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Acto Iom Hashoá DAIA Córdoba

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A partir del minuto 36.33:

¿Por qué el Dia del Holocausto se llama Iom Hashoá? ¿Por qué preferimos usar la palabra Shoá en lugar de Holocausto? Un holocausto es un ritual sacrificial en el que se quema a un ser vivo, hecho voluntariamente por un grupo para conquistar la benevolencia divina y el perdón ante alguna falta cometida. Por eso es doblemente erróneo llamar Holocausto al plan asesino nazi. Uno, porque las víctimas no entregaron a nadie al fuego voluntariamente y dos porque no fue consecuencia de nada que hubieran hecho. El exterminio planificado del pueblo judío no tenía correlación alguna con algo que los judíos hubieran hecho, eran las víctimas propiciatorias tan solo por haber nacido judíos, como si un día alguien decidiera el exterminio de los que miden menos de 1.60 o de los tienen el pelo lacio. Serían culpables, igual que los judíos, por algo con lo que nacieron, no por algo que hubieran hecho. Por eso preferimos usar la  palabra Shoá que tiene dos atributos. Uno, es una palabra en hebreo y se refiere exclusivamente al plan de exterminio nazi sobre el pueblo judío en su totalidad. Y la segunda característica es  que no tiene ninguna atribución, es una palabra descriptiva, significa devastación, desastre, desolación, como un terremoto, un tsunami o la erupción de un volcán. Aunque todavía no es la palabra justa para nombrar lo que pasó porque aquello no fue un fenómeno natural sino uno decidido y realizado por los humanos. 

Y ahí reside todo su potencial porque nos abre a una comprensión de lo humano, algo en lo que todos nos podemos ver identificados, algo que nos importa a todos porque nadie sabe si no será, alguna vez, blanco de la decisión de alguien y deberá correr por su vida. Verlo desde la perspectiva humana, además, tal vez redunde alguna vez en un cambio de nuestra formación educativa, un cambio que contemple la pregunta de como fue posible. Porque, si fue posible una vez, es un precedente, puede volver a repetirse. 

Y vaya si se repitió. El siglo XX quedará en la historia como el siglo de los genocidios, un siglo que, al decir de Giorgio Agamben, si tuviéramos que representar con un solo dispositivo, sería Auschwitz, o sea, la propaganda, la ciencia y la tecnología de punta de ese momento al servicio del exterminio en un plan racional, orquestado y fríamente organizado. Pero la Shoá no fue el primero ni el último. Fueron tantos los sucedidos luego que debemos aceptar, con dolor y vergüenza, que no parecemos haber aprendido nada. El siglo empezó con el genocidio de los hereros y namaquas en África bajo la colonización de Alemania, en lo que hoy es Namibia. Le siguió, durante la Primera Guerra Mundial, el genocidio del pueblo armenio en manos de los turcos otomanos. Años después, en 1937, los ocupantes japoneses masacraron a la población de Nanking, en China. Ya el nazismo estaba en el poder en Alemania pero fue a partir de 1939, con la invasión a Polonia y el inicio de la Segunda Guerra Mundial que hizo su entrada fatal en la historia con su furia conquistadora y asesina. 

Una vez conocido el alcance de lo que hicieron, fue necesario nombrarlo, Churchill lo llamó en 1944 “crimen sin nombre”. En el mismo año, en 1944, el jurista judeo-polaco, Rafael Lemkin asilado en EEUU lo llamó genocidio. Su definición jurídica es extensa pero en resumidas cuentas se refiere al ataque, sometimiento o eliminación sistemáticos de un colectivo social, étnico, religioso o político. Participó en los juicios en Nuremberg con este concepto y una vez creadas las Naciones Unidas determinó la Convención de Genocidio de 1948, estableciendo que es un crimen de lesa humanidad.

Además de la creación de la palabra genocidio, la Shoá tuvo varias consecuencias más.

