días de semana. Sí, debo confesarlo: no sólo una vez fui adolescente, sino que también, a veces, me hacía la rata. Nos íbamos –con el que era mi novio, claro- al Rosedal y nos sentábamos sobre una rama viejísima al borde del lago. Nos dejábamos pasar la tarde y la vida convencidos de que la juventud sería eterna. Desde el domingo pasado, el Rosedal tendrá un nuevo sentido para mí. Un Rosedal algo diferente al de mi adolescencia por cierto. Limpio, cuidado aunque para ello debió ser cercado por una verja para frenar nuestra incultura ciudadana.

Desde el domingo pasado, el Rosedal también me habla en idish.

“Do ligt a id a posheter” -aquí yace un judío, un hombre como cualquiera- el epitafio que Sholem Aleijem escribiera para sí mismo entonado por el Coro Popular Judío Mordje Guebirtig (¿quién podría cantarle mejor?) acompañó el descubrimiento de su busto emplazado en el rincón de los poetas del Rosedal, en el Parque 3 de Febrero, en la Ciudad de Buenos Aires. El domingo 25 de noviembre de 2001. A la mañana.

Los habituales corredores y paseadores domingueros se detenían ante este grupo de gente sonriente, -entre quienes estaban Norberto Laporta y Ben Molar y que me disculpen aquellos que no alcancé a ver-, y se sorprendían al vernos congregados a hora tan temprana para honrar a un poeta, para cantarle, para compartir la alegría de vernos representados. Desde un busto vecino, Borges no veía la hora de que semejante algarabía cesara para poder tener un mano a mano con el nuevo integrante y aprender algo de idish.

Debemos la idea al IWO (Instituto Científico Judío) y a la Legislatura y Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, en la persona de la ex-legisladora Raquel Kismer de Olmos (Kelly), la posibilidad de llevarla a cabo.

El busto, donado por el Dr. César Hoffman es obra de su padre, el escultor entrerriano Israel Hoffman autor entre otros, del monumento a Hernandarias que encabeza el túnel subfluvial Santa Fe–Paraná.

Saúl Drajer, presidente del IWO, nos recordó que Sholem Aleijem fue el nombre de pluma de Sholem Rabinovich y que prohijó singulares arquetipos de la vida judía del centro-este de Europa y los inmortalizó con su particular gracejo y ternura. También nos hizo sonreír cuando mencionó que la postergación del acto de inauguración por las inclemencias del tiempo parecía

traer a uno de los personajes de Sholem Aleijem, Tevie el lechero, popularizado por la comedia musical “El violinista sobre el tejado”. Lo imaginaba a Tevie en ese lugar un par de domingos atrás diciéndole a Dios: “Hace falta lluvia en tantos lugares de la tierra y tenías que mandarla toda junta hoy y aquí?”

Tevie ciertamente estuvo y bailó con nosotros con el violín mágico del maestro Szimsia Bajour que nos envolvió en una caricia íntima y emocionada. Las melodías despertaron ecos tan primarios como el gusto de un honek leikaj y el aroma de un iúj de gallina o las siempre ocupadas manos de mamá. Sonidos, gustos, olores que nos hablan de infancias, de sustentos y de verdades. La música, esa portentosa diosa capaz de hablar sin palabras y llenarnos de sentido, nos hermanó en la nostalgia de lo que ya no está y en la vigencia de lo que aún vive. La fibra del idishkait que nos constituye en una vibración colectiva.

La música también vino de la mano del Coro Popular Mordje Guebirtig, al que me honro de pertenecer. Su directora y alma mater, Reyzl Sztarker, con su habitual empuje y entusiasmo, nos convocó a poner nuestras voces y presencia, como siempre hace cuando el aliento del idish pide ser respirado.

Abraham Lichtenbaum, ofició no sólo de maestro de ceremonias. Su presencia, sus palabras, expresaban y transmitían la profunda alegría y plenitud –farguinign se dice- que produce la concreción de un sueño.

El acto había sido planificado para el domingo 28 de octubre en el marco de la Semana del Idish en la Argentina , simposio organizado por la Fundación IWO. La lluvia forzó su postergación para el domingo pasado. Debido a ello, Asher Porat, Presidente Honorario de la Natsionale Instanz far Idisher Kultur (la Instancia Nacional para la Cultura Idish de Israel) sólo pudo estar presente con un texto que fue leído por Saúl Weisberg. Trazó allí un singular paralelo entre la obra de nuestro “humorist y shraiber” y el Martín Fierro de José Hernández.

La ex-legisladora Kelly Olmos, habló de la significación tanto personal como cultural del homenaje. Concluyó con un “Aleijem Sholem” de paz y esperanza.

Las nubes se fueron corriendo y apareció el sol entre un cielo límpido y transparente. A nuestro alrededor, rumores de hojas movidas por la brisa, cantos de pajaritos, aires buenos y caras de gente agradecida.

El Rosedal huele más perfumado a partir del último domingo. La presencia judía en la cultura argentina ha recibido un nuevo reconocimiento. Los argentinos judíos ya lo sabíamos. Ahora, también lo podrá saber cualquiera que pasee distraído por el parque 3 de febrero.

La felicidad no es todo en la vida y otros chistes judíos

de Eliahu Toker y Rudy - Presentación del libro - Benéi Brith, 10 de Octubre de 2001 Vivimos días difíciles, de caminos entorpecidos y tormentas inclementes, calles en las que uno debe caminar apurado y mirando, por las dudas, a los costados. Es cuando hay dificultades que se valoran más los refugios. Necesitamos detenernos, descansar al cobijo, dormir y soñar, para poder rearmarnos, recuperar nuestro aire y nuestras fuerzas y volver a salir. El refugio debe ser amable, amable de amor, un lugar en donde uno pueda dejarse estar, donde no sea necesario cuidarse. Familiares, amigos, actividades, encuentros, ilusiones, sueños, recuerdos, estos refugios pueden tener distintas formas y circunstancias. Mi relación con Eliahu es uno de estos refugios. Esta presentación que compartimos hoy en el medio del ruido del mundo, también lo es. Este libro es, definitivamente, un saludable refugio, una caricia fraternal.

Me gusta estar acá con Eliahu y con Rudy. Me gusta contarles cómo me gustó el libro que han construido. Me gusta este libro. Seguramente ellos lo hicieron también porque les gustaba. Y acá ya estamos frente a un problema, porque se trata de cosas relativas a lo judío y el gusto no es una legítima motivación judía. ¿Dónde se vio que un judío se pregunte si quiere o si no quiere? La pregunta por el deseo no parece ser una verdadera pregunta judía. Un buen judío se mueve por el deber, por la tradición, por el consenso, por la fidelidad, la pertenencia, la búsqueda de aceptación, pero nunca por sus deseos. Esa fue, creo, la gran revolución de Freud, -con permiso del colega Rudy-. Freud, entre sus múltiples atrevimientos y provocaciones, tuvo la ocurrencia de proponer al deseo como motor de la conducta. ¡Nunca visto antes en un judío! No me extraña de Freud, un ieke. ¿Saben de dónde viene la palabra ieke? Resulta que a mediados del siglo XIX muchos de los judíos de Alemania y el Imperio Austro Húngaro decidieron salir del aislamiento endogámico, integrarse a la sociedad, modernizarse y adoptar las modas y estilos usuales a su alrededor. Entre otras cosas, dejaron de usar sus largas levitas características y las reemplazaron por sacos comunes. Saco en alemán se dice "jake" (jäke es el plural de jake). De manera algo despectiva, los judíos tradicionalistas, los que se veían a sí mismos como los "verdaderos" judíos, pasaron a llamar iekes a los modernos, los que se habían aggiornado, los asimilados. Decía entonces que Freud era un ieke, o sea, un judío no muy judío y que por eso no me extrañaba su propuesta tan poco judía de que el deseo era el gran rector de nuestras vidas. ¡Vaya osadía la de Freud! Siglos de tradiciones, de obligaciones y fundamentalmente de culpa, amenazaban con irse por los drenajes de la modernidad. De ahí a hablar de sexo, no le faltó ni un paso. Con razón fue recibido con tanta resistencia. Mi mamá tenía sus opiniones sobre el deseo. Me decía: "mirá nena, si tenés ganas o si no tenés ganas, igual tenés que cocinar, así que mejor no preguntar ¿para qué sufrir?". Además mamá contaba que su papá, o sea, mi abuelo, decía que cuando uno hacía una pregunta, tenía que estar preparado para escuchar la respuesta, o sea, que mejor no preguntar aquello que uno prefería no saber. Entonces, ¿para qué preguntarse por las ganas? Las ganas llevan al gusto, el gusto a los deseos, los deseos al sexo y otra vez estamos en el mismo lugar donde nos había dejado Freud. Aunque por suerte nos dejó la culpa, gracias a la cual muchos hacen humor, otros hacemos psicoterapia y las idishes mames se reciclan sin descanso.

Los judíos, históricos habitantes de ajenidades, hemos construido nuestra subjetividad desde el lugar del visitante, hemos aprendido a desconfiar de los contextos, a aprender de las desgracias, a superar las arbitrariedades y de alguna manera milagrosa, a tomar lo que teníamos, subsistir y crear. El humor ha sido una vieja compañera para los judíos, tanto de infortunios como de alegrías. No sólo no tememos ejercitarlo en cualquier circunstancia, sino que lo esgrimimos especialmente cuando nos desafía la injusticia o el dolor.

Supongo que todos ustedes conocen tanto a Eliahu Toker como a Rudy y que disfrutarán de esta recopilación, de esta felicidad que nunca es suficiente, del mismo modo en que lo he hecho yo.

Eliahu Toker el poeta, el empecinado trabajador de la cultura, el traductor, y uno de los héroes que mantuvo despierto al duende del idish, a su literatura, su sal y su pimienta, cuando había caído en el descrédito de estar fuera de moda.

Rudy, lúcido humorista que ha expuesto tan vívidamente muchas características de nuestro ser judío-argentino hoy es también un lucido editorialista que suele resumir las noticias del día en Página 12, en su chiste de tapa al que viene agregado, después, el diario.

Con "La Felicidad no es todo en la vida y otros chistes judíos" han hecho más que una recopilación, han construido una especie de sinfonía. Muestran tanto la amplitud como las distintas expresiones de lo que es ser judío de tradición centroeuropea hoy. Reconozco cuatro vertientes diferentes: los judíos centro-europeos de shtelaj y ciudades encabezados por Sholem Aleijem, los judíos norteamericanos, los judíos israelíes y los aportes autóctonos. Estas cuatro expresiones de la herencia judía centroeuropea y su viva vitalidad resumen en gran medida, los actuales polos de identidad de lo judío ashkenazí, del idishkait devenido siglo XXI. Los ordenaron por categorías con chistes relativos a los shtelaj, a los pecados, a las idishes mames, a los restaurantes, a las enfermedades, a los pobres y los ricos, a los israelíes, y otras categorías más. Incluyen citas desopilantes de algunas personalidades muy conocidas como por ejemplo Woody Allen, Groucho Marx, Sam Levenson, Bashevis Singer, Billy Crystal. Hay varios textos sabrosísimos de Rudy en donde muestra la forma en que el humor judío se construye en la Argentina hoy. Hay muchas otras cosas con las que no los quiero abrumar porque están en el libro pero no quiero dejar de mencionar el rescate que hacen de un rubro tradicional de lo judío popular, que es el de las maldiciones. Una sola para muestra: "que los inspectores de impuestos descubran tu contabilidad en negro".

Al final el glosario-shmosario que es una pieza humorística por sí misma. Por ejemplo: definen Kigl como un budín de fideos con pasas de uva, que puede ser dulce o salado, La diferencia entre un kigl y cualquier otro budín es que el kigl no tiene gusto a budín sino a kigl. O la palabra shalom: literalmente "paz" en hebreo. Se usa como saludo, equivalente al "hola" y también al "chau", ya que un judío nunca sabe si está llegando o está yéndose.

Se han juntado dos personas inteligentes y sensibles y nos ofrecen este cálido y tierno cobijo en el que nos encontramos a nosotros mismos con frescura, inteligencia e ironía. No es poco en estos duros tiempos de incertidumbre e irracionalidad. El título mismo, "La Felicidad no es todo en la vida y otros chistes judíos" es una declaración de principios de este pueblo buscador, inconformista, condenado a pensarse y repensarse, a revisar sus defectos y volverse a definir, a tomar su transitoriedad como su esencia y sacar de allí si no un tratado de filosofía, al menos una sonrisa.

Aristóteles distinguía en los géneros teatrales, a la tragedia de la comedia. La primera, la tragedia, era el dominio de los héroes, de las grandes verdades, del bien y del mal con mayúsculas de los juicios supremos, de la vida y de la muerte, de las historias ejemplares y moralizadoras que sirven como lección. La comedia por el contrario, era el dominio de las personas comunes, de las pequeñas circunstancias de la vida, de la vulnerabilidad, de la fragilidad de lo humano, de aquello con lo que cualquiera se puede identificar y que puede servir amablemente como consuelo. El humor vive en el dominio de la comedia, en el dominio de lo frágil y perecedero, si menciona a la vida siempre se trata de la vida con minúsculas, si se ríe de la muerte, se trata de la muerte más cercana, la de la vida que se va, la tuya, la mía.

Como buenos poilishe galitsianer, en casa la comida era agridulce. Igual que nuestro humor. Mamá cocinaba el gefilte fish con un poco de azúcar y muchos rincones de nuestras vidas tuvieron esa impronta, un toque de amargo, un toque de dulce, una lágrima, una sonrisa. Por ejemplo, cuando se enfermó y estaba internada. Entraba y salía de un estado de inconciencia que los médicos no acertaban a diagnosticar. Decían que parecía haber un conflicto con sus ganas de vivir, que no sabían qué curso tomar ni cómo tratarla. Con mi hermano no nos poníamos de acuerdo: el día en el que él pensaba que mamá se quería morir, yo creía que no era así, que estaba luchando por vivir. Argumentábamos tan bien que nos convencíamos mutuamente, entonces al día siguiente era al revés: él estaba convencido de sus ganas de vivir y yo de que ya no, de que era el final. Un atardecer, después de varios días de silencio, mamá se incorporó, nos miró fijamente y dijo: "terminé".¿Había decidido morir? ¿nos informaba que ya era la hora? ¿nos invitaba a despedirnos, a decir las últimas cosas, esas cosas definitivas que sellan una historia?. "¿Qué es lo que terminaste mamá?" le preguntamos en un murmullo casi inaudible. Parecía no entender qué era lo que no entendíamos y repitió sin parpadear "terminé". Ya desesperados dijimos en una voz: "¿qué terminaste mamá?, por favor: ¿qué?". Se tomó su tiempo, aspiró profundamente y dijo: "jota, dama, rey, as: terminé" y se volvió a dormir.

Los médicos dijeron que fue una alucinación. Nosotros sabemos que fue su último chiste. Mamá nos dejó ese chiste como remate de su vida, una vida ganada a la desgracia, una vida que a pesar de todo fue como la de cualquiera, de comedia, una comedia de malos entendidos, casualidades, equivocaciones, ilusiones, sueños y algunas insistentes utopías. Ganar puede ser perder, perder puede ser ganar. Puro azar de juego de naipes que nos esforzamos en ordenar y en imaginar como trascendentes y significativos.

El humor se yergue sobre la expectativa de eternidad y trascendencia como el recordatorio de lo frágil de nuestra vida; se opone a la locura del matar y morir con la exhibición impúdica de nuestra humanidad entrañable hecha de defectos y vulnerabilidades compartidas. Para los judíos, una copa que se rompe es buena suerte, si llueve el día del casamiento, es buena suerte, si se derrama el vino, es buena suerte. Hemos tenido la virtud de cambiar el signo de los hechos infaustos y los hemos vuelto augurios de buena suerte. Es parte de nuestra fuerza.

El humor judío es, quizás, otro de los grandes aportes que hemos hecho en tanto pueblo a la humanidad. Y no es que hayamos hecho pocos. Por mencionar tan sólo los más evidentes: el monoteísmo, las tablas de la ley y la Biblia, la importancia de la lectura y la escritura, los beneficios de una dieta alimentaria saludable, la higiene, la monogamia, las comedias musicales, el arte de la argumentación y las exégesis, m´hijo el dotor. En un mundo recurrentemente trágico y estúpido, este ejercicio burlón de inteligencia ha mostrado que sonreírse de sus propios tsures tal vez no consiga cambiarlos, pero puede colaborar en que uno tenga ganas de abrir los ojos todos los días, levantarse de la cama y ver con qué novedades nos recibe el mundo hoy.

Gracias Eliahu.

Gracias Rudy.

Y ustedes, disfruten del libro.

Evil and its Social Legitimization

This talk was originally presented in Spanish in the symposium “Frente al Límite. Reflexiones en torno al Holocausto y las experiencias dictatoriales en Argentina y América Latina” (Facing the Limit. Reflections about the Holocaust and the experience of Dictatorships in Argentina and Latin America). Universidad Nacional de Rosario, organized by the Secretaría de Cultura, October 2001. It was published in “Historiografía y Memoria colectiva. Tiempos y Territorios”, Ed. Miño y Dávila, Madrid, 2002, Cristina Godoy, Editor.[1] Absolute Evil and the Shoah[2]

In a world devoid of hope, in which doubts and skepticism prevail, the Shoah is one of the few issues that generates a universal consensus. It has become an unequivocal example of Absolute Evil. When the world realized the extent and the systematization of the industry of death, the hopeful phrase “Never Again” was coined. These days, the phrase has spread to other places and other realities: “Never Again”, uttered in any language, in any country, invariably has come to mean: may Absolute Evil never be repeated again.

Hundreds of historians, academics, witnesses, sociologists and others are continuously researching and enlightening aspects of the Shoah that were previously obscure. The Shoah[3] has been documented with a seemingly endless source of testimonies – each one more devastating and intense. It allows us to ask ourselves as a society about Evil and its practice, at a time when confronting Evil has become difficult and uncomfortable.

The Banality of Evil

Hanna Arendt’s classic text, “Eichmann in Jerusalem”[4] , published in 1963, established the concept of the “banality of evil.” As a chronicler of the famous trial, she suffered the profound impact of not being able to put together the horrors described by so many witnesses with the face and figure of a gray bureaucrat: a dull, not too intelligent man who insisted that he had not acted out of hatred but was just following orders in the best and most efficient manner he could. She then concluded that Eichmann represented a different way to practice Evil: Evil that’s put into action in a banal manner, without feeling any responsibility for what he had done, thus, not feeling any guilt. When evil becomes banal, when it becomes trivial, it does not generate guilt or any sort of moral reflection.

