Las marcas del antisemitismo

Transcripción de la entrevista para “El explorador de los chicos” podcast De Lorena Peverengo Lacombe - https://wetoker.com/author/lorena-peverengo/

1-Qué valor tiene hoy la memoria de lo que sucedió en la Shoá después de los sucesos del 7 de Octubre?

La Shoá es sinónimo de genocidio. Se llama genocidio al exterminio de un grupo humano, por causas geopolíticas, económicas, religiosas o étnicas. Si decimos shoá, u holocausto que aunque no son lo mismo se usan indistintamente, no hace falta explicar nada más, se entiende que se refiere a asesinatos masivos de personas inocentes. En un genocidio s decir, quien ataca no lo está haciendo para defenderse sino para conseguir algo. Es la diferencia entre matar y asesinar. Los mandamientos prohíben asesinar, no matar. Matar está permitido porque se mata en defensa propia o en defensa de alguien que está siendo atacado. Asesinar está prohibido porque se asesina por una conveniencia, una razón, por un sentimiento nunca es como defensa. Se asesina por robar, por ocupar un lugar, por invadir un territorio, por odio, por venganza, eso es lo que prohíben los mandamientos. 

La memoria por sí misma tiene un valor relativo. Se repite que hay que recordar para no repetir y eso está probado que no es así. El holocausto se recuerda, se investiga, se enseña y se conmemora y sin embargo el anhelado nunca más es otra vez y otra vez y otra vez. Los asesinatos masivos han seguido sucediendo. La memoria cobra importancia cuando de ella se extraen enseñanzas para el presente y el futuro. No es solo recordar. Apliquemos esta reflexión a lo sucedido el pasado 7 de octubre. Tanto la shoá como el ataque de hamás fueron contra judíos.  En la shoá el plan era su exterminio completo del planeta, en lo sucedido el 7 de octubre se revela el mismo propósito. Pero hay algunas diferencias. Una diferencia con la shoá es que los nazis perpetraron el asesinato de manera oculta, impidieron que el mundo lo supiera mientras que hamás que entró a matar, a violar, a torturar y a secuestrar, filmó cada una de las perpetraciones y luego las difundió por las redes sociales, a diferencia de los nazis, estaban felices y orgullosos de lo que habían hecho. Sin disimulo alguno, al contrario. El plan de exterminio nazi fue descubierto después de que fueron derrotados. El objetivo de asesinar, violar, desmembrar, torturar y humillar a los judíos y luego hacerlos desaparecer es público, lo dice la constitución de hamás y lo proclaman sus líderes abiertamente. 

Otra similitud es que durante la shoá el plan maestro de los nazis era el exterminio de todos los que llamaban impuros. Empezaban con los judíos. Pero continuarían con los eslavos, los latinos, los negros, los amarillos, los rojos, los marrones, es decir, todos los que no eran parte de su grupo étnico, gran parte del mundo estaba designado a ser asesinado. No lo pudieron hacer porque fueron vencidos en la guerra. ¿Pero qué pasará con la amenaza de hamás y el islamismo radical si no son frenados? El plan del islamismo radical de hamás es atacar y asesinar a judíos en donde se encuentren y seguirá con los que llaman infieles, es decir con todos los que no pertenezcan al islam. Los nazis querían exterminar a los impuros, los de hamás a los infieles. A todos. O sea que luego de los judíos seguirán con los cristianos y con todos los demás y el infierno será imparable. 

Hamás debe ser derrotado así como fue derrotado el nazismo. Para todo esto sirve la memoria de lo que pasó en la shoá.

2-¿Por qué el antisemitismo está tan integrado a nuestra cultura?

es la pregunta del millón y tiene muchas respuestas, ninguna definitiva.

Lo que llamamos antisemitismo debería ser llamado judeofobia, odio a los judíos. Antes de que se llamara antisemitismo era simplemente odio y demonización. Esto tiene una larga historia porque durante las distintas invasiones que sufrió lo que hoy es Israel desde la antigüedad, los judíos no se sometieron pasivamente a los conquistadores y mantuvieron sus rituales y creencias lo que era visto por el poder de turno como una rebelión intolerable. Ese pueblo de zaparrastrosos que se lo pasaban leyendo y orando ¿quiénes se creen que son que no respetan ni a griegos ni a romanos, ni a reyes ni a emperadores e insisten en sus creencias absurdas de que dios es uno solo? Jesus fue uno de esos judíos rebeldes que predicaba la existencia de un dios único y la gente lo seguía. El peligro era tanto para el poder romano que el único modo en que lo callaron fue deteniéndolo y crucificándolo como un delincuente junto a dos ladrones. Jesus fue un rabino, nunca renegó de su judaísmo, siempre lo respetó y predicó en su nombre. ¿De dónde viene el cristianismo entonces? Es posterior a su muerte y se lo debemos a Pablo y a los apóstoles que escribieron las crónicas de su vida. En nombre Cristo es la transcripción griega de la palabra hebrea mesías y al reconocer a Jesús como tal lo comenzaron a llamar Cristo. Y precisaron diferenciarlo de su herencia judía pues para ellos fue el fundador de una nueva religión y comenzó la tarea de oponer la figura del judío a la del cristiano como opuesto, como el mal, como el demonio. El proceso de cristianización del judaísmo y de su demonización culminó en el siglo IV cuando el emperador Constantino declaró a la Iglesia Católica como la religión oficial del imperio romano. En todas las iglesias y parroquias europeas a partir de entonces las prédicas insistían en la condición maligna de los judíos y los campesinos y el pueblo iletrado tomaba la palabra de los curas y prelados como palabra santa. En la edad media las acusaciones de la malevolencia judía llevó a que fueran acusados de todo lo malo que sucedía, pestes, hambrunas, inundaciones, reyes y emperadores culpaban de todo a los judíos. Esta judeofobia, este odio a los judíos, fue construido durante esos siglos, luego corroborado y afirmado durante la inquisición española. Pero la cosa no quedó ahí. Durante el siglo XIX hubo un vuelco insólito con dos teorías que comenzaron a circular. Una fue la teoría racial. Los europeos debían explicarse de alguna manera por qué los esclavos, los negros, los indígenas americanos, por qué tenían otro color, por qué otras costumbres, por qué no tenían las mismas costumbres que ellos. Los veían como inferiores, como incapaces y más animales que seres humanos. La teoría racial surge como una explicación que tranquiliza las almas civilizadas europeas pues dice que hay razas superiores e inferiores y que los europeos, por supuesto, eran superiores. Al mismo que los esclavistas veían a sus esclavos como inferiores, la ciencia lingüística investigaba los orígenes de los distintos idiomas. Algunos venían del sánscrito, eran las raíces arias, otros venían del extremo oriente, eran las raíces orientales, otros del medio oriente con raíces  semitas y varios orígenes más. Pero a fines del siglo XIX al periodista, Wilhelm Marr se le ocurrió tomar los orígenes de las lenguas y aplicarlo a los orígenes de las personas. Los que hablaban idiomas arios pertenecían a la raza aira, los que hablaban idiomas semitas a la raza semita. Aquí se explica una curiosidad porque judíos y árabes hablan lenguas semitas pero son distintos pueblos, con historias y culturas diferentes. Esta unión del origen del idioma con la teoría racial creó el antisemitismo. El viejo odio, las viejas acusaciones ahora se transformaron en cuestión racial, biológica. Los judíos eran una raza semita, inferiores, malignos, mentirosos, sucios y conspiradores. Ya no se trataba de una religión o de formas de pensar y vivir sino a algo genético. racial, heredado en la sangre. Ya no era cuestión de que se convirtieran al catolicismo como durante la inquisición, la teoría racial sustentó el plan de exterminio nazi que debía exterminar a todos aquellos pueblos que amenazaban como volver impura a lo que llamaban la raza aria. Empezaban por los judíos porque le judeofobia ya estaba instalada y no había que hacer mucho trabajo para convencer a la gente que venía escuchando acusaciones desde los púlpitos de las iglesias. Si no hubieran perdido la II guerra, una vez exterminados los judíos iban a seguir con el resto de los que creían impuros en el planeta. Es importante saber que la teoría racial es una superchería, que no existe algo así como razas entre los humanos, somos la raza humana, una sola, sin subdivisiones de ninguna especie.

