El día después llegará

Ilustración: Vior

Ilustración: Vior

Un día encontré en el dormitorio de mis padres una libretita que me intrigó. No sé qué hacía hurgando en esos cajones pero recuerdo que de chica lo hacía con frecuencia. Buscaba tal vez evidencias o respuestas a tantas preguntas que me hacía sobre mi historia y la de ellos. Vi en la libretita la letra de mi papá, página tras página, con palabras que no alcanzaba a descifrar, ¿en qué idioma estaban? ¿qué decían? Intrigada, fui a mostrarsela a mamá y le pregunté qué decía en la libretita. La miró sorprendida como si le hubiera entregado una especie de tesoro, algo que hacía mucho no veía o que creía perdido. “Son canciones” dijo mientras pasaba una a una las hojas escritas en lápiz. “Así nos entreteníamos en el escondite”, se trataba del diminuto altillo donde estuvieron escondidos dos años durante el Holocausto. Papá era comediante amateur, amaba cantar y bailar, y se pasó esos dos años corriendo tras su memoria para recordar y registrar las canciones de las comedias musicales que amaba y que quería volver a cantar una vez que salieran. Si es que salían. Si es que no eran descubiertos. Si es que sobrevivían.

Hoy volvió a mi la libretita con las Canciones Para Cantar Si Seguimos Viviendo. ¿Dónde estará guardada? seguro que algún día la encontraré aunque no la busque, si es que no me contagio, si es que si me contagio sea leve, si es que si me contagio y sea grave consiga cama, si es que si me contagio y sea grave y consiga cama haya oxígeno y profesionales suficientes para atenderme. En suma, si es que salgo viva de esta pandemia. Sin vacunas para todos el único recurso es seguir aislados y encerrados. Ya van quince meses. Uno ya no sabe cómo darse ánimos, qué inventar para que el paso del tiempo sea más tolerable con la falta de tantos abrazos que son solo virtuales, la ausencia de la aventura de salir, de encontrarse con amigos y compañeros de trabajo, de ir al cine, al teatro o a un espectáculo colectivo, y mantener la relación amorosa con hijos, nietos, hermanos, amigos queridos encerrados en ventanitas cuadradas y chatas. Está durando mucho. Y sin la inmunidad de rebaño que la vacunación masiva produciría, nuestra espera no tiene día de finalización. Sabemos que llegará el final. No sabemos cuánto falta. Y cuando no se sabe cuánto falta el trayecto es siempre más penoso. Los dolores de parto son soportables porque sabemos que en horas -pocas o muchas, pero horas- nace el bebé y se terminan. Ahora no sabemos, por eso duele más.

Mis padres tampoco sabían cuándo terminaría. Tampoco sabían si sobrevivirían, aunque de diferente manera que nosotros y por causas muy distintas. Aún sin saber papá hacía esa fuerte apuesta al futuro. Si salía iba a estar preparado, sabría todas las canciones al dedillo y podría volver a subir a un escenario y hacer eso que tanto amaba, cantar y bailar. En realidad no lo hizo, nunca volvió a actuar. La vida fue arrolladora y lo puso ante nuevos desafíos pero esa libretita, ese ejercicio de memoria aparentemente inútil, fue, en medio de la incertidumbre más oscura, su ancla salvadora donde declaraba ¡quiero vivir!, ¡tengo cosas para hacer! Y es para mí una potente lección que hoy comparto acá. ¿Cuál es nuestra libretita de canciones para cantar cuando sobrevivamos? Cada uno tendrá la suya. Y si no la tiene, ¡a inventarla ya!

No sabemos cuándo llegará pero el después llegará, eso es seguro. Que nos encuentre con la libretita llena de canciones y con ganas de volver a subir al escenario para cantarlas a voz en cuello.

Publicado en Clarin.

Publicado en El diario de Leuco.

Publicado en El Gallo.

Elegir cuidarnos

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Ante el embate de la pandemia, mientras esperamos las ansiadas vacunas, lo único que podemos hacer, si elegimos vivir, es cuidarnos. Eso está en nuestras manos, es nuestra decisión. Lo aprendí de Jack Fuchs Z’L, sobreviviente del Holocausto y maestro de vida.  Derramaba enseñanzas y reflexiones inolvidables pero no le gustaba contar lo que había pasado cuando era sujeto de otros. Tomó la férrea decisión de sostener y dominar las riendas de su vida. Peleaba con uñas y dientes para rescatarse de su pasada impotencia. Protagonista de su presente, dueño de sus decisiones y palabras, no se escudaba en su condición de víctima para darle sentido a su vida, prefería abrir preguntas existenciales que apuntaban a lo más hondo y esencial de lo humano.

