Cuando no podés comunicar lo único que te queda es ganar

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Te pregunto si se lo dijiste y me contestás: “¡Miles de veces pero no me oye, yo hablo pero no podemos conversar!”. ¿Creés que hablar es conversar? ¿No será que lo hacés para ganar? Veamos cómo funciona la no conversación demostrada por reducción al absurdo. 

Para ganar es preciso estar bien entrenado, tener los reflejos rápidos y la actitud apropiada, listo y afilado el estado de ánimo previo. Así:

  • Entendé todo lo que diga o haga el otro como dirigido a vos, un ataque a tu autoestima, capacidad, inteligencia y atractivo. Olvidate que el otro tiene sus propios problemas, dificultades, necesidades y angustias, vos sos el centro de su vida. Hasta si sufre de algún problema físico te lo hace a vos, a propósito, para molestarte, atraer tu atención y mostrarte que no le servís. 

  • En el sistema planetario familiar sos el sol. No es preciso que digas lo que te pasa, lo que necesitás y estás esperando, lo tiene que adivinar. ¿Cómo no lo va a saber? Si no lo hace es porque es tan egoísta que no quiere y porque no le importás. 

  • No te quiere. Pasá lista y tené  presente todo lo que no te satisface o te molesta de su conducta como evidencia de que no le interesás, no te considera y no le importás. Decitelo varias veces por día, dos o tres veces por hora sería lo ideal. Olvidate de lo bueno que vivieron juntos, no dejes que interfiera en el estiramiento del músculo bélico. Si se te cruza la pregunta de por qué sigue a tu lado, respondete que es por comodidad, miedo o conveniencia. Nunca porque quiera estar con vos.

  • Habituate a revisarle el celular, la computadora, el teléfono y los bolsillos buscando la prueba de que está viendo a otra persona mejor que vos. Si tenés la suerte de encontrarla, pegale un mordiscón y no aflojes, apretá los dientes, quedate ahí, insistí y guardalo bajo la manga para mostrarle lo mala persona que es. 

  • Siempre tenés razón, es un don natural con el que naciste, poseés la verdad de como son las cosas. No te olvides entonces que no sos vos quien tiene que cambiar, es el otro. Y si se opone y discute, es por perfidia, maldad y capricho. 

  • Tiene la culpa. Acentuálo con patologías que te sirvan para probar que está enfermo. Narcisismo, negación, autismo, depresión, aislamiento emocional y tantas otras que, a modo de armas, te permitirán sumar la acusación de locura a la de maldad. No te compadezcas ni intentes ponerte en sus zapatos, mandalo a hacer terapia.

  • Siempre el problema es del otro. Todas las parejas están convencidas de que es preciso cambiar al otro. Sé como todos: creéte que sos de lo mejor, amable, complaciente, tolerante, un océano de comprensión y convencete de que el otro es imposible, hostil, agresivo y maltratador.

Ahora que sos una víctima inocente e indefensa y nadás en la furia tu estado de ánimo está a punto caramelo. Conducta a seguir en el campo de batalla: 

  • Hablá siempre en segunda persona. Enunciá todo lo que decís con un “porque vos…” Nunca uses, ni soñando, la primera persona. Hablá siempre en reclamo, crítica, juicio, queja, que tu dedo erguido señale al culpable. Y sé espontáneo, vomitá lo que se te venga a la cabeza sin filtro alguno, tenés derecho a hacerlo porque sos la víctima. 

  • Jamás menciones lo que necesitás, lo que te gustaría y no podés. Además de que, como ya dijimos, el otro seguro que lo sabe, que no se te vaya a caer la corona hablando de tus miedos y vulnerabilidades. ¡Atención! porque la tortilla se puede dar vuelta, se pondrá en evidencia tu imperfección y te acusará de locura.

  • Arrinconalo, avergonzalo, atacalo activa o pasivamente, desprecialo, a solas y ante los demás, que se vea como una cucaracha infecta, inútil y despreciable. Contale a su familia lo insoportable que es. Amenazalo con separarte y si aún insiste en seguir siendo como es y no cambia, castigalo: vengate, no le hables ni sientas deseo sexual. 

