La culpa de todo la tienen las bicicletas

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Se dio a conocer un estudio publicado en el mes de junio por el Laboratorio de Estudios sobre Democracia y Autoritarismos, LEDA, de la Universidad de San Martín, dirigido por Ezequiel Ipar. Su título es “El antisemitismo en Argentina: tramas e interrogantes”.

La imagen que caratula el informe es una vieja caricatura antisemita. Se ve a un hombre con enormes orejas, labios carnosos, nariz grande y ganchuda, mirada burlona y codiciosa, que tiene en sus manos hilos que van a dos títeres, a la izquierda, claro, un militar soviético con una bomba en la mano y a la derecha, claro también, un hombre con los atributos de la masonería. La encuesta telefónica en la que se basa el informe solicitaba “el grado de acuerdo con la frase: Detrás de la pandemia del Coronavirus hay figuras como Soros y laboratorios de empresarios judíos que buscan beneficiarse económicamente”.

Los resultados, luego de solo 3100 personas encuestadas, han tenido una amplia difusión en los medios, tanto los “hegemónicos opositores” como los “afines al gobierno”. El número es impactante puesto que señala que el 37% de los encuestados se manifestó de acuerdo con la frase, uno de casi cuatro argentinos, según podría inferirse, dice creer que detrás de la pandemia hay judíos, como Soros, que se beneficiaron económicamente. ¡Casi la mitad!

Semejante número, tan desproporcionado, me hizo sospechar y preguntarme acerca de la validez de la encuesta. Todo encuestador sabe que se pueden dirigir las respuestas según el modo en que se hagan las preguntas, las palabras que se usen y los sesgos que estimulen, especialmente las encuestas de opinión. Conforme se pregunte se puede probar una cosa o todo lo contrario como bien sabemos al escuchar las encuestas políticas que conocemos a diario.

Hay que distinguir dos aspectos: la ideología detrás de la encuesta y la encuesta misma.

Veamos la ideología.

¿Por qué las comillas? Ya en el comienzo del informe aparecen unas inocentes comillas que atrajeron mi atención. Dice: “El antisemitismo resulta desde siempre un asunto espinoso en la Argentina, “hogar” de una de las diez comunidades judías más grandes del mundo”. ¿Por qué las comillas?, ¿no reconocen los autores del estudio que la Argentina es nuestro hogar? ¿Es una alusión a la histórica acusación antisemita de doble lealtad, a que no somos suficientemente argentinos, a que estamos acá pero no somos de acá?

¿Por qué aclarar? Luego define antisemitismo y aclara su disenso con la definición universalmente aceptada de la Alianza Internacional para la Memoria del Holocausto, IHRA por su sigla en ingles, en la que el antisionismo es considerado la nueva expresión del antisemitismo. La necesidad de plantear el disenso en un trabajo que no tiene relación con el estado de Israel resulta sospechosa.

¿Por qué la conexión? También me pregunto por qué y cómo se les ocurrió la idea de ligar la pandemia al antisemitismo. Es cierto que hubo quien esbozó algún tipo de relación en la Argentina, nunca falta algún delirante, pero el mito mayor es el compromiso de laboratorios chinos en el desarrollo del virus. Las comunidades asiáticas fueron atacadas por ello en diferentes países. ¿Qué interés podrían tener quienes diseñaron la encuesta en dirigir la atención a los judíos en la Argentina? Y bien sabemos que "jews are news", basta que se mencione la palabra judío para que se le preste atención inmediata, tenemos esa “suerte” de protagonismo. Instalar como conversación en los medios que 4 de cada 10 personas creen que los judíos tenemos que ver con la pandemia es, además de una propuesta falaz y sesgada, una bien pensada maniobra distractiva.

La pregunta misma es tendenciosa pues dirige la respuesta, pecado que la invalida como bien lo sabe cualquier encuestador: “¿Cual es su grado de acuerdo con la frase: Detrás de la pandemia del Coronavirus hay figuras como Soros y laboratorios de empresarios judíos que buscan beneficiarse económicamente?”

Acuerdo. Si se pregunta por el “grado de acuerdo” se implica que habrá algún acuerdo. Es como cuando mi mamá servía un plato y preguntaba “¿cómo te gustó?”, no había manera de decir que a uno no le gustaba porque la pregunta misma incluía que nos iba a gustar, poco o mucho, pero que nos iba a gustar. Si la pregunta fuera abierta, por ejemplo,” ¿qué opinás sobre…?” no se está invitando a acordar desde el planteo mismo.

