Lushka se despertó temprano. Hacía ya dos años que no veía a su familia, no sabía nada de ellos. Estaba en el orfanato del Padre Boduena, en la parte aria de Varsovia donde la había traído Irena Sendler, la enfermera que venía al gueto con comida y remedios. Se llamaba Libe pero ya se había acostumbrado al nuevo nombre que ocultaba que era judía.
Como era la más grande colaboraba con las monjas en lo que podía. Ayudó a vestir a los más chicos y consoló a Mietek, de tres años, que siempre lloraba al despertar pidiendo por su mamá. Terminado el desayuno, mientras levantaban la mesa y lavaban los vasos, le dijo a la Hermana Beata que se acercaba el Pésaj. Lo sabía porque había dejado de nevar, hacía menos frío, empezaba la primavera y la luz del día duraba más tiempo. Le contó que en su casa y en todas las casas judías se hacía un séder. Beata nunca había escuchado esa palabra y Lushka le dijo que era una cena que se hacía con la familia, se contaba una historia y se comía matzá. “¿Como la última cena de Jesús?” preguntó la monjita. “¡Claro!” le contestó Lushka, “y mi papá me contó que siempre hacemos dos cenas, la primera y la última porque como los judíos vivimos en distintos lugares y las horas no son las mismas, así estamos seguros de que una de las dos noches estaremos todos haciendo lo mismo”. La explicación le encantó a Beata que siempre había creído que se llamaba última cena porque después lo habían crucificado. Le gustó la idea de festejar esta coincidencia entre judíos y cristianos pero le preocupaba no saber cuándo era la fecha exacta. Lushka la tranquilizó diciendo que no importaba el día sino hacerlo. “Decime qué hace falta” pidió Beata. Le respondió que solo tres cosas, matzá, velas y la keará. ¡Otra palabra que la monja nunca había escuchado! ”Es un plato en el que ponemos cosas para recordar que fuimos esclavos, que un día dejamos de serlo y que deseamos que todos los esclavos puedan hacer lo mismo”. Beata pensó que los pobres chicos que cuidaba eran esclavos de los nazis pero no dijo nada, no quería entristecer a Lushka. Solo dijo que lo único que tenían eran las velas. Y otra vez la sabia chiquita encontró la solución, “no importa” dijo con una ancha sonrisa, “lo podemos dibujar”.
Aparecieron papeles y lápices, incluso algunos de colores, y el triste salón se convirtió en un patio de juegos. Fue una mañana diferente de las mañanas de siempre. Fue una mañana en la que, dibujando, recrearon la historia del éxodo judío y lo hermoso de ser libres.
Los más chiquitos esbozaron matzot en varias hojas y los más grandes crearon huevos duros, papas hervidas, huesos de pollo, puntitos de sal, perejil y lo que cada uno recordaba que se ponía en la mesa. En el triste comedor de siempre el mantel blanco cubierto con los dibujos de los chicos puso un clima festivo al atardecer de esa primavera incipiente. Las velas hacían brillar los ojitos de los chicos. Los de siete u ocho años se acordaban del Séder en sus casas y del sabor del guefilte fish con jrein. Unos pocos recordaban alguna canción pero fue fácil para Lushka que aprendieran el Jad Gadió que pintó de risas y sonrisas las caritas opacas. Fue una noche diferente a las otras noches en el orfanato. Y cuando todo parecía haber terminado, Beata los sorprendió diciendo que quien encuentre el afikomán (¡había afikomán! ¿cómo se había enterado de eso?) tendría un premio. Salieron corriendo hacia todos los rincones del helado orfanato hasta que se escuchó ¡Lo encontré! y apareció Mariush, de 7 años, que antes de entrar al orfanato se llamaba Moishele, con el dibujo de la matzá como trofeo. Casi sin aliento, esperó expectante recibir el premio prometido. Todos rodeaban a Beata que, como si fuera un mago, sacó del bolsillo de su delantal ¡UNA BANANA!
Mariush no lo podía creer. No se animaba a tocarla. Estiró sus manos con timidez y cuando vio la mirada de los más chicos pidió un cuchillo para darle un poquito a cada uno. Beata lo detuvo y como si tuviera una varita mágica sacó de su bolsillo encantado ¡5 bananas más! ¡Gritos! ¡Alegría! La fiesta fue completa.
Y Lushka, que en Argentina se llama Luisa, cuenta en cada Séder su hagadá personal, aquel Pésaj en el orfanato con los dibujos y el amor de la hermana Beata. Y siempre que alguien no entiende lo de las bananas, pacientemente responde que era un fruto exótico, un lujo, una golosina deliciosa que todos sabían que existía pero nadie había probado nunca. Y siempre agrega que no importa la fecha ni la comida porque “lo que importa es estar juntos y recordar lo que fuimos y lo que somos. Pase lo que pase, aunque no tengamos vino o mantel o matzá, siempre lo podemos contar. Cada vez que lo hacemos, enhebramos una perla más en este collar que nos une, nos da sentido y nos dice quienes seguimos siendo”.