  • Imponete siempre. Nunca digas “por favor”, “disculpame” o “¿puedo?” Sé terminante, respondé con un rotundo ¡NO! que suene a cachetazo definitivo. No vayas a reconocer ni agradecer nada que pudo haber hecho bien, focalizate sólo en todo lo que está mal.

  • Tampoco le tengas lástima ni caigas en la tentación de ser razonable con un  “¿te parece?” o “mmmm… lo voy a pensar” o “no se me ocurrió verlo de esa manera”. Revela tu inseguridad y debilidad cosas que nunca podés mostrar. Tu posición debe ser siempre la del luchador aguerrido, reactivo e impaciente, un gladiador en el circo romano, firme, en guardia, es matar o morir. 

Si mantenés tu entrenamiento al día y persistís en estas conductas tendrás el éxito asegurado, te será imposible conversar, habrás ganado todas las peleas y dejarás a tu alrededor un tendal de muertos. Y los muertos no discuten, ¡siempre nos dan la razón!

A ver si entendiste. “Se lo dijiste miles de veces y no pueden conversar”. Si lo que querés es eso, tendrás que construir un espacio de confianza y aceptación que lo haga posible. Es fácil: no hagas nada, absolutamente nada de lo que dije. 

¡Que es lo que queríamos demostrar!

Fue lo que dije en Vivan las Ideas cuando se habló del arte de conversar:

Vivan las ideas. Espacio de Gerry Garbulsky en Instituto Baikal. Viernes 4 de julio de 2020. Participaron también Christian Carman, Gustavo Faigenbaum y Guadalupe Nogués. El video de mi participación:

Vivan las ideas. Espacio de Gerry Garbulsky en Instituto Baikal. Viernes 4 de julio de 2020. Participaron también Christian Carman, Gustavo Faigenbaum y Guadalupe Nogués. El video de mi participación:

El sesgo tribal

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Vivimos en una realidad binaria, maniquea y bélica. Según de qué lado se esté y quién sea el hablante nos considerará amigo o enemigo. A medida que las redes sociales, a las que todos tenemos acceso, globalizan los mensajes simplistas y engañosos, esta tendencia está siendo una característica mundial. ¿Serán los medios? ¿Será la propaganda? ¿Será la manipulación de los políticos? ¿Ignorancia? ¿Perversidad? ¿Estupidez? ¿Qué nos conduce en tanto Humanidad a alojarnos en casilleros cerrados sin dejar entrar a los que creemos que no tienen nuestro mismo pelaje?

Dada la aparente universalidad de esta conducta, lejos de ser una patología, podría tratarse de una característica humana, un sesgo cognitivo. El sesgo se describe como una estrategia mental, una forma de procesar y comprender los datos, sean fenómenos o ideas, de manera rápida y simplificada. Se toman e incorporan los que confirman una idea previa; los que la cuestionan o la niegan, quedan en las sombras o directamente no se perciben. No vemos nuestros sesgos. Son la lente a través de la cual percibimos, leemos, comprendemos y actuamos, lente tan integrada a nosotros que actúa como un verdadero escotoma. El escotoma es un punto ciego en la retina: creemos que vemos todo pero en realidad compensamos lo que no vemos y lo rellenamos con nuestra experiencia previa, de modo que no vemos que no vemos. Nuestros sesgos tienen el mismo efecto: creemos que vemos y consideramos que vemos todo cuando en realidad, vemos solo una parte y no vemos que no vemos. Así, los sesgos cognitivos nos hacer tomar decisiones, comunicarnos y operar con la gente y con la realidad en el engaño de que lo hacemos disponiendo de toda la información y no nos damos cuenta de que nuestra lente nos hace tomar solo una parte. La que nos confirma nuestra idea preexistente. Es el sesgo de confirmación, claramente evidenciable en los partidarios de algún partido político que siguen a los periodistas y medios que confirman sus propias ideas, las refuerzan y por añadidura les aseguran un grupo de pertenencia afín.