Dinero. Decir que “los judíos buscan beneficiarse económicamente” dispara automáticamente el acendrado prejuicio acerca de la supuesta y natural codicia judía y de nuestro enfermizo interés por el dinero que nos convierte en emblema de la explotación y el aprovechamiento. La sola formulación del beneficio económico abre ese archivo dicho y regurgitado durante siglos, acentuado por propagandas y campañas, repetido una y otra vez en bromas, chistes y comentarios. Y ya sabemos, como dijo el maléfico genio de Goebbels, lo que se repite muchas veces y en diferentes contextos, se incorpora como hecho cierto. Muchos, a menudo sin darse cuenta, tienen ese archivo instalado y la sola mención en la pregunta acerca de los judíos beneficiándose económicamente salta como un resorte automático.

Soros. De entre los otros datos que aporta surge que el grupo etario que más aprueba la frase son jóvenes de entre 16 y 40 años con el 32%. ¿Sabrán quién es Soros o solo escucharon la palabra judío y con eso basta? Las palabras “empresarios judíos” evoca la idea antisemita de la sinarquía internacional, sólidamente instalada. No hace falta, además, saber de quién se trata, si lo pregunta alguien desde alguna Universidad, “debe ser alguien importante”. Como en el cuento del emperador desnudo, no siempre es fácil decir “no sé quién es”.

En la misma semana se sumó el triste y banal episodio de Showmatch con la imagen de Ana Frank ilustrando la frase “yo no soy una mujer que no sale de su casa”. No daría para mucho, pero levantó una importante ola de reacciones acusando al programa y a su conductor de antisemita y banalizador del Holocausto. No veo el programa y hasta donde sé, no pretende más que ser un entretenimiento superficial, ligero y chabacano. Eso no lo libera de la responsabilidad que tiene como cualquier medio masivo en lo que dice y en lo que muestra. Ciertamente Ana Frank en ese contexto estaba totalmente fuera de lugar y es comprensible la molestia de algunos. También yo la sentí. Pero, así como el estudio emprendido por LEDA, también este episodio revela que mencionar a los judíos asegura centimetraje en los medios.

Tanto para los judíos, siempre alertas ante la más mínima sospecha, como para los demás a quienes la palabra “judío” les despierta una atracción irrefrenable. Aunque es sabido, conviene recordar que es una consecuencia de siglos de judeofobia, potenciados con la “teoría racial” que nació en el S XIX con su terrible consecuencia, el antisemitismo, la idea de que los judíos somos diferentes biológicamente, somos otra “raza”. No se trata de qué pensamos o que tengamos creencias religiosas diferentes en cuyo caso podría ser modificado con una conversión o una "apropiada reeducación". La “teoría racial” dice que la diferencia es genética, ergo, no es modificable y que, como bien-mal lo concretó el nazismo, la única forma de resolver la "cuestión judía" es con el exterminio.

La Iglesia durante siglos con el apoyo de reyes y señores feudales, políticos e intelectuales, han difundido de manera sistemática y aviesa esa teoría que integra la cultura occidental muchas veces de manera invisible y silenciosa, pero siempre a mano para distraer a la gente de otras cosas. Lo hizo la Rusia zarista cuando inventó los “Protocolos de los Sabios de Sión” y luego el nazismo para encolumnar al pueblo alemán hacia una guerra criminal y suicida.

Jews are news. Hablar de judíos, hablar mal de judíos, mostrar que generan sospecha, desconfianza, resentimiento, da rédito sigue siendo útil, asegura centimetraje y sigue siendo usado.

Lamentablemente.

Seguimos teniendo mucho por hacer.

No nos desanimemos (me lo digo a mí misma).

Me hace acordar al chiste:

Uno dice: -Los judíos y las bicicletas tienen toda la culpa de lo que pasa.

El otro pregunta: -¿por qué los judíos?

El primero responde: -¿por qué las bicicletas?

(Agradezco a Aida Ender por la corrección editorial)

Publicada en Revista Gallo.

Cuando no ven que no ven

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Después del episodio de Showmatch, en el que Sofía Jiménez, cantó y bailó un tema de Paulina Rubio que repetía “no soy una mujer que no sale de su casa”, se dijo mucho, no siempre de manera ponderada. Querría ahora, pasados unos días, seguir pensando.

