Cercanía forzosa.

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El mundo barajó y está dando de nuevo. Cada uno en su casa protegiéndose y protegiendo. Estamos ante un desafío global inédito y deberemos ponerle la mejor onda a esta convivencia tan próxima, tan inescapable, tan provocadora.

Esta cercanía, parecida a cuando nos vamos de vacaciones y tenemos que estar juntos tooooodo el día tooooodos los días, se complica hoy con la restricción geográfica de no poder salir de las cuatro paredes que limitan nuestro espacio de vida y no podemos huir de nosotros mismos. 

Me hace acordar a lo que me pasó cuando comencé a usar lentes de contacto. De pronto descubrí cómo era mi cara de verdad porque no pude más que ver todo lo que antes no veía. La miopía no te deja ver bien, es como si todo estuviera más lejos. 

Y de lejos todo es más lindo. 

La cercanía puede ser cruel porque revela los detalles mínimos. Lo mismo pasa ante alguien que no se conoce, se lo ve como a la distancia y con bordes poco nítidos y parece tener cualidades, colores y condiciones que, a medida que nos vamos acercando y viendo con más precisión, advertimos que no siempre estaban. 

Solemos ser miopes con los desconocidos y los investimos con lo que esperamos, lo que necesitamos, lo que nos gustaría que tuvieran. Ellos tampoco ayudan porque se presentan con su mejor cara, como las fotos que elegimos publicar en las redes sociales.  

Esta combinación, tantas veces tramposa, se va desmoronando a medida que nos vamos acercando y los detalles comienzan a dibujarse con mayor claridad. Lo que brillaba se opaca. Lo que era cuidado y nítido se vuelve desaliñado y desprolijo. A medida que la distancia se va acortando, la diferencia entre lo que se creía ver al principio y lo que hay puede ser fatal para la continuación de la relación. O no, puesto que a veces, mirar de cerca permite ver cualidades que de lejos pasaban desapercibidas y no se valoraban.

Pero a veces, más de lo que imaginamos, la imagen primera, aquella promesa de perfección, sigue existiendo como promesa y si el otro resulta no ser tan bello, tan dulce, tan amoroso, tan inteligente, tan comprensivo, tan ordenado, creemos que nos lo hace a propósito. Lo que veíamos a la distancia era tan maravilloso que reconocer la realidad es un doloroso golpe a la ilusión mágica de perfección y felicidad total e instantánea. Por algo los cuentos de hadas terminan con el matrimonio. La convivencia es como mis lentes de contacto, acorta la distancia y las imperfecciones se hacen visibles. Nos sentimos traicionados y aquella ilusión de felicidad se va borroneando y nos deja con la pregunta atormentadora de si era éso lo que esperábamos, lo que nos merecíamos, con lo que tendremos que vivir el resto de nuestra vida.

Dan Ariely, académico de la universidad de Duke, lo dice claramente en este video animado (https://bit.ly/2tSnLmJ, activar subtítulos) donde hace una analogía entre una pareja y un departamento alquilado. Imaginemos, nos dice, que el contrato de alquiler es de día por día, el inquilino no sabe si seguirá al día siguiente. ¿Hará alguna mejora en el departamento? ¿lo pintará si comienza a descascararse? ¿resolverá algún problema que pudiera aparecer? ¿lo embellecerá? ¡Claro que no! si no está seguro de que seguirá allí no hará ningún esfuerzo. Lo mismo pasa con la pareja. Cuando ya  no brilla ni nos entusiasma como esperábamos, nos aferramos a la idea de mudarnos, “¿y si me voy y busco otro?” estamos como el inquilino de día por día. ¿Para qué invertir en mejorar la convivencia si deseamos que termine? El divorcio parece la única salida.

Estamos en un momento en que debemos asumir que el alquiler seguirá por un tiempo, que no podemos dejar pasar las cosas que se deterioran o descascaran porque es el espacio en el que vivimos. Limpiemos las telarañas que se acumularon, pongámoslo lo mas lindo que podamos, cambiemos los muebles de lugar y busquemos los espacios en los que nos vemos mejor, en los que vemos a nuestro otro mejor. Hoy lo que soñábamos al principio está puesto en cuestión y nos encuentra en un lugar que tal vez no habíamos buscado pero en el que se nos va la vida. Hay que barrer todos los días, poner flores, arreglar esa canilla que gotea y el enchufe que está en corto. Es un esfuerzo, pero el mantener las cosas lo mejor posible hará que la casa -es decir, nosotros- se vea mucho mejor. Aprovechemos este torcimiento de la vida que nos fuerza a convivir tan cerca para encontrarlo que habíamos pasado por alto, lo que dábamos por supuesto, lo que habíamos dejado de ver y valorar.  