Contaba que un día un coche rozó el suyo en medio de una avenida. Se bajó furioso con el puño apretado listo para reaccionar pero detuvo sus pasos pensando “con lo que ya me pasó en la vida ¿cómo enojarme por un tonto rayón?”. Iba a desistir pero lo volvió a pensar, dio vuelta y encaró furioso al conductor desaprensivo porque “¡ya aguanté bastante, no pienso aguantar nada más!”. 

Sus padres y hermanos fueron asesinados en la Shoá. Ya viejo, decepcionado del género humano que insistía en guerrear y matar, murmuraba para sí, desolado “mientras mi familia fue condenada a morir hace setenta años, yo estoy condenado a vivir”. Su único rescate, de esa y de cualquier condena, fue asumirse en dueño de la situación, apropiarse de cada minuto de su vida. 

Amaba invitar gente a comer a su casa. Cortaba, mezclaba, sazonaba, ponía la mesa, servía y, como al pasar, en los intersticios, derramaba perlas conceptuales como si fueran los condimentos con los que aliñaba la comida. Dueño de casa, dador, maestro de ceremonias, director de orquesta enarbolando un cucharón a modo de batuta e hipnotizaba a su comensal. La decisión era suya y era imposible correrlo del lugar elegido. Respondía lo que quería a cada pregunta con una voltereta mágica de la que dejaba caer como al descuido una honda reflexión, muchas veces poética, siempre alejada de cualquier parámetro común. 

Lo pinta de cuerpo entero el modo en que remató su recuerdo de cuando fue rescatado. Piel y huesos, enfermo, desnutrido y desahuciado luego de los infiernos de Auschwitz y Dachau, ya hospitalizado, bañado, con un piyama limpio y planchado, acostado en una cama con colchón y sábanas, su cabeza apoyada sobre una almohada mullida, cobijado y alimentado, oyó a una enfermera preguntarle qué más podía hacer por él. A sus veinte años, despuntando esa lucidez que le sería tan característica, diseñó el futuro de su vida al decir “Ahora me puedo morir”.

¡¿Ahora me puedo morir?! ¿Qué quería decir? ¿Por qué pensar en morir cuando estaba a salvo? No se trataba de morir sino de decidir. Como cuando recibía en su casa cocinando y sirviendo, declarando a cada paso que era el dueño de la situación. Sujeto de otros durante largos años concentracionarios, víctima sin posibilidad alguna de decisión, la recuperación de su condición humana implicaba poseer a cada paso cada uno de sus pasos. Lo que empezó en aquella cama de hospital fue luego el eje de su vida. Su ahora me puedo morir era la suprema expresión de que ya no era sujeto de la voluntad de otros, que si moría lo hacía como humano, no como carne animal ni número descartable. Morir así, si moría, lo renacía como sujeto y si podía elegir morir también podía elegir vivir. 

Nosotros podemos elegir cuidarnos. Está en nuestras manos.

Publicado en Clarin.

Travesuras en pandemia

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Diego y Esteban eran amigos desde la secundaria. Desde siempre coincidían en gustos, códigos y estilos. Leían enfervorizadamente ciencia ficción, eran serios y reservados pero con un humor ácido que solo ellos compartían y disfrutaban, no les gustaba ser parte de la manada, preferían mantenerse separados mirando a los demás con cierta displicencia y un ligero desprecio. Si alguno encontraba en DVD con esa película inhallable de un cuento de Philip Dick, se sumergían el fin de semana entero para verla una y otra vez, revisando casi fotograma por fotograma, buscando y encontrando detalles reveladores. No les gustaba el fútbol pero sí el tenis, se entrenaron juntos y terminaron siendo una pareja imbatible en las canchas. 

Male y Tamy vivían en el mismo edificio, una en el tercero, la otra en el séptimo. Se conocían desde que habían nacido. Sus padres se hicieron amigos en principio por la vecindad y luego por elección. Para ellas la vida era inconcebible la una sin la otra. El mismo jardín, la misma primaria, la misma secundaria. Les encantaban los juegos de ingenio, desde rompecabezas sencillos hasta juegos de palabras y cálculos. Pasaban horas inventando palabras cruzadas y juegos gráficos con los que después desafiaban a sus padres y a sus compañeros de clase. Adoraban pasear juntas en bicicleta y lo hacían toda vez que podían en trayectos cada vez más largos. 

