El sexo oculto de una buena cena

Captura de Pantalla 2021-04-30 a la(s) 18.42.50.png

Fue en una de esas charlas entre mujeres (cuando tenemos la suerte de tener esa amiga con la que se pueden tener esas charlas). Male y Sofi eran amigas desde la primaria. Atravesaron juntas el comienzo de la menstruación, los primeros enamoramientos, el viaje de egresados, los estudios, los trabajos, los matrimonios, los hijos. La experiencia de una apuntalaba a la otra. Las dudas de una se reflejaban en las incertidumbres de la otra. Pasaban los años y la firmeza de la red tejida entre ambas se sostenía y aumentaba. Eran privilegiadas. Y lo sabían.

La pandemia hizo imposibles sus encuentros pero continuaron, zoom mediante, con la misma frecuencia y la misma hondura de siempre. 

Hola Sofi, tengo un rato ahora, ¿podés hablar?, mandó un mensaje Male. Sí, dale, pará que me hago un mate y te llamo por zoom, fue la respuesta casi inmediata.

Cada una en su sillón habitual, en el cuarto de siempre, obviamente con la puerta bien cerrada, comenzaron la conversación.

-Estoy re mal, bah, no sé si re mal, mal, estoy mal…. es Gus ¿viste? como siempre…

-¿Qué pasó ahora?

-Nada, no pasó nada en particular y es todo. Todo está mal.

-¿Pero qué, pelearon, la cosa se puso fea?

-No, no, no, nada de eso. Es, si se quiere, peor. No pasa nada. ¿Me entendés? ¿No pasa nada?

-¿a qué te referís?

-yo qué sé, no tenemos sexo, ninguno de los dos tiene ganas, estamos juntos todo el día por esta maldita pandemia y casi no hablamos, creo que no me ve, que soy menos que un mueble para él, transparente, ¡eso! le soy transparente…

-¡Ay Male! con Edu nos pasa parecido, ¿serán los años? ¿será que estamos aburridos?

-No me vengas con lo de la rutina, lo del desgaste y todas esas cosas de psicología barata…

-No lo iba a decir pero también eso está, lo sabés muy bien, pero acá hay algo más, no sé, es con la pandemia, con esto de estar en la misma casa todo el día todo el tiempo, como si no existieran las paredes, como si no hiciera falta necesitarnos porque estamos ahí, siempre, todo el tiempo y no nos podemos esconder uno del otro…

-¿Esconderse? ¿para qué?

- ¿Ves? no sé, parece loco pero extraño que nos veamos recién a la noche, que nos pasemos todo el día cada uno en lo suyo sin saber en qué estamos, sin que nos veamos... como que la magia desapareció, y tenerlo ahí a 5 metros, tan endiabladamente cerca, me lo volvió invisible y creo que también soy invisible para él.

-¡Demasiado cerca! no lo había pensado así, como si el no verse unas horas se abrieran las puertas a la imaginación y volviera el apetito por el otro y ahora no se puede. Sí, ahora que lo pienso, algo de eso también me pasa a mí y por ahí también a Gus.

-¿Dónde quedó eso que había entre nosotros, no sé cómo decirlo, esas ganas, ese extrañarlo, ese contento por verlo de nuevo?

-El deseo decís, ¿dónde quedó el deseo?

-Sí, el deseo. En la cama somos como dos hermanos, minga de erotismo, minga de calentura, es como si el sexo hubiera desaparecido, ya no caricias ni abrazos…

-¡ay sí! Nosotros vemos juntos esos programas de cocina, nos encantan

-Nosotros también…

-Se me ocurre una idea!!!! dejame que lo piense y después te llamo.

-Ok, chau.

Y con una sonrisa traviesa Sofi fue a la habitación donde Edu estaba trabajando y le dijo: 

-Tengo una propuesta deshonesta que hacerte.

-¿Ah sí? ¿De qué se trata?, sin sacar la mirada del monitor.

-De festejar que hoy es jueves con una comida especial.

-¿Y qué tiene este jueves?

- Nada, no tiene nada. Es que quiero hacer algo loco y me pareció que el que fuera jueves era un pretexto como cualquier otro. ¿Te prendés? ¿Me hacés el gusto?

Edu levantó los ojos del monitor y miró a su mujer que le sonreía con un brillito prometedor en la mirada y no se pudo resistir.

-Dale. Me intriga lo de “algo loco”.

-Pero me tenés que seguir en todo.

Hacía mucho que Edu no veía a Sofi. La miraba, la tenía delante todo el tiempo, pero hacía mucho que no la veía. Sofi advirtió también que estaba pasando otra cosa y ver la aceptación de Edu le hizo verlo, a su vez, de otra manera, como hacía mucho que no lo veía.

-Vestite que tenemos que salir.

-¿Adónde?

- A hacer compras.

Sofi al volante puso una radio de tango y el dos por cuatro le abrió a Edu una sonrisa de gusto. Llegaron al super y calzados con los tapabocanariz bajaron del coche.

-¿Esto era? ¿al súper? ¿para esto tanto lío?

-Paciencia papito, paciencia, ya vas a ver. 

Había una cafetería en la entrada y rumbearon para allí. Se sentaron en una mesa, pidieron un café y Sofi le contó su idea:

-Quiero que esta noche que estamos solos, nos hagamos una comida especial como si fuéramos los cocineros de la tele, lo que más nos gusta y que la hagamos juntos. Así que ahora nos toca elegir los ingredientes y vamos a elegir lo mejor ¿dale?, nada de ver cuánto cuesta. Hoy es una fiesta.

Edu había imaginado otra cosa. Celebración, especial, fiesta…, claro, creía que iba a ser sexo. Pero la actitud de Sofi lo tentó y le siguió el juego. Decidieron el menú: aperitivo, primer plato, plato principal, postre y bocaditos para el café. Edu tomaba nota. Luego vieron qué bebida armonizaba con cada paso y una vez hecha la lista de los ingredientes necesarios se repartieron para encontrarlos. Juntaron los dos carritos en la caja y volvieron al coche con todos los tesoros. El camino de vuelta al coche fue bien diferente del que había sido el de ida. Iban más ligeros, sonrientes, el día parecía más límpido.

La preparación exigió planificación, qué primero, qué después, con qué utensilios preparar cada cosa, cuáles recipientes, quién hacía qué. La pequeña cocina, siempre aburrida, rutinaria y silenciosa se transformó en una usina de aromas. La cebolla frita en aceite de oliva los fue envolviendo sutilmente y Edu no pudo resistir el abrir el vino previsto para el aperitivo. Buscó las copas que solo se sacaban para visitas y sirvió el vino, lentamente, mirando con atención cómo el vino caía y cubría de un rojo profundo las paredes de cristal… luego de unos minutos de reposo, acercó una copa a Sofi y le dijo:

-Olelo antes…inspirá hondo,  no te apures, mirá el color….

Y siguió:

-No lo tragues enseguida, dejalo jugar en tu boca, movélo con la lengua, impregná el paladar  y descubrí sus toques ….