Demasiado lejos enciende nuestra imaginación y no nos deja ver. Demasiado cerca atenta contra nuestra perspectiva y tampoco nos deja ver. Encontrar la distancia óptima, una nueva perspectiva, es uno de los secretos de esta convivencia insólita para volverla a nuestro favor lo más que podamos. Respetemos nuestros momentos de aislamiento dentro del aislamiento: si hace falta cerremos una puerta y quedémonos solos recuperando el aire. La presencia constante del otro que opina, critica y juzga es desgastante. Recordemos además que nosotros somos el otro de nuestro otro y evitemos, en lo posible, opinar, criticar y juzgar porque intoxica el aire. Encontremos la distancia óptima para que esta convivencia no se vuelva un infierno. Sartre decía “el infierno son los otros”. Prestémosle mucha atención y pongamos todo nuestro esfuerzo en que no lo sea.


Tal vez suene cursi y meloso, pero esta cercanía forzosa nos desafía a bajar un cambio y reencontrar aquello que nos enamoró, aquello que nos puede hacer bien aunque nuestro otro se empeñe en no ser todo lo perfecto que esperábamos. El amor no es un estado de pasión y entusiasmo estable e inamovible, cambia, por momentos parece que ya no está, tiene diferentes caras, como la luna. Parafraseando a John Lennon, démosle una oportunidad al amor.

Publicado en La Nación

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Diez minutos con Gerry en su cumpleaños

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Gerry Garbulsky cumplió años y también los cumplió su invento Aprender de Grandes, un regalo que se hizo a sí mismo cuando llegó a los 50. Cuatro años después, volvió a hacerse un regalo. Esta vez reunió a unos cuantos de los que habíamos participado en el podcast y nos preguntó, en los diez minutos que nos correspondían, qué habíamos aprendido en estos años. Honrada de estar junto a esta gente brillante. Mis diez minutos están entre 2:43:40 y 2:53:50.

 

Una libertad inesperada

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¿Qué vas a ser cuando seas grande? nos preguntaban en nuestra infancia y adolescencia. “Qué vas a ser” era que vas a hacer, en qué te vas a ocupar, cómo justificarás tu lugar en el mundo.
Y está viniendo el coronavirus (todavía no estalló acá el pico tan temido pero nos vamos acercando día a día) y mi lugar en el mundo se puso en cuestión.
La pregunta que me hacían en la infancia me encuentra grande. Hoy soy grande. No solo eso sino que integro la población de riesgo. Tengo 74 años y una insuficiencia cardíaca. Así que solo espero no haberme contagiado y, en caso de que sí, que la gripe curse lo más benévola posible.
Mientras tanto estoy en cuarentena. Junto a mi marido, también grande, también con una condición física de riesgo. Veo con admiración y desconcierto cómo otra gente parece desarrollar una actividad insólita. Lo veo en mis contacto online, claro. Proyectan, planean, inventan, entusiasmados y enfervorecidos. ¡Qué maravilla! A mi no se me cae una idea. No me dan ganas de nada. Leo novelas policiales. Miro series que me distraen. Hago solitarios. Limpio, lavo, cocino, acomodo. Atiendo a todo lo que veo en las redes sociales, facebook, twitter, whatsapp, instagram, lo que me lleva mucho tiempo. Y lo agradezco. Hablo por teléfono, hago la siesta todos los días.
Pero nada creativo. Nada.
Y lo peor, o lo mejor, porque de eso se trata este texto, es que no me da culpa ninguna. No me siento obligada a hacer absolutamente nada lo que me disculpa ante lo que normalmente me estaría acusando y criticando. La vida activa que seguí toda mi vida, los compromisos, las agendas con las citas y los encuentros, los proyectos a planificar y realizar, los trámites, las gestiones, convencer a los descreídos, limar asperezas de los que siempre encuentran lo que está mal, no tener que aceptar a los que cortan un pelo en cuatro, no hacer reformulaciones positivas en una reunión de equipo para mantener el clima amable, no poner el despertador para levantarme a una determinada hora porque TENGO que ir a alguna parte, no tener pendientes ni check lists para tildar diariamente… Resulta que este encierro, esta abstracción de lo regular, normal y habitual, son nuevos límites que dibujan un espacio interior renovado, un nuevo permiso que nunca me había dado. Había que hacer, había que estar, había que cumplir, había que justificar mi lugar en el mundo.
Debido a mi edad ya me había dejado de importar lo que los demás pensaran de mí. Incluso ya podía hacer como hacía mi mamá que entre lo que pensaba y decía los filtros se le iban haciendo más y más porosos. Sumado a todo eso, y gracias al aislamiento físico mandatorio, estoy ganando una nueva libertad: la de no estar obligada a hacer nada que no tenga ganas de hacer, la opción a elegir se limitó tanto que ya no tengo que elegir ni decidir ni salir al mundo a justificar mi presencia.
No sé si nos alcanzará el dinero que tenemos.
No sé cómo saldremos de esto si es que salimos ni cómo la pasaremos si nos enfermamos.
Es decir, no sé si saldré viva de todo esto.
Mientras, tomo sorprendida este cachetazo de la realidad que termina siendo, por el momento, un acceso a una libertad inesperada.