Diego y Esteban eligieron estudiar ingeniería. 

Male y Tamy se anotaron en exactas una en física, la otra en matemáticas.

La iniciación sexual había sido tibia para los cuatro. Ya habían debutado pero a la hora de comenzar la universidad para ninguno había llegado el amor así como lo imaginaban o esperaban.

Male y Diego se conocieron haciendo cola comprando entradas para un recital de Paul McCartney en River. Parecía que iba a llover, estaban cansados después de largas horas esperando, empezaron a hablar de esas cosas que gente desconocida y aburrida habla en las colas. Pegaron onda de entrada. Para ambos los Beatles eran parte de sus infancias porque sus respectivos padres los escuchaban todo el tiempo. Tener la oportunidad de ver a uno de ellos era un sueño hecho realidad. Para los dos. 

Cuando empezó a llover, Male desplegó su paraguas e invitó a Diego a guarecerse debajo. Cerca, casi tocándose, sintieron que nacía algo allí. Cuando llegaron a la boletería compraron entradas adyacentes, dos para cada uno. “¿Con quién vas a venir?” preguntó Male queriendo saber si tenía novia, “Con Esteban, mi mejor amigo” escuchó aliviada, “¿y vos?” con un brillo inquieto en la mirada, “Con Tamy, mi mejor amiga”... y la coincidencia les resultó tan divertida que estallaron en una carcajada.

El recital fue maravilloso. Escucharon al calor de los miles de asistentes esos temas tan conocidos con el ídolo en vivo, ahí adelante. Al final estaban felices, plenos y hambrientos. Salieron juntos, caminaron muchas cuadras hasta que dieron con un lugar en donde entrar y empezó la relación entre los cuatro como un acorde musical armónico y melodioso. Esteban y Tamy simpatizaron inmediatamente. La situación era perfecta. Los cuatro formaban  una combinación dichosa de, sabores, gustos y colores. Durante varios meses las relaciones prosperaron y se ahondaron. Salían a veces juntos los cuatro y otras cada pareja por separado, pero se hacían confidencias, se aconsejaban, se estimulaban y se contenían como lo habían hecho siempre.

Con la pandemia y el forzado aislamiento, las oportunidades de verse personalmente fueron menguando hasta desaparecer. Se veían por zoom. Como hacemos casi todos. 

La piel, la cercanía, la presencia, el olor, la energía se reconvirtieron en los cuadraditos del video chat. La visión y la audición reinaron sobre el olfato, el gusto y la piel. Los cuerpos se redujeron a las caras y parte del torso, los contextos fijos, cada uno siempre en el mismo lugar, con el mismo fondo. Se reían mostrándose lo que llevaban debajo de la cintura: ojotas, shorts, yoguinetas, zapatillas desflecadas… seguían siendo amigos y compinches. 

Pero algo impensado fue pasando a medida que transcurrían los días y la presencialidad se alejaba. Diego empezó a encontrar en Tamy, la novia de su amigo, cosas que antes no había advertido, una cierta picardía, un cierto rincón secreto intrigante que se descubría fantaseando con explorar. Se lo guardó para sí. ¿Cómo decirle esto a Esteban? ¿Es que le estaba gustando Tamy? Se sentía super mal con Male a quien, de repente, empezó a sentir como una hermana, como alguien muy querido pero nada erotizado. 

Esteban a su vez, y casi al mismo tiempo, vio crecer una gran incomodidad cada vez que se encontraban los cuatro por zoom porque su mirada iba derechito a Male, la novia de Diego, en lugar de a Tamy. No podía dejar de mirar esas pecas en sus mejillas, el modo en que fruncía la boca con su semi sonrisa desafiante, su imagen era lo último que veía antes de dormir y lo primero que se le aparecía al despertar. Se sentía un traidor, una mala persona, no se lo podía perdonar. Pero no lo podía evitar.