What Arendt described, in her astonishment, can nowadays be applied to other Nazi perpetrators as well as to their thousands of disciples around the world.

Why do some people commit acts of Evil in a banal manner, while others are aware of their social responsibilities and the moral transcendence of their actions? The traditional view used to propose hypotheses based on genetics, suggesting that you were born “crazy” or “bad”, or gradually became more evil due to circumstances – always within the realm of the individual and family, as if it was about personal choices. Therefore, the solution was also applied to the individual: punishment, seclusion in prisons or mental institutions. Today, thanks to much research and new hypotheses, we can delve further into other contexts, namely, the society and the political sphere. The previous approach could not explain the mechanisms and implicit structures that fostered and enabled evil behavior among large numbers of people – supported, stimulated, and even rewarded by an institutional and legal regime. Eichmann, like many other “banal evil-doers” was a bureaucrat. He did not hate and did not define himself as evil or a bad person but as a good citizen, someone who did what was expected of him. Everyday evil

When we think about evil, we invariably think about another’s – not our own. The mere notion of our own evil is hard to accept. We tend to justify and define our own conduct as a result of noble goals, a nature that’s basically good. “It’s for your own good” is a justification often used by parents and teachers, to hide the sometimes sadistic nature of their conduct even from themselves. Punishment, many times harsh, is never justified “because I’m evil”, “because I’m full of hate”, “because I do what I want”, “because I have the right”. In the exercise of power, the perpetrator always has a positive concept of self. He justifies his actions with the circumstances of the moment, which he uses to exempt himself of any guilt. “I was provoked” or “I was tired” are everyday excuses that quiet a possibly guilty conscience.

The perpetrator always defines himself as “good” – indeed, does not even see himself as a perpetrator. One’s own evil can only be pointed out by someone else, sometimes the victim, other times an observer.

Evil of a different order Nations and political systems in general follow the same pattern: they define their policies invariably as “good”. The scale of the Nazis’ crimes raised new questions. A focus on the individual was inadequate to analyze and understand the complicity of millions of Germans in the Nazis’ crimes. Individuals do not exist alone, but are immersed in political and social systems which affect their actions and their sense of moral implications. Totalitarian states generate complex relationships between individual and states, between our own consciences and required obedience, between what is legal but may not be ethical or legitimate. It is in this context that we should examine the phenomena of open or hidden complicity and the indifference of the majority to flagrant crimes. The individuals that implemented the Nazi orders did it convinced that it was the best course of action, that the ends justified the means, that the decision makers knew the purpose and reasons behind their decisions, and that they had to be obedient – something we have been taught and that is respected in society. They believed that their actions were beneficial to the state, and did not even consider questioning the orders they received. It is in this way that people were able to commit acts of incontrovertible evil, all the while convinced of the goodness of their actions.

Arendt presents a dilemma, still unanswered: how common people, who are psychologically stable, who are not particularly cruel, are able to just follow orders and commit the most horrible crimes without questioning their legitimacy. Does this mean that any of us, under the right circumstances, would be able to carry out Evil?

Evil and evil

When the actions of many American soldiers in the Vietnam War came to light, it produced an uproar in the social sciences. The Mai Lai Massacre, and its ensuing trial in particular, rekindled Arendt’s issue: common men had committed acts of astonishing cruelty, acts that again raised the questions about the actions of the Nazis and their accomplices. This time the perpetrators were not Germans “predisposed” to blind obedience[5], nor were they ignorant, bloodthirsty peasants. This time, they were the children of the American middle class, ordinary people, raised in honest, hard-working families; not fanatics, perturbed, or different in any way from the mainstream of the population. The trial exposed with obscene nakedness the brutality of the actions of these young men against defenseless victims. How could it be possible, they asked, that sons of a country espousing principles like the right to self expression and individual freedoms, had become monsters of such caliber? What had happened to these kids? Had they changed because they were at war? Did they carry within them, without their knowledge, the possibility of cruelty in latent form? Are human beings evil by nature? Scholars and academics concentrated on trying to understand the phenomenon, and also to find explanations which could redeem their fellow citizens as well as human nature itself. Unfortunately their dedication has not yet led to a decisive answer either confirming or denying evil as an innate human condition. On the other hand, it was able to demonstrate the power of certain political systems to affect peoples’ conduct.

The independent research of Stanley Milgram[6] and Zimbardo[7] has established, with horrifying conclusions, that we all have the capacity for evil. In order for us to commit an evil act, two conditions must be met: (1) we do not see it as evil; and, (2) we unload our responsibility on someone else. I repeat: if someone -a state, an authority figure, an ideology, a religion, some condition- convinces us that what we are doing is not wrong, that it has a superior purpose, that the suffering we are inflicting has a reason and we are not ultimately responsible, it seems that any one of us is capable of Evil.

Tzvetan Todorov[8] has studied the behavior of the Nazi perpetrators in the death camps, and the behavior of the Soviet perpetrators in the gulags. As I pointed out before, he does not trust the traditional justifications based on pathology or regression to more primitive states. The sadists, he claims, were a small minority, estimated between 5 and 10 percent. Talking about regression to more primitive instincts is also inappropriate. On the one hand, in the animal world there’s no such thing as torture or extermination, furthermore, there was no breaking of the social contract since the perpetrators acted within the law and obeyed orders. Since most of them were bureaucrats, conforming, obedient, mainly interested in their personal welfare, we can’t explain it through ideological fanaticism either. Todorov believes we should look for the answer in the socio-political context, in the social conditions that make such crimes possible. He concludes that these conditions only exist in totalitarian societies, as was Nazi Germany, for example. These states exert a powerful force on the moral conduct of individuals and are characterized by:

- the designation of a clear enemy, an internal agent, a “stranger among us,” who opposes the intentions of the state, who opposes what is “good” for all of us, and who must be eliminated;

- the concepts of evil and good cease to be universal, and have become owned and defined exclusively by the State;

- the State controls the totality of the individual’s social life. The individual must submit completely since no place exists outside of the reach of the State

These conditions, which turn a society into a totalitarian state, have powerful consequences on behavior. Once the enemy is defined, hostility towards them is commendable – now, doing Evil is doing Good. The issue of responsibility is diminished and even done away with completely, since the State is in charge. In this way, people can and should concentrate on only what they’re told to do, without needing to look any further or beyond their own small part in a larger picture they are instructed to ignore. Behavior becomes docile, submissive, and malleable to orders.

The totalitarian state influences both the perpetrators and the victims. The victims come to see themselves as the “internal enemy”. Their position is one of loneliness and impotence against a superior force which undermines the possibility of a mass rebellion because the totalitarian regime dismantles every form of concerted resistance.

Todorov points out that once the totalitarian regime is in place, the limits of what’s tolerable slowly and continuously begin to slide in the population. This turns many into gradual accomplices of the crimes. Little by little the society falls into the practice of an evil which is “trivial” or “banal.” The Motives of Ordinary People

Professor Yehuda Bauer[9] says:

“To work with universal implications, we have to take the particular history of the Holocaust. We do not live in abstractions. All historical events are concrete, specific, and particular. It is precisely the fact that it happened to a particular group of people that confers a universal significance to it, because all group hatred is always directed at specific groups, for specific reasons under specific circumstances. There’s no use in fighting against evil in the abstract – evil is always concrete, specific.”

As an example, let’s look at a concrete area of everyday life for ordinary people: the employees of the rail system of the Third Reich, critical for the two wars undertaken by Germany: the war against the Allies and the war against the Jews. For these employees, transporting the Jews was a job like any other. Raul Hilberg[10] assures us that it’s impossible to understand the phenomenon of the Shoah without understanding the role of the rail system. The German rail system was one of the most complex and extensive organizations in the country. In 1942, it employed approximately 1.4 million people and another four hundred thousand that worked in the occupied territories in Russia and Poland. They transported millions of Jews and other victims to their deaths without any known instance of an employee that resigned their post, protested or asked for a transfer.

If we consider the rail system alone, the number of people involved in the enormous planning and execution of the mass murder of Jews approaches 2 million. And I repeat, only the transportation system is being counted. We are not counting the millions that kept the death machine well-oiled and running efficiently, the thousands of office workers, organizers and executors, the millions that created the industrial efficiency of the system. When asked after the war, they justified their conduct in various ways, but rarely talked about hatred, a desire for revenge, or any other related feelings. “It was what they had ordered me to do”. “I was not aware of what was happening, I was just doing my job” and other similar responses. In totalitarian and bureaucratic systems, Evil is exercised without moral consequences. Responsibility is waived because of a strong ideological context and the bureaucratic techniques of fragmentation and isolation prevent individuals from seeing the whole picture. Fear, Inertia and Well-being.

But at the same time, people must go on living. During wars, during tyrannies, during totalitarian regimes, people must go on with their lives. People continue working, continue getting sick, continue loving, continue dreaming. People are afraid of losing what they have, even if there’s very little to lose, even if they have been getting used to having less and less, they will fiercely hold on to whatever’s left. People, all of us, tend to be conservative, to find refuge in well-known places and to avoid exposure and risk. These are all conducts that undermine rebellious and risky actions. Keeping one’s job, salary, health insurance, retirement program, can be valid reasons for gradually accepting slight degradations, to look aside, to deny. This does not automatically turn us into accomplices -- it merely explains our inaction. Orders and obedience, sequences of actions, hierarchies, are all crucial aspects in the search for understanding the exercise of Evil. And also, responsibility, as demonstrated by researchers in the social sciences, responsibility that in bureaucratic systems can be replaced by discipline. Civic consciousness replaced by well-being, by the paralyzing fear to not become the next victim.

Everyday evil

Evil in and of itself, lowercase evil, is an old friend, not necessarily visible, but a vital part of our everyday lives. When we think about evil, we invariably think about someone else’s. The notion of our own evil is hard to digest. We tend to justify and define our own behavior as originating in goals that are intrinsically good. We know how hard it is to accept our own acts as harmful, how much we resist any possibility of seeing ourselves as bad people. The practice of our own evil, so hard to accept and resulting from some sort of conflict, takes place within the realm of emotions, sometimes of the most primitive kind. As such, it’s understandable and fits within our normal expectations of what’s human. The banal kind of evil, on the other hand, leaves us without arguments, defying our conception and dignity as human beings.

A Paradigm of Evil: Torture

Totalitarian states have the capacity to enter our subjectivity and reshape it using the powerful machine of mass media and propaganda -- they create currents of opinion, they generate common enemies to focus against, they create combative slogans, hypotheses of conflict, wars. They produce profound changes that require a superior critical capacity and much reflection to avoid ideological submission into accepting a new world view. This acceptance dilutes all resistance and allows the execution of any acts that serve the national interest. Sometimes, these acts are even carried out with the great pride of facing such hard challenges with dedication and integrity. For instance, many of the Latin American soldiers of torture lacked sufficient critical abilities to reflect on what they were doing, and instead, gladly accepted the brain-washing of the CIA on their bases in Panama. They dedicated themselves to the cleansing of “undesirables”, convinced of the righteousness of the task. They saw themselves as dentists that must save a cavity-riddled tooth by extracting the surrounding healthy tissue: dirty work ultimately destined to improve conditions for all citizens (at least for the ones that survived). They tortured without any feelings of guilt, many times without even feeling personally involved. The great “achievement” of these manipulation techniques is the dissociation that takes place in the perpetrator, who no longer sees the victim as a human being. Instead, the victim is seen as an enemy, whose torture and destruction is to be rewarded.

Contrary to common beliefs, the practice of torture is not a recent development: it’s as old as the history of civilization. In his book on torture, John Conroy[11] says:

Torture has long been employed by well-meaning, even reasonable people armed with the sincere belief that they are preserving civilization as they know it. Aristotle favored the use of torture in extracting evidence, speaking of its absolute credibility, and Sr. Augustine also defended the practice. Torture was routine in ancient Greece and Rome, and although methods have changed in the intervening centuries, the goals of the torturer –to gain information, to punish, to force an individual to change his beliefs or loyalties, to intimidate a community- have not changed at all.

Conroy states that the practice of torture encompasses four basic universal principles:

- The class of people whom society accepts as torturable has a tendency to expand. In the Roman Empire, the rules changed so that slaves were eligible to be tortured not just as defendants, but also as witnesses to crimes committed by others. Then freemen lost their exemption in cases involving treason. By the fourth century, freemn were regularly being subjected to the same excruciating machines, devices, and weapons previously reserved for slaves, and the crimes they were tortured for, as either witnesses or as the accused, had become less and less serious.

- Torture becomes perfectly justifiable as long as a threat to our own welfare is perceived. It’s easy to condemn it when perpetrated against non enemies, but the reverse does not hold. Until the appearance of heretics the Catholic Church had opposed the Roman’s practice of torture. In the XIII century, Pope Inocencio IV identified heretics as worthy of torture, which was to be implemented by the civilian authorities. (…) It is easy to condemn the torment when it is done to someone who is not your enemy, but it seems perfectly justificable when you perceive a threat to your own well-being.

- In places where torture is common, the judiciary´s sympathies are usually with the perpetrators, not with the victims. The victim is assumed guilty a priori. For centuries, the prevailing system of determining guilt or innocence in capital crimes had depended upon signs from God. A person suspected of a serious offense would be put through some ordeal[12]. In the twelfth century, that method of determining guilt came to be recognized as unsatisfactory. A new system of justice evolved, based on old Roman law, in which a conviction could be obtained only with the testimony of two eyewitnesses or a confession from the accused.(….) The extraction of the confession implied a tacit guilty sentence and depended on the abilities of the torturer - an employee of the judicial system - to obtain it quickly and satisfactorily.

- It arouses little protest as long as the definition of the torturable class is confined to the lower orders; the closer it gets to one´s own door, the more objectionable it becomes. In Europe, the enshrinement of torture as an acceptable form of legal investigation came to an end in a hundred-year period starting in the mid-eighteenth century. (….) Adding impetus to the desire to explore alternatives were the sentiments of influential eighteenth-century philosophers who rejected torture as something that belonged to a dark and superstitious age. (…) there had not been much objection from intellectuals to the torture of people accused of murder, sedition, and betraying their country, but the subjection of magicians, witches, and religious dissenters to hideous pain provoked protest that “was listened to and circulated outside professional or limitedly moralizing circles”.

An Example from France and the War in Algeria

These four principles continue to sustain the action of all forces of repression. As a society, we accept torture as within the realm of the possible, as almost normal, and even accepted and encouraged in our world. Governments and judicial systems seem to behave under a double standard: on the one hand, torture is declared unacceptable under the law, but on the other, it’s counted as a possible method in the implementation of their policies.

Paul Aussaresses[13] , a French General that served in the Algerian war, author of the book “Special Services, Algeria 1955-1957” states:

“They call me a murderer, yes, but I just did my duty for France, you can’t defeat the enemy without using torture and executions. We do it to get information, to follow the chain that reveals the organization... Terrorist actions involve many people: a bomb is placed by one man, but others have transported it, have chosen the targets, have put it together... We managed to identify 19 terrorists that had participated in a single incident. What should we do with the detained person? Nothing? Then the other 18 will continue carrying out terrorist attacks and killing the innocent!”

When asked whether a democratic country should combat terrorism without using torture, he responds:

“Only if there’s lots of time available. But the pressure is terrible... With lots of time you could do things differently, but when the terrorist organization is there, and threatens further attacks, we have to make use of any information we can extract from the prisoner immediately. There’s no other way to save lives and prevent suffering.”

Who is this General?[14]

General Aussaresses is now 83 years old and is decorated with a constellation of medals. He is not a common torturer. If it hadn’t been for World War II, which turned him into a member of the resistance against the Nazis and subsequently a soldier under General De Gaulle, he might have been a peaceful professor of Classical literature. He received a college education in Greek and Latin literature and had written a thesis entitled “The Expression of the Marvelous in Virgil”. The war led him into the military and turned him into a secret agent, a specialist in “special operations” of the Armed Forces, nothing more than a chaste euphemism for clandestine, sabotage operations, murder and other brutalities directed against the enemy in foreign territories.”

General Aussaresses does not feel any guilt or remorse for all the blood spilled nor for having acted outside the realm of the law. He contends that when a country is at war, the supreme duty for a soldier and a country is to win it and that this is impossible if the laws and moral principles that underline life in a peacetime democratic society are observed. Political, judicial and military authorities are well aware of this, although they cannot utter it. Therefore, they dedicate a lot of effort to statements indicating that war operations will be conducted under the observance of the law. At the same time that they implement ethnic cleansing, they simulate lack of knowledge about what subordinates are doing and they order the most cruel and inhuman actions in the name of efficiency, that is to say, in the name of victory. And that’s what the perpetrators are there for, to get their hands dirty. And after they’ve carried out these dirty deeds, Power censures or punishes them to keep face and sustain the myth of a government that acts within the law even during the apocalypse of war.”

As Conroy points out in one of his rules, the degree of horror evoked by these statements is proportional to distance: the further away they are from us, the more scathing will be our condemnation. Everything can change if the dilemma gets closer. Many people who demanded revenge for the deplorable events of September 11, 2001 have recently discovered that their deepest convictions stumble when danger knocks at their door. Their preoccupation and change in attitude should not surprise us. None of us knows how we would react in the unfortunate situation of being put to the test and how we would justify our reactions, and how we would cope with our new view of the world. Nothing new, no positive change can result if we fail to assume our own capacity to practice Evil, if we continue to see Evil as something that’s always done by somebody else.

Evil and Reason

Gerald Markle[15] describes the Holocaust as a mass murder, but one which was planned, organized and exhaustive. To carry it out to fruition and to make ordinary people cooperate, “bureaucracy had to replace the angry mass of demonstrators, routine conduct had to replace rage, emotional anti-Semitism had to turn into rational anti-Semitism.”

Humberto Maturana says[16]:

Evil is a cultural phenomenon that emerges, not because human beings are innately evil, but because it takes form whenever there is a political, religious or philosophical theory that justifies the negation and submission of the other. The damage we inflict on another in anger does not constitute an act of evil. In such an act, the injury might be violent or fatal, but it is not innately evil; only if we appeal to reason in order to justify the legitimacy of the injury, before ourselves and others, while shutting off our human sensitivity, does this injury become an act of evil. The Holocaust is an act of evil. Its magnitude is overwhelming, incomprehensible and devastating, but as an act of evil it is an act of evil like many others that have been committed in the history of humanity and that we continue to commit daily as we create rational justifications for our negation of the other. (Page 302)

... I think Holocausts have occurred many times in the history of humanity since the emergence of material and spiritual appropriation in the patriarchy. The Holocaust of the Jewish people is the most immense and moving for us due to its being so recent and it touches us more because we can see ourselves in it as object and as actors. Was it not perhaps a Holocaust when three million or more women were murdered as witches at the hands of the Inquisition? The appropriation of things, the truth, ideas, is blind before the other and before oneself. So long as we have philosophical theories that rationally justify the appropriation of truth, without reflecting upon its principles and foundations, without admitting that they are our creations and not visions of reality, so long as we have religions without reflecting upon them and admitting that they emerge from our spiritual experience and not as revelations of a transcendent truth, there will be Holocausts, large and small, because we cling to the defense of our truths, hiding our desires and, therefore, our responsibility for what we do.

