ponencia presentada en el Encuentro "Recreando la cultura judeo-argentina. 1894-2001: en el umbral del segundo siglo" en AMIA, Agosto 2001. Publicado en el libro homónimo de la Editorial Mila, abril 2002. Cuando mi mamá me llamó por teléfono ese lunes a la mañana, todo cambió en mi vida. Me pedía perdón, llorando, perdón por haberme traído a este país, por haberse equivocado tanto, por no haberle hecho caso a papá que no quería venir, decía que era un lugar salvaje, lleno de indios y peligros peores que los que habíamos dejado atrás. Perdón, sollozaba desconsolada, perdón, gritaba, yo no sabía, pensé que acá no, que acá íbamos a estar bien, pero todo pasa otra vez, nos quieren matar, no sé por qué nos odian tanto...
Ya hace siete años de la masacre de la AMIA, cuando este lugar donde ahora estamos dejó de estar. Nací del desastre con una nueva conciencia. Había cosas de las que no se podía escapar: de la propia identidad.
Ese día nací como judía. Estoy ahora en mi sala de partos. Nacerás entre heces y orinas reza el mandato bíblico. Mis heces fueron las muertes, mis orinas las búsquedas de familiares perdidos. Entonces y acá. Nací dos veces. Allá, en una Polonia con chimeneas aún dolorosamente tibias y acá, en Pasteur 633 bajo escombras y un polvillo insidioso que todavía hoy dificulta el respirar. Mis dos nacimientos.
Siempre escribí. Era y sigue siendo mi forma de pensar. El pensar común, el introspectivo me confunde. Necesito verlo escrito y dialogar con ello. La palabra hecha papel o pantalla, afuera de mí, viva, es mi interlocutor. Recién entonces puedo pensar. Debido a eso siempre escribí, para poder pensar. También escribí por necesidad profesional. Pero todavía no Escribía, es decir, no era escritora. En mi segundo nacimiento, además de nacer a lo judío, nací a la escritura. Necesitaba pensar. Necesitaba entender todo eso que se me había venido encima y los pisos que se me aflojaban bajo los pies. Necesitaba entender el llanto judío de mi madre.
La primera vez que supe que era judía fue a los ocho años cuando le pedí a mi mamá el vestido para tomar la primera comunión. Se me quedó mirando, muda, paralizada. Llamó a papá y le dijo, mirá cómo nos equivocamos, hicimos todo mal... y me contó quiénes éramos. ¿Judíos? ¿Qué era judío? Nunca había escuchado la palabra. Supe ahí que no nos querían, que el Dios de la cruz no sólo no nos quería sino que nos odiaba, y los curas y los monaguillos y la Virgen María y los ángeles, los querubines y los serafines. Todo ese mundo de cuento y magia no me correspondía, había quedado afuera. Los cristianos nos odian, nos quieren matar, no se puede confiar en un cristiano. Cada palabra caía como cascote. No sabía más quién era. No quería ser alguien a quien se odiaba. Decidí que no iba a ser un obstáculo, que lo pondría entre paréntesis y no se interpondría en nada de lo que hiciera.
Me ayudaron mi nombre y mi apellido. Dvoirale era muy judío. Aunque era el nombre que me habría correspondido porque era el de una hermana de mamá muerta antes de la guerra, no se podía. Dvoirale en la Polonia de 1945 era tan peligrosamente judío como la circuncisión. Danuta, me llamaría Danuta. Danuta olía a hostia y a agua bendita. Danuta era más católico que el niño Jesús. Danuta sería mi salvación. Pero en Argentina Danuta era un nombre desconocido, además tenía una rima inconveniente, generaba preguntas peligrosas, empezó a ser un problema. Fui Diana. Soy Diana. La china, por ese apellido tan extraño que por suerte era exótico y tan sólo generaba alguna broma. Lo judío no era evidente. Alivio de mis padres. Escuela común, nada de estar con judíos, religión y nada de moral, igual que todo el mundo, que no haya diferencias, a ella no le va a pasar, no la van a humillar ni a perseguir, ella se va a salvar, ella sí.
Y así fue, hasta el 18 de julio de 1994, el 18 de judío de hace siete años en Buenos Aires. Buenos Aires, la idealizada finisterre, la salvación.
La vida y la muerte otra vez en un entrevero de tango y cuchillo. Argentina con una pizca de polaca y de psicóloga, y también judía. Y de pronto dejó de ser bueno o malo, lindo o feo, simplemente fue. Pero claro, no es que se casaron y fueron felices. Nada de eso.