Instaló el NUNCA MÁS como clamor universal, palabras repetidas una y otra vez por quien lucha en contra de los hechos genocidas o que los quiere prevenir como tan bien conocemos en nuestro país. Pero es de lamentar que hoy es un NUNCA MAS afónico y cansado, deshilachado y agónico, nadie parece prestarle atención. Se dice, ciertamente se dice, pero en las esferas del poder y la codicia, son tan solo enunciados que adornan un discurso voluntarista e hipócrita. Solo las víctimas y los bienpensantes que las rodean, abrazan la frase con toda su potencia y esperanza. La prueba de que el NUNCA MAS es solo declarativo está en la lista de genocidios posteriores a la Shoá. Son tantos que mencionaré solo unos pocos. Camboya y los khmer rojos, Guatemala y el asesinato de la etnia ixil, Ruanda y el exterminio de los Tutsis desangrados por los machetazos de los Hutus, Kosovo y la limpieza étnica en los Balcanes, se instalaron nuevos horrores, los feticidios,  los niños soldados, el secuestro de niños para desactivar minas personales. La lista de espantos sigue y sigue. El anhelado NUNCA MÁS es un “otra vez, otra vez, otra vez”.

Por todo ello, otra de las consecuencias que proporcionó la Shoá al mundo, fue el establecimiento de los Tribunales Internacionales, desde la Corte Internacional de Justicia, órgano de las ONU hasta los tribunales de Derecho Penal Internacional. Los genocidios no tienen fronteras nacionales, un genocida es un asesino pasible de ser juzgado fuera de su país porque su delito es de lesa humanidad. 

Año tras año decimos e insistimos que enseñar la Shoá abre las puertas a la comprensión de la capacidad genocida humana y también ilumina aquellos aspectos que permitirían prevenirla, arrancarla de raíz como debía hacer El Principito con los brotes de baobab. Les debemos esto todavía a nuestros nietos. 

En cada aniversario decimos lo mismo y esperamos que nuestra voz sea atendida alguna vez y que la Shoá sea algo más que una clase que se da una vez por año entre aritmética y geografía. La Shoá tiene un potencial educativo que aún está por ser aprovechado. Desde los grandes temas, como la manipulación de la masa mediante la propaganda que tan diabólica y magistralmente desarrolló el nazismo, el enriquecimiento de algunos con la guerra y los genocidios, el uso de la ciencia y la tecnología fuera de toda ética, hasta la capacidad de resistencia de las víctimas y las grandes y pequeñas conductas solidarias que hicieron posible la salvación de tantos. 

La Shoá permite comprender de qué modo proceden los gobiernos, los tratados internacionales de una geopolítica casada con la codicia, las complicidades y las traiciones del sálvese quien pueda de los estados nacionales. Algo de eso estamos viendo con el manejo de las vacunas ante esta pandemia que nos amenaza de muerte y que nos tiene a todos como víctimas. 

Estudiar la Shoá permitiría abrir los ojos a esta desaparición de las fronteras políticas en el mundo globalizado y a la enorme capacidad de difusión instantánea potenciada por las redes sociales que han horizontalizado toda la información. Por un lado permiten que todos y cualquiera se exprese pero por el otro genera fake news, contenidos tendenciosos con una enorme dificultad de distinguir lo verdadero de lo falso. Igual que sucedió con la propaganda tan minuciosamente orquestada por el nazismo, tanto que consiguió transformar en asesino a un pueblo creyente y culto. Las redes sociales lo hacen infinitamente más peligroso.

Con la Shoá se puede ver, dolorosamente, hasta dónde el dinero no tiene color ni olor, que la codicia pretende más, siempre más y no le importa de dónde viene ni para qué se usa.

Estudiar la Shoá ilumina un aspecto muy potente que es la conducta de los jóvenes que fueron los que llevaron adelante los actos de rebelión y defensa como el que estamos recordando hoy. También nos habla del titánico esfuerzo de las familias que hicieron lo posible y lo imposible por salvar a sus niños, y también nos señala cómo una convicción, sea de fe o política, puede ser un sostén contra la adversidad, darnos fuerza y sostenernos cuando todo está en contra.
Y, por último, pero no menos importante, la Shoá nos enseña el valor de la memoria. No hay hasta la fecha un genocidio más y mejor documentado que la Shoá. Los diarios personales, los documentos y las crónicas, los testimonios, las investigaciones y todo lo que los archivos van descubriendo día a día así como los miles de papers, tesis y libros, conforman un tesoro documental. La memoria es una de las claves de la persistencia del pueblo judío. Hacemos culto de la memoria, de las historias de nuestros antepasados que nos hablan de la identidad que heredamos, tanto que una de nuestras festividades centrales, el seder de Pésaj, es además de comer cosas ricas, el relato de nuestra historia.