Every time that, one way or another, we appropriate a truth and seek a rational justification for our actions on the basis of that truth, we open an avenue toward the Holocaust. If we become lords over the truth, he who is not with us is mistaken in a transcendental way and his error, for us, justifies his destruction without our having to take responsibility for it. Even better, if the other is not with me, his negation and destruction is justified, and the rational justification of the negation of the other exempts the destroyer from responsibility. When this happens there is no place for reflection and the other simply disappears from the human environment, his negation does not touch us and the Holocaust, the absolute negation of the other, is underway.

...The only possible way not to fall into this trap of rational negation of the other is through reflection. Reflection enables us to question the possession of truth and leads to the reappearance of the other as a human being just as legitimate as oneself. The fundamental emotion that constitutes what is human throughout our evolutionary history is love; acceptance of the other as a legitimate other with whom to coexist. When we have achieved a capacity for reflection that permits our questioning the idea that we possess the truth, the other appears as human, and love, the most fundamental human emotion, manifests its presence and a possibility opens up for responsible conduct before him or her. We cannot, nor should we, deny our desires, but we can take responsibility for them and thus act responsibly. When this occurs, human harmony is not necessarily achieved in any immediate sense, but it becomes possible, and the way toward the Holocaust closes because a way is opening toward the biology of love. Is it possible that we haven’t yet realized that love is the only emotion that enables us to recuperate the harmony, the comfort and the spiritual aesthetic of coexistence?

Evil and Good

Coming to terms with Evil that is banal, Evil that is lawful and institutionalized, Evil that becomes absolute – threatens to plunge us into the most abject despair. We feel that the hypothesis that human beings are innately evil is proven and our dignity is in tatters. But we can also find in the Shoah another mirror in which we can see ourselves and recover some of the dignity lost: the work of the rescuers. The work of thousands of European citizens: tireless, under the radar, with a low profile, with persistence and dedication, who were responsible for the survival of the vast majority of people that managed to survive the Shoah. Acting against the law, many times against their own families and their education, these anonymous and unknown people that rebelled against laws they considered inhuman, risking their lives and those of their families, constitute an example that still awaits to be unveiled and transmitted as one of the most powerful lessons of human nature. While there’s been much mention of acts of armed resistance, very little has been said about rescue acts in which heroism did not seek social acknowledgment, monuments or eternal glory. Rescue acts provide a unique pedagogical tool allowing us to address such issues as the difference between what’s legal and what’s legitimate, the individual’s responsibility for the life of other people, the relationship between the individual and the totalitarian state and the necessity for critical judgment and ethical reflection.

In the words of Professor Bauer[17]:

“At the margins of horror, there were the rescuers: too few, too isolated, but their mere existence justifies our teaching of the Holocaust. They showed that people had options, that people could act differently from the masses. In the context of desperation, they constitute the army of hope. In some cases, entire communities acted as rescuers, villages, areas, entire nations like the Danish and also the Italian, in many cases.”

Absolute Evil reached its climax in the Shoah.

So did Absolute Good.

The Shoah taught me that there’s always a way. Just like there are terminal patients who find miraculous cures, it is possible to find ways out of the most desperate situations without repeating the old ways - the only ones we already know - and without assuming the evil nature of others. What’s at risk is our own conception of ourselves, the new learning opportunities that are still to come. We are raised in a hypocritical educational system with a double standard regarding our very own condition which denies the existence of Evil. In consequence, we are not trained to discover or resist Evil in ourselves. It seems that we are born with the potential for both Evil and Good and that circumstances trigger our “best” or “worst” aspects. If we do not recognize and accept the risks and temptations of our own Evil and our vulnerability to totalitarian systems, we will not be able to fight against it and we will continue to succumb to their power.

Our fellow human being is dear to us and necessary. The enduring task is to build states as far removed from totalitarianism as possible. The focus on civic responsibility and the emphasis on ethical reflection about freedom and its limits is today, more than ever, essential to the dignified continuation of life.

[1] This talk was originally presented in Spanish in the symposium “Frente al Límite. Reflexiones en torno al Holocausto y las experiencias dictatoriales en Argentina y América Latina” (Facing the Limit. Reflections about the Holocaust and the experience of Dictatorships in Argentina and Latin America). Universidad Nacional de Rosario, organized by the Secretaría de Cultura, October 2001. It was published in “Historiografía y Memoria colectiva. Tiempos y Territorios”, Ed. Miño y Dávila, Madrid, 2002, Cristina Godoy, Editor. English translation by Natasha Zaretski and Hernán Epelman-Wang.

[2] Shoah (Hebrew): devastation. Denotes the Nazi war specifically against the Jews in the context of the Second World War. In this conflict there was also discrimination and large numbers of dead in other groups (Roma, homosexuals, political dissidents, Freemasons, Jehovah’s Witnesses, disabled people). The word “Holocaust”, popularized universally by the media, is not accurate because it alludes to a religious ritual where an animal is offered voluntarily for sacrifice as a means to purify sins. The concept suggests the unacceptable implications that the victims in some way voluntarily elected what happened to them and that their immolation was divine in nature.

[3] The Shoah is not the only example of Evil in the twentieth century. Although it is probably the most documented and studied, it is in the company of the millions of dead in Bosnia’s ethnic cleansing, the Armenian genocide, the murder of the Tutsis by the Rwandan government, mass murders in Burundi, Cambodians assassinated by the Khmer Rouge, those massacred in East Timor by the Indonesians, countless genocides of native indigenous populations, the deprivation of basic human rights and the ongoing deterioration of the quality of life and life expectancy for the great majority of people.

[4] Hannah Arendt: “Eichmann in Jerusalem. A report on the Banality of Evil”, The Viking press, 1963

[5] This hypothesis was developed by Daniel Goldhaggen in his voluminous and well publicized book: “Hitler’s Willing Executioners: Ordinary Germans and the Holocaust”. The hypothesis that the German people are innately evil might calm some people down, as long as they are not German, but does not contribute to our understanding of the phenomenon of Evil.

[6] Stanley Milgram: “Obedience to Authority”. About a laboratory experiment carried out at Yale University. It measured the degree to which ordinary people were willing to accept orders to inflict torture. It demonstrated that most subjects obeyed the order under two conditions: that the damage be justified for a worthwhile goal and that responsibility fell on some other authority figure.

[7] P. G. Zimbardo, C. Haney, W. C. Banks, D. M. Jaffe: “The Psychology of Imprisonment: Privation, Power and Pathology”, published in Rubin Zelig ed.: Doing onto Others, Prentice Hall, 1974. In this experiment, carried out at Stanford University, a homogeneous group of students is arbitrarily divided into two groups: the guardians and the prisoners. The change in behavior of the latter, the progressive increase in their sadistic acts as well as the changes in the prisoners, their submission and humiliation prove that the context stimulates new behaviors in people. People are able to behave in new and surprising manners, that they did not even expect in themselves.

[8] Tzvetan Todorov: Frente al límite. Siglo veintiuno editores, 1993.

[9] From his conference, presented in January 2000 in the International Forum on the Holocaust, Stockholm, Sweden.

[10] Raul Hilberg, German Railroads, Jewish Souls. April 1986.

[11] John Conroy: Unspeakable Acts, Ordinary People. The Dynamics of Torture. Alfred A Knopf, 2000.

[12] Hands would be plunged into flames, hot water, or heated metal, feet would trod upon heated plowshares, and if God regarded the suspect as innocent, he or she would emerge without injury, or at least with injuries so minor that a judge examining the suspect several days after the ordeal would regard them as insignificant

[13] Página 12, 20-5-01, from El País, Madrid. General Aussaresses was fined on January 25, 2002 for having justified war crimes in his book; his publishers were also fined. (Judicial Diplomacy website: http://www.diplomatiejudiciaire.com/UK/Aussaresses4.html)

[14] Mario Vargas Llosa (La Nación, 20-5-01 from El país, Madrid):

[15] Gerald Markle: Meditations of a Holocaust Traveler. State University of New York Press, 1995.

[16] Humberto Maturana: “El sentido de lo humano”. Dolmen Ediciones, Santiago de Chile, 1995.

[17] Op.cit.

Enemigos, una historia de amor (1989)

Las diferentes lecturas de “Enemigos, una historia de amor”

(Sobre relato de Bashevis Singer, dirigida por Paul Mazurski)

Cuando una obra admite más de una lectura, estamos frente a un hecho artístico. Cuando una obra admite varias lecturas y éstas son sobre la esencia de lo humano, estamos ante una propuesta filosófica. Si una obra admite varias lecturas, habla sobre la esencia de lo humano y tiene la valentía de enfrentar tabúes y hacernos reflexionar sobre nuestro futuro y posibilidades, es una obra maestra. Es el caso de la historia que nos cuenta Bashevis Singer en esta película.

Encuentro por lo menos cuatro niveles dignos de reflexión: el nivel de lo judío, el de la afectividad, el de la shoá y el de género.

El nivel de lo judío.

Un escritor judío que tiene dificultades para escribir, un trabajador intelectual en un mundo mercantilista. Toda una metáfora del mundo judío perdido de la preguerra así como la pregunta por el destino de lo judío en el mundo de posguerra. Un intelectual judío que debe ganarse el favor de los poderosos para poder subsistir. ¿Será esto una pincelada sobre le hegemonía del poder financiero sobre la vida académica e intelectual?

También nos ofrece una pintura de la vida judía del nuevo mundo. Vemos a los judíos norteamericanos, en viñetas cariñosas y nostálgicas, viviendo su vida normal, tan lejos de Europa y habiéndose construido una identidad judía absolutamente norteamericana, necesariamente diferente de la que traían los inmigrantes. Ser judío en un mundo libre no conlleva el riesgo de la muerte, y serlo durante decenas de años, genera un tipo de sociedad nueva para estos sobrevivientes que parecen buscar todavía entre las sombras el sentido de su vida. En la escena veraniega de los Catskills todos sabemos que durante la shoá también iban ahí y que las cosas habían sido igual durante esos años. Aunque lo hubieran sabido, aunque hubieran luchado de distintas maneras, el sólo hecho de saber que eso había estado ahí todo ese tiempo mientras estos cuatro sobrevivientes vivían en el infierno, le da a esta ocurrencia un sabor particular, algo doloroso y extraño, con la misma extrañeza que tiene muchas veces la vida. Nadie dice nada respecto de eso, pero eso está. Los judíos son judíos acá y allá, sin embargo, no era lo mismo ser judío durante la segunda guerra en los Estados Unidos que en Europa. Coexistían las dos formas. Hay allí una construcción de lo judío que los sobrevivientes tienen que aprender a conocer.

El nivel de la afectividad.

Un hombre que ama a tres mujeres. Ama de verdad a las tres. No las ama igual, por supuesto, pero está unido a las tres con lazos muy sólidos, ninguno de los cuales puede y quiere romper. Necesita a las tres. No puede vivir sin las tres. No quiere herir a ninguna. Quiere ser leal a las tres. Esto nos enfrenta con el desafío de pensar y volver a pensar las exclusividades en las relaciones amorosas, el amor eterno y único, pensamiento que está en el centro de la monogamia. No sólo pone en crisis la idea del amor único y eterno, sino que la suposición de lo natural de la relación monogámica es puesta en tela de juicio puesto que a él no le basta la relación con una sola. Tampoco le basta a mucha más gente de lo que nos imaginamos. Hay algo ahí en lo que somos invitados a reflexionar. Bashevis Singer nos presenta a un hombre que, a pesar de estar relacionado con tres mujeres no es un crápula ni una mala persona ni un pecador, es tan sólo un ser humano, débil y desconsolado. Se lo expone en su máxima vulnerabilidad, intentando amar y cuidar, proteger y no lastimar, salir adelante con ese estado de cosas tan opuesto a lo que la moral social admite y contiene. Preferimos ver la no exclusividad amorosa como algo denigrado y se lo llama “infidelidad” o peor aún “metida de cuernos” con un hondo contenido de inmoralidad y pecado. Nuestro protagonista, que comparte esta moral por cierto, trata de sobrellevarla y amar a la que ama, cuidar a quien lo cuidara y respetar a quien fuera su esposa. Pasión, agradecimiento y camaradería que, combinados, serían la síntesis del amor. Él lo vive con tres mujeres. Lo fue llevando la vida. El no parece haber elegido. Su vida parece ser una resultante de lo que deciden otros. Cosa que es otra de las proposiciones del relato: cuánto de nuestra vida es decidido por nosotros mismos y cuánto lo deciden las circunstancias.

El nivel de la shoá.

Los cuatro protagonistas son sobrevivientes de la shoá. No hace falta que nos cuenten cómo fue para cada uno esa dura experiencia, lo vemos en sus ojos, en sus pequeños gestos, lo adivinamos en su angustia muda. Tres sobrevivientes mujeres (una cuarta si contamos a la mamá de la amante), un sobreviviente hombre. Tal vez esté la declaración de los hombres de darse por vencidos, de que debieran dejar el mundo a las mujeres, como sucede en el final de la película. La reflexión a que Bashevis Singer me conduce es a una derrota total del hombre, o más aún, a una derrota total de la civilización con sus ideales de progreso. El hombre con su política, sus grandes decisiones, sus famas y glorias y poderes, ha conducido a este horror.

Podría pensarse que cada personaje representa a algún aspecto del drama de los sobrevivientes de la shoá. El escritor nos habla del estupor del mundo intelectual que ha quedado vacío de caminos y contenidos. La segunda esposa, la polaca salvadora, nos señala el lugar de la gente común, ignorante, con una bondad primitiva, que no pudo detener el curso de las cosas, pero en su pequeña medida, hizo algo, salvar un judío, sin mucha conciencia, sin grandes justificaciones filosóficas, tan solo lo hizo, tal vez por deber. La amante exhibe el horror descarnado que dejó la Shoá, es la pura pasión desbordada, es el puro dolor del desamparo, de la urgencia, de la imposibilidad; es la que, lógicamente, elige el camino del suicidio, que es el camino del escepticismo más total. La primera esposa, la que vuelve de la muerte, pareciera estar más allá del bien y del mal, portadora de la sabiduría de la humanidad; es la artífice del final esperanzador. Son cinco sobrevivientes (contando también a la madre de la amante), cinco personas buscando a tientas recomenzar a vivir.

Estamos en los primeros años de la posguerra. Eran los años en que se empezaba a saber exactamente cómo habían sido las cosas, la humanidad estaba desolada, como nuestro protagonista, como si atrás quedara un desierto y el único camino posible fuera el abandono. Es como si el protagonista actuara el “paren el mundo que me quiero bajar”. Y es ahí cuando Bashevis Singer se pregunta si no les ha llegado el turno a las mujeres, las que se ocupan de las pequeñas cosas, de la comida, de la ropa, del bienestar, de las caricias, las que son capaces de solidaridad y de superar supuestas rivalidades en aras de la crianza de un bebé, otra vez una nena, la nueva esperanza para la humanidad. El protagonista hombre renuncia, deja los escenarios de su vida, y esta vez los deja por decisión propia. Antes había sido por la shoá, pero ahora es debido al haber asumido su incapacidad para seguir adelante. Nada se puede hacer. Las cosas hay que pensarlas de otra manera. La esposa polaca tan ciegamente leal, la esposa judía tan calladamente sabia son dos caras de lo mejor de los seres humanos: de la gratitud, de la memoria, de la solidaridad, de la fraternidad, del trabajo para el futuro. El nacimiento de la niña, hija de los cuatro, portadora del nombre de la amante muerta, es un monumento conmemorativo de la vida y de la muerte, es la expresión de la esperanza de la humanidad.

El nivel de género.

Hay acá una aguda reflexión sobre lo masculino y lo femenino. Las cosas han cambiado en los últimos cincuenta años. El lugar y el rol que el género determinaba han ido cambiando. No demasiado, pero al menos está cambiando la mirada sobre ellos. Antes se pensaba que lo masculino y lo femenino estaban dados, que era natural, casi genético. Hoy sabemos que es producto de la cultura, de la sociedad y la educación, que las actitudes así llamadas masculinas y femeninas son construcciones sociales, por eso se lo llama género y no sexo. Se ha producido esta distinción entre ambas cosas, dejando afuera a la biología. El concepto de género es más abarcativo que el de sexo y puede incluirlo. En esta historia la pregunta por el género y su lugar en la sociedad aparece casi en un foco principal. El protagonista hombre parece ir de una mujer a la otra sin ser capaz de tomar ninguna decisión eficaz. No así las mujeres que deciden y se hacen responsables de sus decisiones. Una decide que así la vida no se puede soportar y se mata. Otra decide tener un hijo, respetar a su marido y seguir con la vida. La otra, la que vuelve de la muerte, sin dejar de llorar a sus hijos perdidos, asume el lugar de marido que el protagonista va dejando libre. Queda al final, un matrimonio formado por dos mujeres, aunque una renga.

Sobre las huellas del horror de la shoá y del fracaso de la civilización expresadas en el suicidio de la amante, en el abandono del protagonista y en la pierna herida de la mujer, se produce el nacimiento de la niña.

El revivir de la esperanza puesto en el género femenino podría ser un anhelo de regreso a las viejas sociedades matriciales –ni patriarcados ni matriarcados- basadas y sostenidas en la solidaridad, la colaboración y la generosidad, con una matriz de red e interconexión y alimentadas con la lógica del amor.

Lo judío en mi obra

ponencia presentada en el Encuentro "Recreando la cultura judeo-argentina. 1894-2001: en el umbral del segundo siglo" en AMIA, Agosto 2001. Publicado en el libro homónimo de la Editorial Mila, abril 2002. Cuando mi mamá me llamó por teléfono ese lunes a la mañana, todo cambió en mi vida. Me pedía perdón, llorando, perdón por haberme traído a este país, por haberse equivocado tanto, por no haberle hecho caso a papá que no quería venir, decía que era un lugar salvaje, lleno de indios y peligros peores que los que habíamos dejado atrás. Perdón, sollozaba desconsolada, perdón, gritaba, yo no sabía, pensé que acá no, que acá íbamos a estar bien, pero todo pasa otra vez, nos quieren matar, no sé por qué nos odian tanto...

