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Un sabor agridulce. Los niños franceses que sobrevivieron la Shoá. 

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Un sabor agridulce. Los niños franceses que sobrevivieron la Shoá. 


Presentación de “El país de mi infancia” de Hélène Gutkowski

Museo del Holocausto. 3 de septiembre de 2019

Mi mamá, igual que yo, nació en Polonia. Pronunciaba la erre más con la garganta que con la lengua y el paladar y cuando le preguntaban de dónde era, decía, orgullosa y suelta de cuerpo, “¡francesa!”. Francia era el colmo de la elegancia y la sofisticación, París era el centro del mundo, ese lugar idealizado y vestido del ropaje de la cultura, la estética y el buen vivir. Mis padres y sus amigos también sobrevivientes, dejaban caer cada tanto alguna palabra en francés, un signo inequívoco de finura y distinción. 

No me extraña que para este grupo de franceses tan bien retratados por Hélène Gutkowski, Francia siga resonando con aquella dulzura anhelada aunque pronto, sorpresiva y tristemente, se volvió agridulce. Los judíos llegados desde Polonia fueron objeto de las primeras persecuciones con el pretexto de no ser franceses. Más tarde no hicieron falta pretextos, la policía francesa arrasó con todos. Pero terminada la guerra los franceses cerraron los ojos y, como si allí no hubiera pasado nada, resurgieron los acordeones cantando al amor a orillas del Sena y Francia recuperó su cetro como símbolo del savoir faire

Hélène y su grupo se llamaron “¿Douce France?”  con signos de interrogación que tiñen de ironía la frase, vuelven amargo lo dulce. Aquella melodía, que aún hoy representa tanto lo francés, fue el sello de “aquí no ha pasado nada”, todo está bien. La canción es todo rosa y evoca imágenes idílicas, perfectas, de una nostalgia un tanto cursi pero muy sospechosa dado el año en que Charles Trenet tuvo la inspiración de componerla. A Trenet se le deben muchas otras canciones paradigmáticas de la francesidad como “La mer” y “Que reste-t-il de nos amours” entre otras, pero compuso Douce France en 1943, bajo el gobierno de Vichy. No solo es sospechosa su dulzura en esos años debido a la canción. Temiendo que se lo tomara por judío hizo público su árbol genealógico para dejar bien claro que no había una tal mancha en su linaje. Actuó también ante oficiales alemanes en el Folies-Bergère y en la Gaîté Parisienne, entretuvo a tropas nazis en cuarteles y en campos de detención y no se pronunció nunca ni en público ni en privado sobre las deportaciones ni los ataques a los judíos. 

Pero se le escapó un deslizamiento de sentido sospechoso. Dice: Douce France / cher pays de mon enfance / bercée de tendre insouciance / je t'ai gardée dans mon coeur” (Dulce Francia, querido país de mi infancia, acunado por una tierna despreocupación, te tengo en mi corazón).  ¿“Tendre ensouciance”? ¿Tierna despreocupación? ¿en 1943?. ¿No advirtió que allí estaba pasando algo? ¿despreocupación? ¿acaso no le preocupaba la falta de libertad, de igualdad y de fraternidad entre los entusiastas franceses colaboracionistas? pareciera que no.

Así y todo, la canción, una vez liberada Francia, reflejó al buen e inocente francés con su melodía dulzona y pegadiza. Douce France era la imagen del edén, el país idealizado, amado, autocomplaciente y narcisista, el non plus ultra de la superioridad estética y moral en el que todo francés fundamenta su identidad.

El original francés del libro se llamó “De la France occupée à la Pampa” pero la versión en castellano es “Querido país de mi infancia”, título heredero del nombre del grupo, el segundo verso de la canción, con la misma nostalgia e ironía de aquel Douce France entre signos de interrogación. 

Estas historias de niños en Francia durante la Shoá son presentadas acá por Hélène con minuciosidad artesanal. Construye una fina red, como un bordado, una filigrana, en la que cada adulto testimoniante se vuelve a ver niño en aquel lugar, en aquella situación, oyendo las voces, dialogando con sus recuerdos y sus olvidos, conteniendo alguna lágrima y no ahorrando ninguna sonrisa. Cada historia está precedida por un mapa en donde se puede ubicar el recorrido del protagonista y un prólogo esclarecedor del contexto particular que le tocó vivir. 