3-Qué lecciones nos dejó el Holocausto que no aprendimos para poder respetarnos y enriquecernos con las diferencias?

Que la diversidad es una fuente de riqueza, eso lo sabe la biología, por eso es bueno que los hijos provengan de padres de familias diferentes y para traer renovación genética y enriquecer las respuestas y defensas naturales. 

Es natural que nos sintamos más cómodos con los que se nos parecen. Es natural que seamos amigos de gente con la que compartimos idiomas, culturas y visiones del mundo. Los que viven en el extrajero tienden a juntarse con sus compatriotas como un nido tranquilizador, todos comparten los códigos, historias similares, gustos y memorias. El diferente nos levanta una inquietud, ¿le gustaremos? ¿podremos comunicarnos? ¿querrá aprovecharse de mí de alguna manera? ¿me tengo que cuidar? Acercarse al diferente, conocerlo, conversar, mirarlo con simpatía, permite levantar esas barreras naturales y reconocer en lo que parece tan diferente aquello que nos iguala. Todos tenemos sangre en nuestras venas, cuando tenemos hambre nos hace felices comer, cuando estamos enfermos nos alivia ser cuidados, protegemos a nuestros hijos, nos ocupamos de nuestros padres, tenemos rituales para los distintos momentos de nuestras vidas, en todo eso todos somos iguales y es iluminador verlo porque nos hace sentir que los humanos somos una gran familia, una sola raza. Con distintos colores de piel, de pelo y de ojos, distintas alturas y tamaños, distintos idiomas y formas de ver el mundo pero compartimos el 98% de nuestro ADN, no tenemos razas que nos dividan, tan solo diferencias superficiales y exteriores. La raza humana es una sola. Eso es lo que tenemos que aprender todavía luego del holocausto.

4-Cuáles son las distintas marcas (físicas o indelebles como el numero tatuado e invisibles) que deja el antisemitismo en la vida de las infancias, las adolescencias y los jóvenes?

En situaciones benévolas tendemos a creer que el antisemitismo ha desaparecido y cuando rebrota nos sorprende, nos asusta, nos angustia. Es lo que está pasando ahora luego del sanguinario festín de sangre y tortura del terrorismo en Israel. El islamismo radical tiene como objetivo el exterminio del pueblo judío y de todos los infieles, como una vez lo tuvo el nazismo. No hay fronteras para ello. Lo que hicieron en Israel también lo hicieron en todos los atentados terroristas en Estados Unidos, Francia, España, Inglaterra. Ningún sitio está seguro para el terrorismo islámico. Los judíos vivimos a partir de entonces en un estado de alerta porque sabemos que podemos ser blanco de ataques en cualquier momento. Las escuelas, las sinagogas y las instituciones culturales judías son sitios que deben ser resguardados todos los días y todas las noches. El antisemitismo es un arma lista para disparar y no hay chaleco antibalas que nos proteja del todo. En Europa, durante el ascenso del nazismo, los chicos judíos fueron echados de sus escuelas, tenían prohibido ir a parques publicos, al cine, tener mascotas. Fue un shock drástico para los jóvenes tener que abandonar su equipo de fútbol o natación, no poder ver a sus amigos, novios, sus bandas de música. De pronto todo lo que les gustaba les estaba prohibido. De pronto ser judío era tener que estar marcado con una estrella que impedía que se subieran al colectivo porque no les estaba permitido, que hacía que algunos se burlaran o los humillaran, los hacían bajar de las veredas y caminar por la calle “como los caballos”. La marca del excluido, la marca del discriminado, la marca del ninguneado, es una herida muy dolorosa que queda guardada en nuestra identidad. Los que hemos sufrido ataques, humillaciones, acosos sabemos de qué hablo porque la memoria de esos hechos será para siempre parte de quienes somos. La prevención contra los ataques terroristas del islamismo radical debiera ser tomado en cuenta también por los cristianos y los de otras etnias, culturas y religiones porque todos somos igualmente infieles y todos estamos en la mira del terror. Pero es triste ver que casi todos creen que es un tema judío.

5-Cuáles de todas estas marcas permanecen en la vida adulta?

En cada persona es diferente y depende de lo que vivió y de qué es lo que cada uno pudo hacer con aquello que sufrió. Las consecuencias son variadas. 

La baja autoestima, la sensación de tener que probar que se tiene derecho. 

El enojo, el deseo de reivindicarse y demostrar que aquel ataque era injustificado, que fue arbitrario e injusto. 

Algunos judíos tiene dificultades con defender su salario, reclamar alguna deuda, pedir un aumento no vaya a ser que crean que su único interés es el dinero y esa es una marca que se imprimió por la histórica acusación de avaricia. 

Otra marca es poner atención en no sobresalir, en no hacerse notar, no vaya a ser que alguien crea que por ser judío uno se siente superior y esto es una consecuencia de la acusación de creernos el pueblo elegido… idea que se malentiende. Me explico. Hemos sido el pueblo elegido pero no para tener privilegio alguno sino para llevar al mundo la idea del monoteísmo, de que dios es uno solo y de que todos somos sus criaturas, iguales y sin discriminación. La idea proclamada en contextos de paganismo y de múltiples dioses, era una idea revolucionaria y ha sido una pesada responsabilidad del pueblo judío sostenerla, apegarse a la ley y no dejarse colonizar por ningún canto de sirenas. Lejos de la idea de ser elegidos como privilegiados o superiores, la tarea no nos ha sido fácil y nos hemos atenido a ella siglo tras siglo, persecución tras persecución, matanza tras matanza.

6-De qué manera se pueden componer las situaciones de discriminación y antisemitismo?

No sé cuánto se podrá componer. Pero habrá que seguir intentándolo. Hablar con quien quiera escuchar, enseñar, investigar, publicar, responder en las redes sociales… hasta hace poco creíamos que era una cuestión de educación, hoy sabemos que no alcanza, que el poder de las redes es tanto que es ése el frente que debemos encarar. La viralización de contenidos breves y contundentes, muchas veces falsos o manipulatorios, sin explicaciones ni contextos tergiversa los hechos y construye relatos que se infiltran como verdades y se multiplican hasta el infinito. Es lo que está pasando ahora con la respuesta defensiva de Israel luego del feroz ataque terrorista de hamás. Es en la redes donde es importantísimo responder a los mensajes engañosos con contenidos ciertos pero atractivos que inviten a ser vistos y likeados. Cada mensaje que es visto, likeado o reenviado informa al algoritmo que es de mucho  interés y se reproduce con más velocidad. Es una tarea enorme la que tenemos que encarar y lo que estamos haciendo acá con este podcast está orientado hacia allí.

7-Podría definir con una palabra la marca más profunda que deja el antisemitismo? para mí es desconfianza. Y la desconfianza horada y lastima el piso sobre el que estamos parados, nos fuerza a mirar con recelo, a tomar precauciones, a vivir bajo la alerta de la amenaza, a perder espontaneidad y frescura, la desconfianza lastima las bases de la solidaridad y la esperanza.

8-Como se combate el Antisemitismo? -Que podemos hacer como ciudadanos para evitarlo?

En principio con podcasts como éste, con buscar informaciones fidedignas y veraces, acudir a personas autorizadas, preguntar, aprender, no dejarse llevar por slogans o consignas engañosas disfrazadas de buenas intenciones. Pero hay mucho más. 