Ya hace siete años de la masacre de la AMIA, cuando este lugar donde ahora estamos dejó de estar. Nací del desastre con una nueva conciencia. Había cosas de las que no se podía escapar: de la propia identidad.

Ese día nací como judía. Estoy ahora en mi sala de partos. Nacerás entre heces y orinas reza el mandato bíblico. Mis heces fueron las muertes, mis orinas las búsquedas de familiares perdidos. Entonces y acá. Nací dos veces. Allá, en una Polonia con chimeneas aún dolorosamente tibias y acá, en Pasteur 633 bajo escombras y un polvillo insidioso que todavía hoy dificulta el respirar. Mis dos nacimientos.

Siempre escribí. Era y sigue siendo mi forma de pensar. El pensar común, el introspectivo me confunde. Necesito verlo escrito y dialogar con ello. La palabra hecha papel o pantalla, afuera de mí, viva, es mi interlocutor. Recién entonces puedo pensar. Debido a eso siempre escribí, para poder pensar. También escribí por necesidad profesional. Pero todavía no Escribía, es decir, no era escritora. En mi segundo nacimiento, además de nacer a lo judío, nací a la escritura. Necesitaba pensar. Necesitaba entender todo eso que se me había venido encima y los pisos que se me aflojaban bajo los pies. Necesitaba entender el llanto judío de mi madre.

La primera vez que supe que era judía fue a los ocho años cuando le pedí a mi mamá el vestido para tomar la primera comunión. Se me quedó mirando, muda, paralizada. Llamó a papá y le dijo, mirá cómo nos equivocamos, hicimos todo mal... y me contó quiénes éramos. ¿Judíos? ¿Qué era judío? Nunca había escuchado la palabra. Supe ahí que no nos querían, que el Dios de la cruz no sólo no nos quería sino que nos odiaba, y los curas y los monaguillos y la Virgen María y los ángeles, los querubines y los serafines. Todo ese mundo de cuento y magia no me correspondía, había quedado afuera. Los cristianos nos odian, nos quieren matar, no se puede confiar en un cristiano. Cada palabra caía como cascote. No sabía más quién era. No quería ser alguien a quien se odiaba. Decidí que no iba a ser un obstáculo, que lo pondría entre paréntesis y no se interpondría en nada de lo que hiciera.

Me ayudaron mi nombre y mi apellido. Dvoirale era muy judío. Aunque era el nombre que me habría correspondido porque era el de una hermana de mamá muerta antes de la guerra, no se podía. Dvoirale en la Polonia de 1945 era tan peligrosamente judío como la circuncisión. Danuta, me llamaría Danuta. Danuta olía a hostia y a agua bendita. Danuta era más católico que el niño Jesús. Danuta sería mi salvación. Pero en Argentina Danuta era un nombre desconocido, además tenía una rima inconveniente, generaba preguntas peligrosas, empezó a ser un problema. Fui Diana. Soy Diana. La china, por ese apellido tan extraño que por suerte era exótico y tan sólo generaba alguna broma. Lo judío no era evidente. Alivio de mis padres. Escuela común, nada de estar con judíos, religión y nada de moral, igual que todo el mundo, que no haya diferencias, a ella no le va a pasar, no la van a humillar ni a perseguir, ella se va a salvar, ella sí.

Y así fue, hasta el 18 de julio de 1994, el 18 de judío de hace siete años en Buenos Aires. Buenos Aires, la idealizada finisterre, la salvación.

La vida y la muerte otra vez en un entrevero de tango y cuchillo. Argentina con una pizca de polaca y de psicóloga, y también judía. Y de pronto dejó de ser bueno o malo, lindo o feo, simplemente fue. Pero claro, no es que se casaron y fueron felices. Nada de eso.

Lo primero que escribí fue una crónica de viaje. Edité sólo cinco ejemplares: uno para cada uno de mis hijos y sobrinos. Es la resultante de un viaje que hicimos con mi hermano a Polonia, Ucrania y a Austria. Fuimos a ver. Fuimos a oler. Fuimos a recordar. Fuimos a buscar a ese hermano entregado a una familia cristiana que tal vez nos buscaba y que, como nosotros con él, no sabía nuestro nombre. Y algo sucedió en Boryslaw, de donde eran oriundos nuestros abuelos paternos, los Wang. Buscábamos el cementerio judío, buscábamos encontrarnos en alguna lápida vieja. Sólo encontramos en un costado del camino una matseive negra donde se leía en polaco, idish e inglés: acá estaba el cementerio judío de Boryslaw. Desoladoramente huérfanos de pasado, nos quedamos mudos. Alrededor de la matseive crecían margaritas silvestres. Un pensamiento loco se me instaló: que las margaritas se nutrían del mismo suelo que alguna vez habían recibido a nuestros antepasados. ¿Cuánto tiempo recuerda la materia primigenia la vida que fue? ¿Cuánto de nosotros habría aún bajo esa piedra? Corté cinco margaritas, una para cada uno de nuestros hijos. Al volver, escribí el relato del viaje, las anécdotas, las historias secretas de la familia, las fotos de las vivos y las que quedaban de los muerte, documentos, herencias. En cada uno de los cinco ejemplares había una de las margaritas de nuestra estirpe, una infinitesimal porción de materia que nos unía entre sí y a esa tierra. Lo titulé “Por una margarita” y se los entregué a los chicos en la primera cena de Rosh Hashaná que tuvimos después de la muerte de mamá.

Ya era una judía nueva.

No aprendí de cero. Empecé a recordar. Sé ahora que seguí caminos que creía que estaba descubriendo pero que eran bien poco originales, que habían sido transitados por siglos. Caminos sinuosos, con infinitas encrucijadas, preguntas, incertidumbres, adivinanzas. Como otros judíos antes, descubría y descubro en mí misma la historia del pueblo judío en cada encuentro, en cada desencuentro.

Y un día descubrí que La Guerra de la que se hablaba en mi infancia, algunos la llamaban Holocausto pero que se llamaba Shoá. Que ese señor Schindler que íbamos a visitar a la quinta de San Vicente y que recordaba como a un gordo siempre borracho que mis padres reverenciaban, había salvado a muchos judíos. Descubrí que mis padres se llamaban sobrevivientes. Descubrí que yo era hija de sobrevivientes. Y el descubrimiento me sorprendió y, sorprendida de mi propia sorpresa, me pregunté por qué no lo había sabido antes, qué pasó que el tema me había sido escotomizado, es decir, que no sabía que no sabía. Empecé a escribir mi segundo libro. “El silencio de los aparecidos”, libro que no sería tal sin el estímulo y apoyo de Raquel Hodara que insistió en que lo terminara y lo publicara. Mi pregunta sobre el silencio de los sobrevivientes, el silencio de la sociedad, el silencio de los judíos me llevó a búsquedas renovadas, lecturas, estudios, gente, mucha gente, gente que también se preguntaba, que también buscaba. Me interné en el estudio de la shoá y en temas conexos. El lugar de la responsabilidad, la diferencia entre lo legal y lo legítimo, especialmente de aquella gente que desafió lo legal y eligió lo legítimo aún a riesgo de su propia vida. Hoy me pregunto por el antisemitismo y la historia del pueblo judío, no sólo por el antisemitismo de los antijudíos sino por el antisemitismo de los mismos judíos incrustado en la constitución de nuestra subjetividad, la crónica de los judíos en Argentina para comprender la dura recepción de los sobrevivientes de la Shoá, y las preguntas por el silencio y la indiferencia para intentar comprender los fenómenos de matanza colectiva, buscar en otros genocidios parecidos y diferencias, pensar en la discriminación y algunas de sus consecuencias, las conductas de los cómplices activos, de los testigos pasivos, de los países permisivos de tanta ignominia, el pesimismo o el optimismo –según la hora del día- sobre la especie humana, la pregunta sobre la esperanza y finalmente –y en eso estoy- la pregunta por la ética cuando es desafiada por un sistema socio-político que modifica conceptos morales y los cambia por otros.

Escrito en la Argentina posterior al proceso, llamo a los sobrevivientes “aparecidos” no sólo para marcar mi pertenencia nacional sino porque veo que lo sucedido con los sobrevivientes de la shoá está sucediendo con los sobrevivientes del proceso: de los aparecidos no se habla, los aparecidos deben pedir de cierta manera disculpas por haber sobrevivido, probar su inocencia, probarlo eternamente. Encuentro textos que me parecen valiosos y los traduzco si no están en castellano, los difundo, los publico donde sea, los iemeileo, los pongo en internet, como ha sucedido con todo este revuelo producido por el libro de Gross sobre la masacre de Jedwabne.

Mientras tanto iba escribiendo lo que después fue una novela, “Con una piedra en el zapato” en donde me interesaba exponer el punto de vista de los sobrevivientes ante la sospecha con que eran mirados a su regreso a la vida, de las atribuciones, a veces secretas, otras explícitas, a probables traiciones o bajezas para conseguir la salvación. La novela ponía en clave dramática lo que en el Silencio de los aparecidos había sido ensayo. Los escribí juntos y hablan de lo mismo. He tratado de comprender la experiencia de los sobrevivientes, de meterme en ellos, buscando, claro está, antes que nada comprender algo de mi infancia, algo de lo vivido con mis padres, algo de sus humillaciones, vergüenzas, así como sus alegrías y triunfos. La voz de los sobrevivientes es la voz de la experiencia vivida. He querido abrir mis oídos a ellos y encontré un universo de lecciones que pueden ser de enorme utilidad para nuestro mundo de hoy.

El peligro que entraña mi identidad recientemente recobrada, es quedarme en su aspecto negativo. Dado que la recuperación se dio con el ataque a la AMIA y abrió el tema de la shoá, lo judío se me aparecía conectado al dolor y a la muerte. La identidad judía negativa es la basada en el aspecto de victimización y se nutre y sustenta con el recuerdo de las penurias y atrocidades que hemos sufrido en tanto pueblo. Una identidad negativa necesita seguir nutriendo aquello que la funda, entonces, determinará una adhesividad ad nauseam con el rol de víctima y un rechazo de cualquier otro aspecto que modifique esta narrativa. ¿Cómo no caer entonces en ese peligro que tanto me preocupa y que tan magros beneficios nos produce? ¿cómo aprender de la shoá y de lo que sus aparecidos tienen para enseñar sin quedarme pegada, como judía, al reducido lugar de la víctima? ¿cómo transmitirlo en contenidos que tengan sentido acompañando los relatos de lo sufrido con otros aspectos que presenten lo positivo de la identidad judía? ¿cómo superar la dicotomía que existe en la constitución de la subjetividad judía actual entre el judío israelí, prepotente, avasallador, triunfador, guerrero, creador y el judío imaginario de la shoá, sometido, cobarde, golpeado, masacrado? ¿Son ésas las dos alternativas de lo judío? ¿y dónde ha quedado el maravilloso mundo de la creatividad judía de Europa, tanto en idish como en otros idiomas, pero especialmente en idish? ¿sus obras literarias, su teatro, su filosofía, sus luchas políticas? Me dije que voy a tratar de ser uno de los eslabones de la “goldene keit” y nutrirme de todo eso que me ha sido transmitido por mis padres en las canciones, en la comida, en algunos gestos, y especialmente, en la Weltanschauung, en mi forma de mirar al mundo como judía y en mi jutspa.

Otra forma de superar el peligro de caer en una identidad judía negativa, me la dio la Shoá misma. La comprensión, lo más desde adentro que se pueda, de la conducta de los judíos, me permitió poner en su justa medida lo que aparecía como sumisión, resignación, cobardía e incapacidad de reacción. Encontré muchas más conductas heroicas que las de los combatientes del gueto de Varsovia. En todos los guetos hubo reacciones, en todos los campos, hasta en los de exterminio. La conducta de los Judenraete, tan denostada merced a lo desconocida, tan tristemente generalizada, es otra fuente de revisión de la heoricidad de los judíos. El tema de las mujeres, que las historiadoras feministas están poniendo ante nuestros ojos, revela nuevos aspectos de la cotidianeidad de la shoá que nos permiten vislumbrar lo complejo del fenómeno y el grado de coraje de nuestros hermanos judíos, de la altura de su dignidad y de la tenacidad de su fuerza y capacidad de supervivencia y reconstrucción.

La conducta de los salvadores no judíos es otro de los caminos que me permiten vivir mi identidad en su aspecto positivo. Como estudiosa de la shoá, desde mi lugar como judía, hago una declaración de principios muy fuerte cuando no sólo menciono a los salvadores, sino cuando los traigo como centro de una disertación, como paradigma de que los seres humanos tenemos siempre un grado de libertad que nos permite encontrar conductas alternativas, que siempre podremos pensar, evaluar y decidir.

La shoá me enseña algunas de la lecciones más poderosas que podemos aprender y que nos vuelven a los judíos, noj a mul, en reservorios de experiencias preñadas de enseñanzas para el resto del mundo. Cito tan sólo como ejemplos los dilemas éticos, la diferenciación entre lo legal y lo legítimo, el lugar del individuo frente a lo que le impone su gobierno, la búsqueda de salvadores, los sistemas que prometen la realización de una sociedad perfecta, las manipulaciones sociales y el poder de los medios en la construcción de la subjetividad, la importancia de estimular el juicio crítico y la responsabilidad civil en cada uno de nosotros, etc.

No he dejado de escribir. Artículos, comentarios, cuentos, relatos, reflexiones, a partir de lo que aprendo de la shoá pero siempre aplicado y pensado en el mundo de hoy, especialmente aquí y ahora. Doy charlas en escuelas, en distintos grupos, donde me llamen. Formo parte del grupo de “Niños de la shoá en la Argentina” del que soy co-coordinadora, adhiero a Memoria Activa en su búsqueda por la justicia y en el foro de protesta por el actual estado de las cosas en que se ha constituido. Canto en un coro en idish, estudio idish y ya me puedo escribir con mi único tío vivo que tiene 94 años y está en Israel, les canto en idish a mis nietas, conmemoro las fechas judías no sólo con comida.

En la Argentina de hoy, y no sólo por los ataques a la Embajada de Israel y a la AMIA, sino por nuestra historia como país y nuestra cultura de esperar salvadores, soluciones mágicas, milagros, desde la shoá tenemos algo que decir. Nuestra cultura argentina es paternalista, sigue la estructura vertical de la Iglesia Católica, lo que no alienta un verdadero ejercicio cívico. Nuestra democracia es frágil, tenemos poca esperanza en nuestra clase política lo que da pasto a nuevas pesadillas redentoras. Hoy, ser judío en la Argentina se ha vuelto más visible: por un lado como blanco, como objetivo como dicen las fuerzas de inseguridad y por el otro hemos ido ganando la calle como polo de expresión de un estado de cosas deficiente y peligroso. Como en aquel heroico Movimiento Judío por los Derechos Humanos de las épocas del proceso militar, hoy existimos y hacemos bastante ruido, salimos a manifestar y a protestar públicamente y producimos un cierto escozor saludable en un establishment cataléptico. La progresiva exclusión de más y más gente del sistema social no les deja más caminos que cortar los caminos de los privilegiados que todavía podemos caminar y es en esta Argentina que nuestra pregunta sobre la ética debiera ser el centro de toda la política educativa. Defino ética como el fundamento de nuestra acción, lo que justifica cada cosa que uno hace. ¿Por qué hago lo que hago? ¿para qué? ¿qué consecuencias puede tener mi conducta? Es la lección más poderosa que aprendí de la Shoá. Como allá, nadie quiere escuchar hoy y acá. Como allá, las preguntas pertinentes se hacen sobre temas que no son los centrales, allá era, para muchos, la lucha contra el comunismo, acá, las recetas económicas y el mercado como nuevo golem triturador de utopías. Como escritora judía y argentina, argentina y judía, conozco desde dos lados diferentes las consecuencias de no hacerse la pregunta sobre la ética, desde el argentino y desde el judío.

Tal vez, la experiencia judía durante la shoá –insisto, la negativa y la positiva- sea una alternativa en esta búsqueda de rescate de la noción de comunidad y pertenencia que está siendo casi monopolizada por los grupos religiosos. La shoá vista en toda su complejidad, porta ejemplos poderosos de lo mucho que tenemos los judíos para dar y decir.

La shoá me enseñó que siempre hay caminos posibles, que así como hay enfermos desahuciados que milagrosamente se curan, se puede salir de las situaciones más desesperadas, claro, no buscando los viejos caminos –que son, por otra parte los únicos que conocemos- sino atreviéndonos a caminar entre los altos pastizales de los senderos que aún esperan ser dibujados.

La masacre de la AMIA me hizo escritora y judía.

La shoá me atraviesa, me enseña, me nutre y me da sentido. No me permite comprender tantas cosas que suceden. Pero, ¿quién dice que uno pueda comprender algo alguna vez?

Tres veces quién soy (cuento)

No puedo más. Si querés, seguí vos sola, dijo Crismarie en su huida del consultorio. ¿Qué hacemos con los Krumfuss? atinó a preguntar Mónica en el pasillo.

Hacé lo que quieras, respondió con los ojos cerrados Crismarie.

Mónica volvió donde la pareja seguía sentada y les informó que seguirían con la evaluación el próximo viernes.

La mujer se levantó mansamente y regresó a su habitación seguida por el hombre. Mientras la extraña pareja despareja se iba por el pasillo, volvió a rescatar a Crismarie, refugiada en el otro consultorio.

¿Cómo estás? ¿qué te pasó? No sabía cómo dirigirse a ella. Recién se habían conocido al final de la carrera compartiendo la evaluación de los Krumfuss.

¿Cómo estás? ¿qué te pasó? Repetía en su cabeza Crismarie. ¿Qué contestar? ¿podía confiar en una mujer que era casi una desconocida? Por otra parte ¿qué mejor que una desconocida para contarle, alguien que no tuviera nada que ver con ella, que probablemente comprendiera poco, pero que la escucharía sin juzgar?

Lo que pasa es que ni bien comprendí lo que estaba pasando, sentí un malestar que me fue cubriendo hasta que no pude más. Llegó un momento en que dejé de escuchar, sólo quería huir. Esa mujer, ese hijo...

A ver, tranquilizate, no entiendo nada, masculló Mónica ¿querés contarme? Es viernes, tenemos un ratito, vení, volvamos a nuestro consultorio y nos hacemos un café.