Male y Tamy dejaron de llamarse todos los días y dejaron de subir a la terraza de su edificio que era donde solían encontrarse. También a ellas les estaba pasando algo con los muchachos, algo incómodo, algo que crecía y que no conseguían frenar. También ellas sentían que los sentimientos las abrumaban, que el novio de la otra las conmovía hondamente. No sabían qué hacer ni cómo manejarlo. Todos creían que  algo ingobernable les estaba jugando esa mala pasada. No sabían que a los cuatro les estaba pasando lo mismo.

Es que creían, como solemos creer todos, que lo que sentimos hacia alguien es cosa nuestra, como guardada en una cajita, en el corazón por supuesto, y que lo que siente el otro es un misterio porque tiene su propia cajita. Una analogía más justa es imaginar nuestros sentimientos como el registro de lo que nos pasa cuando estamos con esa otra persona. No está dentro de uno sino que flota en el “entre”, es el clima, tanto amable como hostil, en el que transcurre el encuentro. Por eso los sentimientos, si ambos leen bien el clima compartido, son mutuos, sentirán lo mismo.  Por eso las dos parejas estaban sintiendo de manera similar, pero no lo sabían. Male también había descubierto a un Esteban que le había sido invisible y Tamy, azorada, tenía en Diego un atractor, un imán del que no se podía sustraer. Se habían cruzado los cables y había pasado simultáneamente.

Los cuatro amigos entraron en una zona de penuria y sufrimiento. Ninguno sabía que a los otros tres les estaba pasando lo mismo. Cada uno se creía una especie de monstruo malévolo y desleal que no merecía sostener la amistad que había vivido hasta entonces. Ninguno dejaba entrever lo que estaba sintiendo por temor a destruir para siempre esa red de confianza y amistad construida a lo largo de la vida. 

Pero cuando uno contiene de esta manera sus emociones tienden a escaparse sin que las podamos controlar. Todo explotó con un lapsus de Esteban. Hablando con Diego, en lugar de decir Male dijo Tamy. Empezó a trastabillar, se le llenaron los ojos de lágrimas. el “¡uh! no sé qué me pasó, quise decir ¡Male!” sonó a falso, a poco, a lastimoso. Diego se dio cuenta al toque. Y se preguntó, casi sin atreverse a pensarlo, si a su amigo no le estaría pasando lo mismo que a él. Derechos como eran, francos y buenas personas, amigos hasta el caracú, Diego se animó y ante los titubeos y el azoramiento de Esteban dijo  “también yo podría confundirme como vos y decir Tamy en lugar de Male”. Era por zoom. Se quedaron detenidos, suspendidos, casi sin respirar, mirándose en silencio hasta que Esteban preguntó “¿estoy entendiendo lo que estoy entendiendo?”. “Sí” dijo escuetamente Diego, “no sé qué pasó ni cómo pasó pero se me dieron vuelta las fichas y la veo a Male como una hermana querida, una amiga entrañable, pero no una pareja… así la estoy sintiendo a Tamy y me odio a mi mismo, no te lo quería decir porque sé que no me lo vas a perdonar porque no tengo perdón, pero no fue voluntario, no sé, no es a propósito, no puedo dejar de pensar en ella….” La sorpresa de ambos fue mayúscula cuando se confesaron que a ambos les estaba pasando lo mismo. Volvió la sonrisa que había estado ensombrecida hacía un tiempo, el alivio despejó esas nubes tormentosas y volvió a salir el sol. 

¿Cómo decirle a las chicas? ¿Cómo hacerle esto a Male y a Tamy? Pero una vez que lo blanquearon entre ellos se dieron fuerzas, decidieron no esperar y decirles de una y en un encuentro de los cuatro, también por zoom, claro. 

De pronto, como en en los caleidoscopios que cuando uno los mueve, las piezas cambian de lugar y construyen una nueva estructura igualmente armónica que la anterior, estas cuatro personas se reacomodaron a la nueva realidad. El momento de la confesión culpable de los muchachos se transformó en jolgorio cuando las chicas confesaron que les estaba pasando lo mismo y que se habían sentido muy mal la una con la otra por esta irrupción de un sentimiento que no habían buscado. 

Y se cruzaron las parejas. Los espera el momento de la presencia concreta, el momento que todavía no saben cuándo será. Se están descubriendo online, aprendiendo a conocerse y a construir la necesidad del otro, los espacios de encuentro, los sueños compartidos y las mismas ganas. Cuando lleguen los besos y las caricias se verá si esto que descubrieron crecerá y se volverá ese lazo fuerte y sólido que les permitirá caminar a la par. Mientras tanto no paran de reír por esta travesura sorpresiva de la vida.