Conocer nuestros propios prejuicios y no solo contra los judíos. Tenemos un montón de prejuicios que funcionan silenciosamente, que nos pasan inadvertidos, que naturalizamos y que a la hora de actuar nos ponen en contra de alguien sin darnos cuenta del prejuicio que nos mueve en las sombras. Prejuicios sobre la imagen corporal, la edad, la condición social, el género, la sexualidad, el color de piel, la ropa, las formas de hablar, las discapacidades, las enfermedades, en cada una de estas cosas hay decenas de prejuicios. Todos tenemos prejuicios. 

El prejuicio antisemita acusa a los judíos de haber matado a dios, de ser explotadores, de ser comunistas, de ser capitalistas, de manejar la economía mundial, de ser dueños de los medios, de ser los demonios de la civilización, los culpables de todos los males que nos aquejan. Ninguna de estas acusaciones tiene asidero real, son ideas fraudulentas destinadas a generar odio y a sostenerlo. Esto lo estamos viendo en estos días con las acusaciones a Israel, el único estado judío del planeta, que está siendo acusado de las mismas cosas de las que se ha acusado a los judíos a lo largo de siglos. Israel y los judíos somos culpables por definición, por definición del prejuicio que así nos ha construido. Los ciudadanos debemos estar alertas ante este y todos los prejuicios y revisar nuestras ideas y puntos de vista tomando en consideración el modo en que los prejuicios nos manipulan y construyen nuestras opiniones. El antisemitismo no es un problema judío. Cae sobre los judíos pero debe ser un tema de cuidado de cristianos y musulmanes, es SU problema, ellos lo originaron y no nos corresponde a nosotros solucionarlo, nosotros debemos seguir sobreviviendo ante esta amenaza, explicar, contar las cosas cómo son y esperar que los odiadores recobren el sentido y encuentren la cura a esta enfermedad que sufren hace tantos siglos. Hay personalidades muy prestigiosas que dicen que el antisemitismo es el odio más importante en el siglo XXI y que hacia allí debemos dirigir nuestras fuerzas.

Hago mía la frase de Albert Einstein: Es más fácil desintegrar un átomo que un prejuicio. Y yo agrego: sí Einstein, es cierto, pero debemos seguir intentándolo.


La matzá también se puede dibujar

Lushka se despertó temprano. Hacía ya dos años que no veía a su familia, no sabía nada de ellos. Estaba en el orfanato del Padre Boduena, en la parte aria de Varsovia donde la había traído Irena Sendler, la enfermera que venía al gueto con comida y remedios. Se llamaba Libe pero ya se había acostumbrado al nuevo nombre que ocultaba que era judía. 

Como era la más grande colaboraba con las monjas en lo que podía. Ayudó a vestir a los más chicos y consoló a Mietek, de tres años, que siempre lloraba al despertar pidiendo por su mamá. Terminado el desayuno, mientras levantaban la mesa y lavaban los vasos, le dijo a la Hermana Beata que se acercaba el Pésaj. Lo sabía porque había dejado de nevar, hacía menos frío, empezaba la primavera y la luz del día duraba más tiempo. Le contó que en su casa y en todas las casas judías se hacía un séder. Beata nunca había escuchado esa palabra y Lushka le dijo que era una cena que se hacía con la familia, se contaba una historia y se comía matzá. “¿Como la última cena de Jesús?” preguntó la monjita. “¡Claro!” le contestó Lushka, “y mi papá me contó que siempre hacemos dos cenas, la primera y la última porque como los judíos vivimos en distintos lugares y las horas no son las mismas, así estamos seguros de que una de las dos noches estaremos todos haciendo lo mismo”. La explicación le encantó a Beata que siempre había creído que se llamaba última cena porque después lo habían crucificado. Le gustó la idea de festejar esta coincidencia entre judíos y cristianos pero le preocupaba no saber cuándo era la fecha exacta. Lushka la tranquilizó diciendo que no importaba el día sino hacerlo. “Decime qué hace falta” pidió Beata. Le respondió que solo tres cosas, matzá, velas y la keará. ¡Otra palabra que la monja nunca había escuchado! ”Es un plato en el que ponemos cosas para recordar que fuimos esclavos, que un día dejamos de serlo y que deseamos que todos los esclavos puedan hacer lo mismo”. Beata pensó que los pobres chicos que cuidaba eran esclavos de los nazis pero no dijo nada, no quería entristecer a Lushka. Solo dijo que lo único que tenían eran las velas. Y otra vez la sabia chiquita encontró la solución, “no importa” dijo con una ancha sonrisa, “lo podemos dibujar”.

Aparecieron papeles y lápices, incluso algunos de colores, y el triste salón se convirtió en un patio de juegos. Fue una mañana diferente de las mañanas de siempre. Fue una mañana en la que, dibujando, recrearon la historia del éxodo judío y lo hermoso de ser libres. 

Los más chiquitos esbozaron matzot en varias hojas y los más grandes crearon huevos duros, papas hervidas, huesos de pollo, puntitos de sal, perejil y lo que cada uno recordaba que se ponía en la mesa. En el triste comedor de siempre el mantel blanco cubierto con los dibujos de los chicos puso un clima festivo al atardecer de esa primavera incipiente. Las velas hacían brillar los ojitos de los chicos. Los de siete u ocho años se acordaban del Séder en sus casas y del sabor del guefilte fish con jrein. Unos pocos recordaban alguna canción pero fue fácil para Lushka que aprendieran el Jad Gadió que pintó de risas y sonrisas las caritas opacas. Fue una noche diferente a las otras noches en el orfanato. Y cuando todo parecía haber terminado, Beata los sorprendió diciendo que quien encuentre el afikomán (¡había afikomán! ¿cómo se había enterado de eso?) tendría un premio. Salieron corriendo hacia todos los rincones del helado orfanato hasta que se escuchó ¡Lo encontré! y apareció Mariush, de 7 años, que antes de entrar al orfanato se llamaba Moishele, con el dibujo de la matzá como trofeo. Casi sin aliento, esperó expectante recibir el premio prometido. Todos rodeaban a Beata que, como si fuera un mago, sacó del bolsillo de su delantal ¡UNA BANANA!
Mariush no lo podía creer. No se animaba a tocarla. Estiró sus manos con timidez y cuando vio la mirada de los más chicos pidió un cuchillo para darle un poquito a cada uno. Beata lo detuvo y como si tuviera una varita mágica sacó de su bolsillo encantado ¡5 bananas más! ¡Gritos! ¡Alegría! La fiesta fue completa. 

Y Lushka, que en Argentina se llama Luisa, cuenta en cada Séder su hagadá personal, aquel Pésaj en el orfanato con los dibujos y el amor de la hermana Beata. Y siempre que alguien no entiende lo de las bananas, pacientemente responde que era un fruto exótico, un lujo, una golosina deliciosa que todos sabían que existía pero nadie había probado nunca. Y siempre agrega que no importa la fecha ni la comida porque  “lo que importa es estar juntos y recordar lo que fuimos y lo que somos. Pase lo que pase, aunque no tengamos vino o mantel o matzá, siempre lo podemos contar. Cada vez que lo hacemos, enhebramos una perla más en este collar que nos une, nos da sentido y nos dice quienes seguimos siendo”.

Peones de un tablero de ajedrez

Fue un golpe inesperado y doloroso. El ataque del 7 de octubre pasado fue directo al plexo. Falta el aire. Ponerse de pie. Asirse de algo para no perder el equilibrio. Hacer un esfuerzo de inspiración para que el aire vuelva al cuerpo. Luego mirar alrededor. Rodearse de abrazos. Llorar juntos. Tomarse las manos para emerger y caminar. El tsunami asesino nos revela vulnerables, frágiles e impotentes. La irrupción del odio antijudío nos sobrecoge, nos sorprende, nos indigna y  abre preguntas que creíamos ya respondidas. Esta vez no callamos. Reaccionamos a viva voz. Explicamos. Mostramos. Difundimos. Reclamamos. Manifestamos. Nos unimos en grupos, foros, organizaciones y potenciamos nuestra voz exponiendo engaños, tergiversaciones, noticias falsas e intentos de torcer la comprensión de lo que sucede. 