Crismarie agradecida por recuperar el aire, maniobraba con las cosas del café sabiendo que ni bien se sentara, contaría todo. Mónica, la veía moverse mientras, en su intento de comprender lo sucedido, pasaba revista a la situación que acababan de dejar atrás. La paciente que habían visto, Mercedes Epuyén, internada hacía una semana, había venido a la entrevista con su marido, Gunther Krumfuss. Gente de pocas palabras, de silencios planos, sin preguntas, no hicieron fácil la conversación. Generaba curiosidad su disarmonía física: Mercedes retacona, tosca y compacta, piel y ojos color pacha mama, pelo de alambre contrastaba con Gunther dorado, rubicundo y corpulento, un oso de ojos celestes, piel lechosa y panza de cerveza. “Psicosis puerperal” encabezaba la hoja de la historia clínica. En los datos registrados constaba que después del parto no sólo no había reconocido a su hijo ni lo había querido alimentar, sino que había intentado asfixiarlo. La pasividad de Mercedes y su gesto reservado no encajaban con esa descripción. Con paciencia, calidez y cuidado las dos aspirantes al Servicio Social consiguieron reconstruir la crónica de la tragedia. Mercedes vivía en El Bolsón, en el seno de una comunidad mapuche evangélica. Gunther llegó un día de Buenos Aires con el sueño de levantar una hostería con sus manos. Al cabo de dos años necesitó una mucama para ponerla en funcionamiento. La única que se ofreció fue Mercedes. Verlo y enamorarse fue todo uno. Nunca antes había estado cerca de un hombre tan luminoso. Le hacía acordar a esa estampita del niño Jesús que escondía en el forro de su libro de rezos. Un niño Jesús rosado, rubio y con ojos claros. Igualito a Gunther. El invierno es largo en El Bolsón, las noches frías y solitarias. Mercedes, mansa y feliz, quedó embarazada. Decidieron casarse. “Diosito mío, que sea igual a la estampita” rezaba día tras día, “cuando todos lo adoren, yo no lo voy a esconder, voy a dejar que lo vean y lo toquen. Otro milagro será, como cuando la Virgen María”. Se dormía beatíficamente viéndose junto a su Dios rubio rodeada del resto de sus hermanos en estado de éxtasis.

Negro como la noche negra, sombrío como su piel, oscuro como su estirpe, pelo de alambre, ojos de azabache, olor y sabor a tierra, bajo el signo de la pacha mama y de todos sus antepasados, así nació su hijo. Ni una palabra. Ni un solo sonido. Una ojeada, el recién nacido todo lo que recibió de Mercedes fue una fugaz ojeada, un parpadeo de incredulidad y después la ausencia. Ése no era su hijo. Ése no.

Fue en ese momento del relato arduamente reconstruido que Crismarie se había puesto de pie huyendo del consultorio con su No puedo más. Si querés, seguí vos sola.

¿Estás mejor?, le preguntó Mónica recibiendo el café.

Una se pasa la vida esquivando la que se viene, murmuró después de tomar un sorbo Crismarie, y de pronto, cuando menos lo esperás, se te aparece un espejo del que no te podés escapar.

¿La mapuche y el alemán, un espejo para vos? No entiendo ...interrumpió Mónica.

Tampoco yo, y la miró a los ojos con expresión de provocación: soy judía.

¿Judía? ¿Vos? Pero ... ¿y eso qué tiene que ver? ¿judía? ¿no era que estabas haciendo este curso para tu tarea de catequista en la parroquia?

Sí, pero soy judía... en realidad no, bueno, ése es el tema. No sé quién soy, no sé qué soy, no sé para qué lado tirar, me siento desgarrada.... No es que me siento como Mercedes Epuyén sino como algún día se va a sentir su pobre hijito, ése que por haber nacido oscuro ya es culpable para toda la eternidad.

Vamos Crismarie, ¿de qué me estás hablando? ¿qué bicho te picó? Además, ¿no te llamás Acassuso? ¿Qué judío se llama así?

Tenés razón, pero es mi apellido de casada, mi marido es católico apostólico y romano, como se debe, misa los domingos en la catedral de San Isidro, Yacht Club, casa de campo, estancia, cura confesor, todo lo que te imaginás, pero yo me llamo D´Argent.

¿Y? ¿No es un apellido francés?

Sí, claro, y gracias a eso me pude casar con Norberto Acassuso del Valle Heredia. Para la sociedad argentina, lo francés es chic y distinguido. Nunca se dieron cuenta de que éramos judíos. Encima D´Argent quiere decir “de plata” y el chiste es que vengo de una familia de banqueros, gente tan rica que hasta teníamos escudo familiar.

Mónica hablaba por primera vez en su vida con alguien rico, verdaderamente rico. Había mirado a Crismarie con el ligero desprecio que apenas encubre la envidia con que un intelectual de clase media mira a un oligarca. Era la concheta de San Isidro, chupacirios, algo afectada y superficial. Y ahora resultaba judía...

Pero, ¿por qué dejaron de ser judíos? preguntó.

Cuando mis padres llegaron a la Argentina, a fines del 41, decidieron que ser judíos era malo, que había sido la causa de sus sufrimientos, que a partir de entonces serían cristianos.

¿Y lo decidieron así como así? ¿y en 1941 llegaron? Pará, me estás diciendo muchas cosas todas juntas, ¿cómo hicieron?

El cónsul de Portugal que estaba en Bordeax les dio visas y así pudieron subir a un barco con rumbo para Sud América.

Un tipo como Schindler, ¿no?

¿Y ése quién es? quiso saber Crismarie.

Un alemán que salvó a muchos judíos, ¿no viste La lista de Schindler?

No, no la ví, pero ¿vos? ¿qué sabés de esto?

Lo que sabe cualquier judío, contestó riendo Mónica.

¿Vos? ¿judía? ¿Pero tu apellido no es Thalermann, Thalermann con dos enes ...?!

¿Y qué hay con eso?

¿No era que los apellidos que terminan en man y tienen dos enes son los de los alemanes no judíos?

Es una de las estupideces que se creen en Argentina, como si así pudieran asegurar quién es judío y quién no, ese miedo al contagio, explicó con cansancio de siglos Mónica.

Mirá las cosas que creía... Cada día me entero de algo sobre los judíos que no sabía. ¿Sabés que nunca antes había hablado con un judío?

Mónica no podía dar crédito a sus oídos: ¿Nunca antes habías hablado con un judío? ¿cómo hiciste? A mí me da la impresión de que estamos por todos lados. Enfin. Lamento decirte que no tuviste demasiada suerte al encontrarte conmigo, tengo mis propios problemas, en especial respecto de eso. Pero, decíme, todavía no entiendo nada. ¿Qué te puso tan mal? ¿qué tenés que ver con la pareja que vimos?

Es que me siento católica, católica por todos lados, es lo que aprendí, es en lo que me crié. Mis padres entendieron pronto que si querían volver a vivir bien, en la Argentina era indispensable no ser judíos. Nunca se habló de esto en casa, ni tampoco de nuestra familia judía. Me mandaron al Mallinkrodt como corresponde y allí me vinculé con la gente de la sociedad, me casé con una familia llena de vacas pastando en grandes campos y tuve ocho hijos como la Iglesia manda. Hace seis años me separé, ya grande como ves, y una tarde encuentro en casa de mamá, un álbum de fotos que nunca había visto. Había en él personajes vestidos de una manera extraña, con largos sobretodos negros, sombreros y barbas, porte erguido y orgulloso, mirada profunda y desafiante. “¿Quiénes son?” le pregunté a mamá, “mi abuelo y su hermano” fue su respuesta y me arrancó el álbum de las manos. “¿Por qué están vestidos así?” insistí. Sin poder huir, tomando la copa de un trago después de tantos años de guardar el secreto, me dijo: “Mi abuelo y su hermano eran rabinos”.

¿Así te lo dijo?

Sí, de golpe, como un cachetazo, de frente y sin respirar. Me quedé muda por unos minutos y a medida que me iba dando cuenta de la dimensión de lo que acababa de escuchar seguí “¿y por parte de madre también sos judía? ¿y papá? ¿y sus padres? ¿y los tíos?” y todos, absolutamente todos nuestros antepasados habían sido judíos. Todavía no me daba cuenta de que yo también era judía. Todavía no me preguntaba qué me hacía judía. ¿La sangre? Al final era lo mismo que decían los nazis. No podía salir de mi estupor. Todos mis antepasados judíos. Judíos ricos, judíos encumbrados, judíos respetados y reconocidos y valorados como judíos. ¡Judíos!, esos judíos que yo había aprendido a despreciar, de los que había aprendido a sospechar, a desconfiar por taimados, por traicioneros, por miserables, por comunistas, por capitalistas y por materialistas, por haber matado a Cristo, por no reconocer al verdadero hijo de Dios, y ahora resultaba que todo eso era yo. Pero yo no era así, no soy mala, no soy amarreta, no soy traicionera. ¿Era judía? Y si lo era ¿en qué me convertía ser judía? ¿y mi amor por la Iglesia? ¿todo se había perdido? ¿qué era? ¿dónde estaba?. El padre Agustín, mi confesor, fue un ángel guardián esos días. Me decía que habíamos seguido el mismo camino de la historia, que con nuestra conversión habíamos reconocido la verdadera religión, dónde estaba el verdadero mensaje de redención, que no me sintiera mal, que yo nunca había faltado a la verdad, que no saber no era pecado, que Dios me amaba como a su criatura más querida, que mi trabajo de catequesis, mi fe y mi entrega le eran preciosas.

Mónica nunca había escuchado un relato así. Dos veces en el mismo día. Dos relatos de desubicación, de desclasamientos, de desesperados intentos de aceptación, dos tragedias argentinas.

¿Le contaste a tus hijos? atinó a decir ocultando sus pensamientos.

Sólo a dos, a Rosario, la mayor y a Juan Manuel, el tercero.

¿Cómo reaccionaron?

A Rosario no le importó, me dijo que no me hiciera tanto rollo, que no tenía ninguna importancia y Juan Manuel se enojó, me insultó, se puso a gritar, me dijo que no quería escuchar más, que me callara la boca, que le había mentido, que lo dejara tranquilo.

¿Y qué vas a hacer con los demás?

Nada, ¿qué querés que haga? ¿querés que me odien los otros también? No voy a hacer nada...

¿Y tus amigos... alguien más sabe?

Sólo se lo conté a Finita, la de los Aguirre Ayala, y se quedó muda la pobre...Creo que ella se lo contó a otra gente porque ya hace un tiempo que siento algo cuando estamos juntos, no sé, hay algo que ya no es como antes, no sé si se cuidan al hablar, si me miran de una forma especial o soy yo que estoy susceptible por demás.... Fijate lo que me pasó hoy, me sentí como si Dios me hubiese enviado a esta gente como una burla, como si me dijera “vos sos como ese pobre bebé, tan diferente de cómo tendría que haber sido, como ese chiquito vos estás buscando en los espejos cuál es tu color, cuáles tus olores y melodías y no pude más”

Ya era tarde, más de las cuatro. Mónica pensó que si no se iba, no tendría tiempo de preparar todo. Además quería irse. Como antes Crismarie del consultorio, quería irse. Ahora era ella la que no podía más.

Te llamo el domingo, dijo mientras se ponía el tapado, me gustaría que nos encontremos, tenemos mucho de qué hablar.

Por cierto, dijo Crismarie, nunca antes había hablado con una judía,, sos la primera,

Sí, ya me lo habías dicho.

Ya sé, pero es que no tenés nada que ver con lo que esperaba. Sos igual que cualquiera.

Esta vez la huida fue de Mónica. Igual que cualquiera. Vaya comentario. ¿Qué será eso de ser como cualquiera? Si supiera, se dijo sin ironía. No tuvo que esperar mucho el colectivo. Por suerte pudo sentarse. El camino desde San Justo hasta su casa era largo. Tenía mucho tiempo para pensar. Crismarie la había enfrentado con crudeza con esa imagen que los antisemitas tenían de los judíos: dinero, dinero, dinero. Judíos ricos, judíos usureros, judíos esquilmadores. Viviendo entre judíos se pierde de vista la vigencia de estas ideas. ¡Ricos! Justo a ellos...! Si hasta su apellido era una parodia del prejuicio. Thalermann, Thalermann con dos enes.

“No puedo más, si querés seguí sola”, había dicho Crismarie. Sus palabras le volvían y se acoplaban al traqueteo del colectivo. ¿Qué es no poder más? ¿Escapar? Hay situaciones que no tienen escapatoria. Podía predecir las preguntas de Crismarie, la no-cristiana, la judía nueva, sus búsquedas, sus desgarramientos y tentaciones, peleas y reconciliaciones, ecos de otras preguntas de otros judíos en otros tiempos, en otros lugares. Huir del rechazo, huir de la injusticia y la arbitrariedad. ¿Cómo huir de este mundo expulsivo y deshumanizado? Huir, ¿adónde? ¿qué era ser como cualquiera?

Veía pasar unos paisajes pobres, tristes, sin ilusiones. Muchas de las calles no estaban asfaltadas y la lluvia había dejado lodazales a los costados de la ruta. Se estremeció al revivir los meses pasados en lo más hondo de la miseria en aquella villa alejada de toda esperanza, bajo un techo de chapas incompleto. Sentía una dolorosa hermandad con la gente que veía a través de la ventanilla. Quién le hubiera dicho no mucho tiempo atrás que ella sabría de la falta de agua corriente, de estar todos en una pieza, de cocinar con una garrafita un guiso aguachento o polenta, de no tener papel higiénico o baño. La caída había sido abrupta. Fueron cayendo, cayendo en un pozo negro que no parecía tener fondo. Primero el cierre del negocio de Pedro, después, en una vorágine, el cambio de escuela de los chicos, borrarse del club, quedarse sin seguro médico, sin teléfono y sin cable. No poder pagar el alquiler ni la luz ni el gas. Contar moneditas. La calle. Los días a la intemperie. El fracaso. La humillación. La vergüenza. La entrada en ese otro mundo que les solía ser tan lejano, el mundo que está siempre del otro lado de la vidriera, el de los pobres, el que era siempre de los otros. La aparición de Daniel aquella tarde en la villa, su oferta, su mano tendida, fue como la llegada del mesías. ¿Hay alguna familia judía?, preguntó cómo hacía siempre y la gente lo guió hasta donde estaban. Palmeó las manos, sonrió un shalóm y los rescató del barro, los devolvió mínimamente a la vida que conocían. Velo tras velo la oscuridad se fue corriendo. Pedro volvió a trabajar, los chicos a la escuela, tuvieron lugar de recreación, seguro médico, una red fraterna donde recibir consuelos. Nunca habían sido religiosos. Se habían burlado de muchas de las prácticas de los ortodoxos a quienes veían como fósiles anacrónicos y despreciables. Judíos nominalmente, de alguna cena en familia en Pesaj y Roshashaná, vivían igual que cualquier familia de clase media de Buenos Aires. Iguales que cualquiera, había dicho Crismarie. Era verdad. Como tantos iguales a ellos, judíos y no judíos, la clase se les había ido agujereando y fueron resbalando y perdiendo sustento, dignidad y respeto. Eso era la falta de trabajo y la miseria. La llave con la que pudieron salir vino en la mano de la religión. ¿Qué importaba pagar ese precio? ¿quién se los podría reprochar? ¿A quién dañaba que rezaran, que respetaran el sábado, que se cuidaran con la comida, que se encerraran más y más en su pequeño mundo de ropas grandes, oscuras y pudorosas? Nadie más había ido por ellos, ninguna otra mano se les había brindado. ¿Qué más que agradecimiento y aceptación podían devolver? Extrañaba, claro está, a algunos de sus amigos con los que ya no podían estar porque no comprendían el cambio, los criticaban, los acusaban de haberse vendido por un plato de lentejas. Seguían hablando como lo habían hecho ellos mismos unos meses atrás. ¿Podían comprender cómo era dormir en un portal sin saber qué iría a ser de ellos a la mañana siguiente? ¿Por qué les molestaba que no aceptaran su comida cuando los iban a visitar? ¿Por qué insistían en invitarlos los viernes cuando sabían que no podrían ir? ¿Para qué reunirse con ellos si en sus miradas veían la burla y el desprecio? La que había sido su mejor amiga, Perla, cada vez que podía le decía que no entendía cómo aguantaba estar siempre con mangas largas, cerrada hasta el cuello, con las polleras amplias y oscuras, que parecía una monja, una vieja triste y opaca, que dónde había quedado su alegría, su desparpajo, la frescura con la que se reía siempre... Eso mismo se preguntaba Mónica. ¿Dónde había quedado? ¿Quién se la había robado? Claro que se acordaba de aquellos días, de sus bromas, de la vida que parecía que iría a seguir por siempre y siempre igual. Claro que extrañaba aquella libertad de vestirse, ir y venir, decir y hacer lo que le pareciera. Pero nunca se lo confesaría a Perla ni a nadie.

Hay cosas que uno no quiere decir.

Hay cosas que uno no puede decir.

Hay cosas que uno no sabe decir.

Tres mujeres tanteando en la oscuridad, buscando justificaciones a la pregunta de por qué.

Sin darse cuenta había llegado a su casa, un sencillo departamento de dos ambientes en San Martín. Ya era casi las seis de la tarde. Puso el mantel blanco sobre la mesa, los platos, los vasos, los cubiertos, los candelabros y las velas. Sacó de la heladera la comida y encendió el horno. Desenvolvió una jalá dorada que colocó sobre una bandeja. Fue al baño. Abrió la ducha. Se sacó los zapatos, una a una las prendas que tenía puestas y quedó desnuda. El vapor del agua iba enturbiando el espejo. Se sacó la peluca y se puso a llorar.

BAREMBOIM-WAGNER: CUANDO LA RAZÓN NO BASTA.

Daniel Baremboim ama a Wagner. Ama su música y se interna en ella como un amante cariñoso e inquieto. Daniel Baremboim no ama las ideas de Wagner ni tampoco el uso que los nazis han hecho tanto de unas –las ideas- como de la otra –la música. Daniel Baremboim cree que la música puede separarse del hombre y de las ideas. Afirma que una cosa no tiene nada que ver con la otra, que una –la música- persiste y persistirá, mientras que la otra –el hombre y sus ideas- desaparecerá. Disculpa un poco las ideas de Wagner diciendo, con razón, que eran compartidas por muchos intelectuales, académicos, políticos y periodistas en la Europa de fin de siglo XIX y principios de Siglo XX. Es verdad. Todos recordamos que Gustav Mahler se convirtió al cristianismo para poder ser nombrado Director de la Opera de Viena. La película Sunshine nos ilustra con maestría sobre todo ello. Pero Daniel Baremboim sabe que su disculpa es frágil porque brota frente al acorralamiento de tantas voces en contra. Creo, como tantas personas que respetamos la libertad de expresión y de opinión y nos oponemos firmemente a la censura, que la música de Wagner puede ser tocada en cualquier lado. La conducta del presidente de la Comisión de Educación y Cultura del Parlamento israelí, Zvulum Orlev, de declarar a Daniel Baremboim “persona cultural no grata” hasta que pida perdón me parece excesiva. Sí creo que podría tomarse la situación como pretexto para reflexionar sobre los usos de la razón.