Otra parte de la canción entonada decía “no soy esa niña perdida, que firma un papel y te entrega su vida”, lo que nos informa que trata sobre el empoderamiento de la mujer pero en el contexto de la pareja.

Sin embargo la producción pretendió apuntar más alto, salir de la órbita doméstica y elevarlo a otros temas. Por eso puso como telón de fondo imágenes de mujeres conocidas por sus fortalezas y reivindicaciones: Frida Kahlo, Malala Yousafzai, Eva Perón, Gaby Sabatini, Mercedes Sosa, Teresa de Calcuta, Nini Marshal, Oprah Winfrey, Maria Elena Walsh y Ana Frank. Con diferentes historias y orígenes religiosos y étnicos, todas cumplen el objetivo planteado de honrar a mujeres potentes. Aunque hay dos que, miradas más de cerca y, en diálogo con la letra de la canción, no pudieron, literalmente, salir. Frida sobrevivió a un accidente que la dejó postrada y con dificultades de movilización. Igual Ana, que debió esconderse para no ser descubierta, deportada y asesinada por los nazis. Pero no hay historia respecto a discriminar gente con dificultades de movilidad y sí la hay respecto a la discriminación a los judíos.

¡Y vaya si hay historia!

Es obvio que la imagen de Ana, en ese contexto y con esas palabras de fondo, tocaran un nervio del alma judía, siempre sensible y alerta, siempre temiendo volver a ser atacada.

Las reacciones no fueron homogéneas, como puede verse incluso en los tantos comentarios que recibió mi posting anterior con la historia del antisemitismo y la sensibilidad que ello ha generado en los judíos. Algunos -incluso algunas organizaciones- acusaron a la producción del show de antisemita y banalizadora del Holocausto. En el otro extremo solo señalaron lo impropio de incluir a Ana en un espectáculo burdo y ligero.

Ana conocía el valor de las palabras, soñaba con ser escritora y habría sido muy buena. Haciendo honor a la letra de la canción, no la imagino, si hubiera sobrevivido, sometida a un marido. No llegó a adulta, no tuvo que pelear por esos derechos, sólo dejó su diario de adolescente con los pormenores del encierro forzado. También por eso fue impropia su inclusión entre esas mujeres modélicas.

No coincido con quienes acusan a la producción del programa de antisemitismo o banalización del Holocausto. Creo que así como es banal el show, la razón también lo fue. Habrán pensado que era una genialidad incluir a Ana entre las mujeres empoderadas y no se dieron cuenta de lo que estaban tocando. Pero acá viene mi gran pregunta: ¿tienen derecho a no darse cuenta? Con la importante llegada al público adicto que recibe y legitima lo que ve, ¿no tienen la obligación y la responsabilidad de pensar un poco más allá? Tal vez solo eso les podemos preguntar. A ellos y a los otros influenciadores de opiniones y puntos de vista que pululan en los medios y las redes. Teniendo en sus manos una herramienta con tanto poder es un tema a revisar si pueden lavarse las manos respecto a la responsabilidad que les cabe.

La cara de Ana como modelo de mujer que no sale de su casa es como poner al gran Stephen Hawking en silla de ruedas con un jingle que invite a bailar. Sería claramente ofensivo, para él y para todos los que, como él, son prisioneros de un cuerpo que no pueden mover. Igual Ana Frank.

Yo no vi en el hecho el viejo fantasma del antisemitismo. A mi, como judía, como hija de sobrevivientes del Holocausto y como persona sensible, me molestó ver la estrechez de las miradas de los productores que no ven que no ven, que, inmersos en la espectacularidad, no advierten como puede llegar lo que muestran.

Es una excelente oportunidad para apelar a ensanchar esa mirada e invitar a prestar atención y revisar lo que se piensa, lo que se dice, lo que se muestra, en especial en los medios. Es preocupante ciertamente ver que recién vieron cuando el reclamo les abrió los ojos. Lo bueno es que ahora tienen la oportunidad de ver.

Como todo daño -y, aunque menor, éste lo es-, el reconocimiento, el arrepentimiento y la compensación, lo cierra. Compensar en el programa mismo, decir simplemente “nos equivocamos” sería un excelente ejemplo de conducta cívica responsable, un ejemplo a seguir teniendo en cuenta la sensibilidad de quienes sufren algún dolor y esperan, si no el abrazo de consuelo y el apoyo explícito, al menos un silencio respetuoso.