Recordamos hoy el levantamiento del gueto de Varsovia. Un puñado de jóvenes, poco más que adolescentes, enfrentaron en abril de 1943 a la poderosa maquinaria bélica nazi y la tuvieron en jaque durante casi un mes, casi el mismo tiempo que necesitó toda Francia para rendirse. Hace 78 años, sin armas, hambreados, huérfanos y abandonados, estos chicos estamparon en la historia el grado de la voluntad de vivir y luchar en contra del sojuzgamiento, un ejemplo para nosotros, sus herederos y legatarios, para no someternos a la injusticia, la arbitrariedad y la iniquidad y defender con uñas y dientes si es preciso la democracia, la libertad y la justicia, las únicas garantías de supervivencia como personas, como comunidad y como país.

Terminaré mi intervención esta noche, con un relato que ilustra cómo la Shoá puede aplicarse a nuestra realidad cotidiana:

Balka vivió hasta los 92 años. Se casó, tuvo varios hijos y nietos. Vio crecer a sus nietos y un día se murió. En su cama. Rodeada de su familia.

Pero no toda su vida había sido buena. Cumplió 18 en Auschwitz. Sobrevivió, obviamente, pero algo pasó allí que la siguió acosando la vida entera.

Rapada y tatuada, fue considerada apta para el trabajo y por ello tuvo el privilegio de seguir viviendo, al menos mientras pudiera ser útil. Su barraca estaba en Birkenau, en uno de esos enormes galpones sin ventanas cubiertos por camastros de tres pisos en donde se apilaban las prisioneras, de a dos o tres por cama. Tuvo suerte, solo tenía una compañera, Ema. También tuvo suerte porque la amistad que creció entre ellas fue inmediata. Se contaban, se consolaban, se escuchaban, se animaban, se hacían bien. Eran una burbuja de paz en medio del horror circundante. Juntas en las largas horas del recuento cotidiano, de pie, bajo el sol o la nieve, bajo la lluvia o el frío. Juntas iban todos los días a la cantera para levantar esas piedras pesadas. Juntas sostenían el cuenco en el que recibían ese líquido inmundo que los guardias llamaban sopa. Juntas soñaban y dibujaban lo que harían una vez libres, una vez afuera, una vez recuperada su condición humana.

Cada tanto venía un camión que cargaba a decenas de mujeres para ser llevadas a otro sitio. Nadie sabía a dónde. Se rumoreaba que para trabajar en una fábrica de aviones o municiones. Otros decían que eran llevadas para experimentos médicos o para satisfacer las necesidades de los soldados. 

Balka y Ema fueron esquivando esos viajes a lo desconocido ubicándose al final de la fila para no ser vistas. Pero las condiciones se fueron haciendo tan extremas, los maltratos y el hambre tan acuciantes que cuando apareció el camión otra vez decidieron ponerse más adelante para ser elegidas. Nada podía ser peor que lo que estaban viviendo. Valía la pena probar. Las mujeres fueron subiendo pero cuando le tocó el turno a Ema el camión ya estaba lleno, titubeó, se quedó quieta y Balka se adelantó, subió decidida para ver, con espanto, que detrás de ella se cerraba la puerta del camión sin que Ema hubiese alcanzado a subir. Fue tarde su grito desesperado “¡Ema! ¡Ema! ¡Déjenla subir! ¡Ema!”, el camión ya estaba en marcha.

Balka sobrevivió. Ema no. “¿Por qué me adelanté en la cola?” era la pregunta torturante que la acosó la vida entera. En medio de cada momento feliz, en su casamiento, en el nacimiento de cada hijo, en los logros de cada uno de sus nietos, a la hora de brindar se le ensombrecía la memoria y volvía, como una letanía irrefrenable la eterna pregunta “¿Por qué me adelanté en la cola?”. En esos momentos sentía que no merecía vivir esas alegrías, le tocaban a Ema, ella estaba adelante. 

Claro que no podía haber sabido que sería la última en ser cargada en el camión, pero, lúcida y con una decencia feroz, Balka horadaba su conciencia preguntándose “y si lo hubiera sabido, ¿también me habría colado?”. Un enjambre de moscas culpabilizadoras le ensombrecía el festejo y le impedía disfrutar. “Vivo de prestado, Ema estaba antes que yo, ¿Por qué me adelanté? ¿por apurada, por impaciente o por egoísta?”

Balka murió en su cama después de haber vivido una vida digna pero se fue con esas preguntas sin responder, preguntas que la pintan humana a rabiar, honesta, valiente y, por sobre todo, consciente de que uno es responsable de todo lo que hace. Aunque sea algo que parezca tan insignificante como pasarse en una cola.

Muchas gracias.