Lo sabía. Julia lo sabía pero como tantas veces pasa, no quería saber lo que sabía y hacía como si no supiera.
Conocía a Horacio desde la adolescencia. Él iba al Mariano Moreno, ella al Normal 4. Eran de la misma barra que se juntaba los fines de semana en el Parque Rivadavia. Horacio andaba con Claudia, una rubia flaca de pelo así de lacio que revoleaba los ojos celestes como si fueran pelotas de ping pong descontroladas. Era una agrandada con su séquito de admiradoras que creían jugar en primera. La pobre Julia era rellenita, tenía el pelo oscuro y rizado, ¡ay cómo odiaba su pelo oscuro y rizado! ¡y el acné de su cara! ¿Cómo Horacio se iba a fijar en ella? Ni en mil años. Nunca. Y Julia evitaba que se cruzaran sus miradas no fuera a ser que se diera cuenta de que se volvía loca por él.
La noche del asalto en lo de las Gutiérrez -ojo, no era un robo, así se le decía el ir a juntarse a la casa de alguien y tomarla por asalto- llevó un bizcochuelo de naranja que había hecho ella misma con la infalible receta de su abuela. Todo un hit. José fue el primero que lo probó y cuando dijo “¡qué rico está! ¿quién lo hizo?” y Julia respondió tímidamente que había sido ella, algo mágico pasó. Como si se hubiera abierto de pronto el cielo después de una tormenta y el lugar se llenara de ese aire fresco con olor a ozono que deja la lluvia en el verano, todos se acercaron a la mesa y en unos minutos no quedó nada del bizcochuelo. Julia sintió que por primera vez la veían y cuando empezaron los lentos, Horacio, ¡nada menos que Horacio!, la sacó a bailar. ¡Nunca antes lo había hecho! Julia contenía el aire con miedo de respirar fuerte y que la carroza se transformara en calabaza, su vestido en trapos y que Horacio se desintegrara y desapareciera. ¿Dónde había quedado Claudia? ¿Cómo era que estaba planchando, con esa mirada triste y sin que nadie la sacara a bailar? ¡con lo hermosa que era ...!
Después de esa noche empezaron a salir. Julia se sentía la más linda del mundo, la que había sido tocada por una varita mágica, la más suertuda de todas. Claudia y sus amigas la odiaban, la acusaban de traidora, de seductora, de ladrona, le hacían el vacío. Pero era un vacío que no le importaba porque Horacio llenaba todas sus horas y sueños. La acompañaba caminando a su casa, le traía una flor de regalo, la elogiaba, decía adorar sus rulos y ojos oscuros, le festejaba sus salidas y chistes. Julia tocaba el cielo con las manos. Hasta que unos meses después el entusiasmo de Horacio y la magia fueron menguando. No se desesperó. Pensó que era normal, que así eran las cosas y siguió abriendo los ojos cada mañana a ese sueño vuelto realidad. Hasta que Cata, una del grupo de Claudia, le espetó “Horacio está saliendo con Agustina, la de 4ºD”. Ante la sorpresa de Julia hundió más el puñal “¡ah! ¿no sabías? te hizo lo mismo que le hizo a Claudia”. Y así fue. Cuando Julia lo enfrentó y le preguntó qué pasaba, se confirmó que ahora era el turno de Agustina, que ella ya era historia.
A pesar del dolor y la decepción, la vida continuó. Siempre continúa. Y Julia novió con Esteban, después con Juan Carlos y finalmente se casó con Ricardo. Enamorada, entregada y otra vez feliz, se sumergió en una nueva vida. Pero la convivencia no fue todo lo feliz que esperaba. Pronto descubrieron que eran incompatibles en el todos-los-días. Julia se despertaba temprano y a la noche se caía de sueño mientras que Ricardo se despabilaba al atardecer, se quedaba despierto hasta tarde y después dormía hasta el mediodía. Julia necesitaba silencio y paz y Ricardo se sentía a gusto con gente y en el medio del ruido. Hasta se desencontraban en la comida, en lo que a cada uno le gustaba, en el uso del baño, en la forma de relacionarse con sus familias, Todo mal. Por suerte no persistieron y decidieron separarse antes del segundo aniversario. Otra vez sola, ya recibida de arquitecta y trabajando en un estudio muy importante, Julia se dijo que lo vivido debía servirle de lección. Que tenía que estar con los ojos bien abiertos y no dejarse encantar por artilugio ninguno. Que sola no estaba tan mal.