Israel responde. Miramos expectantes. Nos angustia y lastima ver que el ejército, en su inclaudicable objetivo de terminar con el terrorismo, a pesar de todos los cuidados que pone para evitarlo, produce víctimas en la población civil de Gaza. Duele cada muerte, cada gota de sangre, cada herida. Sin embargo sabemos que de la aniquilación de este terrorismo depende Israel, la vida de sus 7 millones de judíos y la de sus 3 millones de musulmanes, kurdos y cristianos. Incluso, si a este terrorismo no se le pone freno su gesta destructiva se hará extensiva al mundo entero en su objetivo de instalar un califato universal. 

Por eso no hay otra salida. Los judíos sabemos que “resisto, luego existo”. 

“¿Por qué estás mal, acaso tenés algún familiar en Israel?”, “Sí, respondemos, diez millones”.

Y recuperamos la vivencia de tribu, de que me lo hacen a mí. Y en lugar de recibir al abrazo contenedor y el apoyo por defendernos y defender al mundo libre, nos caen misiles verbales y puñales envenenados acusando a  Israel  -¿los judíos?- de ser el rey en el juego cuando es uno de los peones. 

Veamos el juego. El ataque de Hamás contaba con la lógica reacción israelí. Según las evidencias su objetivo sería impedir el pacto con Saudi Arabia que competía en el flujo y provisión de gas y petróleo con la rusa Gazprom, aliada a Irán. El plan habría sido iraní. Las armas y los recursos iraníes. Los líderes de Hamás instruidos en Irán. Tal vez hasta las drogas que “liberaron” de frenos morales de los terroristas fueron administradas por los iraníes. La jugada fue “magistral”. Al forzar la respuesta defensiva israelí aseguró que habría víctimas civiles para ser exhibidas como evidencia de un ejército agresor. Las imágenes de los heridos y muertos gazatíes, editadas y difundidas a granel encienden, lógicamente, la indignación de cualquiera y borran casi de un plumazo esas otras imágenes de la barbárica y cruel incursión terrorista de Hamás. Si solo se ven las víctimas de Gaza, se pierde la perspectiva más amplia que le da sentido a todo. Las imágenes difundidas, crudas y sangrientas, sublevan y conmueven tanto que nublan la lente y empañan la mente. El cuadro completo es otro. No se trata de la “causa palestina” como creen los que defienden al pueblo palestino. La entente Rusia-Irán-Hamás (y otras organizaciones terroristas de la zona)  habría orquestado esta jugada distractiva en el tablero de negocios para mantener su monopolio petrolífero. La diabólica codicia es indiferente a las  víctimas de ambos lados y las usa con maestría. Igual al ajedrecista avezado que sabe cómo incomodar al adversario, sacarle ventaja emocional y perturbar su razonamiento, así los rusos e iraníes contaron segúramente con la ancestral judeofobia europea de las ““buenas conciencias” ”, ese prejuicio altamente combustible que enciende la mecha anti israelí -¿anti judía?- y produce este estallido indignado contra la única democracia de medio oriente.  Tiraron la piedra y escondieron la mano. La trampa fue perfecta, obligado a defenderse, el acusado es Israel. ¡Perdida la batalla cultural! ¡Jaque al pacto con Saudi Arabia!!

Los tentáculos empetrolados rusos invaden Ucrania y ahora mueven sus piezas en el tablero endiablado de medio oriente. 

Lo primero ahora es destruir la potencia de fuego y el poder de Hamás. Solo lo primero. 

El futuro, -de Israel, de oriente medio y tal vez del mundo entero-, depende de cómo siga la partida.

Publicado en La Nación

El olor nauseabundo del antisemitismo

Ilustración: Fidel Sciavo

Cuando parecía que había llegado la primavera y el aroma de los jacarandás en flor prometía nuevas esperanzas se destapó una cloaca que habíamos olvidado que existía.

Luego de que el mundo se horrorizó y condolió ante el cruel y brutal pogrom asesino de los terroristas de Hamás, solo unos poquitos días después, justo justo cuando los atacados comenzaban a defenderse, brotó de las alcantarillas subterráneas un pestilente olor.

El viejo antisemitismo que creíamos amainado, solo había estado dormido y ante la “osadía” de los israelíes de defender a su gente y a su territorio abrió los ojos, se desperezó y salió a la superficie, triunfante, a destilar su odio ancestral.

El antisemitismo no es nuevo. La palabra lo es, pero el odio al judío es un viejo conocido de occidente. La judeofobia existe, persiste y derrama su veneno hace más de 16 siglos. Hizo su aparición oficial cuando el emperador Constantino en el Siglo V enunció “con esta espada venceré”, una espada en forma de cruz y la Iglesia Católica se amalgamó con el poder imperial.

Esa entronización del cristianismo requirió nuevas definiciones en la necesidad de separarse de su padre en la fe y el lápiz del nuevo reino comenzó a dibujar al judío como “el otro” a superar. Era preciso construir una nueva identidad que lo negara, lo suplantara y lo venciera. La construcción de esa alteridad demoníaca devino odio.

El odio al judío formó parte constitutiva de la cultura occidental alimentado por falsas acusaciones que integran el imaginario europeo. El judío usurero, codicioso y diabólico se volvió parte del folklore occidental y culminó con el judío “racial”, el “semita” que caricaturizó el nazismo y al que planeó exterminar.

Ese odio se ha naturalizado y hoy se llama antisemitismo. Como los túneles de Hamas que ocultaban su rearme asesino el antisemitismo circuló por cloacas subterráneas no del todo herméticas.

Cada tanto se escapaba su olor fétido: en la semana trágica en 1919, en los textos de la infame Clarinada, los estallidos de Tacuara, los ataques a la embajada de Israel y a la sede de la AMIA, el asesinato del fiscal Nissman. Y hoy estallaron las cloacas.

El antisemitismo que explotó cuando el estado de Israel decidió defenderse como cualquier nación en su lugar tiene el derecho de hacer, derramó su fluido cloacal de heces pútridas que nos impiden respirar libremente.

“No soy antisemita” responden los que acusan a Israel mientras evitan pronunciarse en contra del terrorismo. Es que el antisemitismo está tan integrado a nuestra cultura que se ha invisiblizado y los que lo sienten no tienen conciencia de ello.

Entendemos y compartimos la angustia por lo que están sufriendo los gazatíes rehenes de Hamás, muchos de ellos inocentes de las decisiones tomadas por sus gobernantes. Ninguna muerte es peor que otra. Ningún niño lastimado duele menos que otro. Pero condolerse solo por el pueblo gazatí que sufre las consecuencias de lo que sus dirigentes han generado nos deja pensando en dónde estuvieron estas personas condolientes cuando tantos inocentes fueron asesinados en Siria, Líbano, Libia, Yemen, Irak, Ucrania.

Debe ser que se les enciende el furor humanitario solo cuando hay judíos involucrados, judíos que, encima, no reciben los ataques con resignación sino que tiene el descaro de defenderse. Los deshechos cloacales del antisemitismo están de fiesta. Jews are news. ¡Hay judíos! Si hay judíos nos ponemos en guardia. Si hay judíos se despierta nuestro interés y podemos confirmar tal vez que la eterna amenaza de lo judio, ese sentimiento larvado que nos constituye y del que, si nos damos cuenta, nos avergonzamos, es cierto y ahora ¡lo podemos decir en voz alta!

Y a vos, el que dice “sí, pero Israel…” a vos te lo digo: se te despertó el antisemita que tenías dormido y ahora te sentís con derecho a execrar al judío porque ahora dejó de ser políticamente incorrecto hacerlo. Si hasta lo hacen intelectuales, estudiantes, gobiernos. Si también lo dicen algunos judíos.