Propongo, hasta encontrar una palabra mejor, llamar sesgo tribal a esta característica de partir el mundo en amigos y enemigos, sesgo tan potente que domina nuestra vida social y genera tantas de sus guerras, hostilidades y enfrentamientos. ¿Por qué tribal? Una tribu es un grupo humano unido por lazos históricos, familiares y de intereses comunes. Los mamíferos solo podemos subsistir en el grupo que nos cobija. En su seno construimos nuestras subjetividades, mamamos su cultura e ideología, reglas y rituales, que son las fuentes de pertenencia, aceptación, alimento y protección. En nuestro gran desvalimiento, la pertenencia a una tribu es nuestra única garantía de sobrevivir. Seguimos tan necesitados del grupo como en las primitivas cuevas donde era esencial distinguir amigos de enemigos, protectores de atacantes. El color, el aspecto físico, la lengua, las costumbres de los miembros dibujaban en quien confiar y en quien no. Los diferentes eran potenciales enemigos que podían robarnos tanto el fuego como la carne del mamut recién cazado que debía durar todo el invierno. Diferenciar amigos de enemigos era condición de vida y pasados miles de años este sesgo tribal pareciera estar incorporado a nuestro ADN. La tribu dibuja y define quienes somos, cómo somos vistos, y si somos aceptados, qué privilegios o beneficios podremos recibir. Asimismo dibuja claramente las fronteras y todo lo que está afuera es potencialmente peligroso y levanta nuestro alerta. Este sesgo tribal es la lente con la que leemos nuestras interacciones sociales. En todos los órdenes, en lo político, en lo deportivo, en lo artístico, en lo religioso, esta característica tiene la virtud de asegurarnos la pertenencia y la aceptación del grupo, nos confiere una identidad y nos protege de los ajenos, los predadores y enemigos. Dentro del grupo estamos con nuestros iguales, seremos queridos y respetados, siempre y cuando le seamos leales hasta la ceguera.

El sesgo tribal tuvo trágicas consecuencias en la historia de la humanidad. La mirada maniquea del fanatismo y el extremismo justificó, y aún justifica, conflictos sangrientos en los que cada bando asegura tener el derecho y la posesión de LA VERDAD. Quien gane esa guerra decretará que solo sus rituales, idioma y costumbres serán legítimos y que quienes no los acepten estarán afuera de la gran cueva de todos, perderán el derecho a la pertenencia. Los tiranos, las dictaduras y utopías políticas, tienen como sustento común esta idea de verdad que fundamenta la exclusión, el exilio, la detención, la tortura y el asesinato. Vemos este sesgo en todas partes y de diferentes maneras. En nuestra realidad Ford o Chevrolet, coquitas o chocolinas, River o Boca, izquierda o derecha, populistas o liberales, cristianos o judíos, negros o blancos, peronistas o gorilas y podría seguir con cientos de dicotomías en las que el extremismo y el fanatismo excluye y señala como enemigo al de la otra tribu. Todo lo que se diga o haga evidencia a qué tribu se pertenece. Son solo dos y es inconcebible no pertenecer a alguna. El sesgo tribal no admite territorios intermedios. No hay matices ni grises. No hay miradas o posiciones alternativas. Quien no se reconoce como de acá o de allá, es un traidor encubierto, un enemigo falaz.

El sesgo tribal que, por un lado nos confiere identidad y pertenencia y nos permite crecer y desarrollarnos en el seno del grupo conocido y confiable, por el otro nos mantiene sujetos y prisioneros de un pensamiento único, de la imposibilidad de expresar cualquier divergencia a riesgo de ser echados a la intemperie. Nos obliga a aceptar y abrazar lo que la tribu propone, nos cierra el dispositivo crítico, reflexivo que nos previene de todo posible desacuerdo. El gran peligro es que, como el escotoma visual mencionado, genera una doble ceguera: no vemos y no vemos que no vemos. El sesgo tribal rige nuestras conductas y opiniones. Si no lo conocemos ni reconocemos, si no estamos alertas, caeremos bajo el influjo y la ilusión de poseer el gran tesoro de LA VERDAD. Nos acomodaremos junto a los que creen lo mismo y nos veremos en sus ojos confirmando la identidad grupal y los otros, a su vez, se verán en nuestros ojos en un reflejo especular repetido ad infinitum, tranquilizador y reconfortante. ¡Qué alivio! ¡Qué tranquilidad! todos con el mismo pelaje, todos pensamos y actuamos igual. ¡Qué acogedora y calentita la cueva!, nada nos podrá pasar acá adentro. El enemigo está afuera. Siempre afuera. El único precio que pagamos es la libertad de pensar.

