“Las cosas que de verdad me importan son problemas que no tienen solución, para poder seguir viviendo me invento un problema que sé cómo se soluciona, por ejemplo hago una película, cuando estoy haciendo una película soy feliz”.
Allan Konigsberg, conocido como Woody Allen
Me despierto. Mientras desayuno leo las noticias. Veo los videos en el celular. Escucho las entrevistas. Me informo de lo que pasa. Y lo que pasa, lo que pasa allá, lo que pasa en ese mismo momento pasa mientras me acabo de despertar y estoy frente a mi taza de café, a resguardo y en silencio mientras leo y veo. Entro en una realidad otra, una especie de desdoblamiento porque mientras pasa lo que está pasando, en ese mismo momento, no tengo miedo de que me invadan desaforados con cuchillos. Tengo mi taza de café en la mano, no estoy encerrada en un lugar infecto atenta a cada paso, cada sonido, por si los que me tienen aprisionada vienen por mi no sé a qué. Mis nietos hacen su vida normal, con más cuidados ciertamente, pero casi igual que siempre, no como esos otros que están vaya uno a saber dónde, recibiendo vaya uno a saber qué amenazas o malos tratos, añorando a sus padres, a sus abuelos, en manos de desconocidos con otros olores, otras comidas, otros idiomas, su mundo derruido, el piso bajo sus pies fragmentado, solos. Sorbo mi café con esa tibieza grata del café conocido, el café que hice hace un rato y que puedo repetir cuantas veces quiera mientras que, en este mismo momento, en los túneles de Gaza o en cuevas o en cuartos aislados ¿dónde están? ¿cuántos son? cada día son más, primero eran 50, después 120, después 200, hoy no sé cuántos arrancados de sus vidas, sometidos a vejámenes que no puedo, no quiero, imaginar pero que no puedo evitar tener presente como esa boca abierta del grito de Münch que me ensordece.
No es tristeza lo que siento aunque estoy triste. No es angustia lo que siento aunque estoy angustiada. Es impotencia y no sé si esa palabra define adecuadamente lo que siento. Sentada en mi silla ante mi taza de café cotidiana, la idea de lo que está pasando en este mismo momento me resulta insoportable y me sume en un estado que nunca había sentido, en algo que redefine mi posición en el mundo, algo más grande que mi propia vida. No es que viví en un lecho de rosas sin tener que enfrentar situaciones difíciles, problemas dolorosos. En mis tantos años de vida tuve que encarar cuestiones complicadas, decisiones, opciones, algunas equivocadas, siempre hice lo mejor que pude. Perdí mucha gente querida. Flavia, Esther, José, mi papá, mi mamá y varios más con los que sigo dialogando en mi recuerdo. Lloré mucho la pérdida de cada uno pero nunca sentí la necesidad de arremeter contra la biología, contra las enfermedades, y de ganarles. Sabía que no podía. Sé que no puedo y de alguna manera eso permite que no afecte mi posición en el mundo ni que no me acuse de no poder. Hay cosas que son parte de la vida, shit happens, somos falibles y frágiles, envejecemos, nos enfermamos, cada tanto nos puede caer un ladrillo en la cabeza, un accidente imprevisible. Es “normal”, no nos gusta, no me gusta, pero es normal, esperable, lo puedo procesar, entra dentro de lo que veo como mi lugar en el mundo, no me confronta con ninguna acusación, no debo nada. Por el contrario, las imágenes que me asaltan mientras tomo mi café de la mañana no. No son normales. No son esperables. Me interpelan de modo dramático, urgente, inescapable. No las puedo procesar. Me acusan de estar sentada ante mi café como si no pasara nada. Me acusan de no hacer lo que debería hacer. ¿Qué debería hacer? ¿Qué puedo hacer? ¿Qué se puede hacer?
“El mundo permaneció indiferente” dicen los sobrevivientes de la Shoá. Los prisioneros en los campos nazis, en Siberia, los escondidos en áticos, pozos o graneros, los que vivían en caída libre sin saber cuándo terminaría ni cómo, que desconocían qué había pasado con sus familiares y amigos, con sus hijos, con sus padres, todos los que sobrevivieron coinciden en esa sensación de desamparo oceánico durante esos años atroces. Y nosotros, sus hijos o los que nacimos después, nos hacemos las mismas preguntas porque no entendemos cómo fue que tan pocos se involucraron en rescatar a los judios sentenciados.