Lo primero que escribí fue una crónica de viaje. Edité sólo cinco ejemplares: uno para cada uno de mis hijos y sobrinos. Es la resultante de un viaje que hicimos con mi hermano a Polonia, Ucrania y a Austria. Fuimos a ver. Fuimos a oler. Fuimos a recordar. Fuimos a buscar a ese hermano entregado a una familia cristiana que tal vez nos buscaba y que, como nosotros con él, no sabía nuestro nombre. Y algo sucedió en Boryslaw, de donde eran oriundos nuestros abuelos paternos, los Wang. Buscábamos el cementerio judío, buscábamos encontrarnos en alguna lápida vieja. Sólo encontramos en un costado del camino una matseive negra donde se leía en polaco, idish e inglés: acá estaba el cementerio judío de Boryslaw. Desoladoramente huérfanos de pasado, nos quedamos mudos. Alrededor de la matseive crecían margaritas silvestres. Un pensamiento loco se me instaló: que las margaritas se nutrían del mismo suelo que alguna vez habían recibido a nuestros antepasados. ¿Cuánto tiempo recuerda la materia primigenia la vida que fue? ¿Cuánto de nosotros habría aún bajo esa piedra? Corté cinco margaritas, una para cada uno de nuestros hijos. Al volver, escribí el relato del viaje, las anécdotas, las historias secretas de la familia, las fotos de las vivos y las que quedaban de los muerte, documentos, herencias. En cada uno de los cinco ejemplares había una de las margaritas de nuestra estirpe, una infinitesimal porción de materia que nos unía entre sí y a esa tierra. Lo titulé “Por una margarita” y se los entregué a los chicos en la primera cena de Rosh Hashaná que tuvimos después de la muerte de mamá.
Ya era una judía nueva.
No aprendí de cero. Empecé a recordar. Sé ahora que seguí caminos que creía que estaba descubriendo pero que eran bien poco originales, que habían sido transitados por siglos. Caminos sinuosos, con infinitas encrucijadas, preguntas, incertidumbres, adivinanzas. Como otros judíos antes, descubría y descubro en mí misma la historia del pueblo judío en cada encuentro, en cada desencuentro.
Y un día descubrí que La Guerra de la que se hablaba en mi infancia, algunos la llamaban Holocausto pero que se llamaba Shoá. Que ese señor Schindler que íbamos a visitar a la quinta de San Vicente y que recordaba como a un gordo siempre borracho que mis padres reverenciaban, había salvado a muchos judíos. Descubrí que mis padres se llamaban sobrevivientes. Descubrí que yo era hija de sobrevivientes. Y el descubrimiento me sorprendió y, sorprendida de mi propia sorpresa, me pregunté por qué no lo había sabido antes, qué pasó que el tema me había sido escotomizado, es decir, que no sabía que no sabía. Empecé a escribir mi segundo libro. “El silencio de los aparecidos”, libro que no sería tal sin el estímulo y apoyo de Raquel Hodara que insistió en que lo terminara y lo publicara. Mi pregunta sobre el silencio de los sobrevivientes, el silencio de la sociedad, el silencio de los judíos me llevó a búsquedas renovadas, lecturas, estudios, gente, mucha gente, gente que también se preguntaba, que también buscaba. Me interné en el estudio de la shoá y en temas conexos. El lugar de la responsabilidad, la diferencia entre lo legal y lo legítimo, especialmente de aquella gente que desafió lo legal y eligió lo legítimo aún a riesgo de su propia vida. Hoy me pregunto por el antisemitismo y la historia del pueblo judío, no sólo por el antisemitismo de los antijudíos sino por el antisemitismo de los mismos judíos incrustado en la constitución de nuestra subjetividad, la crónica de los judíos en Argentina para comprender la dura recepción de los sobrevivientes de la Shoá, y las preguntas por el silencio y la indiferencia para intentar comprender los fenómenos de matanza colectiva, buscar en otros genocidios parecidos y diferencias, pensar en la discriminación y algunas de sus consecuencias, las conductas de los cómplices activos, de los testigos pasivos, de los países permisivos de tanta ignominia, el pesimismo o el optimismo –según la hora del día- sobre la especie humana, la pregunta sobre la esperanza y finalmente –y en eso estoy- la pregunta por la ética cuando es desafiada por un sistema socio-político que modifica conceptos morales y los cambia por otros.