Coincido, como tantos amantes de la música, con Baremboim en la belleza de la música de Wagner. Pero, dado que tiene ese “valor agregado” evocativo lacerante de haber sido usada como fondo de la ignominia nazi, debiera anunciarse previamente su ejecución de modo que los eventuales asistentes tengan la posibilidad de elegir estar o no. Baremboim interpretó un trozo de la música de Wagner de manera sorpresiva, en un bis, como un acto de imposición forzada y provocación, como si dijera: “les voy a demostrar que debe imperar la razón”. Su argumentación posterior confirma esta hipótesis.

Creo que estamos asistiendo, otra vez, a la lucha de la razón pura contra toda la complejidad de lo humano. Porque, repito, Baremboim tiene razón. Pero se basa sólo en la razón y deja afuera lo que una persona es en toda su complejidad. No somos sólo razón. Nuestra capacidad de razonar está junto y en el mismo nivel de importancia que nuestras emociones, nuestro estado de salud física y mental, nuestros recuerdos y evocaciones, nuestras necesidades y vulnerabilidad. ¡Curioso que un músico haya dejado afuera estas características que son la materia prima de la sensibilidad estética!

Ya los nazis habían hecho lo mismo. Sobre la superchería de un supuesto “antisemitismo científico” y la tergiversación de cuantas ideas encontraban a su paso torcidas hacia sus propósitos –por ejemplo el “superhombre” nitzscheano- construyeron un cuerpo ideológico racional y lógico que llevó a la muerte, además de a seis millones de judíos, a varias decenas de millones de europeos.

Fue un razonamiento racional el que decía que lo que no sirve hay que extirparlo; decían que de este modo procedía la naturaleza, que no hacía reparos en juicios morales.

Fue un razonamiento racional el que determinaba que una sociedad sería perfecta si sus individuos fueran perfectos; que los arios eran perfectos mientras que los no-arios eran dañinos.

Fue un razonamiento racional el que trasladó el concepto lingüísto de “ario” a la esfera biológica. Se construyeron así, con un razonamiento racional, mapas y cartas en donde se alertada a la población acerca de las características físicas de los máximos exponentes de la malformación de lo humano perfecto: los judíos.

Fue un razonamiento racional el que decidió industrializar la muerte. Después de matar de a uno a un millón y medio de judíos al principio de la invasión de la zona rusa en junio del 41, evaluaron que el método no era racional: una bala-una persona era antieconómico y además los transtornos que sufrían los pobres miembros de los Einzatsgruppen que tenían que matar artesanalmente llenaban los escritorios de los jerarcas con cartas de protesta de sus familiares. Con un razonamiento racional inventaron las fábricas de la muerte así como los métodos para deshacerse de los cadáveres y de utilizarlos, racionalmente, hasta sus últimas consecuencias.

La shoá es el exponente máximo de la aplicación de la fría racionalidad sobre lo humano y la pretensión de construir la sociedad perfecta. Su apotegma más acabado es “el fin justifica los medios”.

En el sueño comunista de la Unión Soviética pasó algo parecido. La no consideración de lo humano –envidias, ansias de poder, corruptibilidad, inseguridades, religión, etc.-, la suposición de que la razón impera por sobre todo, llevó a un sistema de injusticia y arbitrariedad que contradecía, en su esencia, la misma razón de su existencia. La traición de los soviéticos al sueño comunista tiene que ver con su estricta sujeción a una supuesta racionalidad, a la expectativa de que el motor de la razón era el más poderoso y todos se someterían con agrado a él. Otra vez la sociedad perfecta frente a la imperfección del hombre.

Los argumentos de Daniel Baremboim son racionales. Lo que Daniel Baremboim olvida o no toma en debida consideración, es que los asistentes de sus conciertos son personas, no evaluadores objetivos de bellas construcciones armónicas, que la música se recibe por distintos receptores: oídos, piel, memoria. Algunos de ellos no pueden más que hervir de indignación cuando son expuestos a revivir el horror de ese modo tan primario gracias al poder evocador de la música.

Como han dicho otros ya: mientras haya un sobreviviente de la shoá vivo, dado que no podemos ahorrarle ningún recuerdo, ninguna humillación, ninguno de sus familiares perdidos, ahorrémosle al menos el intenso dolor de la evocación.

SOBREVIVIR AL FARAÓN - Pensamientos para Pésaj

Una de las tradiciones judías ha sido el sentarse a pensar en qué consiste la condición judía. Siglos de argumentaciones en distintos idiomas y cambiantes geografías y la cuestión sigue sin tener una respuesta unívoca. Algunos están convencidos de que se trata de una religión. Otros que es una cultura. Unos que es un pueblo, otros, una nación. Están hasta los que creen -no sólo los nazis- que se trata de una cuestión genética. Así, somos judíos porque nacimos, judíos porque nos lo dicen, judíos porque lo sentimos, judíos porque nos duele, judíos porque no hay otro remedio, judíos porque nos gusta, judíos porque nos señalan... en infinitas variedades de ser y sentirse judío. Los que lo niegan y hasta los que dicen “soy de origen judío”, que no se sabe si quiere decir, “no soy judío” o “mi familia es judía y yo no” o “nací judío pero yo no lo soy” y también los que no viven como judíos y no les importa, ni lo cuestionan ni lo piensan. Son tantos los matices, colores y diferencias de una misma trama que, lejos de mí la idea de tratar de definir la condición judía. Para lo que a mi vida-y este artículo-concierne, soy judía y así está bien.

Pero los judíos -les guste o no a los antijudíos, les guste o no a algunos judíos, lo sepa o no la mayoría de la gente- hemos dejado algunas improntas indelebles en la civilización occidental. Tal vez sea presuntuoso - aunque, ¿por qué no serlo?- pero hemos sido en cierta manera los propulsores de cosas tales como la importancia de la dieta alimentaria y de la higiene, de la lectura y la escritura como actividades del hombre común, del razonamiento y la argumentación, de la discusión y el respeto por el que más sabe, del humor frente a la catástrofe y la vulnerabilidad humanas, de la comedia musical, de los latkes, el gefilte fish y los beigalej, de las idishes mames, de Groucho Marx y Woody Allen. Vaya hazaña la del pueblo judío! Hemos conseguido que muchos de nuestros valores pertenezcan a toda la civilización. Pero todavía falta. Y lo que falta no es misión exclusiva de los judíos, pero es algo de lo que venimos hablando hace muchísimo tiempo, mucho antes de que existiera lo que hoy se llama la civilización occidental.

Dice Mark Twain en un texto sorprendente publicado en 1899 (1):

“Si las estadísticas son correctas, los judíos constituyen sólo el 1% de la raza humana. Este número revela que son una insignificante y ligera mota de polvo de estrellas en el destello de la Vía Láctea. Ciertamente, el Judío debería pasar desapercibido. Pero se lo ve y escucha. Y siempre se lo ha visto y escuchado.

Es tan prominente en el planeta como cualquier otro pueblo. Tomando en cuenta su pequeñez numérica, su importancia comercial fuera de toda proporción es sorprendente. Sus contribuciones a la lista mundial de grandes nombres en literatura, ciencia, arte, música, finanzas, medicina y pedagogía exceden también toda suposición.

En todas las épocas ha protagonizado una lucha maravillosa y lo ha hecho con las manos atadas a su espalda. Podría sentirse envanecido consigo mismo y ser disculpado por ello.

Los egipcios, los babilonios y los persas aparecieron, llenaron con sonido y esplendor el planeta, luego se desvanecieron en la materia de los sueños y desaparecieron.

Los griegos y los romanos los siguieron y también hicieron mucho ruido y también se fueron.

Otros pueblos han surgido y sostenido sus antorchas en alto por un tiempo. Pero también se agotaron y permanecen en alguna nebulosa o han desaparecido.

El Judío los vio a todos. Los venció y está ahora como siempre estuvo, sin exhibir ninguna decadencia, ningún deterioro debido al tiempo, ningún debilitamiento de sus componentes, ningún retardo en sus energías, ningún aplacamiento de su mente alerta y activa.

Todas las cosas son mortales menos el Judío. Todas las otras fuerzas pasan, pero él permanece”.

Y me pregunto y es lo que quiero proponer a los lectores para este número especial de Pesaj, si esta capacidad de permanencia no será también una característica de la condición judía, de ésa que, como dije antes, es tan difícil hablar. Permanencia significa fuerza, determinación, firmeza, convicción, valores. Dicen nuestros sabios: “Si sobrevivimos al faraón, sobreviviremos también a esto”.

¿Qué es “esto”?

“Esto” puede ser cualquier cosa.

“Esto” es todo aquello que uno cree que no va a poder soportar.

“Esto” es ese desafío mayor de la vida, ese gran obstáculo frente al cual oponemos la suprema decisión de seguir viviendo.

“Esto” es hoy, nuestro país, nuestras agudas y dolorosas circunstancias que nos sumergen en el desánimo y la desazón.

“Esto” es el dolor de ver la nueva fragmentación familiar de los hijos y nietos que se van ante esta realidad expulsiva.

“Esto” es el clima de desánimo y desesperanza generado por la ruptura del pacto social y la desconfianza en cualquier figura e institución públicas.

¿Qué hacer frente a este “esto” en estos días de Pesaj?

Pesaj nos recuerda que fuimos esclavos en Egipto.

Pesaj nos despierta del letargo y la parálisis, un sentimiento de impotencia que no puede generar nada.

Pesaj nos susurra que hay que defender al débil y al oprimido y hacerle un lugar en nuestra mesa.

Pesaj en la mesa familiar, los olores, los gustos, las caras que vemos en la luz de las velas, el orden de las cosas que evoca la permanencia, lo que está igual, lo que seguirá igual. Aunque en la mesa falten manjares, ojalá que todas las mesas puedan ser cubiertas con un mantel blanco y que las familias puedan compartir un trozo de matse y kneidlaj, un guefilte fish hecho de merluza y cebolla y dos velas.

Pesaj, estamos juntos y hablamos de las cosas que están y seguirán igual.

Está y seguirá igual el respeto por los valores familiares, el amor filial, la amistad y el matrimonio.

Está y seguirá igual la voluntad del diálogo y la resolución de conflictos mediante la conversación.

Está y seguirá igual el amor por la lectura, por la música y por la escritura.

Está y seguirá igual la consideración por los viejos -que así sea, porque ahora los viejos somos nosotros- y el ideal de verdad, justicia y dignidad para todos.

Alguno tal vez piense que soy una ilusa, que el enunciado de estos valores es sólo retórico, que los estamentos que deciden por nosotros no atienden más que a su propio beneficio, que nos están pasando por encima. Tiene razón. Soy una ilusa. Pero querría que todo lo que me da felicidad de la condición judía, que es la condición humana hecha libro -más enunciada que cumplida, es verdad- siguiera siendo un faro de luz, que se instalara y siguiera estando para todo el mundo.

El martes 26 de marzo estrenaremos el documental “Aquellos niños”. Hablamos allí de todas estas cosas, y no en el aire sino corporizadas en personas que saben lo que dicen porque la vida las ha doctorado en experiencias de avasallamientos y abyección. Pero estos sobrevivientes hablan sobre las personas que hicieron posible su supervivencia, los justos, los salvadores, los que se atrevieron allí donde la mayoría se asustaba. Son ellos, los rebeldes, los incorruptibles, a los que acudo cuando siento flaquear mi confianza en el género humano. Hay gente sensible, inteligente y valiente en este mundo tan golpeado. Es más: hay gente buena.

En la cena de Pesaj, saquemos de los armarios los utensilios y platos limpios de jametz pero también démosle una pulidita a nuestros viejos valores, los más simples, los que hacen que la vida valga la pena, regocijémosnos con ellos y transmitámoselos a nuestros nietos antes de que nuestros hijos se los lleven lejos de nuestros abrazos.

A guitn Peisaj far alemen: zai far cristn zai far idn! (Buen Pesaj para todos: sea cristianos, sea judíos).

(1)Sobre el pueblo judío. Mark Twain, Harper´s Septiembre 1899. Este artículo fue escrito como respuesta a un fuerte antisemitismo en los Estados Unidos. Compañías importantes no admitían judíos. Tampoco ciertas universidades los recibían o, al menos, limitaban su ingreso a estrictos cupos de admisión. Gente “respetable” como Henry Ford y Thomas Edison, expresaban abiertamente sus sentimientos antijudíos.

Psicotectura o arquiterapia: la reforma de mi casa

Publicado en "La obra" de "Arquitectos de la Comunidad", libro de Rodolfo Livingston.

“No sabés en qué te metés”

“A mí me costó mi matrimonio”

“Es lo más parecido a una experiencia psicótica”

“El polvillo, el polvillo es lo peor, se te mete por todos lados”

“Tener gente extraña todo el tiempo, perdés la privacidad, te invaden, hacen ruido”

“Lo mejor es alquilar algo y mudarse”

“Uno siempre se pelea con el arquitecto o el constructor. Tiene ideas fijas, no les importa lo que uno quiere sino su proyecto. Preparate a luchar”

“No tomes ninguna decisión importante porque vas a estar con los cables pelados todo el tiempo y no vas a poder pensar con sensatez”

Los peores augurios, las miradas más lastimeras, los suspiros más profundos, es lo que recibíamos ni bien anunciábamos nuestra intención de emprender una reforma en casa. En el imaginario popular, basado en muchas experiencias, una reforma es casi sinónimo de hecatombe.

A punto de terminar con la mía (con pintores en la casa bordando las penúltimas puntadas y un ejército de colocadores entrando y saliendo), estoy en condiciones de contar otra historia. Tal vez mis condiciones no fueron las habituales: además de nuestra entusiasta disposición, estuvimos en compañía de gente que lo ha hecho posible.

El llamado.

“¿Podría hablar con el arquitecto Livingston?”

“Soy yo”

“Lo llamo porque estamos pensando en una reforma en casa”

“De eso trabajo”

“Antes que nada, ¿tiene experiencia en terapia de pareja?”

“....Lo mío es la arquitectura. Le sugiero que consulte a un psicólogo”

“Nosotros necesitamos un psicotecto”

No me acuerdo cómo siguió el diálogo. Tal vez Rodolfo pensó que quería interesarlo diciendo algo fuera de lo común. Si pensó eso, estaba en lo cierto, pero además, con la aparente ligereza que permite una broma expresé lo que creía que necesitábamos. Lo llamé con muy pocas esperanzas porque el tema de la reforma venía siendo una fuente de conflictos y sufrimientos en mi matrimonio por lo menos en los últimos quince años. En un rincón de mi alma, temía –tal cual me había sido pronosticado- que nuestra pareja no sobreviviría a esta ordalía[1].

Hicimos la cita consabida después de que me informara del método de trabajo.

“Mejor a la mañana temprano” dije pensando en hacerle a mi marido una propuesta que le incomodara menos. “Si pueden, vengan todos los que conviven y traigan el plano de la casa”

La primera entrevista.

Casi no hablamos hasta llegar al estudio. Creo que los dos temíamos reabrir viejas heridas y discusiones sin salida. Un mediador, eso era lo que necesitábamos, alguien que nos permitiera conversar. En los meses previos habíamos convenido que nunca más hablaríamos a solas sobre el tema. Por razones que escapan al propósito de estas notas, se tocaban áreas sensibles y tan vulnerables que nos hacía imposible el encuentro. ¿Si hablar nos resultaba tan dolorosamente difícil, qué hacer? Finalmente decidimos establecer un “alguien” con quién lo pudiéramos hacer. “Un arquitecto” dijo mi marido. “Nadie conocido” dije yo, “nadie que quede enredado en nuestras dificultades”. “Alguien creativo, inteligente y abierto, que tenga experiencia en reformas y que no sea caro” retrucó él. “Tiene que resultarnos confiable y creíble” terminé yo (como soy yo quien escribe me doy el gusto de terminar la conversación).

Habíamos leído artículos escritos por Livingston. A ambos nos había parecido de una sensatez meridiana. Sabíamos que algunos de los problemas de nuestra casa resultaban de “remiendos” hechos sin un criterio de conjunto, “para ahorrarnos el costo de un proyecto”, “realizado por amigos o conocidos” con quienes había sido tan difícil negociar por temor a que se ofendieran, además nos estaban haciendo un favor. Propuse a Rodolfo. Estábamos de acuerdo. “Buena señal” pensé ligeramente sorprendida por lo fácil que había sido.

Creo que era un viernes. La cita era ocho y media de la mañana. “¿Cómo será el estudio de este arquitecto tan famoso?” me anticipaba. Ansiosos, expectantes tocamos el timbre. El edificio se veía sencillo, como de los cuarentas. No era nada modernoso ni pretencioso. “Buena señal” volví a pensar. Ascensor, puerta, timbre y nos abre Rodolfo himself con aspecto de recién bañado, el pelo mojado, la cara fresca escudriñándonos con curiosidad mientras nos hacía pasar. Dos ambientes espaciosos, luminosos, mesa grande, estanterías con carpetas de muchos colores, una computadora, objetos, fotos... “¿un café?” y nos tendió un puente para esos momentos de reconocimiento y ubicación.

Nos escuchó con atención. Tomó algunas notas. Nos informó de su método. Aceptamos emprender la primera etapa. En algún momento entró Victoria, la joven arquitecta que en otros encuentros y llamados telefónicos sería una especie de manantial cristalino. Con su sonrisa sin recelos nos cantó un “¡hola!” abierto.

Nos decidimos. Se venía nomás la primera etapa.

Concertamos la visita a casa para la conversación, las fotos y las tomas de medidas. “¿Qué tal el sábado de la semana que viene?”, le propusimos, “es un día que todos estamos en casa, relajados, con todo el tiempo del mundo”. Le gustó y convino con Victoria la visita para ese día, nos entregó una carpeta verde con todo el plan, el método de pago, una reglita muy mona, su tarjeta y nos fuimos. Estábamos bien. Nos había gustado la propuesta, el estilo. Le creímos.

La visita a casa.