Jack Fuchs, mi querido y recordado Iankele Z’L, otro de los que se fueron y que siguen conmigo, emergió de su ordalía feroz con poco más de 20 kilos. Rehabilitado ya en los EEUU consiguió un trabajo por el cual tuvo que ir a Puerto Rico. Recordaba amargamente estar frente al Caribe de aguas calmas y azules, bordeado de arena finita y dorada y esas palmeras suculentas que se mecían con la brisa y preguntarse, al ver tanta paz, tanta belleza frente a sus ojos, “¿y mientras yo estaba ahí, todo esto estaba acá?”. Como yo con mi café calentito: ¿mientras estoy acá, todo eso está pasando allá?
Lo que vamos sabiendo es espantoso pero a ello se le suma la instantaneidad. Saber que ahora mismo, ahora que estoy escribiendo, ahora que lo estás leyendo, ahora está pasando. No es que sienta que tengo la culpa de nada. No es que sienta que es mi responsabilidad solucionarlo. Esta simultaneidad le da un plus a mi desesperación y me hunde en una impotencia demoledora.
¿Qué se puede hacer antes esas fuerzas desatadas que nos superan? Jan Karski deambuló por organismos internacionales contando el horror del nazismo, lo contó 3 años antes de que terminara la guerra, se podría haber detenido la masacre. No pudo. Y tantos como él en la Europa ocupada tampoco pudieron. Hubo quienes arriesgaron sus vidas y lograron rescatar a algunos, pero no a muchos, no a la mayoría, no a todos. Y cada uno de estos rescatadores se lamenta de no haber podido salvar a más gente. Pero sus esfuerzos no pudieron parar, frenar, detener el asesinato industrial y masivo que estaba sucediendo. Las personas no podemos, son los gobiernos los que tienen la capacidad y el poder de enfrentar una guerra.
Sí. Lo sé. Pero igual me siento mal. Me veo ante la taza de café de siempre abrumada por la impotencia y ya no sé qué pensar. ¿Cómo asumir, soportar y tolerar este “no se puede hacer nada”? Las redes sociales están inundadas de videos, testimonios, entrevistas, reflexiones, expresiones de dolor y angustia, todos nos volcamos a compartir, a contar, a mostrar. Por un lado es una necesidad, precisamos descargar tanta angustia, tanto miedo, sentir que estamos acompañados, que nuestra angustia y nuestro miedo no es solo nuestro. Y también nos calma ligeramente porque tenemos la sensación de que mandando mensajes estamos haciendo algo. Tal vez sí. Tal vez algún confundido nos lea y llegue a pensar de otra manera. ¿Eso hará mejor la vida de los 200 rehenes, los reconfortará, les dará esperanza? ¡Y dale con las preguntas! Cuestionan la utilidad de lo que podemos hacer. Agregan más impotencia a mi impotencia.
Una impotencia que también es deudora. Soy una privilegiada con mi café calentito y el silencio a mi alrededor. Una privilegiada que sabe lo que está pasando, que sabe que está pasando ahora mismo y que no estoy haciendo nada que pueda modificar las cosas. Lo escribo y veo que es ridículo, desmedido, pero es lo que me pasa. Siento que yo personalmente le debo algo a los rehenes, al mundo, a la humanidad. La voz de la razón viene en mi auxilio preguntándome ¿qué podría hacer? ¿subirme a un avión y enlistarme en el ejército de Israel? No podría, no tengo las fuerzas ni la capacidad ni la edad. ¿Qué me exijo a mí misma? Tal vez en cada uno de los rehenes veo a Zenus, mi hermanito perdido en la Shoá y me acomete una especie de deuda retroactiva parecida a la atormentadora pregunta de tantos sobrevivientes de porqué han sobrevivido mientras que tal otra persona no. ¿Por qué yo estoy viva y él no? No puedo volver el tiempo hasta antes de mi nacimiento e ir en su socorro. No puedo. ¿Habrá sido posible salvarlo? ¿Cómo harán para liberar a los rehenes? En Entebbe estaban a la vista, estos están ocultos. ¿Se los podrá encontrar? ¿Cuántos habrá vivos? ¿Qué harán con ese chiquito que pide por su mamá? ¿asistirán a los heridos? ¿cómo estarán los viejos que como yo dependen de alguna medicación? y ya me enrosqué con esas preguntas atormentadoras, esas voces que no consigo acallar, que mezclan pasado y presente, Argentina e Israel, en una vorágine enloquecedora.
Terminé mi café. Lavé la taza y la apoyé sobre el escurridor. Me la quedo mirando. Veo caer las gotas, cansinas, silenciosas, rendidas y ya no sé si son las de la taza porque una vez que tuve las manos libres, me tomé con ellas mi cabeza y lloré.