Documentos, fronteras y mentiras. 

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Escena I: check in en un aeropuerto, cualquiera. Llega mi turno. Entrego mi documento y escudriño la cara del funcionario. Retengo el aire. Mira la computadora. Escribe algo. Largo el aire e inspiro hondo. Vuelve a mirar. Revisa el documento. Me aclaro la garganta. Mira la computadora. Escribe otra cosa. Se me secaron las manos. Me mira y sonríe. ¿Habrá encontrado algo que está mal y me consuela? Pasa alguien y aprovecha para preguntarle algo que no alcanzo a oír. El corazón me late fuerte y por momentos se me nubla la vista. Cambio el apoyo de una pierna a la otra como si el piso estuviera hirviendo y las plantas de los pies ardieran. Me mira. Me entrega el documento con el ticket de embarque y me dice “buen viaje”. Me vuelve el alma al cuerpo. Me alejo agotada como si hubiera regresado del frente de batalla.

Escena II: migraciones, sea en un aeropuerto o en un paso fronterizo. Miro al funcionario y pongo cara de abuelita buena e inofensiva. Entrego pasaporte. Mira computadora. Teclea no sé qué. Suspira. ¿Qué vió? ¿habrá algún problema? “Ponga el pulgar acá” dice con indiferencia (¿real o aparente?). “Mire a la cámara”. Vuelve a mirar a la computadora. Espero que mi temblor sea imperceptible. Me aguanto para no hiperventilar. Me aguanto. Me entrega el documento. “Pase” dice. Mis piernas pareciera que ya no me sostienen pero de alguna manera junto fuerzas y me voy hasta llegar al primer asiento que encuentro donde me desplomo.

No a todo el mundo le pasa lo mismo. Si bien para todos es un momento de detención del tiempo cuando el próximo paso depende de la aprobación de una autoridad y genera una ligera incertidumbre, para mi asume un mayor grado de angustia. Cualquier trámite, gestión de documento, reclamo, cualquier conducta en la que dependa de la aprobación de un funcionario, me sume en un estado casi inmanejable de ansiedad y temor.

A esto se suma mi absurdo miedo de que no me crean, que sea lo fuere lo que diga, sea tomado como mentira. Eso me pasa en todos los órdenes de la vida cotidiana. Cuando asevero algo, cuando digo “esto fue así” o “lo que pasó fue esto”, me empieza a cubrir una nube tóxica de “no te cree”, y siempre me sorprende que me crean, que no tenga que recurrir a algún argumento probatorio, como si estuviera siempre bajo sospecha. 

¿De dónde sale mi terror con los documentos y pasos y mi sospecha de que no me creen?