Para uno ciruela y clavo de olor, para el otro pimienta y manzana. Dejaron por un rato lo que estaban haciendo y se quedaron en silencio alrededor de las copas que hacían de la quietud de palabras una sinfonía de gustos. 

Faltaba música. Edu buscó boleros, esos cursis y románticos que a Sofi le encantaban y que hacía tanto que no escuchaban. La casa empezó a volverse otra. Los mismos muebles, las mismas paredes, los mismos objetos que estaban en blanco y negro cobraron color y comenzaron a brillar.

La tarde iba cayendo y con ella la luz natural. Las sombras se iban alargando y pronto fue preciso encender luces. Lo hicieron en rincones para mantener el clima crepuscular, esa especie de ternura luminosa que borra los bordes, afina las redondeces, lima las grietas. 

Eligieron el mantel, los platos, los cubiertos, las copas. No podían faltar las velas para verse menos nítidos, más dulcificados y adivinarse los gestos.

Esperaron que todo estuviera listo sentados en el balcón, con unos quesitos, unas galletitas y los dips que habían preparado. Cuando se hizo la noche, se sentaron a la mesa. fueron y vinieron trayendo y llevando lo preparado, sirviendo, compartiendo, comentando cómo había salido cada cosa. Nunca antes habían practicado esa coreografía y se descubrieron conociendo los pasos o siguiendo al otro cuando aparecía alguno nuevo.

-Hola Male. ¡No sabés la noche que pasamos anoche!

Luego de que Sofi le hubiera contado todo, Male preguntó cómo había sido hacer el amor después. Estalló una carcajada gozosa del otro lado del celular.

-¡¡¡Comimos tanto y tomamos tanto que nos quedamos fritos como dos marmotas!!! pero fue una noche maravillosa. Me había olvidado de quién tenía al lado, de lo bien que podíamos estar juntos. Fue mejor, mucho mejor que hacer el amor. Es que hicimos el amor pero de otra manera. Porque hacer el amor es mucho más que sexo. Tenés que probarlo. 

publicado en La Nación

Cultura de cancelación y caza de brujas

Ilustración: Vior

Ilustración: Vior

Cuando chica, hacía los mandados en el almacén de la vuelta de mi casa, la “Proveeduría El Pensamiento”. Don Pedro, gallego socialista escapado de la Guerra Civil, tenía libros, libros, muchos libros del otro lado de la pared del mostrador. Cuando me dejaba pasar podía espiar, embelesada, ese tesoro de lomos de diversos colores y alturas. La cultura era la mercadería más importante de “El Pensamiento”. 

Hacía los mandados sin pagar. Don Pedro anotaba lo que llevaba en una libreta con tapa de hule negro y renglones rojos. Los viernes mamá pagaba y el almacenero escribía en la hoja de la semana un estentóreo CANCELADO.

La semana siguiente empezaba con la hoja en blanco. La deuda cancelada seguía ahí porque la cancelación no había destruido la libreta.

Hoy, cancelación es otra cosa, hoy se destruye la libreta. quien es cancelado es excluído, borrado, desaparecido. No se cancela su deuda con la sociedad mediante el reconocimiento, el arrepentimiento y el cambio. Se cancela a la persona. 

En este mundo globalizado y enseñoreado por las redes sociales todos tenemos oportunidad de opinar y nuestros mensajes pueden llegar a muchísimas personas. Somos tantos que para no perdernos en el océano del anonimato debemos luchar por la supremacía, por ser leídos, por ganar vistos y likes que nos hagan influencers y famosos. Textos reactivos, breves, rápidos, expeditivos, provocadores, simples, binarios, nada de sutilezas. No hay grises. Blanco o negro. Nada de reflexión, ni ponderación, ni pensamiento. Aceptando esos códigos es más fácil conquistar a un público soluble a consignas provocativas. Slogans, golpes de efecto y al plexo, brillar por un instante como esos faroles en el campo alrededor de los que se agolpan los bichitos atraídos por la luz, una luz que los mata.

Todo empezó con denuncias de incorrecciones habitualmente silenciadas para visibilizarlas como primer paso para el cambio individual y social. Pero el furor de las redes pudo más. De la denuncia se pasó a la acusación y pronto le siguió la exclusión. Enojo, venganza, odio sin ponderación, tanto contra un pedófilo como contra quien no termina sus adjetivos con e. Las redes son insaciables, no dan tiempo para pensar, engullen contenidos y personas como arenas movedizas hambrientas y gana quien pega primero y mejor.

¡Que bueno sería cancelar la homofobia, el machismo, los femicidios, el racismo, como hacía don Pedro en su libreta de hule negro: ¡deuda anotada, reconocida, saldada y documentada! 

Se pudo con el cigarrillo, no es lo mismo, pero se pudo. Ya no se discute airadamente si alguien protesta porque se está fumando en un espacio cerrado. Lo hemos incorporado. Las conductas, como las deudas del almacenero, se pueden reconocer y cancelar. Las conductas. No las personas. 

Pero si se incurrió en alguna deuda conductual los esbirros de la corrección guardan las puertas como cancerberos feroces. En pos de erradicar conductas indeseables, se cercena a las personas. ¿Tendrán alguna oportunidad de aprender algo los echados? ¿o se llenarán de resentimiento y acusarán a los canceladores de “ejército medieval caza brujas”? ¿Qué ganamos como sociedad? Otra grieta, porque los cancelados se rebelan y quieren cancelar a los canceladores en una escalada de violencia reactiva. 

Mientras tanto, las conductas a erradicar siguen más vivas que nunca. Los femicidios, los abusos a niños, el racismo, por citar solo tres, no se han detenido. 

¡Cómo extraño a los Don Pedro y al almacén de la vuelta de mi casa que se llamaba “El pensamiento”!


Puublicado en Clarin

WhatsApp Image 2021-04-20 at 09.52.09.jpeg

Publicado en El Diario de Leuco.

Charla TEDxCordoba de Joaquín Sánchez Mariño, noviembre 2020

Acto Iom Hashoá DAIA Córdoba

WhatsApp Image 2021-04-05 at 12.48.52.jpeg

A partir del minuto 36.33:

¿Por qué el Dia del Holocausto se llama Iom Hashoá? ¿Por qué preferimos usar la palabra Shoá en lugar de Holocausto? Un holocausto es un ritual sacrificial en el que se quema a un ser vivo, hecho voluntariamente por un grupo para conquistar la benevolencia divina y el perdón ante alguna falta cometida. Por eso es doblemente erróneo llamar Holocausto al plan asesino nazi. Uno, porque las víctimas no entregaron a nadie al fuego voluntariamente y dos porque no fue consecuencia de nada que hubieran hecho. El exterminio planificado del pueblo judío no tenía correlación alguna con algo que los judíos hubieran hecho, eran las víctimas propiciatorias tan solo por haber nacido judíos, como si un día alguien decidiera el exterminio de los que miden menos de 1.60 o de los tienen el pelo lacio. Serían culpables, igual que los judíos, por algo con lo que nacieron, no por algo que hubieran hecho. Por eso preferimos usar la  palabra Shoá que tiene dos atributos. Uno, es una palabra en hebreo y se refiere exclusivamente al plan de exterminio nazi sobre el pueblo judío en su totalidad. Y la segunda característica es  que no tiene ninguna atribución, es una palabra descriptiva, significa devastación, desastre, desolación, como un terremoto, un tsunami o la erupción de un volcán. Aunque todavía no es la palabra justa para nombrar lo que pasó porque aquello no fue un fenómeno natural sino uno decidido y realizado por los humanos. 