Si todos ellos lo muestran abiertamente vos podés también. Y si te acusan de antisemita como estoy haciendo yo, podes escudarte tras al disculpador “tengo un amigo judío” como los terroristas de Hamás con sus lanzamisiles tras escuelas y hospitales.

No estás solo culpando a la víctima, repetís el modelo nazi, ellos también culparon a los judíos por otro pogrom, el de noviembre, la Kristallnacht. Repetís el estado hipnótico en el que cayó gran parte del pueblo alemán seducido por las consignas nacional socialistas y embadurnado de estiércol lo glorificás, lo enarbolás como legítimo.

Si es hasta un motivo de orgullo como aquel terrorista de Hamás que llamó a su papá y dijo “papá, podés estar orgulloso de mí, acabo de matar a diez judíos, dame con mamá así también se lo cuento a ella”. Si el olor a mierda de este antisemitismo descloacado no te descompone, me pregunto qué les está pasando a tus papilas olfatorias, con qué las anestesiaste, cómo confundís la pestilencia con perfume.

Café con lágrimas

 “Las cosas que de verdad me importan son problemas que no tienen solución, para poder seguir viviendo me invento un problema que sé cómo se soluciona, por ejemplo hago una película, cuando estoy haciendo una película soy feliz”. 

Allan Konigsberg, conocido como Woody Allen

Me despierto. Mientras desayuno leo las noticias. Veo los videos en el celular. Escucho las entrevistas. Me informo de lo que pasa. Y lo que pasa, lo que pasa allá, lo que pasa en ese mismo momento pasa mientras me acabo de despertar y estoy frente a mi taza de café, a resguardo y en silencio mientras leo y veo. Entro en una realidad otra, una especie de desdoblamiento porque mientras pasa lo que está pasando, en ese mismo momento, no tengo miedo de que me invadan desaforados con cuchillos. Tengo mi taza de café en la mano, no estoy encerrada en un lugar infecto atenta a cada paso, cada sonido, por si los que me tienen aprisionada vienen por mi no sé a qué. Mis nietos hacen su vida normal, con más cuidados ciertamente, pero casi igual que siempre, no como esos otros que están vaya uno a saber dónde, recibiendo vaya uno a saber qué amenazas o malos tratos, añorando a sus padres, a sus abuelos, en manos de desconocidos con otros olores, otras comidas, otros idiomas, su mundo derruido, el piso bajo sus pies fragmentado, solos. Sorbo mi café con esa tibieza grata del café conocido, el café que hice hace un rato y que puedo repetir cuantas veces quiera mientras que, en este mismo momento, en los túneles de Gaza o en cuevas o en cuartos aislados ¿dónde están? ¿cuántos son? cada día son más, primero eran 50, después 120, después 200, hoy no sé cuántos arrancados de sus vidas, sometidos a vejámenes que no puedo, no quiero, imaginar pero que no puedo evitar tener presente como esa boca abierta del grito de Münch que me ensordece.

No es tristeza lo que siento aunque estoy triste. No es angustia lo que siento aunque estoy angustiada. Es impotencia y no sé si esa palabra define adecuadamente lo que siento. Sentada en mi silla ante mi taza de café cotidiana, la idea de lo que está pasando en este mismo momento me resulta insoportable y me sume en un estado que nunca había sentido, en algo que redefine mi posición en el mundo, algo más grande que mi propia vida. No es que viví en un lecho de rosas sin tener que enfrentar situaciones difíciles, problemas dolorosos. En mis tantos años de vida tuve que encarar cuestiones complicadas, decisiones, opciones, algunas equivocadas, siempre hice lo mejor que pude. Perdí mucha gente querida. Flavia, Esther, José, mi papá, mi mamá y varios más con los que sigo dialogando en mi recuerdo. Lloré mucho la pérdida de cada uno pero nunca sentí la necesidad de arremeter contra la biología, contra las enfermedades, y de ganarles. Sabía que no podía. Sé que no puedo y de alguna manera eso permite que no afecte mi posición en el mundo ni que no me acuse de no poder. Hay cosas que son parte de la vida, shit happens, somos falibles y frágiles, envejecemos, nos enfermamos, cada tanto nos puede caer un ladrillo en la cabeza, un accidente imprevisible. Es “normal”, no nos gusta, no me gusta, pero es normal, esperable, lo puedo procesar, entra dentro de lo que veo como mi lugar en el mundo, no me confronta con ninguna acusación, no debo nada. Por el contrario, las imágenes que me asaltan mientras tomo mi café de la mañana no. No son normales. No son esperables. Me interpelan de modo dramático, urgente, inescapable. No las puedo procesar. Me acusan de estar sentada ante mi café como si no pasara nada. Me acusan de no hacer lo que debería hacer. ¿Qué debería hacer? ¿Qué puedo hacer? ¿Qué se puede hacer? 

“El mundo permaneció indiferente” dicen los sobrevivientes de la Shoá. Los prisioneros en los campos nazis, en Siberia, los escondidos en áticos, pozos o graneros, los que vivían en caída libre sin saber cuándo terminaría ni cómo, que desconocían qué había pasado con sus familiares y amigos, con sus hijos, con sus padres, todos los que sobrevivieron coinciden en esa sensación de desamparo oceánico durante esos años atroces. Y nosotros, sus hijos o los que nacimos después, nos hacemos las mismas preguntas porque no entendemos cómo fue que tan pocos se involucraron en rescatar a los judios sentenciados. 

Jack Fuchs, mi querido y recordado Iankele Z’L, otro de los que se fueron y que siguen conmigo, emergió de su ordalía feroz con poco más de 20 kilos. Rehabilitado  ya en los EEUU consiguió un trabajo por el cual tuvo que ir a Puerto Rico. Recordaba amargamente estar frente al Caribe de aguas calmas y azules, bordeado de arena finita y dorada y esas palmeras suculentas que se mecían con la brisa y preguntarse, al ver tanta paz, tanta belleza frente a sus ojos, “¿y mientras yo estaba ahí, todo esto estaba acá?”. Como yo con mi café calentito: ¿mientras estoy acá, todo eso está pasando allá?

Lo que vamos sabiendo es espantoso pero a ello se le suma la instantaneidad. Saber que ahora mismo, ahora que estoy escribiendo, ahora que lo estás leyendo, ahora está pasando. No es que sienta que tengo la culpa de nada. No es que sienta que es mi responsabilidad solucionarlo. Esta  simultaneidad le da un plus a mi desesperación y me hunde en una impotencia demoledora.

¿Qué se puede hacer antes esas fuerzas desatadas que nos superan? Jan Karski deambuló por organismos internacionales contando el horror del nazismo, lo contó 3 años antes de que terminara la guerra, se podría haber detenido la masacre. No pudo. Y tantos como él en la Europa ocupada tampoco pudieron. Hubo quienes arriesgaron sus vidas y lograron rescatar a algunos, pero no a muchos, no a la mayoría, no a todos. Y cada uno de estos rescatadores se lamenta de no haber podido salvar a más gente. Pero sus esfuerzos no pudieron parar, frenar, detener el asesinato industrial y masivo que estaba sucediendo. Las personas no podemos, son los gobiernos los que tienen la capacidad y el poder de enfrentar una guerra. 

Sí. Lo sé. Pero igual me siento mal. Me veo ante la taza de café de siempre abrumada por la impotencia y ya no sé qué pensar. ¿Cómo asumir, soportar y tolerar este “no se puede hacer nada”? Las redes sociales están inundadas de videos, testimonios, entrevistas, reflexiones, expresiones de dolor y angustia, todos nos volcamos a compartir, a contar, a mostrar. Por un lado es una necesidad, precisamos descargar tanta angustia, tanto miedo, sentir que estamos acompañados, que nuestra angustia y nuestro miedo no es solo nuestro. Y también nos calma ligeramente porque tenemos la sensación de que mandando mensajes estamos haciendo algo. Tal vez sí. Tal vez algún confundido nos lea y llegue a pensar de otra manera. ¿Eso hará mejor la vida de los 200 rehenes, los reconfortará, les dará esperanza? ¡Y dale con las preguntas! Cuestionan la utilidad de lo que podemos hacer. Agregan más impotencia a mi impotencia. 