Miro hacia atrás y no encuentro en mi historia personal nada que sustente ambas emociones. Nunca tuve problemas en ninguno de los dos órdenes. Es tanto mi apego a la sinceridad que nunca recibí acusación alguna de mentira. Tampoco nunca tuve problemas en la gestión de documentos ni en un paso fronterizo. 

Esas cosas no me pasaron a mí. Pero les pasaron a mis padres. 

Desde chica supe que sobrevivieron al nazismo debiendo mentir muchas veces y pasando controles de documentos y fronteras en manos de funcionarios que podían detenerlos y deportarlos ante la menor sospecha de que eran judíos. Fueron también historias que llenaron mi infancia de relatos fantásticos en donde la inventiva, la creatividad, el coraje, determinó que los sobrevivientes hubieran salvado las vallas del nazismo que parecían infranqueables. Escuchaba fascinada esas historias en las que una se hizo pasar por católica trabajando como sirvienta en la casa de un jerarca nazi, otro que ocultó ser judío y se unió a los partisanos soviéticos, la chiquita que sabía cómo se llamaba pero aprendió a responder a otro nombre de manera automática para no despertar ninguna sospecha. Y así. 

Mis padres habían ido a visitar a su familia y quedaron varados cuando se cerró el gueto sin poder volver a su casa que estaba a unos pocos kilómetros. La única forma de salvarse que encontraron fue siendo escondidos por una familia cristiana que al hacerlo ponía en riesgo a todos sus miembros. Pero hacía falta dinero. El hombre estaba sin trabajo, no tenía cómo alimentar a sus hijos ni comprar carbón para el invierno, menos que menos tenía cómo sostener a gente escondida. Mis padres tenían un pequeño ahorro que había quedado en su casa. No era mucho lo que un carpintero podía ahorrar pero era algo que ayudaría a todos al menos por un tiempo. ¿Cómo buscar ese dinero sin levantar sospechas? ¿Cómo salir de la ciudad y no ser detenidos? Papá no podía hacerlo. Ante la menor sospecha, como contaba él, le harían “bajar los pantalones” y se descubriría que era judío. Tenía que ir mamá. Consiguió un campesino con un carro que se avino a llevarla. Se disfrazó de ucraniana y sentada a su lado como si fuera su esposa llegaron al otro pueblo, recogió los valores y se volvieron. Un poco antes de terminar el trayecto los detuvo una patrulla de ucranianos comandada por un soldado alemán. El conductor del carro mantuvo la conversación, respondió las preguntas y mostró sus documentos. Mamá miraba al piso, temía que la delatara su mirada, decía que creía que los judíos se denunciaban a sí mismos por la mirada triste. Entendía todo lo que decía el alemán pero no tenía que mover ningún músculo, no ponerse en evidencia, una campesina ucraniana no entendía alemán, tenía que ser de piedra y mirar al piso con actitud de pasividad. Todo lo contrario de lo que era mamá. Cada palabra que decía el alemán y que replicaban los ucranianos, tensaba su columna y la aterrorizaba. El conductor bromeó con ellos, los hizo reír, el alemán pidió que le tradujeran y mamá se dio cuenta de que le decían cualquier cosa, que el ucraniano que traducía no sabía bien alemán. Pero la cosa funcionó y los dejaron pasar. El carro siguió su camino y en un recodo que hubo a unos cientos de metros mamá le pidió al conductor que se detuviera y se bajó porque sintió algo mojado entre las piernas en medio de las tres polleras ucranianas floreadas que se había puesto. Creía que se había hecho pis pero descubrió que tenía una feroz hemorragia que cubrió quitándose una de las polleras y colocándola como contención.

El relato siempre fue vívido y potente para mi. Lo escuchaba conteniendo el aire imaginando el terror de mamá, la fuerza de su deseo de supervivencia y la respuesta desgarrada de su cuerpo ante la feroz tensión sostenida.

No sé si mi angustia ante los pasos fronterizos y la entrega de documentos tiene que ver con esto. No sé si mi temor de que crean que miento cuando digo algo tiene que ver con esto. No lo sé. Pero probablemente sí. 

8 de marzo, no fue por el incendio.