Publicado en La Nación.

Publicado en El Diario de Leuco.

Desarraigos en tiempos de pandemia

Ilustración:: Fidel Schiavo

Ilustración:: Fidel Schiavo

Vivimos una dolorosa realidad con interrogantes que empiezan a ser acuciantes. 

El vacuna-tour muestra nuestra condición paupérrima y cuán inquietante es nuestro futuro. Los felices viajeros reciben los pinchazos salvadores tras una corta cola, a su turno y sin preguntas. Avión. Ezeiza. Y a casita. Nuestros oídos los oyen inundados de envidia, de esa envidia malsana, tóxica, regurgitante. Y no solo por la vacuna. El contexto económico, social y  político no promete nada bueno, el futuro se ve incierto y sombrío. Para los mayores tal vez ya no importe tanto, pero ¿y nuestros hijos? ¿será éste un lugar para que sus futuros, sus sueños y capacidades tengan una oportunidad de hacerse realidad? Y ahí es cuando vuelve, otra vez, con gusto ácido y a viejo, la idea de partir.

Charles Papiernik, un sobreviviente del Holocausto que hace tiempo nos dejó, solía decir con amargura: “Los pesimistas se fueron, los optimistas nos quedamos”. Y de un golpe, si pesimismo y optimismo oscilan en un tan difícil equilibrio, cuestionaba el realismo.  ¿Cómo saber por anticipado cuál será el mejor camino? ¿quién tiene el bendito diario del lunes que le asegure que era para ese lado y no para aquel otro?

El irse o el quedarse resulta un dilema. Lo era entonces en Europa. Lo es ahora en la Argentina. Tal vez lo sea siempre.

Los que tenemos la experiencia de haber inmigrado sabemos que, pasado el momento idílico de la novedad, la adaptación a la vida cotidiana en un lugar desconocido está llena de escollos, incertidumbres y desafíos.

De entrada el nuevo idioma. Incluso si se va a un lugar en donde se hable castellano, será otro castellano, con otros giros, otros sobre entendidos, otras secretas intenciones labradas por los que lo han ido tejiendo en sus interacciones cotidianas. Todo es diferente, actitudes, códigos, historias compartidas de las que se está afuera que interpelarán y desafiarán a toda hora. Mis padres no pudieron acompañarme con los belgranos y sarmientos de la primaria, los versitos y juegos infantiles que no conocían en Polonia, nada les evocaba su propia infancia, no sabían cómo acompañarme. Aunque uno no vea a sus amigos y familiares con mucha frecuencia, como ahora, saber que están cerca no es igual que el desgarro de saberlos lejos. Pensemos en el registro de los lugares conocidos… Si alguien me dice que vive en Agüero y Juncal o en Rivadavia y Larrea sé dónde es, cómo es la zona, tengo el mapa mental de mi experiencia en esas calles. En un lugar nuevo, los cruces de calles no me dirán nada, no evocarán ningún recuerdo, ninguna imagen, ninguna relación previa con sus muros y baldosas sin honduras ni memoria. 

Emigrar es un poco mutilarse el presente, arrojarse a un escenario desconocido y opaco que nos habla, si es que nos habla, con distancia, recelo y ajenidad. 

?Quedarse es mutilar el futuro de nuestros hijos?,  no honrar la misión de educarlos, alimentarlos y protegerlos para que puedan llegar a adultos, desarrollar sus capacidades y realizar sus sueños y deseos.

La amarga reflexión de Charles, horadante y desgarradora, es un dilema. En un dilema ninguna soluciones es buena, se elige una sabiendo que es injusta, arbitraria y que nos deja en manos del impredecible azar. 

¿Cuál mutilación elegir? ¿La del presente o la del futuro? 

Influenciada por la desazón, el desánimo y la desesperanza, pido disculpas a quien lee. Decime Marilina que es cierto, cantame otra vez al oído que aunque no lo veamos el sol siempre está.

Publicado en Clarin

El sexo oculto de una buena cena

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Fue en una de esas charlas entre mujeres (cuando tenemos la suerte de tener esa amiga con la que se pueden tener esas charlas). Male y Sofi eran amigas desde la primaria. Atravesaron juntas el comienzo de la menstruación, los primeros enamoramientos, el viaje de egresados, los estudios, los trabajos, los matrimonios, los hijos. La experiencia de una apuntalaba a la otra. Las dudas de una se reflejaban en las incertidumbres de la otra. Pasaban los años y la firmeza de la red tejida entre ambas se sostenía y aumentaba. Eran privilegiadas. Y lo sabían.