Publicado en El diario de Leuco.

Publicado por Clarin.

Una casa, una familia judeo-alemana

Comentario sobre el film documental “La casa de Wannsee” de Poli Martínez Kaplún

Nicolás, el hijo menor de Poli, quiere hacer su bar mitzvá. Habiendo vivido lejos de todo ritual o pertenencia religiosa, el deseo de su hijo la sorprende y es el germen de la investigación que hace sobre una parte de la historia familiar que estuvo silenciada y olvidada, la parte judía. El hilo narrativo se inicia ahí y nos va llevando de la mano en el encuentro de cada hallazgo, cada pieza desenterrada del rompecabezas familiar que se va reconstruyendo ante nuestros ojos en una trayectoria de 7 generaciones de judíos alemanes.

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El bisabuelo Otto. La casa tiene un lugar protagónico, tanto que es el título de la historia. Construida por Otto Lipman, en un suburbio aristocrático de Berlín, refleja la condición en la que vivían los judíos en las primeras décadas del siglo XX. Otto había nacido en Alemania cuando ya eran ciudadanos de pleno derecho y habían ingresado con alegría y entusiasmo a la sociedad alemana, al mundo occidental; a su cultura, al arte, la ciencia, los deportes, al ejercicio profesional, al gobierno y al ejército, a todas las áreas que durante siglos les habían estado vedadas. Los judíos alemanes, antes despreciados y subestimados, se volvieron parte integrante de ese occidente pujante, creativo y prometedor. Ya no eran más miembros de segunda, sin derechos civiles, una minoría nacional. Eran alemanes. Y orgullosos de serlo. Veían a aquel pasado de sometimiento como una etapa superada que no los forzaba a vivir en los suburbios de la vida moderna y la civilización. Muchos judíos mantenían su vinculación con la religión y sus rituales, pero lo ejercitaban puertas adentro como parte de su vida privada, no lo ponían en evidencia en su vida pública. Otto y su familia, como tantos otros, sin renegar de ser judíos, dejaron de ser creyentes y no respetaban ya las tradiciones milenarias.

De este cambio radical viene la palabra ieke. Así los llamaban, despectivamente,  los judíos del Este. Ieke viene de Jacke, el saco occidental de medio cuerpo que reemplazaba al largo tapado tradicional. Esta integración a las costumbres occidentales revelaba, para los que seguían apegados a los usos tradicionales, que estos judíos alemanes estaban incursionando en un modo ser judíos que les era ajeno.

La historia familiar. Otto Lipmann era un ieke. Profesor universitario, fue el fundador de un instituto de Psicología Aplicada con sede en su propia casa. La alegría de haberlo conseguido duró poco tiempo porque el nazismo le prohibió el ejercicio profesional, fue echado de la Universidad y debió cerrar el instituto. Otto no lo pudo resistir y falleció de un ataque cardíaco. Su viuda y su hija Emily quedaron solas.

Pero recién ahí comenzaban los problemas. La ley de arianización de las propiedades judías determinó que la casa les fuera expropiada y en 1936 y ante la creciente persecución, debieran dejar Alemania. Comienza entonces un periplo que también nos recuerda el del pueblo judío a lo largo de la historia.

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La trayectoria de Gertrude, la viuda de Otto, y de su hija Emily,  las lleva a Alejandría, Egipto. Al poco tiempo Emily conoce a Vova Kaplún, un imprentero ruso con quien  se casa. Nacen las tres hijas, Katherine, Helen e Irene, y viven cómodamente unos años en Alejandría hasta que asume el rey Faruk: los judíos deben dejar Egipto. 

Nuevo destino, Suiza, donde se había establecido Sioma Kaplún, el hermano de Vova que a poco de estar quiere irse “porque Europa solo sabe de guerras”. ¿Dónde ir? ¿Sudáfrica? ¿Australia? Cuando se entera por azar de que hay unos primos en Argentina decide que ése será su destino. Llegan en 1949.