Unos días depués.

Nobleza obliga: Tinelli aceptó el error y pidió disculpas.

Ya anticipo las voces en contra pero creo que el reconocimiento es un precedente importante especialmente en los medios y redes tan afectas a exabruptos sin consecuencias.

Toda conducta tiene consecuencias y los que viven en los medios y las redes tienen una gran responsabilidad porque construyen y modelan eso que se llama la "opinión pública". Supongo que más de uno no se sentirá satisfecho y disentirá conmigo, dirá que le está bajando el rating o que es una persona poco confiable que lucra con la banalidad, pero en estos tiempos de éticas líquidas y agresiones impunes, me parece importante que alguien haya tenido la sensatez de reconocer, arrepentirse y disculparse. Sea por las razones que fuere.

Lo importante es su conducta y el ejemplo que deja en su propio público.

Comparto sus palabras publicadas en Iton Gadol:

“No quisimos ofender a nadie”.

“Yo no sabía que iba a aparecer esa imagen, pero por supuesto conocemos todos la historia de Ana Frank y hay muchos que se han sentido muy dolidos, sobre todo personas que han perdido familiares en el Holocausto. Yo tuve cuatro veces la oportunidad de visitar la casa de Ana Frank en Ámsterdam y conozco perfectamente toda la historia. Jamás vi la imagen y compartí los comentarios de quienes entendieron que fue un error sin intención”.

“Lejos estamos de banalizar algo tan terrible para la historia como es el Holocausto. Lo digo como padre de un hijo que ha ido seis años a la escuela ORT. Conozco perfectamente lo que es la educación hermosa que tiene toda la comunidad judía en la Argentina y en el mundo. Y además soy una persona que colabora desde hace 27 años con la AMIA y con todo lo que ha sido la tragedia de la AMIA. Así que en nombre de todos nosotros, no la habíamos visto (la imagen), pero me hago cargo como productor responsable y conductor. Mil disculpas para toda la comunidad y para el Centro Ana Frank”.

Lo que aprendí después de Aprender de Grandes

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Aprender de Grandes, el espacio que creó, conduce y disfruta Gerry Garbulsky, está cumpliendo 100 episodios. Se hizo un festejo tan innovador como nos tiene acostumbrados. En él algunos de nosotros compartimos lo que habíamos aprendido después de haber participado en el ciclo:

Melina Furman, Gala Diaz Langou, Glenda Vieites, Fabian Skornik, Alberto Rojo, Ximena Saenz, Susana Galperín, Sebastián Campanario, Cesar Silveyra, Sergio Mohadeb, Andrei Vazhnov, Alberto Naisberg, Santiago Bilinkis, Laura Aresca, Guadalupe Nogués, Alejo Cantón, Gustavo Pomeranec, Manu Ginobili, Jorge Drexler, Andres Miguens, Eduardo Saenz de Cabezón y yo.

Acá todos los aprendizajes relatados:

  • Manu Ginóbili aprendió sobre el sueño y a andar en bicicleta.

  • Melina Furman reconoció la importancia de evocar para aprender.

  • Mariano Sigman descubrió el rol de los facilitadores para aprender algo nuevo.

  • Jorge Drexler expandió su música con el bajo eléctrico.

  • Adrián Paenza aprendió algo gracias a su cepillo de dientes.

  • Andrés Miguens aprendió a dibujar en vivo, haciendo los dibujos de Aprender de Grandes.

  • Gala Díaz Langou aprendió algo sobre los vínculos de su hija de un año y medio.

  • Glenda Vieites encontró una manera de manejar el estrés creciente de los editores de libros.

  • Fabián Skornik aprendió sobre el multitasking y la espiritualidad.

  • Alberto Rojo aprendió sobre las conversaciones entre las plantas y el tamaño de los planetas.

  • Diana Wang se dio cuenta de que en su trabajo, la herramienta es ella misma y otras cosas más.

  • Ximena Sáenz compartió cómo preparar flores para comerlas.

  • Susana Galperin reconoció el poder de las redes para conectarse con gente.

  • Sebastián Campanario le está sacando más jugo a su trabajo con extraterrestres.

  • César Silveyra vive en el presente y lo canta así.

  • Sergio Mohadeb (Derecho en Zapatillas) reflexionó sobre el control preventivo y el derecho.

  • Andrei Vazhnov habló sobre el fin de universo.