Escrito en la Argentina posterior al proceso, llamo a los sobrevivientes “aparecidos” no sólo para marcar mi pertenencia nacional sino porque veo que lo sucedido con los sobrevivientes de la shoá está sucediendo con los sobrevivientes del proceso: de los aparecidos no se habla, los aparecidos deben pedir de cierta manera disculpas por haber sobrevivido, probar su inocencia, probarlo eternamente. Encuentro textos que me parecen valiosos y los traduzco si no están en castellano, los difundo, los publico donde sea, los iemeileo, los pongo en internet, como ha sucedido con todo este revuelo producido por el libro de Gross sobre la masacre de Jedwabne.
Mientras tanto iba escribiendo lo que después fue una novela, “Con una piedra en el zapato” en donde me interesaba exponer el punto de vista de los sobrevivientes ante la sospecha con que eran mirados a su regreso a la vida, de las atribuciones, a veces secretas, otras explícitas, a probables traiciones o bajezas para conseguir la salvación. La novela ponía en clave dramática lo que en el Silencio de los aparecidos había sido ensayo. Los escribí juntos y hablan de lo mismo. He tratado de comprender la experiencia de los sobrevivientes, de meterme en ellos, buscando, claro está, antes que nada comprender algo de mi infancia, algo de lo vivido con mis padres, algo de sus humillaciones, vergüenzas, así como sus alegrías y triunfos. La voz de los sobrevivientes es la voz de la experiencia vivida. He querido abrir mis oídos a ellos y encontré un universo de lecciones que pueden ser de enorme utilidad para nuestro mundo de hoy.
El peligro que entraña mi identidad recientemente recobrada, es quedarme en su aspecto negativo. Dado que la recuperación se dio con el ataque a la AMIA y abrió el tema de la shoá, lo judío se me aparecía conectado al dolor y a la muerte. La identidad judía negativa es la basada en el aspecto de victimización y se nutre y sustenta con el recuerdo de las penurias y atrocidades que hemos sufrido en tanto pueblo. Una identidad negativa necesita seguir nutriendo aquello que la funda, entonces, determinará una adhesividad ad nauseam con el rol de víctima y un rechazo de cualquier otro aspecto que modifique esta narrativa. ¿Cómo no caer entonces en ese peligro que tanto me preocupa y que tan magros beneficios nos produce? ¿cómo aprender de la shoá y de lo que sus aparecidos tienen para enseñar sin quedarme pegada, como judía, al reducido lugar de la víctima? ¿cómo transmitirlo en contenidos que tengan sentido acompañando los relatos de lo sufrido con otros aspectos que presenten lo positivo de la identidad judía? ¿cómo superar la dicotomía que existe en la constitución de la subjetividad judía actual entre el judío israelí, prepotente, avasallador, triunfador, guerrero, creador y el judío imaginario de la shoá, sometido, cobarde, golpeado, masacrado? ¿Son ésas las dos alternativas de lo judío? ¿y dónde ha quedado el maravilloso mundo de la creatividad judía de Europa, tanto en idish como en otros idiomas, pero especialmente en idish? ¿sus obras literarias, su teatro, su filosofía, sus luchas políticas? Me dije que voy a tratar de ser uno de los eslabones de la “goldene keit” y nutrirme de todo eso que me ha sido transmitido por mis padres en las canciones, en la comida, en algunos gestos, y especialmente, en la Weltanschauung, en mi forma de mirar al mundo como judía y en mi jutspa.
Otra forma de superar el peligro de caer en una identidad judía negativa, me la dio la Shoá misma. La comprensión, lo más desde adentro que se pueda, de la conducta de los judíos, me permitió poner en su justa medida lo que aparecía como sumisión, resignación, cobardía e incapacidad de reacción. Encontré muchas más conductas heroicas que las de los combatientes del gueto de Varsovia. En todos los guetos hubo reacciones, en todos los campos, hasta en los de exterminio. La conducta de los Judenraete, tan denostada merced a lo desconocida, tan tristemente generalizada, es otra fuente de revisión de la heoricidad de los judíos. El tema de las mujeres, que las historiadoras feministas están poniendo ante nuestros ojos, revela nuevos aspectos de la cotidianeidad de la shoá que nos permiten vislumbrar lo complejo del fenómeno y el grado de coraje de nuestros hermanos judíos, de la altura de su dignidad y de la tenacidad de su fuerza y capacidad de supervivencia y reconstrucción.