Cada uno de estos movimientos resumidos en estos pocos renglones, requiere trámites, tiempo, esperas, conexiones, dinero, documentos. Nada es sencillo. El último inconveniente, un oprobio que pesa sobre nuestra historia, fue que para ingresar a Argentina debieron bautizarse como protestantes, no vaya a ser que alguien sospechara que eran judíos y se les prohibiera la entrada a nuestro país. Porque los judíos, a partir de 1938, no eran admitidos en Argentina. 

Establecidos acá y dada la historia previa y por las dudas, mantienen su condición de protestantes. La religión no es un tema en la familia, son ateos, de modo que no les incomoda demasiado este engaño que, al menos para los padres, es un salvavidas estratégico. 

Con el paso de los años, las tres hermanas toman diferentes rumbos. Las cosas no le fueron bien a Vova e invitado por su hermano, deciden regresar a Suiza. Todos salvo Helen que se queda en Argentina, donde se casa. Katherine vive en Suiza hasta su jubilación y luego regresa a Argentina. Irene se casa con Fernando, un venezolano, con quien emigra a Venezuela y finalmente termina viviendo en España. Toda esta trayectoria se ve en el film en donde los diferentes puntos de Europa, Asia y América, se van uniendo con un hilo rojo que salta de continente en continente dibujando la búsqueda de un sitio amigable donde poder vivir y la dispersión consecuente.

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La historia de la casa. Perdida durante décadas, luego de la reunificación de Alemania, el gobierno  habilitó a presentar la documentación que acreditara la propiedad a los  expropiados durante el nazismo. Emily inició los trámites para recuperar su casa a la que no había podido volver desde su partida en el 36. Llevó diez años conseguirlo. Hay que probar que les pertenece pero no hay ningún documento que así lo establezca. Solo las fotos que Otto había tomado y que certifican que los Lipman habían sido sus primeros habitantes. También el expropiador solicita la propiedad aduciendo que vivió allí desde 1936. Finalmente la casa es recuperada y con ello, se conoce su historia durante los años en que estuvo expropiada. El predio estaba en la frontera misma de los dos Berlines y había quedado del lado oriental, sede de un cuerpo de la policía de la RDA. Deteriorada, descuidada, lacerada, la casa señorial mantiene intacta su estructura original y es adquirida por Norbert, un alemán representante de la Alemania post genocidio. Estudiando las fotografías originales, vuelve la casa a su antiguo esplendor, la cuida, la mima e investiga y honra su historia. Una de las habitaciones es una especie de museo con fotos, documentos y el relato de quien fue su constructor, su familia y qué pasó con ellos y por qué.

Las 3 hermanas. Aunque el film muestra toda esta trayectoria, los momentos más conmovedores y desafiantes son cuando cada una de las tres hermanas expresa su punto de vista y en qué lugar de toda esta historia están ubicadas.

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Katherine, la mayor, nos abre la puerta porque es la poseedora de los objetos y archivos familiares que trajo en su regreso a la Argentina luego de los años vividos en Suiza. Mientras Poli va pasando hoja por hoja los álbumes con fotos en sepia o blanco y negro, su tía la mira con extrañamiento. Depositaria y portadora de esos tesoros familiares, no reconoce a nadie en las fotos, dice que no le importan, que no sabe, que el pasado no le interesa. Cuelga en su casa un cuadro con el retrato imponente de un hombre vestido a la usanza antigua y llevando una kipá. Se trata de Salomón Isaac, antepasado familiar de la rama materna, bisabuelo de Otto. Poli se pregunta qué pasó entre este personaje y Nicolás, que, 7 generaciones después, quiere hacer el bar mitzvá.

Helen, la del medio, la mamá de Poli, fue quien insistió y convenció a sus hermanas para tramitar la recuperación de la casa. Cuenta acerca de su educación prusiana, severa, de cómo su madre, Emily, no se dejaba vencer por sentimentalismo alguno. Recuerda su vida como protestante y recuerda haber sentido malestar cuando de niña decía que era conversa. La religión no había tenido un lugar protagónico en su infancia pero sabía que era judía. 