  • Alberto Naisberg descubrió por qué se emociona cada vez que piensa en su abuelo.

  • Eduardo Sáenz de Cabezón reconoció la importancia de sacar a la ciencia de la discusión política partidaria.

  • Santiago Bilinkis reflexionó sobre lo que podemos cambiar como sociedad.

  • Laura Aresca mostró cómo tener un propósito en la vida puede resultar en beneficios en la salud.

  • Guadalupe Nogués quiere agrandar el mundo, aprendiendo de otros y con otros, para lo cual necesitamos aprender a conversar.

  • Alejo Canton reconoció que cuando algo es lindo no necesita marketing y reflexionó sobre valor de ser escandaloso.

  • Gustavo Pomeranec aprendió a hacer un podcast.

Los alcances del perdón

Ilustración: Fidel Sclavo

Ilustración: Fidel Sclavo

Simon Wiesenthal, prisionero en el campo de concentración de Mauthausen, fue obligado a presentarse ante un nazi que, a punto de morir y torturado por la culpa, necesitaba un judío que lo perdonara.

Ante ese dilema, Simon no pudo hacerlo porque, según la tradición judía, solo las víctimas podían perdonar y ya no estaban para hacerlo. Quien sería años después el conocido cazador de nazis, centró su libro “Los límites del perdón” en ese episodio, cruzando humanismo con ética, responsabilidad con libertad de elección y el abismo de la muerte definitiva con el perdón.

El perdón sucede después de la culpa. Pero no una culpa cualquiera. Asesinar no es lo mismo que matar, el mandamiento dice “no asesinar”. Matar es un acto de defensa, cuando hay que elegir entre la propia vida y la del otro.

Asesinar es matar para conseguir algo, por odio o venganza, por obedecer a una orden.

Pedir perdón debe ser consecuencia de varios pasos. Primero, el reconocimiento del daño perpetrado. Segundo, el sincero arrepentimiento, el que lleva a una reflexión modificadora. Tercero, la compensación a la víctima, en palabras y hechos concretos.

Una vez reconocido el daño, una vez sentido y expresado el arrepentimiento, una vez compensada la víctima, recién entonces y, si la víctima considera que la conducta posterior del perpetrador lo amerita, podrá recibir el perdón.

La culpa por los actos criminales no siempre es evidente. ¿Quién es más culpable? ¿quien empujó a los judíos a las cámaras de gas o los que tomaron la decisión? ¿el soldadito que dispara su arma o el narco que lo mandó? ¿el torturador o la autoridad que lo ordenó? ¿Quién se siente culpable? ¿Quién debe pedir perdón?

Creo, igual que Wiesenthal y no sólo porque también soy judía, que el perdón humano, el perdón legítimo, el perdón reconciliador, es prerrogativa de la víctima, porque si la vida continúa el perdón debe suceder entre las personas, no gracias a la intervención divina.

Luego, si no hay reconocimiento, aceptación y reparación, el pedido de perdón será engañoso e hipócrita, solo gimnasia verbal.

Pero también la sociedad y sus instituciones tienen la potencialidad de perdonar cuando han sido lesionadas. Por desapariciones y apropiación de niños. Por delitos de lesa humanidad que siguen impunes. Por vacunas que no llegan y determinan muertes que podrían haberse evitado.

De las cien mil muertes que ya lloramos, indican los científicos que unas diez mil podrían no haber sucedido. ¿A quién corresponde la culpa? ¿Qué deben hacer los familiares de las víctimas, mutilados, impotentes y desesperados? ¿A quién reclamar? ¿Quién tiene el valor de decir “me equivoqué”, “no me di cuenta de que pasaría esto”, espero que me perdonen?

Pero, si el error “inocente” o la negligencia “ligera” conducen al asesinato, estamos otra vez ante los alcances del perdón. ¿Se puede perdonar a quien sea que asuma la culpa por la pérdida del papá, de la abuela, del esposo?

Cada una de estas diez mil personas ya no está para perdonar. El acto fue definitivo, de la muerte no se vuelve. Los que, con el guante blanco de la justificación oportunista y falaz, “firmaron la orden” de asesinar a diez mil personas, probablemente no lo hicieron “a propósito”, pero lo hicieron.

¿Necesitarán alguna vez pedir perdón, como aquel SS a punto de morir? Aunque ese perdón nunca llegue, porque el asesinato es el límite de su alcance, sería esperanzador que alguno reconozca lo que se hizo, lo explique y, aunque no se lo demos, nos pida perdón.