Francia es el piso común pero vemos que no ha sido igual para todos. Sin embargo es tan fuerte la marca de identidad francesa que todos han mantenido el idioma y disfrutan comunicándose con él. A diferencia de muchos sobrevivientes polacos por ejemplo que se han negado a seguir usando ese idioma porque les evocaba no solo lo sufrido durante la Shoá en manos del nazismo sino la traidora colaboración de sus vecinos y amigos polacos, sus delaciones, la apropiación de sus bienes y la participación de no pocos en las deportaciones y asesinatos. Mis padres me decían que de entre todas las cosas vividas una de las peores fue ver el grado de complicidad de los polacos, los que cinco minutos antes habían sido sus clientes, sus amigos, sus compañeros de escuela. Muchos sobrevivientes polacos borraron el idioma de sus vidas. ¿Por qué no pasó lo mismo con los franceses? Nunca escuché de ningún sobreviviente francés que hubiera renunciado a hablar en ese idioma como pasó con tantos polacos. Es que Francia, su idioma y todo lo originado allí sigue representado la cultura, la belleza y la elevada sofisticación. En algún punto, aquel querido país de sus infancias, sigue siendo un motivo de orgullo abonado por una poderosa mística. Una vez terminada la guerra, resultó que todos los franceses habían pertenecido al maquis. No hubo ningún colaborador, todos habían sido muy buena gente y el manto de negación y olvido cubrió la identidad nacional durante décadas. Con el fondo musical, claro está, de Douce France.

Los niños retratados en este libro muestran otra realidad en distintos grados de evocación. Los que fueron mayores pudieron guardar mejor memoria, conocieron las caras de los que les dieron una mano y las caras de los que les dieron la espalda. Los que fueron más chicos recuerdan menos, dependen más de los relatos de sus mayores, padres y familiares, pero todos saben sobre la complejidad del alma humana y sobre los rincones oscuros que anidan en la misma. Los documentos rescatados, las fotos, las cartas, han ido reconstruyendo en cada uno el puzzle, nunca mejor traducido que rompecabezas, de sus propias vidas. La autora misma que era muy chiquita durante la Shoá toma de los relatos de cada uno fragmentos que iluminan sectores de su propia infancia que antes le habían resultado incomprensibles y que de pronto aparecen con una nueva claridad. Estos niños que hoy nos cuentan sus historias habían callado durante muchas décadas.

Cuando hablamos de la Shoá, uno de los temas que más suele cuestionarse es el del silencio de los sobrevivientes. Es habitual la suposición de que han optado por borrar esa memoria para evitar el sufrimiento de volver a presentificar momentos de angustia o de horror. Se habla de culpa, de la culpa del sobreviviente que se sigue preguntando por qué sobrevivió y no así el resto de su familia o amigos, se habla de negación. Como si los sobrevivientes fueran culpables de hablar recién ahora y fuera un rasgo patológico el que no lo hubieran hecho antes. ¿Cómo es posible que callaron tanto tiempo? ¿y por qué, de pronto, un día el dique del silencio se quebró y sus testimonios fueron cataratas imparables? Y, lo que es más incomprensible, es la evidencia de que no han olvidado nada, tal vez algunas cosas se confunden debido al paso del tiempo, pero no hay negación ni olvido. Está todo allí.

Ciertamente no todos los sobrevivientes se mantuvieron en silencio, unos pocos no lo hicieron y hablaron enfervorizadamente desde el comienzo, sobre todo al comienzo. No les fue bien. Por alguna razón que entonces no se comprendía, nadie quería escuchar y esta negativa los sumió en una tal desesperación que varios de ellos optaron por el suicidio. Paul Célan, Jean Améry, Bruno Bettelheim, la dudosa muerte de Primo Levi, son ejemplos de que el hablar prematuramente pareció volvérseles en contra. Lo dice claramente Jorge Semprún en “La escritura o la vida” ya en el título mismo de sus memorias de Buchenwald. Cuando terminó la guerra decidió guardar esa memoria hasta cuando pudiera ponerla en palabras porque mientras tanto debía elegir vivir, reconstruir su vida y apostar a ella. Como dice Dominique Frischer, el silencio de los sobrevivientes fue un silencio reconstructivo que hizo posible que todo el esfuerzo y toda la energía de las primeras décadas se pusiera al servicio de la vida. 