Irene, la menor, vive en Madrid y es una católica ferviente y convencida. Se muestra feliz y orgullosa porque uno de sus nietos, Sebastián, está por hacer la primera comunión y se sabe al padrenuestro bien de memoria. Protagoniza el momento culminante del film, junto a su marido, Fernando, cuando se niega aceptar que su madre, Emily, decidió irse de Alemania porque era perseguida como judía. Lo encara con artilugios argumentales tales como “se fue porque quiso”, “mucha gente se iba”, “todos tenían miedo no es porque eran judíos”, “mi mamá abandonó Alemania, no huyó”. Inconmovible ante los argumentos que Poli le da, se la ve molesta porque la quiere enfrentar con eso que reniega. Otra vez la pregunta ¿Qué pasó entre Salomón Isaac en el siglo XVII y Nicolás que quiere hacer el bar mitzvá en el siglo XXI, 7 generaciones después?

La discusión incómoda. Cuando la vi en el cine, en el momento en que Irene y Helen están hablando con Poli, ante la oposición de Irene al relato de Poli, interviene Fernando, su marido, que estaba sentado fuera de cámara y que, evidentemente, no estaba planificado que participara. Entra en el cuadro y coincide con los argumentos de su esposa, dice que su suegra, Emily, jamás habló de ser judía. “Nunca le vi una tendencia judía, nunca le escuché hablar de judaísmo”, como si no haberlo dicho implicara que no lo fuera. Agrega, validando su afirmación, “yo sé cómo son las familias judías” sin explicar a qué se refiere pero podría ser a las tradiciones relacionadas con lo religioso.

Este momento del film, breve, pero potente y fuertemente impactante, es una especie de resumen urticante. Allí está la consecuencia de la historia familiar, de la historia de los judíos en Alemania y de la fuerza del prejuicio. 

Poli en este film desteje la trama oculta y vuelve a poner los puntos sueltos en la aguja de la historia familiar. Abre el arcón que contiene los tesoros de la fotos y películas silenciadas, desanda el camino del  olvido y rearma el rompecabezas con las piezas que estaban escondidas. 

Y como ya sabemos, cuando se cuenta una historia particular se está contando una historia más grande. Poli contó sobre su aldea pero nos abrió las puertas de todo un mundo.

En su búsqueda personal, junto a Norbert que reconstruyó la casa, pasan a ser guardianes y cultores de la historia. 

La calle Wannsee tiene una triste evocación porque a pocas cuadras de la construida por Otto, tuvo lugar la infausta conferencia de enero de 1942 en la que se legitimó y planificó la que llamaron solución final, o sea el asesinato del pueblo judío.

Las tres hermanas y la casa, en sus tres momentos, representan la historia de los judíos en Alemania y el modo en que debieron procesar la persecución y la amenaza de muerte así como la traición profunda de esa nacionalidad que creían que les era propia y que habían aprendido a amar.

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¡Harta de estar harta!

El hartazgo tiene dos acepciones. En una, se está harto cuando uno se siente satisfecho, pleno, sin necesidades, completo. En otra, uno está harto cuando está cansado, empachado, superado: cuando no aguanta más. 

Harto ya de estar harto, ya me cansé / de preguntar al mundo por qué y por qué / La rosa de los vientos me ha de ayudar / Y desde ahora vais a verme vagabundear / Entre el cielo y el mar. / Vagabundear

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¡Qué invitante el elogio al vagabundeo de Serrat! ¡Vagabundear! ¡Dejarse salir sin destino prefijado, ir al garete siguiendo los vientos del deseo, el cielo y el mar! ¿Te acordás de cuando lo podíamos hacer? Antes, los destinos estaban limitados a quienes tenían el dinero para poder hacerlo. Hoy, ni el dinero te presta las alas de aquella libertad. Nos hemos igualado, todos. El virus no discrimina ni pregunta quién sos, si sos bueno o malo, blanco o negro, homo o hétero, populista o liberal. Viene, se enseñorea en el reino de nuestra biología y se ríe de aquellas cosas que creíamos que nos diferenciaban y que nos hacían creer que éramos mejores o peores que otros. Pero mal de muchos, ya sabemos... 