Publicado en Clarin.

Publicado en El diario de Leuco.

Publicado en Revista Gallo. Y en su newsletter #17.

La varita mágica de la secretaria

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Aníbal se pasaba el día entero delante de la computadora resolviendo los mil y un problemas de su trabajo. Era auditor médico de una importantísima prepaga y tenía la responsabilidad de aprobar o no las solicitudes de los pacientes. Vivía tironeado entre dos patrones: por un lado la empresa que le daba el sustento y que esperaba gastar siempre lo menos posible y por el otro los afiliados que solicitaban prestaciones, prácticas y medicamentos que necesitaban para vivir. Cada trámite lo sumía en una gran angustia porque si favorecía al paciente se enfrentaba con sus patrones y si favorecía a la empresa debía discutir enfervorizadamente con su conciencia.

Forzado al home office, había acondicionado la habitación de servicio del departamento como oficina. Para llegar allí había que atravesar la cocina y el lavadero, de modo que estaba lejos del ruido cotidiano de su casa, aislado con su trabajo y los conflictos que a veces se volvían dilemas.

María Marta, su esposa, estaba todo el día en casa porque el restaurante donde había sido cajera veinte años, debió cerrar sus puertas. Cambió su rutina por la limpieza, la cocina, los chicos. Gaby y Flor, de 8 y 10 años, se trepaban por las paredes de tanto encierro y aislamiento. María Marta debía acompañarlos con el zoom de la escuela que les era difícil de seguir porque no conseguían mantener la atención. 

Para María Marta el cambio fue brutal. De pronto, quedarse en casa. De pronto, ocuparse de lo que no tenía el hábito de ocuparse. De pronto, tener que lidiar con maestros, tareas, horarios y con los dos grupos de whatsapp de padres con tantos comentarios, mensajitos, réplicas y contrarréplicas. 

Llegaba la noche y Aníbal y María Marta eran una cáscara vacía de ellos mismos. Estaban sus cuerpos pero no tenían ni aire ni fuerza para nada. Los ojos en el plato, los oídos ausentes, esperaban sentarse ante Netflix y que alguna serie los hiciera viajar a otras realidades, otros escenarios, otras situaciones.

María Marta se preguntaba dónde habían quedado las ganas. Ahora que tenía que trabajar desde casa Aníbal estaba peor que nunca. Cuando salía a trabajar, desaparecía todo el día, no llamaba nunca, parecía que al salir, el mundo de su familia se esfumaba y dejaba de existir para él. Así lo sentía ella que creía que él vivía dos vidas diferentes. Una en su casa, con ella y los chicos y otra en la oficina, dos vidas paralelas que no se tocaban durante el día y que a la noche, cuando volvía, se acercaban pero no del todo. Traía la oficina consigo dentro del portafolios, dentro de sus pensamientos, dentro de su mirada. “¿Por qué no se acuerda de mí durante el día?” se preguntaba, triste, María Marta. Su mayor deseo era que alguna vez, sin ninguna razón, Aníbal la llamara para contarle algo o preguntarle cómo estaba. O que se apareciera un día con un regalo, algo fuera de programa, ni aniversario, ni cumpleaños, ni navidad ni nada, porque sí, porque se acordaba de ella , porque la tenía presente, porque le hacía falta. 

María Marta sufría esta forma de vivir en paralelo que tenía Aníbal y se lo reprochaba siempre. “Nunca te acordás de mí, te vas y desaparezco de tu vida”... le decía en medio del llanto. Aníbal se quería morir en esos momentos. No entendía por qué para ella eso era tan importante. Si él la quería, si ella era su mujer y él vivía para ella, ¿qué es lo que tanto la hacía sufrir? A él le parecía natural, siendo tan responsable, serio y comprometido con su trabajo, que su vida familiar quedaba al margen durante sus horas de decisiones, abrumado por la gestión plagada de pedidos y reclamos. Terminada su jornada laboral, recibir los de su esposa, lo sumía en la impotencia.

El llanto y el reclamo de María Marta se agudizó durante el encierro. Había imaginado que si Aníbal estaba en casa todo el día sería diferente pero seguía igual que siempre. Se encerraba en su “oficina” y no estaba, se aislaba dentro de esa burbuja, tan cerca de todos y tan lejos, muy lejos. 