Conozco a varios sobrevivientes que hablaron desde el comienzo. La vida no les resultó fácil ni a ellos ni a sus familias que, abrumados por el peso de semejantes recuerdos, quería huir del barro cenagoso en el que los hundía el relato. 

A diferencia de ellos, varias décadas más tarde, las familias reciben hoy el testimonio de los sobrevivientes casi con orgullo. 

¿Qué pasó entre ambas situaciones? ¿Por qué aquel silencio, según la proposición de Frischer, hizo posible la reconstrucción? ¿No es acaso más saludable hablar que callar? ¿no es eso lo que nos enseña el psicoanálisis y la psicoterapia más básica? Reflexionando sobre ello propuse mi hipótesis de que no hay un solo silencio, hay dos silencios diferentes. El daño recibido, la situación traumática, tiene diferentes características según el contexto en el que se produce. El contexto es siempre un contexto dañino, malévolo, pero distingo dos males diferentes, el mal con minúscula y el MAL con mayúscula. El mal con minúscula es el perpetrado por un agresor sobre una víctima, un ataque individual, reactivo y emocional con un propósito personal y concreto, robo, violación, venganza, contra ataque, es una conducta que compartimos con los mamíferos y que, puede producir un sentimiento de culpa en el agresor. El MAL con mayúsculas no tiene dos protagonistas sino cuatro. Está el perpetrador y la víctima y están los colectivos sociales a los que ambos pertenecen. El perpetrador ataca no por su propio deseo sino siguiendo una orden, un estado o un para-estado. La víctima lo es porque es miembro de un colectivo que el estado ha designado como enemigo a exterminar. No es un ataque reactivo o emocional sino racional, no tiene un objetivo individual, no se ataca a una persona específica sino a quien es parte del grupo a destruir; el MAL con  mayúsculas no genera culpa y es exclusivamente humano. 

Cuando la víctima es atacada en un acto de a dos, cuando más pronto hable, ponga palabras al hecho, mayor sus posibilidades de quitarle el peso tóxico y malsano porque permite que se pueda operar con ello, comprenderlo y recuperarse. Pero cuando la víctima es sujeto del MAL con mayúsculas, por ejemplo en matanzas colectivas, genocidios, como en la Shoá, ordenado por el estado o por una fuerza paraestatal, se quiebra el contrato social más primitivo. Quien nos debería cuidar y proteger es quien nos quiere matar. Se fractura la confianza básica, ese piso sólido sobre el que estamos sostenidos y quedamos suspendidos en un equilibrio inestable de nuestra nuda vida, la vida que debe ser sostenida, alimentada y protegida a toda costa. Trastabillando sobre ese piso quebrado precisamos de varias décadas para que vuelva a sentirse firme bajo nuestros piés y así recuperar la confianza perdida. Años dedicados al desarrollo como personas, a armar familias y proyectos, a sentir que el mañana volverá a ser previsible y que los planes tendrán posibilidades de ser cumplidos, todo eso es lo que va reconstruyendo la firmeza del piso bajo nuestros pies y nos permite, ahora sí, mirar hacia atrás. ¿Nos hemos olvidado de algo? ¡No! todo está ahí, nada se negó, tan solo se esperó a que las condiciones permitieran el fluir el relato. 

En el caso de los niños, es preciso mencionar que una vez dispuestos a hablar casi ninguno se reconocía como sobreviviente. Se sentían privilegiados al compararse con lo que fueron deportados y encerrados en campos de concentración y exterminio y no se consideraban a sí mismos como sobrevivientes. 

Además está el tema de la edad y, en el caso de los más chicos, la amnesia natural de los primeros años. Si hacemos un esfuerzo podemos recordar más o menos bien lo vivido a partir de los 5 ó 6 años, los años anteriores nos vuelven como flashes, como fotos que incluso no sabemos bien si fueron así, si es lo que recordamos o si se trata de lo que nos contaron, siempre la duda. 