Una impotencia que también es deudora. Soy una privilegiada con mi café calentito y el silencio a mi alrededor. Una privilegiada que sabe lo que está pasando, que sabe que está pasando ahora mismo y que no estoy haciendo nada que pueda modificar las cosas. Lo escribo y veo que es ridículo, desmedido, pero es lo que me pasa. Siento que yo personalmente le debo algo a los rehenes, al mundo, a la humanidad. La voz de la razón viene en mi auxilio preguntándome ¿qué podría hacer? ¿subirme a un avión y enlistarme en el ejército de Israel? No podría, no tengo las fuerzas ni la capacidad ni la edad. ¿Qué me exijo a mí misma? Tal vez en cada uno de los rehenes veo a Zenus, mi hermanito perdido en la Shoá y me acomete una especie de deuda retroactiva parecida a la atormentadora pregunta de tantos sobrevivientes de porqué han sobrevivido mientras que tal otra persona no. ¿Por qué yo estoy viva y él no? No puedo volver el tiempo hasta antes de mi nacimiento e ir en su socorro. No puedo. ¿Habrá sido posible salvarlo? ¿Cómo harán para liberar a los rehenes? En Entebbe estaban a la vista, estos están ocultos. ¿Se los podrá encontrar? ¿Cuántos habrá vivos? ¿Qué harán con ese chiquito que pide por su mamá? ¿asistirán a los heridos? ¿cómo estarán los viejos que como yo dependen de alguna medicación? y ya me enrosqué con esas preguntas atormentadoras, esas voces que no consigo acallar, que mezclan pasado y presente, Argentina e Israel, en una vorágine enloquecedora. 

Terminé mi café. Lavé la taza y la apoyé sobre el escurridor. Me la quedo mirando. Veo caer las gotas, cansinas, silenciosas, rendidas y ya no sé si son las de la taza porque una vez que tuve las manos libres, me tomé con ellas mi cabeza y lloré. 




¿Por qué voy al templo?

“Mañana voy a ir al templo, a izkor” (1) dije como al pasar. Mi querido amigo Luis, abrió grandes los ojos, levantó la ceja derecha y emitió un “bueh….” despectivo. Me lastimó. 

No dijimos nada. No hacía falta. 

Entendí su gesto de sorpresa y desilusión como el haber descubierto un aspecto que contradecía, según sus ideas, lo que creía que yo era. ¿Yo, la racional, la alejada de las prácticas religiosas, la apegada a los datos científicos ¡yendo a un templo!?

Mi mamá, hija de un talmudista, añoraba el respeto a las festividades judías que había vivido en su infancia. Mi papá, por el contrario, receloso del establishment religioso, sin ser comunista creía que la religión era el opio de los pueblos. Parte del pacto de convivencia entre ellos era el alejamiento de toda práctica religiosa en casa. Sólo se alteraba entre Rosh Hashaná y Iom Kipur. Unos días antes mamá mandaba imprimir los shone toives (2) que enviaba a toda su gente. El día de Iom Kipur no comía. La noche anterior encendía una vela que duraba muchas horas “para recordar a los muertos” decía. En la tarde se vestía muy elegante y salía, seria y silenciosa, rumbo al templo, “a rezar por los muertos” respondía a mi mirada interrogativa. Desde su muerte, empecé a ir al templo ese día, a rezar por ella. O, al menos, así fue las primeras veces porque a medida que me iba familiarizando con las plegarias, los rituales, comencé a ver, y fundamentalmente a sentir, otras cosas. Hay algo hondamente conmovedor en esa congregación que sostiene un libro en la mano para seguir las plegarias, que escucha las prédicas y entona las mismas canciones. No sé bien qué es. Entro, saludo a éste y a aquél, me abrazo con este otro, busco un lugar libre, me siento, tomo el majzor (3) en mis manos, pregunto por qué página van, lo abro, busco el párrafo, lo leo rápido para entender y poder seguir luego la transliteración del hebreo. O, al menos, creo que lo entiendo. Nunca se sabe. Ya no me acuerdo de mi mamá. Volverá a tenerla cerca cuando llegue el momento del izkor, pero antes de eso y después es otra cosa. 

¿Qué es esa hermanación misteriosa que genera el ritual compartido? ¿Cómo es que ese silencio me abraza y me recibe con tal calidez y comodidad? Por momentos me conmuevo hasta las lágrimas y no me contengo, total, nadie me mira, ni tampoco me pregunto qué estoy haciendo allí, qué me pasa, por qué me pasa lo que me pasa. Me dejo ir y todo mi cuerpo se ablanda, bajan los hombros, se aflojan las manos, se entreabre la boca y soy solo aire que entra y sale. Y me siento bien. 

Casi todo lo que se dice en las plegarias y en las reflexiones empieza con el “baruj atá adonai eloheinu melej haolam” (4). Escucho la frase centenares de veces en esa tarde. ¿Por qué repetirlo una y otra vez? ¿Por qué esta insistencia de gota de agua que cae y cae y no deja de caer? Como una letanía, como un mantra, como una melodía que por conocida nos acuna y ahí estoy, la atea, la descreída, la escéptica, no solo sentadita en el templo con el libro de plegarias en la mano sino repitiendo el baruj atá adonai eloheinu melej haolam toda vez que el coro a mi alrededor me invita a decirlo y siento que soy una multitud. ¿Qué estoy diciendo? ¡¿que creo en Dios?! ¿Yo que miro las trascendencias espirituales y astrales como fantasías imaginarias que vienen en socorro de esa necesidad humana de sabernos parte de algo más allá de nosotros y que nos pretenden explicar los misterios de la vida? 

“Hay más cosas entre el cielo y la tierra, Horacio, de lo que indica tu pobre filosofía” dice Hamlet (5) y apareció en mi vida, viniendo en mi socorro, mi querida y admirada amiga Diana Sperling. Comencé a asistir a sus clases sobre Torá para darle algún sentido a eso que me estaba pasando. Y lo encontré. Su particular lectura me permitió conciliar ambos mundos, el de la racionalidad y el que me parecía irracional, opiante, falso. Con enorme sorpresa y placer, aprendí que, para ella, la Torá no es un texto religioso sino un texto legal. Un texto con una larga historia en su escritura y que se ocupa de legislar lo que posibilita la convivencia humana. Las historias, lejos de la literalidad con la que se suelen leer, no pretenden ser descripciones de lo efectivamente sucedido sino que son puestas en escena literarias que muestran lo humano que debe ser ajustado para que podamos vivir en paz. La fragilidad, la vulnerabilidad, las grandezas y las flaquezas, las emociones y los prejuicios, los amores y los odios, las envidias y los celos, el orden y los cuidados, los padres y los hijos, la continuidad de las generaciones, la vida y la muerte, en fin, todo lo que nos une como especie y que debemos aprender a regular. En todo ese concierto de relatos y personajes, la figura de Dios (HaShem, Adonai, el tetragrama YHVH y otras denominaciones) es La Ley, así, con mayúsculas. La Ley a la que debemos someternos todos por igual para poder vivir con reglas y pactos claro, no hacer daño, llegar a viejos y morir en paz. 

Shemá Israel Adonai eloheinu, Adonai ejad” (6) es otra frase que se dice una y otra vez en el templo en la tarde de Iom Kipur. Siempre creí que era una declaración de la fe monoteísta pero ahora, con esta lectura que me regala Diana S. y de la que me apropio, es una declaración de respeto a La Ley: ¡Escucha ser humano, La Ley es única, La Ley es una sola! Sentada en el templo en Iom Kipur reviso mis culpas y me propongo hacer todo lo que hay que hacer para enmendarlas. 

