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La varita mágica de la secretaria

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Aníbal se pasaba el día entero delante de la computadora resolviendo los mil y un problemas de su trabajo. Era auditor médico de una importantísima prepaga y tenía la responsabilidad de aprobar o no las solicitudes de los pacientes. Vivía tironeado entre dos patrones: por un lado la empresa que le daba el sustento y que esperaba gastar siempre lo menos posible y por el otro los afiliados que solicitaban prestaciones, prácticas y medicamentos que necesitaban para vivir. Cada trámite lo sumía en una gran angustia porque si favorecía al paciente se enfrentaba con sus patrones y si favorecía a la empresa debía discutir enfervorizadamente con su conciencia.

Forzado al home office, había acondicionado la habitación de servicio del departamento como oficina. Para llegar allí había que atravesar la cocina y el lavadero, de modo que estaba lejos del ruido cotidiano de su casa, aislado con su trabajo y los conflictos que a veces se volvían dilemas.

María Marta, su esposa, estaba todo el día en casa porque el restaurante donde había sido cajera veinte años, debió cerrar sus puertas. Cambió su rutina por la limpieza, la cocina, los chicos. Gaby y Flor, de 8 y 10 años, se trepaban por las paredes de tanto encierro y aislamiento. María Marta debía acompañarlos con el zoom de la escuela que les era difícil de seguir porque no conseguían mantener la atención. 

Para María Marta el cambio fue brutal. De pronto, quedarse en casa. De pronto, ocuparse de lo que no tenía el hábito de ocuparse. De pronto, tener que lidiar con maestros, tareas, horarios y con los dos grupos de whatsapp de padres con tantos comentarios, mensajitos, réplicas y contrarréplicas. 

Llegaba la noche y Aníbal y María Marta eran una cáscara vacía de ellos mismos. Estaban sus cuerpos pero no tenían ni aire ni fuerza para nada. Los ojos en el plato, los oídos ausentes, esperaban sentarse ante Netflix y que alguna serie los hiciera viajar a otras realidades, otros escenarios, otras situaciones.

María Marta se preguntaba dónde habían quedado las ganas. Ahora que tenía que trabajar desde casa Aníbal estaba peor que nunca. Cuando salía a trabajar, desaparecía todo el día, no llamaba nunca, parecía que al salir, el mundo de su familia se esfumaba y dejaba de existir para él. Así lo sentía ella que creía que él vivía dos vidas diferentes. Una en su casa, con ella y los chicos y otra en la oficina, dos vidas paralelas que no se tocaban durante el día y que a la noche, cuando volvía, se acercaban pero no del todo. Traía la oficina consigo dentro del portafolios, dentro de sus pensamientos, dentro de su mirada. “¿Por qué no se acuerda de mí durante el día?” se preguntaba, triste, María Marta. Su mayor deseo era que alguna vez, sin ninguna razón, Aníbal la llamara para contarle algo o preguntarle cómo estaba. O que se apareciera un día con un regalo, algo fuera de programa, ni aniversario, ni cumpleaños, ni navidad ni nada, porque sí, porque se acordaba de ella , porque la tenía presente, porque le hacía falta. 

María Marta sufría esta forma de vivir en paralelo que tenía Aníbal y se lo reprochaba siempre. “Nunca te acordás de mí, te vas y desaparezco de tu vida”... le decía en medio del llanto. Aníbal se quería morir en esos momentos. No entendía por qué para ella eso era tan importante. Si él la quería, si ella era su mujer y él vivía para ella, ¿qué es lo que tanto la hacía sufrir? A él le parecía natural, siendo tan responsable, serio y comprometido con su trabajo, que su vida familiar quedaba al margen durante sus horas de decisiones, abrumado por la gestión plagada de pedidos y reclamos. Terminada su jornada laboral, recibir los de su esposa, lo sumía en la impotencia.

El llanto y el reclamo de María Marta se agudizó durante el encierro. Había imaginado que si Aníbal estaba en casa todo el día sería diferente pero seguía igual que siempre. Se encerraba en su “oficina” y no estaba, se aislaba dentro de esa burbuja, tan cerca de todos y tan lejos, muy lejos. 

Aníbal sufría ante el llanto de su esposa, se quedaba en silencio, un silencio culpable, pesado y doloroso porque no quería herirla, pero lo cierto era que se sumergía en su trabajo y no tenía presente a su familia en esas horas. María Marta tenía razón, no se acordaba. Pero no era porque no la quería, porque no le importaba como ella suponía. No sabía por qué era, tal vez era su manera de entender el trabajo, igual que como lo hacía su padre, igual que como lo había hecho su abuelo. No recordaba que su madre o su abuela les hubieran reclamado a sus maridos que las llamaran, que les trajeran algún regalo fuera de fecha, que les mostraran algún interés particular en horas de trabajo. Y eso no quería decir que no las querían y sus esposas así lo entendían. ¿Por qué María Marta no?