Y ahí reside todo su potencial porque nos abre a una comprensión de lo humano, algo en lo que todos nos podemos ver identificados, algo que nos importa a todos porque nadie sabe si no será, alguna vez, blanco de la decisión de alguien y deberá correr por su vida. Verlo desde la perspectiva humana, además, tal vez redunde alguna vez en un cambio de nuestra formación educativa, un cambio que contemple la pregunta de como fue posible. Porque, si fue posible una vez, es un precedente, puede volver a repetirse. 

Y vaya si se repitió. El siglo XX quedará en la historia como el siglo de los genocidios, un siglo que, al decir de Giorgio Agamben, si tuviéramos que representar con un solo dispositivo, sería Auschwitz, o sea, la propaganda, la ciencia y la tecnología de punta de ese momento al servicio del exterminio en un plan racional, orquestado y fríamente organizado. Pero la Shoá no fue el primero ni el último. Fueron tantos los sucedidos luego que debemos aceptar, con dolor y vergüenza, que no parecemos haber aprendido nada. El siglo empezó con el genocidio de los hereros y namaquas en África bajo la colonización de Alemania, en lo que hoy es Namibia. Le siguió, durante la Primera Guerra Mundial, el genocidio del pueblo armenio en manos de los turcos otomanos. Años después, en 1937, los ocupantes japoneses masacraron a la población de Nanking, en China. Ya el nazismo estaba en el poder en Alemania pero fue a partir de 1939, con la invasión a Polonia y el inicio de la Segunda Guerra Mundial que hizo su entrada fatal en la historia con su furia conquistadora y asesina. 

Una vez conocido el alcance de lo que hicieron, fue necesario nombrarlo, Churchill lo llamó en 1944 “crimen sin nombre”. En el mismo año, en 1944, el jurista judeo-polaco, Rafael Lemkin asilado en EEUU lo llamó genocidio. Su definición jurídica es extensa pero en resumidas cuentas se refiere al ataque, sometimiento o eliminación sistemáticos de un colectivo social, étnico, religioso o político. Participó en los juicios en Nuremberg con este concepto y una vez creadas las Naciones Unidas determinó la Convención de Genocidio de 1948, estableciendo que es un crimen de lesa humanidad.

Además de la creación de la palabra genocidio, la Shoá tuvo varias consecuencias más.

Instaló el NUNCA MÁS como clamor universal, palabras repetidas una y otra vez por quien lucha en contra de los hechos genocidas o que los quiere prevenir como tan bien conocemos en nuestro país. Pero es de lamentar que hoy es un NUNCA MAS afónico y cansado, deshilachado y agónico, nadie parece prestarle atención. Se dice, ciertamente se dice, pero en las esferas del poder y la codicia, son tan solo enunciados que adornan un discurso voluntarista e hipócrita. Solo las víctimas y los bienpensantes que las rodean, abrazan la frase con toda su potencia y esperanza. La prueba de que el NUNCA MAS es solo declarativo está en la lista de genocidios posteriores a la Shoá. Son tantos que mencionaré solo unos pocos. Camboya y los khmer rojos, Guatemala y el asesinato de la etnia ixil, Ruanda y el exterminio de los Tutsis desangrados por los machetazos de los Hutus, Kosovo y la limpieza étnica en los Balcanes, se instalaron nuevos horrores, los feticidios,  los niños soldados, el secuestro de niños para desactivar minas personales. La lista de espantos sigue y sigue. El anhelado NUNCA MÁS es un “otra vez, otra vez, otra vez”.

Por todo ello, otra de las consecuencias que proporcionó la Shoá al mundo, fue el establecimiento de los Tribunales Internacionales, desde la Corte Internacional de Justicia, órgano de las ONU hasta los tribunales de Derecho Penal Internacional. Los genocidios no tienen fronteras nacionales, un genocida es un asesino pasible de ser juzgado fuera de su país porque su delito es de lesa humanidad. 

Año tras año decimos e insistimos que enseñar la Shoá abre las puertas a la comprensión de la capacidad genocida humana y también ilumina aquellos aspectos que permitirían prevenirla, arrancarla de raíz como debía hacer El Principito con los brotes de baobab. Les debemos esto todavía a nuestros nietos. 

En cada aniversario decimos lo mismo y esperamos que nuestra voz sea atendida alguna vez y que la Shoá sea algo más que una clase que se da una vez por año entre aritmética y geografía. La Shoá tiene un potencial educativo que aún está por ser aprovechado. Desde los grandes temas, como la manipulación de la masa mediante la propaganda que tan diabólica y magistralmente desarrolló el nazismo, el enriquecimiento de algunos con la guerra y los genocidios, el uso de la ciencia y la tecnología fuera de toda ética, hasta la capacidad de resistencia de las víctimas y las grandes y pequeñas conductas solidarias que hicieron posible la salvación de tantos. 

La Shoá permite comprender de qué modo proceden los gobiernos, los tratados internacionales de una geopolítica casada con la codicia, las complicidades y las traiciones del sálvese quien pueda de los estados nacionales. Algo de eso estamos viendo con el manejo de las vacunas ante esta pandemia que nos amenaza de muerte y que nos tiene a todos como víctimas. 

Estudiar la Shoá permitiría abrir los ojos a esta desaparición de las fronteras políticas en el mundo globalizado y a la enorme capacidad de difusión instantánea potenciada por las redes sociales que han horizontalizado toda la información. Por un lado permiten que todos y cualquiera se exprese pero por el otro genera fake news, contenidos tendenciosos con una enorme dificultad de distinguir lo verdadero de lo falso. Igual que sucedió con la propaganda tan minuciosamente orquestada por el nazismo, tanto que consiguió transformar en asesino a un pueblo creyente y culto. Las redes sociales lo hacen infinitamente más peligroso.

Con la Shoá se puede ver, dolorosamente, hasta dónde el dinero no tiene color ni olor, que la codicia pretende más, siempre más y no le importa de dónde viene ni para qué se usa.