La conducta de los salvadores no judíos es otro de los caminos que me permiten vivir mi identidad en su aspecto positivo. Como estudiosa de la shoá, desde mi lugar como judía, hago una declaración de principios muy fuerte cuando no sólo menciono a los salvadores, sino cuando los traigo como centro de una disertación, como paradigma de que los seres humanos tenemos siempre un grado de libertad que nos permite encontrar conductas alternativas, que siempre podremos pensar, evaluar y decidir.
La shoá me enseña algunas de la lecciones más poderosas que podemos aprender y que nos vuelven a los judíos, noj a mul, en reservorios de experiencias preñadas de enseñanzas para el resto del mundo. Cito tan sólo como ejemplos los dilemas éticos, la diferenciación entre lo legal y lo legítimo, el lugar del individuo frente a lo que le impone su gobierno, la búsqueda de salvadores, los sistemas que prometen la realización de una sociedad perfecta, las manipulaciones sociales y el poder de los medios en la construcción de la subjetividad, la importancia de estimular el juicio crítico y la responsabilidad civil en cada uno de nosotros, etc.
No he dejado de escribir. Artículos, comentarios, cuentos, relatos, reflexiones, a partir de lo que aprendo de la shoá pero siempre aplicado y pensado en el mundo de hoy, especialmente aquí y ahora. Doy charlas en escuelas, en distintos grupos, donde me llamen. Formo parte del grupo de “Niños de la shoá en la Argentina” del que soy co-coordinadora, adhiero a Memoria Activa en su búsqueda por la justicia y en el foro de protesta por el actual estado de las cosas en que se ha constituido. Canto en un coro en idish, estudio idish y ya me puedo escribir con mi único tío vivo que tiene 94 años y está en Israel, les canto en idish a mis nietas, conmemoro las fechas judías no sólo con comida.
En la Argentina de hoy, y no sólo por los ataques a la Embajada de Israel y a la AMIA, sino por nuestra historia como país y nuestra cultura de esperar salvadores, soluciones mágicas, milagros, desde la shoá tenemos algo que decir. Nuestra cultura argentina es paternalista, sigue la estructura vertical de la Iglesia Católica, lo que no alienta un verdadero ejercicio cívico. Nuestra democracia es frágil, tenemos poca esperanza en nuestra clase política lo que da pasto a nuevas pesadillas redentoras. Hoy, ser judío en la Argentina se ha vuelto más visible: por un lado como blanco, como objetivo como dicen las fuerzas de inseguridad y por el otro hemos ido ganando la calle como polo de expresión de un estado de cosas deficiente y peligroso. Como en aquel heroico Movimiento Judío por los Derechos Humanos de las épocas del proceso militar, hoy existimos y hacemos bastante ruido, salimos a manifestar y a protestar públicamente y producimos un cierto escozor saludable en un establishment cataléptico. La progresiva exclusión de más y más gente del sistema social no les deja más caminos que cortar los caminos de los privilegiados que todavía podemos caminar y es en esta Argentina que nuestra pregunta sobre la ética debiera ser el centro de toda la política educativa. Defino ética como el fundamento de nuestra acción, lo que justifica cada cosa que uno hace. ¿Por qué hago lo que hago? ¿para qué? ¿qué consecuencias puede tener mi conducta? Es la lección más poderosa que aprendí de la Shoá. Como allá, nadie quiere escuchar hoy y acá. Como allá, las preguntas pertinentes se hacen sobre temas que no son los centrales, allá era, para muchos, la lucha contra el comunismo, acá, las recetas económicas y el mercado como nuevo golem triturador de utopías. Como escritora judía y argentina, argentina y judía, conozco desde dos lados diferentes las consecuencias de no hacerse la pregunta sobre la ética, desde el argentino y desde el judío.
Tal vez, la experiencia judía durante la shoá –insisto, la negativa y la positiva- sea una alternativa en esta búsqueda de rescate de la noción de comunidad y pertenencia que está siendo casi monopolizada por los grupos religiosos. La shoá vista en toda su complejidad, porta ejemplos poderosos de lo mucho que tenemos los judíos para dar y decir.
La shoá me enseñó que siempre hay caminos posibles, que así como hay enfermos desahuciados que milagrosamente se curan, se puede salir de las situaciones más desesperadas, claro, no buscando los viejos caminos –que son, por otra parte los únicos que conocemos- sino atreviéndonos a caminar entre los altos pastizales de los senderos que aún esperan ser dibujados.
La masacre de la AMIA me hizo escritora y judía.
La shoá me atraviesa, me enseña, me nutre y me da sentido. No me permite comprender tantas cosas que suceden. Pero, ¿quién dice que uno pueda comprender algo alguna vez?