Y volvió a recuperar la paz y las sonrisas.
Un día acompañó a su jefe a visitar a unos clientes que querían remodelar su casa. Casi se desmayó al entrar y descubrir que los interesados eran Horacio y la mujer con la que se había casado, Laura. Después de casi 10 años de no verlo, se reencontró con el mismo Horacio seductor, buen mozo y encantador del que había estado tan enamorada. A Horacio se le encendieron los ojos “¡Julia! ¡Qué gusto verte! ¡Estás más linda que nunca!” y la besó en las mejillas y la rodeó con atenciones dando la impresión de que el mundo había desaparecido y solo estaban ellos dos.
No le costó mucho al galán conseguir su teléfono, llamarla, invitarla a tomar un café y volver a usar sus artes seductoras. Otra vez la magia. Otra vez el encantamiento. Julia olvidó todas sus prevenciones ante su corazón arrebatado y se rindió.
Sabía.
Pero no quería saber lo que sabía.
Apostó a la amnesia, a “¿y si ahora sí? ¿acaso la gente no cambia?”, al sueño hecho realidad. Otra vez. Y Horacio derramaba sus “nunca te olvidé, fuiste siempre la mujer con la que tenía que haberme casado, fui un tarado, aprovechemos esta segunda oportunidad”.
Siguieron saliendo, la relación se fue estrechando y haciéndose más y más íntima. En la adolescencia no habían tenido relaciones sexuales pero ahora sí y eran tal como Julia las había imaginado. Plenas. Amorosas. Apasionadas. “¡Casémonos!” propuso Horacio un día, “me separo, casémonos!”. Y con la remodelación de la casa a medias, casi con lo puesto, dejó a Laura, corrió hacia Julia y la renovada promesa de felicidad. Y Julia, que sabía, seguía haciendo como que no sabía y se dejó llevar. Como en un torbellino se sucedió la búsqueda de un domicilio común, los trámites de divorcio, las gestiones para casarse, el casamiento y la convivencia. Al estilo de Horacio, avasallador, entusiasta, imposible de frenar. Y Julia se dejó ganar por todo eso. Con gusto. Encantada. Otra vez.
Si leíste hasta acá ya sabés lo qué pasó. Es como esas malas películas que enseguida te das cuenta de qué la van y cómo terminan. Cualquiera lo sabe. El entusiasmo de Horacio se fue aplacando y al poco tiempo, obvio, se enamoró de otra mujer en la que volvió a encontrar esa promesa de felicidad tras la cual parecía correr enceguecido. Julia no lo supo de entrada pero se lo veía venir ante la forma en que sus miradas ya no se encontraban. La cordura y la lucidez le habían vuelto hacía unos meses, tanto que cuando le pasó lo que todos suponíamos que iba a pasar, Julia no pudo más que aceptar y reconocer que también ella lo sabía. El nuevo cachetazo fue darse cuenta que sabía que sabía.
Unos meses después Horacio tuvo un infarto fatal. Julia fue al velatorio y encontró, además de a Alicia, la pareja con la que vivía en ese momento, a Claudia, a Agustina, a Laura y a cinco otras mujeres tan sorprendidas como ella. Como en una película, alrededor de Julia y Claudia que se conocían de jovencitas, se armó una rueda de mujeres lastimadas, crédulas, sedientas de amor y ciegas ante las evidencias, que coincidían en la misma historia. Primero el deslumbramiento y la magia, después la seducción, luego el desencanto y finalmente la traición.