Estudiar la Shoá ilumina un aspecto muy potente que es la conducta de los jóvenes que fueron los que llevaron adelante los actos de rebelión y defensa como el que estamos recordando hoy. También nos habla del titánico esfuerzo de las familias que hicieron lo posible y lo imposible por salvar a sus niños, y también nos señala cómo una convicción, sea de fe o política, puede ser un sostén contra la adversidad, darnos fuerza y sostenernos cuando todo está en contra.
Y, por último, pero no menos importante, la Shoá nos enseña el valor de la memoria. No hay hasta la fecha un genocidio más y mejor documentado que la Shoá. Los diarios personales, los documentos y las crónicas, los testimonios, las investigaciones y todo lo que los archivos van descubriendo día a día así como los miles de papers, tesis y libros, conforman un tesoro documental. La memoria es una de las claves de la persistencia del pueblo judío. Hacemos culto de la memoria, de las historias de nuestros antepasados que nos hablan de la identidad que heredamos, tanto que una de nuestras festividades centrales, el seder de Pésaj, es además de comer cosas ricas, el relato de nuestra historia.

Recordamos hoy el levantamiento del gueto de Varsovia. Un puñado de jóvenes, poco más que adolescentes, enfrentaron en abril de 1943 a la poderosa maquinaria bélica nazi y la tuvieron en jaque durante casi un mes, casi el mismo tiempo que necesitó toda Francia para rendirse. Hace 78 años, sin armas, hambreados, huérfanos y abandonados, estos chicos estamparon en la historia el grado de la voluntad de vivir y luchar en contra del sojuzgamiento, un ejemplo para nosotros, sus herederos y legatarios, para no someternos a la injusticia, la arbitrariedad y la iniquidad y defender con uñas y dientes si es preciso la democracia, la libertad y la justicia, las únicas garantías de supervivencia como personas, como comunidad y como país.

Terminaré mi intervención esta noche, con un relato que ilustra cómo la Shoá puede aplicarse a nuestra realidad cotidiana:

Balka vivió hasta los 92 años. Se casó, tuvo varios hijos y nietos. Vio crecer a sus nietos y un día se murió. En su cama. Rodeada de su familia.

Pero no toda su vida había sido buena. Cumplió 18 en Auschwitz. Sobrevivió, obviamente, pero algo pasó allí que la siguió acosando la vida entera.

Rapada y tatuada, fue considerada apta para el trabajo y por ello tuvo el privilegio de seguir viviendo, al menos mientras pudiera ser útil. Su barraca estaba en Birkenau, en uno de esos enormes galpones sin ventanas cubiertos por camastros de tres pisos en donde se apilaban las prisioneras, de a dos o tres por cama. Tuvo suerte, solo tenía una compañera, Ema. También tuvo suerte porque la amistad que creció entre ellas fue inmediata. Se contaban, se consolaban, se escuchaban, se animaban, se hacían bien. Eran una burbuja de paz en medio del horror circundante. Juntas en las largas horas del recuento cotidiano, de pie, bajo el sol o la nieve, bajo la lluvia o el frío. Juntas iban todos los días a la cantera para levantar esas piedras pesadas. Juntas sostenían el cuenco en el que recibían ese líquido inmundo que los guardias llamaban sopa. Juntas soñaban y dibujaban lo que harían una vez libres, una vez afuera, una vez recuperada su condición humana.

Cada tanto venía un camión que cargaba a decenas de mujeres para ser llevadas a otro sitio. Nadie sabía a dónde. Se rumoreaba que para trabajar en una fábrica de aviones o municiones. Otros decían que eran llevadas para experimentos médicos o para satisfacer las necesidades de los soldados. 

Balka y Ema fueron esquivando esos viajes a lo desconocido ubicándose al final de la fila para no ser vistas. Pero las condiciones se fueron haciendo tan extremas, los maltratos y el hambre tan acuciantes que cuando apareció el camión otra vez decidieron ponerse más adelante para ser elegidas. Nada podía ser peor que lo que estaban viviendo. Valía la pena probar. Las mujeres fueron subiendo pero cuando le tocó el turno a Ema el camión ya estaba lleno, titubeó, se quedó quieta y Balka se adelantó, subió decidida para ver, con espanto, que detrás de ella se cerraba la puerta del camión sin que Ema hubiese alcanzado a subir. Fue tarde su grito desesperado “¡Ema! ¡Ema! ¡Déjenla subir! ¡Ema!”, el camión ya estaba en marcha.

Balka sobrevivió. Ema no. “¿Por qué me adelanté en la cola?” era la pregunta torturante que la acosó la vida entera. En medio de cada momento feliz, en su casamiento, en el nacimiento de cada hijo, en los logros de cada uno de sus nietos, a la hora de brindar se le ensombrecía la memoria y volvía, como una letanía irrefrenable la eterna pregunta “¿Por qué me adelanté en la cola?”. En esos momentos sentía que no merecía vivir esas alegrías, le tocaban a Ema, ella estaba adelante. 

Claro que no podía haber sabido que sería la última en ser cargada en el camión, pero, lúcida y con una decencia feroz, Balka horadaba su conciencia preguntándose “y si lo hubiera sabido, ¿también me habría colado?”. Un enjambre de moscas culpabilizadoras le ensombrecía el festejo y le impedía disfrutar. “Vivo de prestado, Ema estaba antes que yo, ¿Por qué me adelanté? ¿por apurada, por impaciente o por egoísta?”

Balka murió en su cama después de haber vivido una vida digna pero se fue con esas preguntas sin responder, preguntas que la pintan humana a rabiar, honesta, valiente y, por sobre todo, consciente de que uno es responsable de todo lo que hace. Aunque sea algo que parezca tan insignificante como pasarse en una cola.

Muchas gracias.

Reencuentro sobrevivientes 82 años después

WhatsApp Image 2021-04-08 at 12.13.02.jpeg

Comentario introductorio: Los sobrevivientes de la Shoá nos hemos quedado sin familias. Sus hijos nos hemos criado entre tíos y primos postizos. ¿Y qué pasó con los amigos? ¿Los compañeros de escuela, de juegos, de sueños? No suele hablarse mucho de esa amputación sufrida, la pérdida de esa personita que era nuestro compinche, confidente y en quien confiábamos tanto que era casi la persona más importante de nuestra vida. La alegría que sentimos todos en este momento es que la separación de hace 82 años hoy se ha revertido. Como las aguas del Mar Rojo que se abrieron para que podamos huir y no ser atrapados, las aguas del tiempo han construido este puente que hoy une a Ana María y a Betty, separadas e ignorando cada una acerca de cuál había sido el destino de la otra, y nosotros tenemos el privilegio de ser testigos de este reencuentro. Pero antes, y para ser prolijos, vamos a ver cómo fue que se reencontraron.