Puntual, tocó el timbre a las 9 de la mañana. Aunque era diciembre, todavía no hacía mucho calor. Rodolfo vestía un pantalón blanco, zapatos cómodos, una camisa colorida y llevaba una carpeta de color azul y una cámara de fotos. Así era el efecto que yo necesitaba para mi casa: ligero, fresco, informal y alegre. La cosa venía bien. “¡Qué linda cuadra!” fue su primer comentario. Me gustó que inaugurara la mañana con esas palabras, me sonaron a “ustedes me gustan”.

“Victoria llega en un rato con el metro. Yo empiezo a tomar las fotos” y lo fuimos llevando por todos lados, parándonos detrás de él intentando ver nuestra casa con sus ojos nuevos, midiéndola, evaluándola, temiendo su crítica o un juicio severo, buscando indicios en sus gestos para ver si le gustaba, si le encontraba posibilidades. Después de tanta controversia, no teníamos mucha esperanza de que podríamos tener una casa parecida a lo que a ambos nos gustaba. ¿Qué iría a pensar de nosotros, de nuestra vida, de nuestros gustos? Esperábamos de Rodolfo algo así como una sentencia, tal vez una promesa de que algo del sueño se podría llevar a cabo. Disponíamos de un monto de dinero limitado y nuestros ingresos no nos permiten pensar en los tan conocidos “adicionales” que hacen de una reforma, un precipicio económico.

Llegó Victoria y empezó a hacer su propio recorrido tomando medidas minuciosamente y registrando cada medición.

Después vino la conversación. Nuestros sueños, nuestros deseos, qué nos gustaba, qué no nos gustaba, cómo nos veíamos. Algunas cosas nos resultaron fáciles, lo teníamos claro. Otras nos sorprendía, nos hacía volver a pensarnos viviendo allí, viéndonos en la vida que nos gustaba llevar. Algunas respuestas de los demás nos convalidaban, otras nos sorprendían. Volví a pensar que uno cree que conoce a su familia y hay tanto de cada uno que no sabemos. La gran sorpresa fue que nuestros sueños no sólo no eran divergentes ni diferentes sino absolutamente complementarios. “Pucha” pensé con dolor ”todo este tiempo estábamos queriendo lo mismo” y empecé a mirar a mi marido con otros ojos. Volví a sentir que nos habíamos elegido, que lo volvería a hacer, que tras casi veinticinco años de camino juntos llevando adelante la empresa de la vida, codo a codo, hacía mucho que habíamos dejado de mirarnos de frente. La conversación con Rodolfo nos recuperó en nuestra mirada. “Esto del psicotecto o arquiterapeuta funciona” pensé con humor. “Alguna vez se lo voy a contar”.

Nos deliramos sin limitaciones ante la divertida mirada de esta especie de fauno travieso que no parecía temerle a nada y que nos estimulaba a volar.

“Vienen las fiestas, en estos días el trabajo es irregular. Lo dejamos para enero. A fin de enero me voy a Cuba, pero las distintas propuestas estarán listas antes de que yo me vaya, los llamo. Si yo no estoy, les entrega Victoria”.

Así fue. Rodolfo había dejado la cosa en marcha y se había tenido que ir. Hice una cita para retirar las propuestas y llevármelas para nuestras vacaciones en febrero.

La entrega de propuestas.

Llegué al estudio con una ansiedad que volaba. Rodolfo nos había avisado que lo que vendría serían diferentes alternativas que considerarían los deseos de todos en un plan de reforma de toda la casa. De eso, una vez elegido lo que nos gustara, podríamos decidir qué se haría. Que el proceso era un contínuum, que debíamos mirar los dibujos, pensar, re-elaborarlos, ver qué nos gustaba y qué no de cada uno, en qué nos veíamos reflejados y en qué no y que con ello empezaríamos los ajustes hasta llegar al proyecto deseado. Yo sabía todo eso pero esperaba EL proyecto, terminado, con moño y todo. Esperaba que al desplegarse los dibujos ante mí yo me quedara boquiabierta ante la visión de mi sueño hecho realidad. Lo que Rodolfo me había dicho me había entrado por una oreja y había sido despedido sin trámites ni demoras por la otra. No estaba preparada para lo que vi. ¡Me tiran abajo la casa! ¡Están locos! ¿Para eso le pagamos? ¿De dónde vamos a sacar plata para pagar eso? ¿y dónde vamos a vivir si lo hacemos? La taquicardia me aturdía. Sin aire, con algo de vértigo, miraba los dibujos que Victoria, tostada y descansada al regreso de sus vacaciones, desplegaba y explicaba. Escuchaba como quien ve una película en un idioma que no entiende sin cartelitos abajo que traduzcan. Estaba en shock. Para no parecer una completa idiota, de vez en cuando preguntaba algo, alguna nimiedad, un pretexto para que la pobre Victoria no se quedara hablando sola sin ningún eco. Me quería ir. Hacía fuerza por no llorar, por no expresar mi rabia. Quedaba mal. Me decía “pará, Rodolfo te avisó, esto no es definitivo, esto recién empieza”. Igual que hablarle a la lámpara. Recordé el parto de mi primer hijo. Aunque sabía todo lo que iría a pasar, contra toda expectativa, lo que yo esperaba era ese bebé de seis meses de las propagandas, gordito, terminadito, sonriente y haciendo ajó para la foto. El momento en que vi por primera vez a mi primer hijo, ese momento tantas veces anticipado, fue una mezcla de vivencias, extraño, yo estaba ahí y al mismo tiempo no estaba, la cosa no era como secretamente había anhelado, el dolor había sido de verdad, los ruidos, las conversaciones, mis sensaciones, estaban lejos de lo que solía imaginar cuando me veía teniendo a mi primer hijo. Encima, después del parto, con el bebé ya nacido, había que volver a pujar para expulsar a la placenta. Yo ya me quería ir, quería amamantarlo, quería ser esa imagen que tantas veces había visualizado de la madre incondicional, amantísima, maravillosa. Había quedado ahí, sola conmigo, a los veintiún años, con las pedestres sensaciones de frío, confusión, estupor tan poco románticas, tan poco cinematográficas. Recordaba las palabras de Rodolfo anticipándome algo de todo esto. Pero nada, sorda a mí misma, frustrada, aturdida, la saludé a Victoria y me fui arrastrando los pies.

Llegué a casa y tenía varios llamados en el contestador. Mis amigos, parientes, conocidos, todos querían saber “qué dijo Livingston”. Al único que llamé fue a mi marido. “¿Y?” preguntó. “No sé, lo tenés que ver” respondí desanimada. Entendió. “¿No te gusta?”. “No, no es eso –pretendí explicar- no entiendo, es como poner una bomba y hacer todo de nuevo. Me parece que me angustia” y hablando empecé a entender algo. Si la propuesta era un cambio tan absoluto, si mi casa debía ser tanto cambiada, entonces mi casa, lo que yo había elegido, armado, sobado, adornado, todo eso no valía nada, nuestras decisiones habían sido una sucesión de barbaridades, la cosa no tenía arreglo, ¿nosotros no teníamos arreglo? Fue sorprendente descubrir el grado de identificación que tenía con mi casa, hasta dónde la confundía con nosotros mismos. Estos sentimientos fueron cambiando con la decantación del shock.

Esa noche compartimos nuestro desaliento. “Si la cosa es así, me parece que no conviene hacer nada. Tasemos la casa, pongámosla en venta y compremos algo que ya esté hecho y se parezca más a lo que queremos”. Y esa propuesta me hizo recuperar la ilusión. Especialmente ese redescubrimiento de acuerdos esenciales al interior de nuestra relación. Dentro de la desilusión reinante, fue un regalo inesperado: a los dos nos pasaba lo mismo. Ésta fue una consecuencia no buscada en todo el proceso y nos resultó altamente benéfica porque nos unió en la sólida convicción de buscar y elegir cosas similares.

Empezó el camino de las citas con las inmobiliarias, las tasaciones, las opiniones, las dificultades del mercado, las visitas a casas en venta en el rango del dinero disponible... Fueron largos meses de avances y retrocesos. Nuestra casa no era fácil de vender, necesitaba del “novio” como les gustaba decir a los agentes inmobiliarios. Por otra parte, lo que íbamos viendo estaba más lejos de lo que queríamos que nuestra querida, defectuosa y propia casa. Mientras, cada vez que salía al patio y veía ese rincón con plantas que me regalaba flores en todo momento del año, me ponía a llorar. “Me gusta ese rincón” me dije un día aunque sabía que no se trataba de eso, que el rincón se podría rehacer en otro lado. “De acá no me quiero ir” pensé en un momento y la idea no me dejaba hasta que la pronuncié en voz alta, me la escuché y se lo dije a mi marido. Curiosamente, otra vez estuvimos de acuerdo. “Llamemos a Rodolfo” dijimos. Y lo volvimos a ver.

Los ajustes.

Volvimos al estudio de otra manera. Nadie nos preguntó la razón de la demora en volver a llamar, nadie nos miró con crítica ni con prevención. Me sentí rara y al mismo tiempo bien, centrada otra vez. Señalamos qué de las propuestas nos venía bien, qué queríamos, qué no queríamos de ninguna manera, cuál era nuestro límite económico y energético. Rodolfo escuchó atentamente, asentía de a ratos, tomaba notas, preguntaba alguna cosa y volvía a tomar notas. Las ideas se fueron acotando, delimitando. Nos estábamos entendiendo. Nuestras objeciones eran tomadas como si fueran sensatas. Sentí que éramos respetados, atendidos. No vi ninguna sorpresa en Rodolfo. En ese momento me di cuenta de que su expectativa era precisamente lo que estaba sucediendo, que viniéramos con ideas concretas, mejor dibujadas, que una vez vistos algunos proyectos posibles, una vez aceptado ese universo tan revolucionariamente modificado, estábamos en otras condiciones para decir qué nos venía bien. Eso hicimos. El diálogo fue fluido, conciso. Hablábamos en plural sin miedo: habíamos cambiado los “yo creo” defensivos por un “nos gustaría” asumido y frontal. Nos miré en este proceso y no solamente el proyecto volvió a ser soñable sino que nuestra pareja se me reveló con otra luz. Después de conciliábulos con amigos y familiares, traíamos ideas, propuestas, sugerencias que fueron escuchadas y tomadas muy en cuenta.

“Bueno”, concluyó Rodolfo, “ya está. Ahora déjennos juntar todo esto y los llamamos”. Me asusté. ¿Y qué tal si lo que proponían había que cambiarlo, o tocar algo? “Pero... qué vas a hacer?” atiné a murmurar. “Hay un momento en que tenés que confiar” me dijo el psicotecto Livingston: “es éste”.

El proyecto final.

Llegamos a la cita mucho más tranquilos. Habíamos aprendido que nada es definitivo, que todo se podía volver a pensar, que el diálogo era el contexto de lo que estaba sucediendo, que no había nada que temer, que estábamos con gente inteligente y, especialmente, buena gente.

Nos gustó mucho lo que vimos. Esta vez sentí que era precisamente lo que quería. Después de largos meses a la deriva, me sentía como cuando el vigía en las tres carabelas gritó “¡tierra!”. Era un proyecto pequeño, acotado a uno de los espacios de la casa, el central, el de la convivencia, del encuentro y se habían considerado todas la molestias y había modificaciones sensatas, bellas y que generaban un espacio acorde con nuestra vida. Mirando para atrás, las penurias previas se veían absurdas.

“Ahora si quieren hacer la obra, necesitan los planos de obra”.

Los queríamos. Arreglamos la plata y la fecha de entrega.

“¿Nos podés recomendar algún constructor?” le pedimos, “alguien como vos, buena gente, que no cobre mucho, que obre con sensatez y sea confiable”.

“Tengo a alguien así, cuando retiren el plano de obra, lo hablamos”.

Los planos de obra.

Recibimos los planos de obra con los cassettes. Una tarde de sábado, desplegamos los planos en la mesa de la cocina y pusimos el primer cassette. Paso a paso, primero Rodolfo, después Victoria, nos fueron llevando de la mano por el plano, por los detalles, por las resoluciones, las alternativas y se fueron anticipando a nuestras dudas, preguntas y consideraciones. Quedamos agotados pero al cabo, teníamos la obra en la cabeza. Rodolfo tenía razón: podríamos ser nosotros los directores de la obra. No sé si somos buenos alumnos o qué, pero nunca más escuchamos los cassettes. No fue necesario.

La constructora.

“Pechi, Pechi Cabrera se llama” nos dijo Rodolfo, “es una arquitecta que ha hecho muchas obras mías, es buena persona, inteligente, sensata y tiene dos virtudes invalorables: cumple el plazo y no tiene adicionales. Yo no cobro nada, se las recomiendo porque me lo pidieron”. No necesitábamos más. La llamamos y fuimos a conocerla munidos de los planos y cassettes.

Nos cayó muy bien. Fresca, frontal, abierta, expeditiva, de esa gente que te mira bien a los ojos y te da fuerte y firme la mano. Nos gustó a los dos. “Déjenme ver lo que hay que hacer y los llamo”.

Nos llamó, nos visitó y luego nos presentó un plan de trabajo, honorarios y plan de pagos, todo escrito, claro, sin espacios oscuros ni malos entendidos, hasta había estimaciones de costos de elementos que debíamos comprar nosotros (revestimientos, sanitarios, etc) para que pudiéramos tener un panorama general de los gastos a considerar. Junto a ella estaba Bruno Cammilli, su colaborador, una persona de sonrisa amable y mirada aguda y tierna.

“¿Cuándo empezamos?” respondimos casi sin consultarnos a nosotros mismos. Ya habíamos asumido que estar juntos hacía casi veinticinco años no había sido por casualidad o inercia (mi amigo Eduardo citaba a su tío Elías quién decía: hace cuarenta y siete años que nos peleamos con mi mujer y todavía hay gente que cree que nos llevamos mal).

Estábamos en julio (casi siete meses después de la primera entrevista con Rodolfo). “La primer semana de agosto les viene bien?” sugirió Pechi. “¡Hecho!” respondimos.

LA OBRA

Prodromos. La cosa empezó unos días antes. Había que vaciar completamente los lugares donde se emprenderían las tareas. Una mudanza. Cajas, planificación, plástico para envolver, cinta plástica para pegar. “¿Dónde está la tijera?” fue el grito de guerra que rebotada en las paredes que se iban quedando desnudas. Agolpamos todo en un espacio y mudamos a otra habitación los enseres de cocina (microondas, hornito eléctrico, cafetera, platos, cubiertos) que nos serían necesarios durante la transición. Nos redistribuimos tratando de ocasionarnos las alteraciones menos incómodas. Estábamos todos de acuerdo. Todos sabíamos que la experiencia no sería fácil y, sin habérnoslo dicho, se nos veía decididos a sufrir lo menos posible. No digo que la familia Ingals –no damos con el physique du rol-, pero no estábamos tan mal.

Caen paredes. El lunes por la mañana, a la hora convenida, recibimos el pelotón de demolición. “Va a haber mucho ruido” nos había anticipado Pechi. Hubo. Hubo verdaderamente mucho ruido. Yo era la única que estaba en casa casi todo el día porque es donde llevo acabo mi labor profesional. Los demás llegaban a la noche y hacían la recorrida inquisitiva con el consabido “¿qué hicieron hoy?” y yo pasaba el parte del día.

Tirar paredes es dramático, rápido y conmovedor. De pronto cada cachito de pared guarda algún momento, una escena que uno teme desaparezca de la memoria. “Tengo fotos” es el pensamiento tranquilizador, “ese día sacamos fotos”. Pero igual, es un momento de despedida, de concreción evidente de un cambio que se avecina. Hasta ese momento la cosa había sido en dibujo, imaginación, sueños. La maza golpeando, los cascotes y el polvillo, eran pesadamente reales.

Y la casa se empieza a transformar y muy violentamente aparecen paredes nuevas, nuevos recorridos, ventanas que no existían, puertas que ahora son paredes... Uno no puede recorrer ese espacio de memoria como lo había hecho hasta ese momento. Como quien reaprende los primeros pasos, se van caminando uno a uno los cambios, incorporándolos, imaginando cómo se verá cuando esté terminado, cuando uno ya esté sentado y todo otra vez en su sitio. Pero no será “su” sitio, será un nuevo sitio y a uno no le da la cabeza para visualizarlo. Es demasiado.

El equipo técnico. En una sucesión rápida aparecen hombres de todos tamaños y estilos: albañiles, electricistas, plomeros, colocadores, descolocadores, en fin, un ejército cotidiano. Poco a poco se van aprendiendo los nombres, los lugares, a reconocer cada una de las miradas. Curioso, nunca me sentí invadida. No tengo dudas de que Pechi elige a la gente con la que trabaja porque no puede ser casualidad la buena onda, la armonía, el espíritu de concertación constante que reinaron en todo el transcurso de la reforma. Y a esto puedo agregar al carpintero, al herrero, al porteroelectrólogo, los pintores, los fabricantes de los muebles de la cocina, los colocadores de las distintas cosas que empezaron a aparecer, todos sin excepción, de buen talante, serios, responsables y, en general, cumplidores.

A mí me encantaba ver a una mujer al frente de semejante ejército. Firme, amable, muy inteligente, allanaba las dificultades, hacía posible lo que se veía difícil. El temido pronóstico de peleas con el constructor, de adicionales, de incumplimiento, se deshizo estrepitosamente. Se puede hacer una obra de otra manera. Doy fe.

Los días de tormenta (o de tormento). Y no es que no hayan pasado cosas. Un día se inundó todo, era sábado, ya no había nadie. Entramos en pánico. Una rejilla estaba tapada, además se veía muy chica y cuando metimos la mano, el caño era sí de chiquito. “Ya nos pasó” pensamos, “nos estafaron, nos pusieron cualquier cosa, total uno no ve lo que hay adentro y después vienen las sorpresas”. Desalentados esperamos que alguien viniera en nuestra ayuda. En pocos minutos llegó Bruno, destapó el obstáculo y, como miraba con enojo la rejilla, le preguntamos qué pasaba. Dijo “esta rejilla no va acá, además el caño tiene que ser más ancho, no sé cómo no nos dimos cuenta, esto es una barbaridad!” y mi marido y yo nos miramos y el alivio nos acarició mansamente.

“Me equivoqué”, “esto está mal” o cosas por el estilo, son un bálsamo en una reforma. Los augurios habían sido que los constructores vienen envueltos en una capa de soberbia, que creen siempre que hacen todo bien, que nunca aceptan un error y menos hacerse cargo económicamente. Llamen a gente como Pechi y Bruno y sufran por otra cosa (la vida misma ofrece suficientes razones si uno las busca con prolijidad). Como la tormenta de la rejilla, varias otras se presentaron, pero se solucionaban.