Esa noche habían tenido otra de esas escenas lastimosas y lastimadas en las que Aníbal  recibía reproches y reclamos frente a los que no sabía qué decir. Ver a su mujer tan dolorida, tan triste, tan necesitada, lo sumía en la impotencia y la desdicha. Se fue a dormir con el alma fruncida, otra vez, y casi no pegó un ojo toda la noche. No era una mala persona, no quería hacerle daño a su mujer, ¿cómo hacer para evitarlo? 

A la mañana, ya sentado ante su computadora, recibió un mail de la señora Claudia, su secretaria desde hacía 15 años, su filtro habitual y la que le organizaba la tarea cotidiana, también durante la pandemia solo que no de manera presencial sino online. El mail entrante se refería a un tema que había que resolver con urgencia, pero se quedó mirando el monitor sin ver el texto, inmóvil y en un impulso súbito tomó el celular y la llamó. Sin pensar lo que hacía le contó lo que pasaba, le dijo que estaba desesperado, que no sabía qué hacer, que quería hacer sentir bien a su esposa pero que no lo conseguía y no podían seguir así. La señora Claudia, mayor que Aníbal, viuda después de 40 años de matrimonio, tuvo súbitamente una idea.

  • “ya sé lo que vamos a hacer”

  • “¿vamos?” preguntó sorprendido Anibal

  • “sí, vamos. Abra nuestra agenda compartida”

  • “ya está”

  • “ahora no se fije en fechas, vaya a la semana que viene, cualquier día y anote ‘comprar regalo para mi esposa’”

  • “listo”

  • “ahora, y sin mirar la fecha, anote lo mismo, y siga así después de unas semanas más y otra vez y otra vez…”

  • “pero, no entiendo… ¿esto para qué sirve?”

  • “usted déjemelo a mí. Cuando veamos el mensaje ‘comprar regalo para mi esposa’ usted me dice cuanto quiere gastar y le compro algo que le llegará de sorpresa. ¿Le parece bien?

Anibal suspiró hondamente. ¿Quién sabe? Ella como mujer tal vez había entendido lo que pedía María Marta y que para él era indescifrable. Si la hubiera tenido cerca, la habría levantado en el aire y habría bailado con ella. ¿Funcionaría su idea?

Unos días después, María Marta le golpeó la puerta. Traía un paquete abierto donde asomaba una cartera marrón con herrajes dorados…. se abalanzó sobre él, lo abrazó llorando, pero esta vez su llanto era otro, se sentó sobre sus piernas, quieta y feliz. Cada tantas semanas sucedía lo mismo. Llegaba un paquete con algún objeto de regalo, un perfume, un ramo de flores, una pashmina, un libro, todas con una escueta tarjeta que decía “para vos, Aníbal”. 

Claudia, la sabia, había inventado un atajo que respondía a la necesidad de María Marta de ser agasajada un poquito cada tanto y de Aníbal de darle algo de felicidad a su esposa. Una recibía cada tanto, sorpresivamente, una evidencia de que no era transparente para su marido, que no era, como había creído, un mueble más, que le importaba, que la consideraba y la quería. Aníbal dejó de sentirse culpable y en deuda eterna con esta necesidad de confirmación de su mujer frente a la que él no podía responder porque él era así,  mientras trabajaba se olvidaba del mundo y no podía pensar en otra cosa. 

Fue un win-win. Todos ganaron. 

María Marta preguntó qué pasaba, cómo había sucedido el cambio. Aníbal le contó que todo había sido idea de la señora Claudia. 

Aunque no había sido idea de su marido, al ver la alegría que él tenía ante su propia alegría, no le importó. El ingenio de su secretaria le permitió verlo con otros ojos y leer su inmersión en el trabajo no como desamor.

Se miraron como hacía mucho que no lo hacían y decidieron, de mutuo acuerdo, comprarle algún regalo a Claudia a modo de agradecimiento. Se sentaron juntos frente a la computadora y, sabiendo cuánto le gustaba todo lo japonés, le encargaron un servicio de te japonés completo para que le llegara el fin de semana. 

Fue un momento luminoso y un bálsamo inesperado. 

Todos salieron ganando. 

Publicado por La Nación