Comentario de cierre: Si cuando un amigo se va queda un espacio vacío que no lo puede llenar la llegada de otro amigo, ¿qué decir de este milagroso reencuentro de Ana María y Betty? Uno se pregunta ¿cuánta gente aún queda por reencontrarse? ¿Cuántos de nosotros, yo misma, sentimos que esto que han vivido Ana María y Betty es una evidencia de que tal vez, quien sabe, podremos encontrar a esa persona que creemos perdida? Es como encontrar una aguja en un pajar, pero esto que ha pasado nos abre, aunque sea un pequeño resquicio, la ventanita de la esperanza. Un querido sobreviviente que ya no está con nosotros, Charles Papiernik Z’L, decía con amargura “los optimistas nos quedamos y los pesimistas se fueron” y nos deja esa pregunta abierta acerca de cómo evaluar realísticamente lo que sucede y cómo saber de antemano lo que es mejor hacer. Ana María y Betty tuvieron la suerte de tener padres que hicieron lo que resultó correcto para sobrevivir. Es una fiesta este reencuentro. Gracias Ita por tu increíble corazonada, gracias Aliza por tu búsqueda insistente y gracias Ana María y Betty por haberse prestado a este emocionante momento que nos hace tan bien a todos. Buenas tardes.

Pilares de reconstrucción

WhatsApp Image 2021-04-09 at 14.36.03.jpeg

Proyectos latinoamericanos presentados en cuatro bloques:

INDIFERENCIA

ACCIÓN

RECONSTRUCCIÓN

COMPROMISO

Presentación del cuarto bloque: Compromiso

Hola, soy Diana Wang, como para muchos de ustedes, uno de los ejes alrededor del cual gira mi vida es la Shoá. Mi compromiso con el presente y el futuro empieza con la supervivencia de mis padres y guía todos mis pasos orientados a mantener la memoria de lo sucedido y a generar proyectos educativos. 

Guardar la memoria es más que recordar penurias, humillaciones y vejaciones. Guardar la memoria es también iluminar la fuerza de la vida que, una vez recobrada, no se detuvo, abrió nuevos surcos. 

Así como mis padres, la mayoría de los sobrevivientes generaron familias contrariando el propósito asesino del nazismo. Cada hijo, cada nieto, fue una declaración de triunfo, un “¡estamos y seguimos acá!” parafraseando al último verso del himno partisano. 

Guardar la memoria y honrar el legado recibido, en lo personal y en comunidad, requiere un compromiso firme y activo. Las palabras memoria, legado, honrar, no son solo palabras. Su hondo sentido proviene de las acciones resultantes. No es lo que se dice, es lo que se hace.

Este último bloque, es el del compromiso. Presentaremos algunos proyectos educativos, nuestra apuesta al futuro, nuestro deber con nuestros nietos y con los nietos de nuestros nietos, las acciones que proyectamos, emprendemos y realizamos, para que reciban un mundo un poco mejor que el que hemos recibido nosotros. 

Cada cabeza que se abre, cada corazón que resuena, cada oreja que escucha testimonios y enseñanas, cada asistente y cada alumno de los proyectos que se conocerán a continuación abre una nueva posibilidad para que el antisemitismo pueda, alguna vez, ser desarmado, erradicado y convertido en un doloroso recuerdo que los nietos de nuestros nietos les contarán a sus nietos en el seder de Pésaj. 

Falta mucho. Ya sé. Pero cualquier camino, comienza con los primeros pasos, pasos que pueden parecer insignificantes pero que si se continúan y si el compromiso se multiplica, pueden llevar a que aquel “nunca más” soñado se haga realidad alguna vez. 

Los proyectos que siguen, a cargo de esta gente latino americana rebelde, creativa y comprometida, son algunos de los que están en marcha. Contar, hacer pensar, educar, son poderosas herramientas de transformación. 

Gracias a cada uno y a todos. 

Hay esperanzas. 

Allá vamos.

WhatsApp Image 2021-04-09 at 14.36.08.jpeg

Julia y Horacio: ella sabía pero hacía como que no. Amores al diván

Captura de Pantalla 2021-04-07 a la(s) 17.30.17.png

Lo sabía. Julia lo sabía pero como tantas veces pasa, no quería saber lo que sabía y hacía como si no supiera.

Conocía a Horacio desde la adolescencia. Él iba al Mariano Moreno, ella al Normal 4. Eran de la misma barra que se juntaba los fines de semana en el Parque Rivadavia. Horacio andaba con Claudia, una rubia flaca de pelo así de lacio que revoleaba los ojos celestes como si fueran pelotas de ping pong descontroladas. Era una agrandada con su séquito de admiradoras que creían jugar en primera. La pobre Julia era rellenita, tenía el pelo oscuro y rizado, ¡ay cómo odiaba su pelo oscuro y rizado! ¡y el acné de su cara! ¿Cómo Horacio se iba a fijar en ella? Ni en mil años. Nunca. Y Julia evitaba que se cruzaran sus miradas no fuera a ser que se diera cuenta de que se volvía loca por él.

La noche del asalto en lo de las Gutiérrez -ojo, no era un robo, así se le decía el ir a juntarse a la casa de alguien y tomarla por asalto- llevó un bizcochuelo de naranja que había hecho ella misma con la infalible receta de su abuela. Todo un hit. José fue el primero que lo probó y cuando dijo “¡qué rico está! ¿quién lo hizo?” y Julia respondió tímidamente que había sido ella, algo mágico pasó. Como si se hubiera abierto de pronto el cielo después de una tormenta y el lugar se llenara de ese aire fresco con olor a ozono que deja la lluvia en el verano, todos se acercaron a la mesa y en unos minutos no quedó nada del bizcochuelo. Julia sintió que por primera vez la veían y cuando empezaron los lentos, Horacio, ¡nada menos que Horacio!,  la sacó a bailar. ¡Nunca antes lo había hecho! Julia contenía el aire con miedo de respirar fuerte y que la carroza se transformara en calabaza, su vestido en trapos y que Horacio se desintegrara y desapareciera. ¿Dónde había quedado Claudia? ¿Cómo era que estaba planchando, con esa mirada triste y sin que nadie la sacara a bailar? ¡con lo hermosa que era ...!

Después de esa noche empezaron a salir. Julia se sentía la más linda del mundo, la que había sido tocada por una varita mágica, la más suertuda de todas. Claudia y sus amigas la odiaban, la acusaban de traidora, de seductora, de ladrona, le hacían el vacío. Pero era un vacío que no le importaba porque Horacio llenaba todas sus horas y sueños. La acompañaba caminando a su casa, le traía una flor de regalo, la elogiaba, decía adorar sus rulos y ojos oscuros, le festejaba sus salidas y chistes. Julia tocaba el cielo con las manos. Hasta que unos meses después el entusiasmo de Horacio y la magia fueron menguando. No se desesperó. Pensó que era normal, que así eran las cosas y siguió abriendo los ojos cada mañana a ese sueño vuelto realidad. Hasta que Cata, una del grupo de Claudia, le espetó “Horacio está saliendo con Agustina, la de 4ºD”. Ante la sorpresa de Julia hundió más el puñal “¡ah! ¿no sabías? te hizo lo mismo que le hizo a Claudia”. Y así fue. Cuando Julia lo enfrentó y le preguntó qué pasaba, se confirmó que ahora era el turno de Agustina, que ella ya era historia.