Mi trabajo no es reformar casas, de modo que cada dificultad se me aparecía como un problema insalvable, me daba mucho miedo. Después de varias veces de ver cómo se volvía a romper lo que ya se había roto y compuesto para re-tocar otra cosa que se había tocado y que se lo tomaban con tranquilidad, empecé a entregarme yo al placer demiúrgico de la creación. Las paredes no son como el cuerpo de uno. Lo que se rompe se arregla y si se hace bien no quedan cicatrices. Perdida la santidad de la pared construida –templo pequeño burgués de una ilusoria seguridad-, empecé a mirar mi casa con una mirada renovada. “¿Y si tiramos esta pared también?” me deliré un día. Yo misma no podía creer lo que proponía. Claro, era un adicional, pero se evaluó, se presupuestó y decidimos hacerlo.

¡Help! Acá otra vez volví al estudio de Rodolfo, a ver cómo se seguía, qué ideas y todo en el mejor de los climas, distendidos, sonrientes, me tranquilizaban porque yo creía que estaba abusando, que lo de ellos ya había terminado y no me correspondía nada más. Varias veces me dijeron que acudiera a ellos siempre que quisiera, que las consultas estaban incluidas en lo que había pagado, que me sintiera libre. Y volví varias veces con otros temas, con pisos, con colores, con preguntas, y había chistes, historias, chispeantes conversaciones y siempre Cuba y Fidel y el malecón y a veces Victoria u otra gente que pasaba por ahí y se quedaba prendida en la charla.

Una vez vuelto a pensar algún detalle, la cosa seguía con Pechi. Y llegó el momento de tomar decisiones de artefactos, objetos, griferías y las mil y una cosa que hay que colocar. Siempre que se lo pedimos, Pechi nos acompañó, nos asesoró, supo qué preguntar y a dónde ir. Fue, en este segundo momento, nuestra asesora y confidente, siempre –perdón con la insistencia, pero es importantísimo- con amabilidad y buen talante. Y la cosa se va haciendo un poco más personal y uno va empezando a tener otras conversaciones y otros lazos. La reforma de una casa sucede en el interior de la vida, saca afuera lo que hay, lo lindo y lo no tanto y el constructor ve todo y no es indiferente de quién se trate porque uno no exhibe con facilidad su intimidad ante alguien que no resulte confiable. Otra vez la aceptación, la no crítica como antes con Rodolfo, fue el piso sin el cual no se habría podido caminar con esta fluidez.

No todo fue un lecho de rosas. No puedo decir que pasamos estos casi tres meses alegremente. Tuvimos nuestros días, nuestras nubes y lluvias. También algunas tormentas. Pero sabíamos que escamparía al rato y escampaba. Cosas que faltaban, cosas que sobraban, cosas que no salían como nos habíamos imaginado y había que acomodarse, cambios sobre la marcha, limitaciones existentes en la casa....como éstas, hubo situaciones que nos pusieron en un borde del que nunca nos caímos. Uno aguanta, pero también puede cansarse. Uno se cansa de estar apretado, incómodo, de no comer comida cocinada en la casa (parece mentira: yo creía que comer siempre comida comprada era una de las maravillas del mundo y hete aquí que no, que me moría por hacerme un bife a la plancha o una sopita de verduras), de no tener sus lugares, de cerrar puertas para que no entre el polvillo, de circular por la casa como un extranjero. Y si bien tuvimos bastante suerte con el cumplimiento de los plazos de algunas entregas, otros se retrasaron y uno se impacienta y siempre ese temor de que nos dejen colgados, de que no vengan. Sí, no fue una fiesta. Pero, las prevenciones de nuestros conocidos habían sido tan malas que lo que pasamos fue leve. Eran tantas mi ganas de habitar una casa que tuviera que ver con nosotros, con nuestra vida, que nada me parecía demasiado grave de soportar y no es que yo sea una persona complaciente.

El disfrute del viaje. En el transcurso de los días empecé a dejar de temer por cómo iría a quedar. Me encantaba lo que estaba pasando. Me iba a la noche, cuando el silencio y la soledad hacían que el espacio fuera mío, sin testigos, sin otra luz que la que venía de afuera, y me paraba en los distintos rincones. Los sobaba con golosa anticipación, imaginaba cómo nos veríamos ocupando los nuevos espacios, rodeados de los tan poco tradicionales colores que nos habíamos animado a poner. ¿Seríamos diferentes en ese espacio diferente? ¿Habría sido este proceso un encuentro sorpresivo de nuevas alternativas? “No te hagas ilusiones” me decía enseguida, “somos quienes somos y seguiremos siendo quienes seremos”. Enseguida me contestaba: “Hay escenarios que pueden generar mejores cosas que otros. La casa nos cobija pero también nos constituye, nos convoca, nos provoca. En esta casa me va a gustar mucho más vivir”.

Casi casi, para darnos el alta de la arquiterapia.

Aprendí cómo sobrevivir a una reforma

Aunque no conozco la dinámica interna de otros procesos, me imagino qué cosas podrían llegar a devenir en serias dificultades. Acá, además de sobreviviente encarnada, pongo en juego algunas cosas que conozco por mi trabajo (soy psicóloga, especializada en terapia de pareja y familia).

Se requiere de la firme decisión de emprender el cambio. Decisión que debe ser unánime y no conseguida bajo presión de ninguna especie. Si alguien no quiere, si alguien lo ha aceptado por estar bajo un chantaje emocional, tarde o temprano se cobrará la factura: sabotajes, discusiones, desplantes, síntomas varios, infelicidad segura.

En las familias suele haber bandos. Los activos y los pasivos. Los rápidos y los lentos. Los ocurrentes y los apáticos. Los revolucionarios y los conservadores. Cada categoría implica estilos, visiones del mundo, acercamientos, distancias, tempos. Así como el saciado no comprende al hambriento, el que está en uno de los bandos no comprende bien a quien está en el otro. No sólo la unanimidad en la decisión de la reforma, también se requiere una acomodación mutua –si es que no se había hecho antes- a las diferentes formas de ser. Esto se expondrá a diario durante la reforma, en cada decisión, en cada paso nuevo. No es fácil. Tampoco imposible.

Es necesario, como me dijera Rodolfo, tener la capacidad de entregarse en un punto y confiar. Gente demasiado susceptible, paranoica o temerosa, tendrá grandes dificultades en cerrar los ojos y dejarse llevar. Los peligros que siempre sospechan que pueden concretarse, les hará muy difícil de sobrellevar los momentos ambiguos del proceso, las esperas, las cosas que salen mal (siempre hay cosas que salen mal), especialmente, la imperfección de los seres humanos. No digo que sea imposible, pero para gente patológicamente desconfiada, una reforma puede ser fuente de gran sufrimiento. También pueden tomarlo como una oportunidad que les brinda la vida de ver si se puede jugar de otra manera. Esto me lleva a otro requisito.

El espíritu deportivo. Sin él me imagino que la cosa puede ser demasiaaaado cuesta arriba. No sólo la meta, sino también el camino, de eso se trata. Cada momento, hasta los frustrantes, es un momento de eso que se ha emprendido y que implica tanta energía, ilusiones, temores y expectativas. Es como si uno estuviera de viaje conociendo un lugar exótico: atención a los olores, las sensaciones, las carencias, las nuevas valoraciones, los reconocimientos. El espíritu deportivo nos permite explorarnos mientras vamos cambiándonos en nuestra propia casa.

Aprendí algunas dificultades que deben enfrentar los arquitectos y constructores.

La visualización. Los dueños de casa no somos arquitectos, no estamos entrenados en pensar en volúmenes, no sabemos jugar con desestructuraciones. “A un tonto no le muestres media obra” solía decir mi abuela. Somos, en general, tontos visuales. Los arquitectos tienen una capacidad de visualización que el común de la gente no tiene, no estamos entrenados. Qué difícil debe ser ayudarnos a ver lo que ellos con imaginar les basta.

Las distintas voces. En nuestra sociedad, la mujer, incluso la que desarrolla una actividad fuera de su casa, sigue siendo la reina del hogar. A ella le competen la caja chica, las decisiones cotidianas, el orden y la limpieza, la ropa, la comida, la cocina, las relaciones con la familia y los amigos. La usuaria principal de una reforma es la mujer. A menudo, supongo, es el motor del cambio. El hombre suele asumir una posición más conservadora y empieza a interesarse con la entrada de los electricistas, los plomeros, los gasistas, los “tubólogos” y “cañólogos”, es decir, los que se ocupan de lo que quedará “adentro” de las paredes, lo estructural.

Cada uno de los miembros de la pareja requiere ser escuchado, respondido y tranquilizado. Sea que sigan el patrón clásico, sea que hayan inventado uno propio.

Un gran maestro en la terapia familiar, Carl Whitaker, decía “si querés que la familia vuelva a su sesión de terapia, cuidado con la mamá, no la enojes”.

¿Sólo una casa? La reforma de una casa de familia es mucho más que eso. No se trata sólo de paredes, ladrillos, marcos, pisos, bloques, estructuras, volúmenes y alternativas. Se trata de algo vulnerable, débil, asustado, se trata de gente. Gente común, gente más o menos, como lo es todo el mundo, gente que sabe algunas cosas y muchas otras no, gente que puede unas pocas cosas y muchas otras no. Gente con limitaciones, con pudores, con emociones. Gente que anhela el cariño y el reconocimiento –igual que los arquitectos, constructores y todos los demás. Gente que hace lo que puede y que a veces pide demasiado porque olvidan que los arquitectos, constructores, etc, también son gente como ellos, igualmente vulnerables, débiles y asustados.

Por todo eso, los dueños de casa necesitamos que nos guíen con mano firme pero cariñosa, hacia los escenarios posibles. Recuerden lo fácil que podemos herirnos –tanto como los arquitectos, constructores y todos los demás- y lo difícil que nos resulta confesarlo –tan difícil como a los arquitectos, constructores y todos los demás-. Estas dificultades, si no se pueden compartir, se expresan de otras maneras (malhumor, desplantes, dificultades en el pago, desacuerdos, etc) y a menudo no son comprendidas –probablemente, igual que les pase a los arquitectos, constructores y todos los demás- .

Para Pechi y Rodolfo, que nos guiaron con mano amable y firme, nos respetaron, aceptaron, contuvieron, nunca nos hirieron, nos confesaron algunas cosas, generaron dulces complicidades y nos hicieron –en tiempo y forma- la casa que queríamos.

[1] Las ordalías eran las pruebas a que la Inquisición sometía a algunas personas para ver si estaban poseídas por el diablo. Había ordalías del fuego, del agua, etc. Por ejemplo, se ataba una pesada piedra a una persona y se la echaba amordazada y maniatada a un lago. Si no sobrevivía era porque estaba poseída.

Memoria Activa, discurso 2001

No se puede pelear todas las batallas ni protestar por todas las injusticias. Lo que sí se puede es, al pelear por una, por la que uno siente próxima, no olvidar establecer la necesaria conexión que hay con otras cosas. Vivimos un momento particular de la historia de la humanidad sobreviviendo a la caída de varios muros.

En la Shoá, quizás el principio de este fin, la caída del gueto de Varsovia, de los otros guetos, de la construcción de las fábricas de la muerte y junto con ello, la noción aterradora de que ya no queda nada, que no hay crueldad ni iniquidad que los humanos no puedan hacer y además justificar. Cayó el muro de la vergüenza.

El muro de Berlín, símbolo último de la última de las fracasadas utopías sociales que alentaban cierta esperanza en los desposeídos y alejados de toda posibilidad e igualdad. Con ello, la caída de las ilusiones, ya nada se puede esperar, es el mundo del capitalismo globalizado, del sálvese quién pueda, del matar o morir, del éxito a cambio de cualquier cosa. El único Dios venerado es el santo inversor al que no hay que enojar ni preocupar. Cayó el muro de la esperanza.

Con la vergüenza y la esperanza se nos cayó el sueño del progreso y la racionalidad, y sucumbimos a la tecnología, al pragmatismo y al inhumano todo vale. Nos van vaciando los ideales en este nuevo mundo de incluidos y excluidos. Los excluidos no tienen lugar ni en los planes ni en las estadísticas. Son los nuevos desaparecidos. En este mundo de novedades desgraciadamente no tan nuevas, junto a los neo-nazis y a los neo-liberales, tenemos a los neo-desaparecidos.

¿Qué hace uno como ser humano, como argentino, como judío o, como en mi caso, como hija de sobrevivientes de la Shoá? ¿Qué hace con la responsabilidad que uno tiene? ¿Cómo pensar, cómo responder a todo esto, cómo incluirse? Los sobrevivientes de la Shoá me han enseñado y me han hecho pensar mucho en la conducta de los testigos, los no-judíos de los territorios ocupados, los que se jugaron y salvaron gente, los que fueron indiferentes, los que no se atrevieron a hacer nada, los que se fueron dejando llevar por los hechos hasta verse envueltos, muchas veces sin quererlo, en un camino sin retorno. Me han enseñado que debemos anteceder la reflexión a nuestra conducta, que no podemos darnos el lujo de actuar sin pensar, porque cada uno de nosotros es responsable por toda la sociedad.

Pero uno empieza a pensar recién cuando siente el agua al cuello. Mientras el agua va subiendo, uno se inventa estrategias para seguir a flote, necesita un tiempo hasta darse cuenta de que está por no hacer pié. A veces pasan cosas que cruzan una frontera, una especie de cachetazo que lo despierta a uno del letargo de la comodidad y la inercia. El ataque a la AMIA fue una de esas cosas y, lo que está sucediendo después, la impunidad continuada, nos sume en el desaliento, la perplejidad y el desencanto. El ataque a la AMIA y la posterior impunidad, urdidas sobre el punto final y la obediencia debida y seguidos por el asesinato de Cabezas, y tantos otros hechos encarpetados, hizo caer el otro muro: Cayó el muro de la justicia.

Cayó para todos los argentinos. Este intrincado enredo de vergonzosas maniobras para que nada se sepa, para que nada se investigue, revela un estado de cosas, una especie de radiografía brutal de nuestra realidad.

¿Cómo salir del desaliento, el desencanto y la perplejidad?

Hans Küng (en “Proyecto de una ética mundial”), perplejo como muchos de nosotros ante ciertas conductas que se observan de modo cada vez más general, se pregunta:

- ¿por qué no mentir, engañar, robar o matar, cuando ello resulta ventajoso y muchas veces no hay que temer se descubiertos o castigados?

- ¿por qué debería un político resistir a la corrupción si tiene garantizada la discreción de sus corruptores y la indiferencia de la gente?

- ¿por qué un comerciante o un banco o un grupo de inversores tendría que poner límite a sus ganancias cuando se proclama públicamente sin la mínima vergüenza moral la avaricia o el slogan “enriquécete”?

- ¿por qué no ha de poder un pueblo, un grupo humano si dispone de los medios necesarios, odiar, molestar o en determinados casos, exiliar o liquidar a una minoría de distintas costumbres, de distinta fe , o extranjera?

Son buenas preguntas para desarrollar una materia de civilidad y convivencia en las escuelas y universidades, en los partidos políticos y en las reuniones de directorio de los Bancos y Emporios económicos.

Pero sigue Hans Küng con preguntas aún más inquietantes:

- ¿por qué tiene el hombre que ser amable, tolerante y altruista en vez de desconsiderado y brutal?

- ¿por qué debería un empresario o un banco, si nadie lo controla, comportarse de modo plenamente correcto, o un funcionario sindical o un político, incluso en detrimento de su carrera, actuar no sólo en favor de su organización sino en beneficio del bienestar general?

- ¿por qué la tolerancia, el respeto, el aprecio de un pueblo para con otro, de una religión para con otra?

- ¿por qué debe el hombre –individuo, grupo, nación- comportarse de un modo humano, verdaderamente humano? ¿por qué tal comportamiento debe ser incondicional? ¿por qué nos afecta a todos?

Son preguntas sobre la ética. La ética es la reflexión que sustenta nuestra conducta, cada vez que hacemos algo, lo hacemos parados en algún razonamiento que justifica lo que hacemos. No nos asustemos de la palabra, ética es algo que tenemos todos y que ejercitamos cada vez que tomamos una decisión. Tal vez sea una ética irreflexiva y que pueda ser cambiada si la sometemos al juicio y a la razón, a la humanidad y a la inteligencia.

Lamentablemente muchas de las decisiones parecen tomarse sin reflexión, sin juicio, sin razón, sin humanidad y sin inteligencia.

Algo hay que no está bien en este mundo y que permite que la maldad sea justificada. Algo hay que no está bien.

Todas las grandes religiones –cito otra vez a Küng- (los tres monoteísmos, budismos, shintoísmo, hinduísmo, etc) coinciden en cinco grandes preceptos aplicables en todos los ámbitos, también en la economía y la política:

1) no matar, 2) no mentir, 3) no robar, 4) no cometer actos deshonestos, 5) honrar a los padres y amar a los hijos.

¿Qué ha pasado con estas simples nociones?

Aunque parezcan cosas sencillas, parecen haberse devaluado. En un contexto de caída de sentidos y valores no es fácil pensar y acatar estos simples principios. Pero hay gente que sí está formada, que sí ha reflexionado, que encima pontifica y enuncia, siempre para los demás, claro, lo que hay que hacer, escribe libros, hace discursos, gana elecciones, decide por nosotros. Muchos miembros de la clase política, gobernantes, jueces y empresarios se comportan como si las leyes universales a ellos no les compitieran, ellos sí pueden mentir, robar, corromper, ser corrompidos, defraudar a los demás. Ése es el modelo que ofrecen a una mayoría aletargada cuyo contacto más reflexivo con el mundo es a través de la televisión con un mensaje de “compre, compre, compre, si no puede comprar, no nos interesa, no existe”.

Desencanto, perplejidad, desaliento.

Me siento ahogada, intoxicada por la inmundicia de algunos, por los que destruyen día a día lo que hace que sigamos mereciendo el nombre de humanos. Hoy ni siquiera ya da lo mismo ser derecho que traidor, para algunos, es mejor ser traidor: lo eligen, lo sostiene, lo justifican, lo valoran. Este despliegue de maldad insolente me cachetea la cara todos los días, tengo las mejillas en carne viva de tanto golpe. En este mundo en el que todo es igual, en el que nada es mejor, en el que cualquiera es un señor y el que no afana es un gil está la Plaza de la Memoria como un anticambalache que abre una pequeña rendija por donde entra el aire puro y se renueva la esperanza. Acá decimos cada lunes que no es verdad que a nadie importa si naciste honrao: a mí sí me importa, a cada uno de ustedes les importa, a otra gente también le importa. Sobre esto se sustenta hoy nuestra esperanza.