Ante el cuerpo deHoracio, un Horacio tan atractivo como siempre, solo que esta vez quietas sus manos acariciantes, en silencio sus palabras edulcoradas e inofensivo en su sonrisa borrada, las nueve mujeres depusieron el resentimiento y el dolor ante el sufrimiento de Alicia, la viuda reciente, que, igual que todas ellas, había creído que con ella Horacio finalmente cambiaría. “Tal vez te salvaste de la traición y el desprecio, del desamor y la humillación. Tenés suerte de quedarte solo con el dolor de su muerte y no con el desgarro de su abandono y con la autoacusación de haber sido tan crédula”.
La madre de Horacio, una señora mayor, estaba sentada entre la gente con la mirada perdida. Conocía a todas y cada una de las nueve mujeres que habían amado y sufrido a su hijo. Se mantuvo en silencio preguntándose cuán culpable podría ser ella misma de la inconstancia de su hijo. No quería cruzar la mirada con ninguna de las despreciadas, no sabía qué decirles ni cómo. Horacio siempre había sido así. Sabía cómo hacer para conseguir lo que quisiera pero una vez que lo tenía, el interés se evaporaba. Daba la impresión de que una vez en sus manos lo que fuera que deseaba se transformaba en otra cosa, se opacaba, no era lo que quería. Así como se las arreglaba para que le dieran lo que pedía, parecía incapaz de disfrutarlo una vez que lo tenía. Como si, al revés que el rey Midas que convertía en oro todo lo que tocaba, su contacto desangelaba lo que fuera que tenía en sus manos. Lo que tocaba perdía color y textura, no lo hacía feliz, tenía que correr a buscar otra cosa.
Su madre era la décima mujer que no había podido hacer feliz a Ricardo. Un Horacio disfrazado de triunfador que escondía su desvalidez y sed de amor en una bolsa llena de agujeros imposible de llenar. Y persistía, lo volvía a intentar, pero entrara lo que entrara, la bolsa no lo conservaba y se volvía a vaciar.
¿Manipulador? ¿Mentiroso? ¿Seductor? Si. Todo eso. Pero básicamente alguien incapaz de amar y disfrutar del ser amado pero que no se resigna y lo sigue intentando. Como un Sísifo redivivo condenado a intentarlo, intentarlo, intentarlo y no llegar nunca.
¿Qué diría Horacio una vez despojado del peso de vivir? ¿Cómo explicaría su conducta? ¿Por qué se había negado a tener hijos? ¿Contra qué oscuridades debía luchar? Tal vez se confesaría que cada conquista, cada éxito en la seducción, le abría la esperanza de que esta vez sí, esta vez se sentiría pleno, de verdad, corpóreo, que cuando eso no pasaba volvía ese insoportable vacío que solo la expectativa de otro amor le prometía volver a llenar. También como todas sus mujeres, sabía pero hacía como que no. Volvía a apostar contra sí mismo sin poder impedir herir a quien tenía a su lado. Si lo acusáramos de malo, egoísta, maltratador diría “las quise a todas, quería hacerlas felices… pero no sé por qué de pronto todo se me apagaba, sentía que yo mismo desaparecía, me sentía muy mal… Con cada una fui feliz un rato pero no duraba mucho, lo que parecía amor se me volvía un peso, y solo quería escapar, volver a buscar, apostar de nuevo, probarme que podía, no sé…”. Al final, pobre Horacio. En vez de malo, desconsiderado o egoísta, termina siendo alguien incapaz de amar y de sentirse amado, alguien en busca de confirmación constante de que existe, de que está, y que solo la encuentra de manera transitoria, no se la cree, no le sirve y vuelve a buscar, una y otra vez. Como esos jugadores que insisten en hacer saltar la banca y terminan, fatalmente, desplumados.
Publicado en La Nación.