A pesar del dolor y la decepción, la vida continuó. Siempre continúa. Y Julia novió con Esteban, después con Juan Carlos y finalmente se casó con Ricardo. Enamorada, entregada y otra vez feliz, se sumergió en una nueva vida. Pero la convivencia no fue todo lo feliz que esperaba. Pronto descubrieron que eran incompatibles en el todos-los-días. Julia se despertaba temprano y a la noche se caía de sueño mientras que Ricardo se despabilaba al atardecer, se quedaba despierto hasta tarde y después dormía hasta el mediodía. Julia necesitaba silencio y paz y Ricardo se sentía a gusto con gente y en el medio del ruido. Hasta se desencontraban en la comida, en lo que a cada uno le gustaba, en el uso del baño, en la forma de relacionarse con sus familias, Todo mal. Por suerte no persistieron y decidieron separarse antes del segundo aniversario. Otra vez sola, ya recibida de arquitecta y trabajando en un estudio muy importante, Julia se dijo que lo vivido debía servirle de lección. Que tenía que estar con los ojos bien abiertos y no dejarse encantar por artilugio ninguno. Que sola no estaba tan mal. 

Y volvió a recuperar la paz y las sonrisas. 

Un día acompañó a su jefe a visitar a unos clientes que querían remodelar su casa. Casi se desmayó al entrar y descubrir que los interesados eran Horacio y la mujer con la que se había casado, Laura. Después de casi 10 años de no verlo, se reencontró con el mismo Horacio seductor, buen mozo y encantador del que había estado tan enamorada. A Horacio se le encendieron los ojos “¡Julia! ¡Qué gusto verte! ¡Estás más linda que nunca!” y la besó en las mejillas y la rodeó con atenciones dando la impresión de que el mundo había desaparecido y solo estaban ellos dos. 

No le costó mucho al galán conseguir su teléfono, llamarla, invitarla a tomar un café y volver a usar sus artes seductoras. Otra vez la magia. Otra vez el encantamiento. Julia olvidó todas sus prevenciones ante su corazón arrebatado y se rindió. 

Sabía. 

Pero no quería saber lo que sabía. 

Apostó a la amnesia, a “¿y si ahora sí? ¿acaso la gente no cambia?”, al sueño hecho realidad. Otra vez. Y Horacio derramaba sus “nunca te olvidé, fuiste siempre la mujer con la que tenía que haberme casado, fui un tarado, aprovechemos esta segunda oportunidad”. 

Siguieron saliendo, la relación se fue estrechando y haciéndose más y más íntima. En la adolescencia no habían tenido relaciones sexuales pero ahora sí y eran tal como Julia las había imaginado. Plenas. Amorosas. Apasionadas. “¡Casémonos!” propuso Horacio un día, “me separo, casémonos!”. Y con la remodelación de la casa a medias, casi con lo puesto, dejó a Laura, corrió hacia Julia y la renovada promesa de felicidad. Y Julia, que sabía, seguía haciendo como que no sabía y se dejó llevar. Como en un torbellino se sucedió la búsqueda de un domicilio común, los trámites de divorcio, las gestiones para casarse, el casamiento y la convivencia. Al estilo de Horacio, avasallador, entusiasta, imposible de frenar. Y Julia se dejó ganar por todo eso. Con gusto. Encantada. Otra vez.

Si leíste hasta acá ya sabés lo qué pasó. Es como esas malas películas que enseguida te das cuenta de qué la van y cómo terminan. Cualquiera lo sabe. El entusiasmo de Horacio se fue aplacando y al poco tiempo, obvio, se enamoró de otra mujer en la que volvió a encontrar esa promesa de felicidad tras la cual parecía correr enceguecido. Julia no lo supo de entrada pero se lo veía venir ante la forma en que sus miradas ya no se encontraban. La cordura y la lucidez le habían vuelto hacía unos meses, tanto que cuando le pasó lo que todos suponíamos que iba a pasar, Julia no pudo más que aceptar y reconocer que también ella lo sabía. El nuevo cachetazo fue darse cuenta que sabía que sabía.

Unos meses después Horacio tuvo un infarto fatal. Julia fue al velatorio y encontró, además de a Alicia, la pareja con la que vivía en ese momento, a Claudia, a Agustina, a Laura y a cinco otras mujeres tan sorprendidas como ella. Como en una película, alrededor de Julia y Claudia que se conocían de jovencitas, se armó una rueda de mujeres lastimadas, crédulas, sedientas de amor y ciegas ante las evidencias, que coincidían en la misma historia. Primero el deslumbramiento y la magia, después la seducción, luego el desencanto y finalmente la traición. 

Ante el cuerpo deHoracio, un Horacio tan atractivo como siempre, solo que esta vez quietas sus manos acariciantes, en silencio sus palabras edulcoradas e inofensivo en su sonrisa borrada, las nueve mujeres depusieron el resentimiento y el dolor ante el sufrimiento de Alicia, la viuda reciente, que, igual que todas ellas, había creído que con ella Horacio finalmente cambiaría. “Tal vez te salvaste de la traición y el desprecio, del desamor y la humillación. Tenés suerte de quedarte solo con el dolor de su muerte y no con el desgarro de su abandono y con la autoacusación de haber sido tan crédula”. 

La madre de Horacio, una señora mayor, estaba sentada entre la gente con la mirada perdida. Conocía a todas y cada una de las nueve mujeres que habían amado y sufrido a su hijo. Se mantuvo en silencio preguntándose cuán culpable podría ser ella misma de la inconstancia de su hijo. No quería cruzar la mirada con ninguna de las despreciadas, no sabía qué decirles ni cómo. Horacio siempre había sido así. Sabía cómo hacer para conseguir lo que quisiera pero una vez que lo tenía, el interés se evaporaba. Daba la impresión de que una vez en sus manos lo que fuera que deseaba se transformaba en otra cosa, se opacaba, no era lo que quería. Así como se las arreglaba para que le dieran lo que pedía, parecía incapaz de disfrutarlo una vez que lo tenía. Como si, al revés que el rey Midas que convertía en oro todo lo que tocaba, su contacto desangelaba lo que fuera que tenía en sus manos. Lo que tocaba perdía color y textura, no lo hacía feliz, tenía que correr a buscar otra cosa. 

Su madre era la décima mujer que no había podido hacer feliz a Ricardo. Un Horacio disfrazado de triunfador que escondía su desvalidez y sed de amor en una bolsa llena de agujeros imposible de llenar. Y persistía, lo volvía a intentar, pero entrara lo que entrara,  la bolsa no lo conservaba y se volvía a vaciar.

¿Manipulador? ¿Mentiroso? ¿Seductor? Si. Todo eso. Pero básicamente alguien incapaz de amar y disfrutar del ser amado pero que no se resigna y lo sigue intentando. Como un Sísifo redivivo condenado a intentarlo, intentarlo, intentarlo y no llegar nunca. 