Sentada en el templo en Iom Kipur me dejo tocar por las sombras de quienes me acompañan, me sumerjo en el silencio ritual y repito cuando puedo algunas palabras. Digo, ahora con conciencia y determinación, que La Ley de la convivencia humana es una sola y que para honrarla debo bajar la cabeza y someterme a ella. Ley que es mucho más que los supuestos diez mandamientos conocidos y que están bajo su paraguas.

No es oscurantismo ni delirio. No es irracionalidad ni esoterismo. No lo es, al menos para mí. No iría si lo fuera. Tampoco es solo mi mamá, mi papá, mi hermanito perdido, mis queridos amigos que ya no están, los asesinados en la Shoá y en otros hechos genocidas, tampoco es solo eso. Es mucho más grande y me gusta estar ahí, en medio de eso más grande, esa especie de coro desafinado cantando al unísono de gente que, sabiéndolo o  no, también dice que vivimos bajo el imperio de La Ley y que es nuestro deber y nuestra obligación aceptarlo, rendirle homenaje y cumplirlo.

Por eso voy al templo en izkor.

Por eso.

(1) Plegaria de recordación

(2) Tarjetas de felicitación por el año nuevo judío.

(3) Libro de plegarias y reflexiones para los días de Rosh Hashaná y Iom Kipur en hebreo (con trasliteración) y en castellano

 (4) Bendito seas nuestro Señor el único rey del universo.

 (5) Shakespeare, Acto 1 escena 5

 (6) Escucha Pueblo, el Señor es único, el Señor es uno.

Las culpas y el perdón*

Imagen generada en Wall-E

Recuerdo con espanto el día en que mi hijo mayor, recién casado me llamó diciendo: “ma, me hicieron una biopsia, tengo un  melanoma maligno, en tres días me operan”. 

¡Melanoma! para mí era sinónimo de muerte. Mi hijo de poco más de 20 años se iba a morir. Y la culpa era mía. Era la madre y las madres somos las culpables de todo. O así se decía en el siglo pasado. El autismo era consecuencia de una madre distante. La homosexualidad se debía a que la madre había excluido al padre. La esquizofrenia, el asma, todo lo que no se sabía de dónde venía era psicosomático y, por supuesto, culpa de la madre.  

El melanoma de mi hijo fue extirpado hace más de 30 años y está muy bien. Pero en aquel momento yo creía que estaba a punto de quedar huérfana de mi hijo mayor (¿cómo llamar al estado en que queda un progenitor cuando muere un hijo? no existe la palabra… algunos proponen el término huérfilo pero la RAE no lo aprobó todavía). Atormentada por la culpa, me exigí recordar todo lo que yo le había hecho a lo largo de su vida y escribir una lista con cada uno de los episodios que me avergonzaban, cuando lo había retado, cuando estaba irritada y le había hablado mal, cuando había olvidado algo suyo, cuando dejé de considerar sus preferencias, cuando lo castigué por alguna insignificancia un día en que estaba cansada y con la mecha corta, en fin, todo lo que recordaba, tanto lo que me parecía grande como también chico. Todo. 

No existía ni el whatsapp ni el email, recién empezaban las computadoras, no me animaba a hacerlo por teléfono  así que lo mandé por fax con un prólogo en el que le pedía comentarios sobre cada una de las cosas de las que me acusaba para poder pedirle perdón. Esa noche me llamó por teléfono y me preguntó si estaba psicótica, si me estaba pasando algo, dijo que leyó la larga lista y que no entendía nada, que no se acordaba de nada de lo que yo decía, que parecía que le estaba hablando de otra persona o de otra realidad. Mi sorpresa fue mayúscula. Todos esos años me había estado acusando de cosas que para él no habían existido o que no había registrado de modo tan pesado como lo había hecho yo. 

Pero la sorpresa continuó porque a renglón seguido me preguntó si yo quería saber de qué cosas él me había acusado toda la vida. ¡Claro! le respondí y me dijo que iba a hacer su propia lista y que cuando estuviera me la mandaría, también vía fax. Unos días después llegó. Y fue un flash. Todo lo que él recordaba que yo le había hecho no tenía ningún resabio en mi memoria, no me acordaba de a b s o l u t a m e n t e nada. ¿Cuándo fue que lo reté y lo humillé ante un amigo porque comía papas fritas directamente del paquete? ¿Cuándo fue que hablé con su maestra porque lo había retado injustamente y él se sintió avergonzado? ¿Cuándo había pasado todo lo que para él había sido importante y que no había dejado ninguna huella en mi?

Tuve que pensar en la culpa de otra manera, porque parecían haber dos culpas diferentes, una imaginaria y otra real. El daño hecho por la culpa imaginaria es también imaginario, uno se acusa de cosas que no fueron registradas del mismo modo por el otro. Nos torturamos por cosas que creemos haber hecho pero que el otro no recibió de la misma manera. 

Con la culpa real, la que es producto de un daño que lastimó al otro, aprendí a distinguir la que se hizo sin querer de la hecha a propósito. 

El daño real y la culpa real consecuente afecta a ambas personas. Pero el daño imaginario solo afecta a uno mismo, y nos auto acusamos y mortificamos con la idea de haber herido a alguien. Esa culpa tiñe la relación de prevenciones, nos pone en alerta ante cualquier reacción o respuesta del otro y leemos cualquier cosa como una evidencia del mal que le hemos hecho. Como con el melanoma de mi hijo que yo creía y temía haber producido. 

El daño real sigue otro camino porque afecta al otro. No es solo la narrativa que nos decimos. Efectivamente hicimos algo que le dañó. 

Sin embargo no es lo mismo si fue sin querer que si fue queriendo. El daño sin querer sucede cuando nos dejamos llevar por algún torrente emocional que nos impidió evaluar bien lo que hacíamos o decíamos. También dañamos sin querer cuando no prestamos la debida atención al otro, a quién es, en qué está o qué cosas podrían hacerle daño, herimos sin querer cuando presos de nuestras emociones no consideramos al otro y le largamos algo sin haber evaluado antes si podría hacerle mal. No queremos hacerle mal, no somos culpables de eso, pero sí de no haberlo considerado, ésa es nuestra culpa real.

Cuando el daño que hacemos es a propósito, la culpa es la consecuencia lógica y sin atenuantes y es buena, hace posible la convivencia. Porque solo si nos sentimos culpables podremos enmendar lo hecho y pedir perdón.

¿Qué estamos haciendo hoy acá si no pedir perdón? Un perdón ritualizado, colectivo que nos hace comunidad y que nos enseña a convivir. 

En su libro “Los límites del perdón” Simon Wiesenthal cuenta que  estando en Mauthausen, fue llamado a ir al hospital donde Karl,  un miembro de las SS, muy enfermo, quería que un judío lo perdonara, antes de morir. Wiesenthal le dijo que él no tenía ese derecho, que solo las víctimas podían perdonarlo pero que ya no podían porque las habían asesinado. 

A diferencia de otros pedidos de perdón, el judío que recordamos y honramos hoy acá, no es el simple “perdoname” o la plegaria a Dios. Es un proceso que consta de cinco pasos.  

Uno. Es el más difícil porque se trata de asumir el daño hecho. Sea sin querer o sea a propósito. El efecto en el otro es igual, la herida es la misma, no es un atenuante. Todos los asesinos y perpetradores, tanto el ladrón de celulares como el genocida más atroz, justifican lo que hacen con algún argumento que jamás es “soy malo”, “me gusta herir”, “someter a otro me otorga poder”. Siempre la razón es que obedecí una orden, la sociedad me expulsó, me abandonaron al nacer. Nos resulta muy difícil reconocer y asumir que uno lastimó. No soportamos la idea de sentir que somos malas personas y siempre encontramos una justificación para lo que hacemos, una justificación que nos exculpa. 
Asumir lo hecho es preciso reconocerlo ante la persona dañada. Si fue sin querer, como es la mayor parte de las conductas dañinas que hacemos, está bueno hacérselo saber. “Te lastimé cuando dije o hice tal o cual cosa. No me di cuenta en ese momento pero en cuanto lo vi me sentí muy mal porque no quiero hacerte algo así.” O, si fue a propósito, podría ser “Te lastimé cuando dije o hice tal o cual cosa. El enojo me cubrió de tal manera que solo quería atacarte sin pensar en lo que hacía o decía. Estuve muy mal porque no quiero hacerte una cosa así”. 