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Todos los 8 de marzo los medios nos inundan con la información de que ese día recuerda un desdichado incendio en una fábrica textil de Nueva York en el que murieron más de 100 mujeres. Aunque el hecho sucedió en 1911 (en el que también murieron algunos hombres), no fue la causa de que se instituyera esa fecha. La fecha fue propuesta por Clara Zetkin, militante alemana feminista y comunista en el Congreso de la mujer trabajadora socialista de Copenhague en 1910, un año antes del incendio.

¿Por qué esa fecha? Por dos razones. Una porque un 8 de marzo pero de 1857, hubo en Nueva York  una protesta de mujeres trabajadoras reprimida por la policía que mató a 120 mujeres. Otro 8 de marzo pero de 1908 diez mil mujeres marcharon por Nueva York en reclamo del derecho al voto, el cambio en las condiciones laborales, la reducción de la jornada que llegaba a las 12 horas por día y la homologación del salario al de los hombres. 

Dos años después, en 1910, fue el congreso que instituyó la fecha. Y un año más tarde, no un 8 sino un 25 de marzo de 1911, fue el famoso incendio.

¿Por qué la tergiversación de la historia? 

¿por qué todos repiten como loros la historia del incendio sin chequear debidamente?

¿Por qué la invisibilización de Clara Zetkin? 

¿Por mujer? 

¿por comunista? 

¿por judía?

Diana’s anatomy

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Mi cuerpo fue cambiando con el paso del tiempo. Empezó a tener cosas y partes que antes no tenía.

Como hasta los sesenta tenía aparato digestivo, es decir, estómago, intestino delgado, intestino grueso, boca y ano. Una vez por mes tenía ovarios y útero y mis tetas eran las protagonistas anuales a la hora de la mamografía. A veces tenía dientes, hígado y, cuando me agitaba, tenía corazón y pulmones. Eso era todo. 

Aunque no. Dado que hago gimnasia sobre el teclado de la computadora cuando escribo debo confesar que ya tenía falanges, falanginas y falangetas, aunque nunca me dieron motivo de queja ni llamaron mi atención.

Pero después de los sesenta, empezaron los milagros, las novedades y las sorpresas. Hay 206 huesos en el cuerpo de un humano adulto. Los voy empezando a conocer a todos.

Un día sentí un adormecimiento en algunos dedos de la mano. Consulté y luego de una radiografía, me entero que tengo vértebras cervicales y que se achicaron o no sé qué y el nervio que pasa por ahí y llega a los dedos a veces se comprime. Tenía columna vertebral, claro que tenía, pero como siempre había estado en silencio me había olvidado de ella.|

De pronto el maxilar me empezó a hablar sin que lo hubiera llamado. Me entero por mi dentista que tenía retracción ósea y que debía hacerme transplantes para mantener mi dentadura. El taladro horadando mi maxilar fue un grito desgarrador con el que no contaba. 

Y fueron apareciendo, sin solución de continuidad -eso, sin solución aunque parece que continúa- diferentes huesos de los que no tenía idea. Un tirón en un hombro y se hicieron presentes la clavícula y el húmero. Me empezaron a doler los pies, fasciitis me dijeron y ahí estaban el tarso y el metatarso. Una progresiva dificultad al ponerme de pie cuando estaba sentada en asientos bajos y la pelvis y el fémur me saludaron con salvas y platillos. Algo me empezó a pasar en las rodillas y ahí hicieron su aparición el triunvirato formado por la tibia, la rótula y el fémur que no quisieron pasar desapercibidos. 

Pero no  fue todo. Además de los huesos hicieron su debut algunos músculos, tendones y nervios. El psoas y los gemelos, el nervio plantar, ciático, el tendón de aquiles, el líquido sinovial ¿líquido sinovial? ¿tenía esa cosa también?

No contento con eso, mi cuerpo siguió su seminario intensivo de anatomía e hicieron su aparición rutilante esas partes desconocidas de mi corazón, aurículas y ventrículos,  válvulas, venas y arterias, y encima el músculo cardíaco había perdido elasticidad, ya no bombeaba como antes.

Cursando mi octava década, este año cumplo los 75, veré qué nuevas lecciones de anatomía me esperan en esta gesta cotidiana que es vivir. Tenemos 206 huesos, 639 músculos, de los nervios mejor no hablemos porque andan de a pares y de a uno y recorren todo el cuerpo así que ya habrá oportunidad de que alguno se haga oír. Y encima están las articulaciones, el W40 que se nos va evaporando y que en cada movimiento hace sonar una alarma. 