¿Qué diría Horacio una vez despojado del peso de vivir? ¿Cómo explicaría su conducta? ¿Por qué se había negado a tener hijos? ¿Contra qué oscuridades debía luchar? Tal vez se confesaría que cada conquista, cada éxito en la seducción, le abría la esperanza de que esta vez sí, esta vez se sentiría pleno, de verdad, corpóreo, que cuando eso no pasaba volvía ese insoportable vacío que solo la expectativa de otro amor le prometía volver a llenar. También como todas sus mujeres, sabía pero hacía como que no. Volvía a apostar contra sí mismo sin poder impedir herir a quien tenía a su lado. Si lo acusáramos de malo, egoísta, maltratador diría “las quise a todas, quería hacerlas felices… pero no sé por qué de pronto todo se me apagaba, sentía que yo mismo desaparecía, me sentía muy mal… Con cada una fui feliz un rato pero no duraba mucho, lo que parecía amor se me volvía un peso, y solo quería escapar, volver a buscar, apostar de nuevo, probarme que podía, no sé…”. Al final, pobre Horacio. En vez de malo, desconsiderado o egoísta, termina siendo alguien incapaz de amar y de sentirse amado, alguien en busca de confirmación constante de que existe, de que está, y que solo la encuentra de manera transitoria, no se la cree, no le sirve y vuelve a buscar, una y otra vez. Como esos jugadores que insisten en hacer saltar la banca y terminan, fatalmente, desplumados. 

Publicado en La Nación.

Estupidez o sabiduría. Participación en Haciendo Pie.

En la Once Diez. Jorge Sigal y Santiago Kovadloff

En la Once Diez. Jorge Sigal y Santiago Kovadloff

Luego de la lectura de este texto de Julio Ramón Ribeyro (1929-1994), mi comentario:

WhatsApp Image 2021-03-30 at 20.00.18.jpeg

¡Qué interesante pensar esta reflexión desde la perspectiva del tiempo! No sé qué edad tendría Ribeyro cuando lo escribió pero si viviera hoy tendría 92 años. Habla de la cuarentena, referido a las cuatro décadas, no a la cuarentena de la pandemia por supuesto. Increíble como el paso del tiempo ha cambiado los tiempos. Asociar la edad de cuarenta años como punto de inflexión suena fuera de lugar porque todo lo que describe parece haberse corrido por lo menos veinte años hoy. 

Pero sea a los cuarenta o a los sesenta, hay un momento en la vida en el que podemos sentirnos como si todo estuviera deslucido, opacado y hubiéramos perdido el sentido, el para qué estoy vivo. Son momentos que llamo “descansos en la escalera”. Uno va subiendo, peldaño a peldaño y mientras sube está ocupado en subir, poner bien el pie para el peldaño siguiente y de pronto llega a un descanso, se detiene, recupera el aire y se pregunta ¿qué estoy haciendo aquí? ¿A dónde iré ahora? ¿sigo subiendo? ¿para qué?

Y dice Ribeyro que es momento de elegir entre la sabiduría y la estupidez. ¿què serán para él la estupidez y la sabiduría? Ya no lo tenemos para preguntarle y estaría bueno que cada uno lo pensara para sí…. y ya que tengo este espacio voy a contar qué es para mí.

Empiezo por estupidez. Imagino a alguien parado en el descanso de la escalera sorprendido por haber envejecido, como si no hubiera estado en sus cálculos, como si hubiera creído que el paso del tiempo era una abstracción o números en el almanaque y se frustra y desanima al darse cuenta de que el paso del tiempo es bien concreto y que es uno mismo el que ha sido pasado por el tiempo. Es parte de la estupidez humana eso de creer que algunas cosas no nos pasarán nunca, que solo les pasan a los demás. Lo estamos viendo en la gente que hoy no se cuida, que anda sin tapabocas y sin mantener distancias. Igual pasa con la vejez cuando se la vive estúpidamente. Si uno se cree eterno e inalterable cuando ya no puede no darse cuenta de que el cuerpo no es el mismo, que la energía y la fuerza no son las mismas, que uno ha cambiado, la sorpresa llega como un cachetazo traicionero porque uno no se lo esperaba. Es como no esperar el trueno después del relámpago. Una total y soberana estupidez. 

La estupidez se justifica un poco porque no es placentero descubrir que uno no es ya como era. Yo también, y no creo ser la única, me paro frente al espejo y me estiro los costados de la cara tratando de recuperar aquella lozanía que en su momento no disfruté pero que ahora extraño tanto. Veo mis arrugas y alguna flaccidez, me doy cuenta de que el aire me queda más corto y que el descanso me llama más seguido y más temprano. Esto es así, no lo elegí. Lo que sí puedo elegir es qué hago con eso. Lo estúpido sería ponerlo en el centro del escenario, con un lamento eterno, y la queja antipática de creer y decirme que todo terminó, que ya nada tiene sentido, y dejar que me cubra una bruma oscura y desanimarme porque nunca más veré brillar el sol. Lo nos pasa, nos pasa. No está en nuestras manos. Lo que está en nuestras manos es qué hacemos con esto que nos pasa.

En el otro extremo, y para decirlo en fácil, para mí la sabiduría es no pedirle peras al olmo. El olmo da un fruto que se llama sámara (nada que ver con samaritano), y por más que me enoje, me angustie o me desanime, por más que le hable o le proteste hasta el cansancio, el olmo caprichoso e insensible a mis súplicas insistirá en dar lo que tiene y puede, sámaras. ¿Quiero peras? busco un peral, ¿no hay perales, solo hay un olmo? lo sabio es sentarme a su sombra, tomar un manojo de sámaras y ver qué puedo hacer con ellas porque la vida me enseñó que por más que les discuta y les de razones, las sámaras no se transformarán en peras. 

Creo que la cita del texto de Ribeyro habla de envejecer, tal vez de su propio envejecimiento, tema tan ninguneado, casi tabú, que por suerte está empezando a ser hablado. La palabra envejecer está asociada con deterioro, muerte, con terminar, con oscuridad, enfermedad y final. Y ya no es tanto así. Me encantaría que pudiéramos pensarnos con el verbo edar,  traducción literal del inglés to age, sin la connotación negativa del verbo envejecer. Edar señala el paso del tiempo sin atributo ni valoración, es un término descriptivo,  ni bueno ni malo. Espero que vayamos migrando de la idea negativa de envejecer a la idea más alentadora de edar. 

Estamos viviendo un momento totalmente inédito. Nunca antes en la historia humana hubo tantas familias con 5 generaciones. ¿Cuántos bisabuelos conocíamos  hace apenas 50 años? ¿Cuántos conocemos ahora? Yo conozco decenas y no solo vivos, sino activos, lúcidos y vitales. Es que cada vez hay más viejos en el mundo, cada vez hay más viejos que siguen trabajando, creando, pensando y levantándose todos los días con ganas porque tienen cosas que hacer, porque su vida mantuvo el sentido, porque tomaron aire en el descanso de la escalera y siguieron subiendo, más despacio, claro, pero con los ojos bien abiertos y la piel porosa. Por eso, como yo misma estoy cursando la octava década, preciso hacer de necesidad virtud y voy a contar cuáles son, para mi, los beneficios de haber envejecido. 