La pandemia hizo imposibles sus encuentros pero continuaron, zoom mediante, con la misma frecuencia y la misma hondura de siempre. 

Hola Sofi, tengo un rato ahora, ¿podés hablar?, mandó un mensaje Male. Sí, dale, pará que me hago un mate y te llamo por zoom, fue la respuesta casi inmediata.

Cada una en su sillón habitual, en el cuarto de siempre, obviamente con la puerta bien cerrada, comenzaron la conversación.

-Estoy re mal, bah, no sé si re mal, mal, estoy mal…. es Gus ¿viste? como siempre…

-¿Qué pasó ahora?

-Nada, no pasó nada en particular y es todo. Todo está mal.

-¿Pero qué, pelearon, la cosa se puso fea?

-No, no, no, nada de eso. Es, si se quiere, peor. No pasa nada. ¿Me entendés? ¿No pasa nada?

-¿a qué te referís?

-yo qué sé, no tenemos sexo, ninguno de los dos tiene ganas, estamos juntos todo el día por esta maldita pandemia y casi no hablamos, creo que no me ve, que soy menos que un mueble para él, transparente, ¡eso! le soy transparente…

-¡Ay Male! con Edu nos pasa parecido, ¿serán los años? ¿será que estamos aburridos?

-No me vengas con lo de la rutina, lo del desgaste y todas esas cosas de psicología barata…

-No lo iba a decir pero también eso está, lo sabés muy bien, pero acá hay algo más, no sé, es con la pandemia, con esto de estar en la misma casa todo el día todo el tiempo, como si no existieran las paredes, como si no hiciera falta necesitarnos porque estamos ahí, siempre, todo el tiempo y no nos podemos esconder uno del otro…

-¿Esconderse? ¿para qué?

- ¿Ves? no sé, parece loco pero extraño que nos veamos recién a la noche, que nos pasemos todo el día cada uno en lo suyo sin saber en qué estamos, sin que nos veamos... como que la magia desapareció, y tenerlo ahí a 5 metros, tan endiabladamente cerca, me lo volvió invisible y creo que también soy invisible para él.

-¡Demasiado cerca! no lo había pensado así, como si el no verse unas horas se abrieran las puertas a la imaginación y volviera el apetito por el otro y ahora no se puede. Sí, ahora que lo pienso, algo de eso también me pasa a mí y por ahí también a Gus.

-¿Dónde quedó eso que había entre nosotros, no sé cómo decirlo, esas ganas, ese extrañarlo, ese contento por verlo de nuevo?

-El deseo decís, ¿dónde quedó el deseo?

-Sí, el deseo. En la cama somos como dos hermanos, minga de erotismo, minga de calentura, es como si el sexo hubiera desaparecido, ya no caricias ni abrazos…

-¡ay sí! Nosotros vemos juntos esos programas de cocina, nos encantan

-Nosotros también…

-Se me ocurre una idea!!!! dejame que lo piense y después te llamo.

-Ok, chau.

Y con una sonrisa traviesa Sofi fue a la habitación donde Edu estaba trabajando y le dijo: 

-Tengo una propuesta deshonesta que hacerte.

-¿Ah sí? ¿De qué se trata?, sin sacar la mirada del monitor.

-De festejar que hoy es jueves con una comida especial.

-¿Y qué tiene este jueves?

- Nada, no tiene nada. Es que quiero hacer algo loco y me pareció que el que fuera jueves era un pretexto como cualquier otro. ¿Te prendés? ¿Me hacés el gusto?

Edu levantó los ojos del monitor y miró a su mujer que le sonreía con un brillito prometedor en la mirada y no se pudo resistir.

-Dale. Me intriga lo de “algo loco”.

-Pero me tenés que seguir en todo.

Hacía mucho que Edu no veía a Sofi. La miraba, la tenía delante todo el tiempo, pero hacía mucho que no la veía. Sofi advirtió también que estaba pasando otra cosa y ver la aceptación de Edu le hizo verlo, a su vez, de otra manera, como hacía mucho que no lo veía.

-Vestite que tenemos que salir.