Aníbal sufría ante el llanto de su esposa, se quedaba en silencio, un silencio culpable, pesado y doloroso porque no quería herirla, pero lo cierto era que se sumergía en su trabajo y no tenía presente a su familia en esas horas. María Marta tenía razón, no se acordaba. Pero no era porque no la quería, porque no le importaba como ella suponía. No sabía por qué era, tal vez era su manera de entender el trabajo, igual que como lo hacía su padre, igual que como lo había hecho su abuelo. No recordaba que su madre o su abuela les hubieran reclamado a sus maridos que las llamaran, que les trajeran algún regalo fuera de fecha, que les mostraran algún interés particular en horas de trabajo. Y eso no quería decir que no las querían y sus esposas así lo entendían. ¿Por qué María Marta no?

Esa noche habían tenido otra de esas escenas lastimosas y lastimadas en las que Aníbal  recibía reproches y reclamos frente a los que no sabía qué decir. Ver a su mujer tan dolorida, tan triste, tan necesitada, lo sumía en la impotencia y la desdicha. Se fue a dormir con el alma fruncida, otra vez, y casi no pegó un ojo toda la noche. No era una mala persona, no quería hacerle daño a su mujer, ¿cómo hacer para evitarlo? 

A la mañana, ya sentado ante su computadora, recibió un mail de la señora Claudia, su secretaria desde hacía 15 años, su filtro habitual y la que le organizaba la tarea cotidiana, también durante la pandemia solo que no de manera presencial sino online. El mail entrante se refería a un tema que había que resolver con urgencia, pero se quedó mirando el monitor sin ver el texto, inmóvil y en un impulso súbito tomó el celular y la llamó. Sin pensar lo que hacía le contó lo que pasaba, le dijo que estaba desesperado, que no sabía qué hacer, que quería hacer sentir bien a su esposa pero que no lo conseguía y no podían seguir así. La señora Claudia, mayor que Aníbal, viuda después de 40 años de matrimonio, tuvo súbitamente una idea.

  • “ya sé lo que vamos a hacer”

  • “¿vamos?” preguntó sorprendido Anibal

  • “sí, vamos. Abra nuestra agenda compartida”

  • “ya está”

  • “ahora no se fije en fechas, vaya a la semana que viene, cualquier día y anote ‘comprar regalo para mi esposa’”

  • “listo”

  • “ahora, y sin mirar la fecha, anote lo mismo, y siga así después de unas semanas más y otra vez y otra vez…”

  • “pero, no entiendo… ¿esto para qué sirve?”

  • “usted déjemelo a mí. Cuando veamos el mensaje ‘comprar regalo para mi esposa’ usted me dice cuanto quiere gastar y le compro algo que le llegará de sorpresa. ¿Le parece bien?

Anibal suspiró hondamente. ¿Quién sabe? Ella como mujer tal vez había entendido lo que pedía María Marta y que para él era indescifrable. Si la hubiera tenido cerca, la habría levantado en el aire y habría bailado con ella. ¿Funcionaría su idea?

Unos días después, María Marta le golpeó la puerta. Traía un paquete abierto donde asomaba una cartera marrón con herrajes dorados…. se abalanzó sobre él, lo abrazó llorando, pero esta vez su llanto era otro, se sentó sobre sus piernas, quieta y feliz. Cada tantas semanas sucedía lo mismo. Llegaba un paquete con algún objeto de regalo, un perfume, un ramo de flores, una pashmina, un libro, todas con una escueta tarjeta que decía “para vos, Aníbal”. 

Claudia, la sabia, había inventado un atajo que respondía a la necesidad de María Marta de ser agasajada un poquito cada tanto y de Aníbal de darle algo de felicidad a su esposa. Una recibía cada tanto, sorpresivamente, una evidencia de que no era transparente para su marido, que no era, como había creído, un mueble más, que le importaba, que la consideraba y la quería. Aníbal dejó de sentirse culpable y en deuda eterna con esta necesidad de confirmación de su mujer frente a la que él no podía responder porque él era así,  mientras trabajaba se olvidaba del mundo y no podía pensar en otra cosa. 

Fue un win-win. Todos ganaron. 

María Marta preguntó qué pasaba, cómo había sucedido el cambio. Aníbal le contó que todo había sido idea de la señora Claudia. 

Aunque no había sido idea de su marido, al ver la alegría que él tenía ante su propia alegría, no le importó. El ingenio de su secretaria le permitió verlo con otros ojos y leer su inmersión en el trabajo no como desamor.