Lo más importante es que me hace posible poner en otra escala las cosas que son de vida o muerte. Estar vacunado y cuidarse lo es en este tiempo de pandemia, pero todas aquellas expectativas desmedidas que tenía cuando creía que iba a ser eterna, se fueron achicando y la edad me abre una esperanza más realista de lo que puedo conseguir y, por ende, me frustro menos, sufro menos. Creo que la edad, cuando no se ha elegido la estupidez, nos ayuda a tener expectativas más realistas y posibles. Y si le respondo a Ribeyro que dijo que ya no hay aventura, tal vez haya sido un momento de bajón el suyo cuando la dijo, porque la aventura sigue existiendo, no es privativa de la juventud. Definida de otra manera, claro. Tal vez no sea una aventura vertiginosa, un ponerse a prueba en desafíos constantes, un tirarse a piletas sin medir bien la profundidad del agua, es una aventura más medida, mejor peinada y lubricada. Las ganas no desaparecen, se reconfiguran y se van adaptando a la capacidad diferente. La aventura puede estar en encontrar esos nuevos gustos y sabores, esos climas, esas actividades que uno fue aprendiendo a disfrutar y darles un ritmo renovado, más relajado, menos tenso, incluso sorprendentemente creativo. La aventura de tener en la mano ese puñado de sámaras posible y sorprenderse de que no solo eran las peras lo que podían darnos placer y alegría. 

La estupidez es una estación terminal, a la sabiduría no se llega nunca, se camina hacia ella. La estupidez te enreda los pies y no te deja caminar. La sabiduría te impulsa hacia adelante a un constante descubrir de para qué sirven las dichosas sámaras y qué puedo hacer con ellas. Pensarlo así nos permite vivir con más paz que cuando nos sentíamos obligados a hacer y a ser lo imposible para merecer y justificar nuestro lugar en el mundo. 

Atención que no estoy haciendo un elogio del envejecimiento. ¡Para nada! Me encantaría volver a tener el cuerpo y la capacidad física de mi juventud pero si pudiera elegir no querría perder una gota de lo que aprendí con los años. No quiero volver a ser la que se exigía y esforzaba por ganar no sé qué carrera ilusoria que me agotaba y no siempre terminaba bien. Claro, me encantaría recuperar la lozanía perdida pero sin perder ni una gota de lo que aprendí y conquisté. 

Y me quedo con eso, con la nueva convicción de que son pocas las cosas de vida o muerte, lo que es una idea muy  liberadora porque sí hay cosas de vida y de muerte, son las cosas que tienen que ver con la vida y la muerte. Las otras no. 

Tal vez dejar atrás la estupidez sea algo tan simple como dejar de remar en contra del río, bajar los remos, mirar el paisaje, esperar a que se aquieten las aguas y ver para dónde va la corriente y entonces sí, tomar los remos, respirar hondo y darle para adelante.


Justicia, justicia perseguirás

Captura de Pantalla 2021-03-29 a la(s) 11.42.46.png

Mi ídolo de la infancia era el Llanero Solitario, el gran justiciero, el que reparaba atropellos en defensa de los débiles sin esperar nada a cambio. La vida me puso a prueba a los 10 años. En una tibia tardecita de verano en Floresta jugábamos a la escondida en la calle. ¡Corrí a la “piedra libre”! y cuando ya estaba ahí vi a Raquelita a punto de pasarme…la tomé del vestido, la frené y ¡llegué antes! Mi alegría se desplomó cuando escuché su llanto “¡mi mamá me mata! ¡me rompiste el vestido!” y, sí, la pollera colgaba separada de lo de arriba. “Esperá, ya vengo” dije, resuelta, mientras corría a mi casa. Saqué la tijera del costurero y volví a la calle. Tomé del medio mi pollera, como en un rito sacrificial se la ofrecí a Raquelita y con la otra mano le di la tijera. “Cortá ahí” le dije ante la mirada atenta de los demás. Ni corta ni perezosa, pegó un tijeretazo y mostró satisfecha el redondel recortado. “¿Estamos a mano?” pregunté, “¡sí!” dijo y lo rubricamos con un apretón. Volví a casa feliz con la tijera para contarle orgullosa a mamá lo que había hecho. Cuando vio el agujero en el centro mismo de la pollera empezó a los gritos “¿qué pasó? ¿quién te hizo eso?” y le conté, triunfante, mi hazaña justiciera. Hoy, décadas después, me sigue doliendo su incomprensión. “¡Tonta!” dijo “a Raquelita no le rompiste el vestido, lo descosiste, eso se arregla… en tu pollera quedó un agujero que no tiene arreglo”. No solo no me felicitaba, ¡me retaba! “Pero mamá, hice trampa, quería llegar antes y no me importó romperle el vestido, merezco que lo mío sea peor”. A los 10 años, mi código de valores indicaba que mi mala acción solo se pagaba si mi castigo era mayor que el daño. Pero mamá no me comprendía, nada menos que mamá que era el documento vivo de las consecuencias concretas de las injusticias. Soy hija de personas que han experimentado la maldad y crueldad extremas durante el Holocausto, midiendo sus conductas minuto a minuto para seguir vivos y sobrellevar al mismo tiempo tantos dilemas a los que estuvieron expuestos manteniéndose humanos y decentes. Mi noción de la justicia no era improvisada ni ligera. Sabía de qué estaba hablando. Sabía lo que había en juego en cada conducta, en cada actitud, en cada palabra. Había entendido desde muy chica, tal vez sin las palabras precisas, que vivir bajo el imperio de la ley es  hacerse responsable de las consecuencias de nuestros actos y a los 10 años lo puse en práctica por primera vez del modo en que mi entendimiento lo permitía. 

Sé que La Justicia es más compleja que una aventura del Llanero o una anécdota personal. Pero aquella conducta infantil, intuitiva e ingenua merece ser un principio universal del contrato social básico que requiere que cuando uno haya hecho un daño lo reconozca, se arrepienta, asuma el castigo y compense lo hecho. ¿Cómo confiar en los demás si no respetan las leyes fundamentales? ¿Cómo sentirse seguro si los que obran mal no lo reconocen ni se arrepienten ni son castigados ni lo reparan? Creen que se saldrán con la suya pero la mancha es indeleble aunque parezca que a nadie le importa. Tanto después sigo avergonzada por haber “roto” el vestido de Raquelita. Las tibias tardecitas de Floresta ya me olvidaron pero mi último y adicional castigo es que yo no, yo lo sigo recordando. Pero lo puedo contar porque también recuerdo, tanto o más orgullosa que entonces, la tijera y el pedazo de pollera que entregué como castigo, pedido de perdón y ofrenda de paz.

Publicado en Clarin

Publicado en El Diario de Leuco

justicia, clarin.jpeg

Publicado en El Diario de Leuco