Como dice el viejo dicho, si después de los 60 no te duele nada, es que estás muerto.

¿El fin justifica los medios?

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Amazon está proyectando su serie Hunters traducida como La Cacería. Aunque solo vi los dos primeros episodios, está la idea de cómo es la propuesta.

Se trata de una mezcla, no bien armonizada para mi gusto, de un cómic de superhéroes, una sátira y una exposición sobre la crueldad de los perpetradores durante la Shoá.

Está claro desde el comienzo que es una ficción, que no se intenta contar la Shoá y que lo que se muestra no sucedió. Desde ese punto de vista no ha lugar al reclamo de que “esto no fue así” o “es una banalización”. Su creador y guionista, David Weil, rinde tributo a su abuela Sara -Ruth en la serie-, sobreviviente de la Shoá y que nunca tuvo la satisfacción de ver castigados a sus torturadores. El guión es la compensación personal de su autor y una declaración de amor a su abuela. 

El Brooklyn de los 70, las locaciones en otros lugares, están pintadas en colores vivos y con la estética del cómic de esos años. El superhéroe es un joven de 20 años que presencia impotente el asesinato de su abuela y quiere averiguar quién lo hizo y por qué. Se topa entonces con la organización de los cazadores liderada por un millonario también sobreviviente encarnado por el siempre genial Al Pacino. La pantalla se ilumina en cada escena en la que él aparece. Los demás, el grupo de marginados, cada uno con una habilidad específica, se desempeñan correctamente, nada más. 

No importa si lo que se muestra es creíble. No importa si algo así sucedió o pudo haber sucedido. No importa si de verdad se denuncia la existencia de nazis integrados a la sociedad norteamericana. De lo que se trata es sobre la venganza. Tema sobre el que siempre nos preguntan cuando exponemos lo sucedido durante la Shoá. Dice Meyer (el líder del grupo): la mejor venganza es vivir bien. Pero ésa es su cara visible. Tiene otra que se revela muy poco después cuando lo reformula diciendo: la mejor venganza, es la venganza.

Curiosamente fueron contadas las venganzas encaradas por los sobrevivientes. Algunos linchamientos de colaboradores en la inmediata posguerra y el poco conocido plan Nakam (venganza en hebreo). La idea era envenenar el sistema de agua de varias ciudades alemanas que finalmente no pudo ser realizado porque fue descubierto. Entre sus organizadores había divergencias porque el plan asesinaría inocentes. Le siguió el plan B dirigido exclusivamente a los perpetradores. Esta vez, infiltrados en la panadería de un campo de prisioneros de guerra y miembros de las SS, los vengadores mezclaron arsénico en la masa de 3.000 barras de pan. Parece que murieron unos 2.000 soldados.

Preguntados los sobrevivientes acerca de su deseo de venganza, casi todos dicen que lo han tenido durante la Shoá, muchos soñaban con la forma de devolver lo se les había hecho, pero una vez terminada, la urgencia de seguir viviendo, de recomponer una familia, de volver a sentirse humanos fue cambiando aquel propósito. Dicen, como el personaje de la serie, que la mejor venganza es vivir bien, tener hijos y nietos, que de esa manera triunfan sobre el nazismo y su plan asesino.

La serie habla de los nazis invisibilizados en la sociedad norteamericana. Ya Costa Gavras lo había planteado en su película de 1989 Music Box (Mucho más que un crimen se tituló en Argentina). Queda sobre nuestro país la mancha y la sospecha de haber albergado a los criminales nazis, lo que es cierto, pero no ha sido el único país. Al terminar la guerra Estados Unidos y Rusia se disputaron los “mejores” nazis, los científicos, para que nutrieran la carrera armamentista y espacial en la guerra fría. A la Argentina, a Brasil, a Bolivia, a Chile y a varios otros países, llegaron los sobrantes, los menos “útiles”.

En resumen, la serie es un entretenimiento medianamente logrado que no aspira a reflejar la realidad histórica. Si algo podría dejarnos pensando es acerca de la finalidad y sentido de la venganza, si el fin justifica los medios.

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