Incluso cuando recordamos,  y esto le pasa a todos los sobrevivientes,  está la duda de si lo que recordamos refleja lo que realmente pasó. La memoria no es fotográfica. La memoria, esa tensión entre recuerdo y olvido, es una conducta del presente y es elástica. Misteriosamente algún olor, algún comentario banal, alguna imagen vista al pasar abren de pronto un archivo que no sabíamos que teníamos y nos sorprende a nosotros mismos con hechos, palabras, emociones encapsuladas que explotan y nos revelan porciones de nuestro pasado que creíamos que habíamos perdido.

Este trabajo que estamos presentando es también un ensayo sobre la memoria rescatada como ejercicio de construcción colectivo. Hay varios momentos en el libro en que uno imagina esos momentos mágicos cuando de pronto alguno compartía un recuerdo que resonaba de maneras misteriosas en algún otro que así podía saber un poco más, visualizar un poco más, entender un poco más, en un diálogo que crecía y se enriquecía sobre la marcha, con nuevas lecturas, nuevas evidencias. 

Hélène construyó el libro con evidente intención didáctica e informativa y una factura literaria sin tropiezos, cuidada, poética e inspirada. Como todo buen libro, se lee fácil y de corrido, por momentos, con cierto suspenso por el derrotero de algunas historias. 

Sin embargo este libro no es un libro, es en realidad una colección de diez libros. El primero es el relato pormenorizado de la inmigración judía a la Argentina desde su comienzo hasta 1945. Excelentemente documentado Hélène ha superado a su anterior libro “Vidas. En las colonias: Rescate de la herencia cultural” publicado en 1991 en el que relataba los avatares de aquella inmigración judía de los comienzos del siglo XX. Los otros 9 capítulos toman las memorias y siguen las vidas de Maurice, Myriam, Francis, Micheline, Henri, Claire, Mariette, Nicolas y Elsa. Algunos ya no están y en el texto evoco sus voces, sus miradas, sus particulares inflexiones, gestos e intenciones reflejadas con minuciosidad y respeto. Cada uno de estos capítulos es un libro en sí mismo y puede leerse individualmente; cada uno está precedido por un mapa y por la descripción del contexto familiar, temporal y geográfico correspondiente. La autora transcribe fielmente los testimonios, a veces monólogos, otras diálogos con otras voces y los salpimenta con reflexiones propias que enriquecen los relatos con una nueva tridimensionalidad. Al mismo tiempo, leído de corrido, termina siendo una especie de thriller que guarda el misterio de la supervivencia, de la resignificación de lo vivido y del triunfo de haber generado una familia, una descendencia, un proyecto y un desarrollo personal, una vida plena de sentido. 

Para contrarrestar al dudoso Charles Trenet y su edulcorada canción, cierro con una de mis poesías preferidas de Jacques Prévert. “Le cancre”, el mal alumno, ese niño que como  muchos de los del libro que estamos presentando, se rebela ante lo establecido, no hace lo que se supone que tiene que hacer y elige ser feliz. 

Dice no con la cabeza / pero dice sí con el corazón / dice sí a lo que quiere / pero le dice no al profesor / pasa al frente, lo interrogan / y todos los problemas se le vienen encima / de pronto una risa loca lo envuelve / y borra todo / los números y las palabras / los datos y los nombres / las oraciones y las trampas / y a pesar de los retos del maestro / y las burlas de los niños prodigio / toma tizas de todos los colores / y sobre el negro pizarrón de la desdicha / dibuja la cara de la felicidad.


Menciones:

  1. Jorge Semprún: La escritura o la vida. Tusquets, 1994

  2. Dominique Frischer: Les enfants du silence et de la reconstruction: la Shoah en partage, trois générations, trois pays : France, Etats-Unis, Israël. Grasset, 2008

  3. Jacques Prévert: Paroles, 1945


Con Beate y Arno Klarsfeld, Hélène Gutkowski, Jonathan Karszenbaum y Fabiana Mindlin

Con Beate y Arno Klarsfeld, Hélène Gutkowski, Jonathan Karszenbaum y Fabiana Mindlin

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