Tres. Luego de reconocerlo, empatizar. Expresar el dolor que uno siente al ver el daño que le hizo al otro, el dolor al ver su sufrimiento, el malestar que uno causó. Lo que lo hace tan difícil es asumir que es uno el responsable. Pero es un paso imprescindible, un puente tendido entre uno que hizo el daño y el otro que lo recibió. Recién después de haberlo reconocido, de haberlo dicho y de haber empatizado se puede pedir perdón.

Cuatro. “Se que estuve mal y lo lamento mucho, lejos de mi querer lastimarte, me arrepiento de lo que hice, te pido perdón, te pido que tomes mi arrepentimiento y no me guardes rencor porque aprendí de esto y haré lo posible porque no se vuelva a repetir”. Los judíos hemos aprendido, como bien lo decía Wiesenthal, que el único que nos puede perdonar es la persona a la que hemos dañado. No es a Dios a quien hay que pedirlo, por eso un asesino no tiene perdón porque su víctima ya no le puede perdonar. El asesinato es definitivo e imperdonable. 

Pero eso aún no basta. Lo asumo, lo digo, empatizo y pido perdón. Pero falta el quinto paso.

Cinco. Compensar el daño. Compensarlo de manera concreta, con alguna acción que revele y exprese que mi arrepentimiento es de verdad, que no es una frase hipócrita o acomodaticia que digo para terminar con la cosa, sino que de verdad me arrepiento. La conducta compensatoria es lo que legitima el pedido de perdón, lo que lo hace significativo y le da el peso de la verdad.

Los cinco pasos del perdón son: reconocer el daño, asumir lo hecho, expresarlo a quien hemos dañado, pedirle perdón y compensarlo.

Luego, el perdón ya no está en nuestras manos sino en las del otro que nos lo puede dar o no. Y también tendremos que aprender a vivir con eso. Y, según nos dice la tradición judía, si no nos perdona debemos insistir dos veces más. A la tercera nuestra culpa queda eximida y pasa a los hombros de quien nos niega el perdón.

Aprovecho para decir que, como la vida es una fuente de sorpresas, aprendí que no tenemos garantías ni siquiera sobre nuestros próximos 5 minutos. Ninguno de nosotros sabe cuanto tiempo seguirá vivo o si alguna cosa inesperada torcerá nuestro camino. No lo sabemos. Vivimos como si fuéramos eternos, como si supiéramos a cada paso cuál será el siguiente, pero es una ilusión. Los que han vivido accidentes, muertes, o hechos insospechados saben de a qué me refiero. Por eso, como no tenemos ninguna garantía, no dejemos pasar el momento de pedirle perdón a quienes hayamos dañado, si no lo hacemos hoy tal vez ya no tendremos la oportunidad de hacerlo mañana. Pero además de haber lastimado, queriendo o sin querer, también amamos. Digámoslo hoy mismo, porque no sabemos si mañana nuestro ser amado lo podrá escuchar o si nosotros estaremos vivos para decírselo. 

La vida es ahora. 

No la dejemos escapar. 

Carpe Diem.

Shaná Tová ve Gmar Jatimá Tová.

  • En el día de Iom Kipur, dicho ante la comunidad de Pardés.

PS. Sigue la historia. Mi hijo, luego de leer el texto, dijo no recordar ese intercambio de “acusaciones”. Entré en la duda y me puse a buscar y encontré su texto. No era un fax, sino una carta postal. No era en forma de listado de bullets sino redactado en párrafos. Respondía a una carta mía, tampoco había sido un fax. Lo conté tantas veces que estaba convencida de que era así como lo “recordaba”. Lo bueno es que el contenido de la carta de mi hijo coincide, esto sí, con mi memoria. 26/9/23

Fingir demencia

Tal vez no todos sepan que la frase “fingir demencia” está colonizando el habla popular. Lo anticipó Camila Ramírez en TikTok diciendo que “somos la generación de fingir demencia, el país se está prendiendo fuego y vas a un boliche y está lleno … es un delirio, pero como la plata no alcanza para nada, disfrutemos”. 

La frase se instaló en muchas conversaciones especialmente entre los jóvenes. “¿No te gusta algo? ¡fingí demencia! hacé como que no pasó”. Economistas y politólogos lo aplican a conductas y hechos difíciles de digerir tanto de gobernantes como de oposición. “Fingir demencia” les cabe a todos. 

Hacerse el loco no es nuevo, es un recurso conocido para evadir a la justicia bajo el disfraz  de la inocencia. “Yo no fui”, “no sé”, “no estaba en mis cabales”. Con el permiso de Fontanarrosa, fingir demencia es hacerse el boludo.

Pareciera que pasaron de moda las cancelaciones y el lenguaje inclusivo y hace su entrada triunfal esta apología del “mechu”, de taparse el sol con las manos. 

¿Por qué se instaló? ¿Cuál es el beneficio de fingir demencia? ¿Qué dice de nosotros? Hacer como que no pasa lo que pasa ¿acaso nos protege, nos alienta, nos consuela? 

Ciertamente las cosas no nos están siendo propicias en casi ningún aspecto. Aunque siempre hay quien medra en el caos y sigue de pie, para muchos la realidad está siendo descoyunturante, descalabrante y malsana. El otrora granero del mundo no puede dar de comer y se hipoteca el futuro de los chicos. Nuestra escuela pública, de la que tan orgullosos siempre estuvimos, no consigue que los alumnos entiendan lo que leen. Nuestra excelencia universitaria no impide que el siguiente paso de los egresados sea Ezeiza.  

¿No es loco todo eso? ¿Qué hicimos para terminar así?  ¿Habrá alguna esperanza de que se recupere el sentido y vuelva a reinar la cordura? 

Viendo el contexto, tienen alguna razón los que aconsejan fingir demencia. El piso del país previsible enloqueció y ya no nos sostiene erguidos, bajo nuestros pies hay incertidumbre, confusión, locura. ¿Tal vez mantenerse cuerdo en esta realidad loca solo puede lograrse fingiéndose demente? ¿Eso piensan los jóvenes? Impotentes y descorazonados, parecieran decir que todo está tan mal que es mejor hacer como que no pasa nada y si hay manteca sigamos tirándola al techo como hacían los nenes “bien” de nuestra rancia aristocracia. 

Hay locos que locos son. Hay locos que locos hacen a los que locos no son. Y hay locos que locos se hacen para pasarla mejor. Fingir demencia parece ocurrente y cool pero revela una cara autodestructiva. Lo dicen con una sonrisa triste y burlona, pero con la cola entre las piernas, resignados, riéndose de sí mismos al tiempo que se dan por vencidos, se declaran incapaces de hacer nada y se entregan, voluntaria y alegremente, a las manos del otro. 

Al fingir demencia se acepta alegremente renunciar a actuar, a tomar decisiones, se pierde entidad, el triste destino del loco.

La demencia, fingida o real, ata las manos y lleva, bien lo sabemos, a situaciones desastrosas y sin salida. Sí, vivimos en una realidad demente, pero adaptarse y enloquecer lejos de ser un chiste es resignarse y someterse a la locura circundante. ¡No chicos! no juguemos a la demencia, resistamos el sin sentido, no abandonemos la cordura. Solo la cordura (del latin cor-cordis, corazón), permitirá que nos adueñemos de nuestro destino para que se abra, tímida pero alentadoramente, la puerta por donde se pueda colar la esperanza y no haga falta fingir nada. 

Publicado en Clarin.