¿De qué estoy harta? No es solo de la limitación del vagabundeo. Estoy harta de la inundación constante de noticias e informaciones, contradictorias, cambiantes, sensacionalistas, engañosas. Estoy harta de que no se hable de otra cosa. Estoy harta de las infografías, de los pronósticos, de las expectativas de tratamientos que no llegan, de la perentoriedad de una amenaza que nos tiene amordazados. Estoy harta de celebrar que estoy viva, que mi marido lo esté así como mis hijos, nietos y amigos queridos, como si estar vivos se hubiera vuelto lo único que podemos esperar de la vida. Obviamente si estás en el umbral y de un lado está la vida y del otro la muerte, la vida es ese milagro a celebrar. Pero está siendo una vida en sordina, estática y pasiva, que sale de la incertidumbre conocida para caer en otra más incierta aún que nos impele a protegernos para que, de manera dramática y urgente, nos mantengamos vivos. Al mismo tiempo me digo que no aparece a la vista otra manera de seguir, que debo ser más tolerante y paciente, que más se sufrió en la guerra (mis padres sobrevivieron escondidos en un altillo casi dos años durante el Holocausto), que al menos yo no estoy tan mal, tengo un techo que me protege de la lluvia y el frío, agua corriente y baño, mi marido se la banca con dignidad y bonhomía y mi perro no entiende de cuarentenas ni sufre por ello, todo lo contrario, porque nos tiene a su lado todo el tiempo y es todo lo que le hace falta. Son privilegios que tengo la suerte de tener y es una parte buena de este período porque me pone delante lo que daba por dado, casi que no veía y que hoy agradezco tanto.

Entiendo que el aislamiento está destinado a nuestra preservación y cuidado, no abogo por romperlo de manera irresponsable, hablar de mi hartazgo es tan solo un desahogo. Quiero volver a mi rutina habitual. Quiero volver a enojarme porque el tráfico está imposible. Quiero volver a sentarme con amigos en un café, solo a pasar el tiempo sin tener que hablar de algo en particular. Creo que ya sé que no volveremos a compartir el mate, que ese ritual tan rioplatense, tan de confianza y de proximidad, tendrá que ser cambiado por otro en el que cada uno chupará de su propia bombilla. Ya sé que esto dibujará un nuevo límite en nuestras interacciones pero quiero volver a la rutina de lo que era. Estoy harta de no saber qué día es, de que domingo y jueves sean palabras sin sentido, que calzarse haya quedado en el olvido y que la ropa de la cintura para abajo no deba ser elegida con el mismo cuidado que la que cubre el torso.

Y por si esto fuera poco, la dimensión temporal me resulta enloquecedora porque está tergiversada de un modo insólito: el tiempo detenido de agua estancada, coexiste con el tiempo vertiginoso, fugaz e inasible. No sé si algo que pasó fue esta mañana o hace dos meses, cuando digo “el otro día” puede corresponder a cualquier momento entre ayer y mediados de marzo cuando todo empezó. Por un lado es un eterno domingo sin diferencias entre un día y otro y de pronto y al mismo tiempo ya cambió el mes y estamos en junio. Winter is coming. Miro hacia atrás sorprendida, como si hubiera estado dormida en una caja de cristal, en un sueño sin sueños y el tiempo hubiera pasado sin que yo estuviera allí y para más inri como se dice en España, sigue sin venir el príncipe que me despertará con un beso de amor.

Sé que soy una privilegiada. Que aunque el dinero no es freno al contagio y todos podemos ser alcanzados por el virus,  si tenés dinero te podés cuidar mejor, disponés de espacios para aislarte, abrís una canilla y hay agua corriente para lavarte las manos, podés comprar el alcohol para desinfectarte y si te contagiás te recibirán en los mejores sitios para curarte. Por eso tantas víctimas mortales provienen de donde reina la carencia, la injusticia social y la iniquidad. 

Aunque el virus nos puede atacar a todos, algunos tenemos más posibilidades de contrarrestarlo que otros. Es con impotencia y culpa que escribo esto porque me digo que ante tanta injusticia no tengo derecho a estar harta. Pero lo estoy y me hace bien aliviarme y gritarlo a los cuatro vientos:  ¡ESTOY HARTA! ¡HARTA DE ESTAR HARTA!