-¿Adónde?

- A hacer compras.

Sofi al volante puso una radio de tango y el dos por cuatro le abrió a Edu una sonrisa de gusto. Llegaron al super y calzados con los tapabocanariz bajaron del coche.

-¿Esto era? ¿al súper? ¿para esto tanto lío?

-Paciencia papito, paciencia, ya vas a ver. 

Había una cafetería en la entrada y rumbearon para allí. Se sentaron en una mesa, pidieron un café y Sofi le contó su idea:

-Quiero que esta noche que estamos solos, nos hagamos una comida especial como si fuéramos los cocineros de la tele, lo que más nos gusta y que la hagamos juntos. Así que ahora nos toca elegir los ingredientes y vamos a elegir lo mejor ¿dale?, nada de ver cuánto cuesta. Hoy es una fiesta.

Edu había imaginado otra cosa. Celebración, especial, fiesta…, claro, creía que iba a ser sexo. Pero la actitud de Sofi lo tentó y le siguió el juego. Decidieron el menú: aperitivo, primer plato, plato principal, postre y bocaditos para el café. Edu tomaba nota. Luego vieron qué bebida armonizaba con cada paso y una vez hecha la lista de los ingredientes necesarios se repartieron para encontrarlos. Juntaron los dos carritos en la caja y volvieron al coche con todos los tesoros. El camino de vuelta al coche fue bien diferente del que había sido el de ida. Iban más ligeros, sonrientes, el día parecía más límpido.

La preparación exigió planificación, qué primero, qué después, con qué utensilios preparar cada cosa, cuáles recipientes, quién hacía qué. La pequeña cocina, siempre aburrida, rutinaria y silenciosa se transformó en una usina de aromas. La cebolla frita en aceite de oliva los fue envolviendo sutilmente y Edu no pudo resistir el abrir el vino previsto para el aperitivo. Buscó las copas que solo se sacaban para visitas y sirvió el vino, lentamente, mirando con atención cómo el vino caía y cubría de un rojo profundo las paredes de cristal… luego de unos minutos de reposo, acercó una copa a Sofi y le dijo:

-Olelo antes…inspirá hondo,  no te apures, mirá el color….

Y siguió:

-No lo tragues enseguida, dejalo jugar en tu boca, movélo con la lengua, impregná el paladar  y descubrí sus toques ….

Para uno ciruela y clavo de olor, para el otro pimienta y manzana. Dejaron por un rato lo que estaban haciendo y se quedaron en silencio alrededor de las copas que hacían de la quietud de palabras una sinfonía de gustos. 

Faltaba música. Edu buscó boleros, esos cursis y románticos que a Sofi le encantaban y que hacía tanto que no escuchaban. La casa empezó a volverse otra. Los mismos muebles, las mismas paredes, los mismos objetos que estaban en blanco y negro cobraron color y comenzaron a brillar.

La tarde iba cayendo y con ella la luz natural. Las sombras se iban alargando y pronto fue preciso encender luces. Lo hicieron en rincones para mantener el clima crepuscular, esa especie de ternura luminosa que borra los bordes, afina las redondeces, lima las grietas. 

Eligieron el mantel, los platos, los cubiertos, las copas. No podían faltar las velas para verse menos nítidos, más dulcificados y adivinarse los gestos.

Esperaron que todo estuviera listo sentados en el balcón, con unos quesitos, unas galletitas y los dips que habían preparado. Cuando se hizo la noche, se sentaron a la mesa. fueron y vinieron trayendo y llevando lo preparado, sirviendo, compartiendo, comentando cómo había salido cada cosa. Nunca antes habían practicado esa coreografía y se descubrieron conociendo los pasos o siguiendo al otro cuando aparecía alguno nuevo.

-Hola Male. ¡No sabés la noche que pasamos anoche!

Luego de que Sofi le hubiera contado todo, Male preguntó cómo había sido hacer el amor después. Estalló una carcajada gozosa del otro lado del celular.

-¡¡¡Comimos tanto y tomamos tanto que nos quedamos fritos como dos marmotas!!! pero fue una noche maravillosa. Me había olvidado de quién tenía al lado, de lo bien que podíamos estar juntos. Fue mejor, mucho mejor que hacer el amor. Es que hicimos el amor pero de otra manera. Porque hacer el amor es mucho más que sexo. Tenés que probarlo. 

publicado en La Nación