Se miraron como hacía mucho que no lo hacían y decidieron, de mutuo acuerdo, comprarle algún regalo a Claudia a modo de agradecimiento. Se sentaron juntos frente a la computadora y, sabiendo cuánto le gustaba todo lo japonés, le encargaron un servicio de te japonés completo para que le llegara el fin de semana. 

Fue un momento luminoso y un bálsamo inesperado. 

Todos salieron ganando. 

Publicado por La Nación

Crónica del desamparo:¿Quién pudiera ser perro?

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Max es pequeño, peludo y suave, tan blando por fuera que se diría todo de algodón… tiene 10 años, aúlla acompañando a las sirenas de bomberos o ambulancias, menea la cola de alegría cada vez que nos ve aparecer, si la puerta está cerrada rasca con las uñas hasta que lo oímos, si quiere salir al patio se para en la puerta de la cocina, tuerce la cabeza y nos mira, puede quedarse así mucho tiempo hasta que lo advertimos y le abrimos para que salga. Es una fuente de ternura que nos entibia diariamente. ¿Cómo no amarlo? Si su mirada nos sigue como si fuéramos la estrella polar que usaban los navegantes para no perderse en el mar, si nos promete lealtad en cada minuto, si se da cuenta cuando estamos tristes, enojados o doloridos y se nos recuesta con su lomo pegadito a alguna parte de nuestro cuerpo, sintiendo y dando calor, quietito, en silencio, sin pedir nada. Salvo comida, claro. Y la caminata diaria. Y algún mimo, siempre algún mimo.

Me acuerdo de Helena que se quedó solita a los 11 años en la Polonia ocupada por los nazis, con un saquito y un bolsito donde llevaba su nuevo documento con su nuevo nombre y su nueva historia. La mamá le había conseguido ese salvoconducto para que pudiera salvarse, ahora se llamaba Ania. El día que se quedó sola, sola por primera vez en su vida, sola en medio de la hostilidad de lo desconocido, sola y desconcertada porque no sabía dónde ir ni qué hacer, con miedo a hablar por si se descubriera que era judía, miedo de no saber cómo moverse, cómo decir o cómo hacer lo que toda buena niñita católica debía, miedo de que la desafiaran a recitar el Padrenuestro que no sabía o que le preguntaran algo y responder mal. Sentada en un umbral, perdida en medio de la gente, vio pasar a un matrimonio que llevaba a su perro de paseo. Se oyó un ligero aullido y la señora prestamente lo tomó en brazos y ante la mirada preocupada del marido lo revisó para ver si se había lastimado. Cuando se aseguró de que estaba bien, lo bajó al piso y siguieron su camino. Ania -ya se pensaba con ese nombre para que no se le fuera escapar el suyo- los miró alejarse y, acallando sus lágrimas, se dijo “¿por qué no puedo ser yo un perro?”.

Hay perros que tienen suerte. Como Max que disfruta de una “tenencia responsable”. Pero no todos la pasan bien. Están los maltratados y castigados, los abandonados, los que deambulan por las calles hurgando en la basura esquivando patadas y golpes, lluvias y fríos. Ania envidiaba la vida y el destino de ese perro que vio pasar pero no querría ser un perro como esos otros, como ella misma, los golpeados por la vida, los excluidos, los que deambulan por el gran Buenos Aires y terminan en ollas populares para los que no tienen nada para comer.

Todos querríamos ser cuidados, protegidos, alimentados, sanados, mimados, queridos. Como Max. Pero, igual que en el mundo perruno, la justicia, la consideración y el cuidado no son para todos. No lo son para los que no tienen trabajo ni techo, ni para la mitad de los chicos que no recibe la alimentación necesaria para que su aparato neurológico se desarrolle con toda su potencia, ni para los que no tienen acceso a la educación o lo tienen restringido, ni para los que no reciben la atención médica que asegure que llegarán a adultos.

Duro de toda dureza. Triste de toda tristeza.

Aunque haya perros con tan mala suerte como ellos, me atormenta pensar que si conocieran la vida privilegiada de Max, más de uno diría, como Ania, ¿quién pudiera ser perro?

publicado en Clarin.

entrevista en Radio Jai para Coffe Brake (Dany Saltzman): https://www.radiojai.com/index.php/2021/06/29/105022/quien-pudiera-ser-perro/