Violación Excrementicia
autor: Terrence Des Pres [1]
Traducción del inglés: Diana Wang
Comentario de los editores John K. Roth y Michael Berenbaum:
Terrence Des Pres (1939-1987) escribió sólo un libro acerca del Holocausto, pero es un clásico. The survivor: An Anatomy of Life in the Death Camps (El sobreviviente: una anatomía de la vida en los campos de muerte), que apareció en 1976, exploró detalladamente los testimonios escritos de quienes soportaron l’univers concentrationnaire, según lo denominara David Rousset. El resultado es el propio testimonio de Des Press acerca de qué se requería para ser un sobreviviente. Su interpretación de los relatos de los sobrevivientes muestra que lugares como Auschwitz revelaron, no sólo la depravación de la existencia humana, sino también la grandeza que puede encontrarse en el rehusarse a caer en la desesperanza o a morir.
Un ensayista hábil y un erudito literario, Des Press tenía lo que Elie Wiesel llamó “un modo melancólico de interpretar relatos desesperanzados y un acercamiento sensible a las memorias de muerte”. Pero el trabajo de este hombre -durante muchos años fue profesor de inglés en la Colgate University- está siempre al servicio de la vida. Estas características son evidentes en la selección que sigue, en la que Des Press acuña una frase - violación excrementicia- que deberá formar parte, lamentablemente, del vocabulario requerido para hablar acerca d el Holocausto.
Des Press demuestra que no ha sido una mera coincidencia que Auschwitz ha sido denominado annus mundi. “El hecho es”, concluye con firmeza, “que los prisioneros fueron sometidos sistemáticamente a la suciedad”. Fueron blanco deliberado de violaciones excrementicias con el objetivo de la “completa humillación y degradación de los prisioneros”. Los asesinos triunfaron -demasiadas veces, demasiado- pero no completamente. Este hecho constituye otro factor clave que Des Press quiere que sea recordado. Cuando las víctimas reconocían la violación excrementicia como tal, resistían. Esta resistencia incluía el énfasis en el intento, a pesar de todas la dificultades, en permanecer limpios. Pero este esfuerzo extraordinario podría haber sido la diferencia entre el aferrarse a anclas de dignidad que permitían seguir con vida y el rendirse que tenía como conclusión la muerte. Nada, por supuesto, garantizaba la supervivencia en los campos de muerte. La anatomía de Des Press sobre la violación excrementicia establece esta evidencia de modo claro e incontrovertible. Sin embargo, está en lo cierto cuando escribe “la vida misma depende de mantener intacta la dignidad, y esto, a su vez, depende de la batalla diaria, nunca terminada de mantenerse visiblemente humano”
A fines del verano de 1976 tuvo lugar una conferencia sobre el trabajo que llevó a cabo Elie Wiesel en Long Island. El libro de Terrence Des Press había aparecido recientemente, y él estaba allí. También estuvo Emil Fackenheim. En un momento la conversación se focalizó en el libro de Des Press. Según lo recuerda Harry James Cargas, Fackenheim se refirió específicamente al capítulo crucial sobre la violación excrementicia. En una voz susurrante, dijo: “nunca en mi vida usé la palabra ‘mierda’, pero Terrence Des Press la usa de tal modo, que se ha vuelto una palabra sagrada”.
Mientras la columna regresa del trabajo
después de un día entero pasado al aire libre,
el hedor del campo es abrumadoramente ofensivo.
A veces, aún varias millas antes de llegar, te golpea el aire envenado.
Seweryna Szmaglewska, “Smoke over Birkenau” (Humo sobre Birkenau)
Había dejado de lavarse mucho tiempo antes...
y ahora, los últimos restos de su dignidad humana
se estaban quemando en su interior.
Gustav Herling, “A World Apart” (Un mundo aparte)
Comenzaba en los trenes, en los vagones cerrados -de ochenta a cien personas en cada coche- atravesando Europa rumbo a los campos en Polonia:
La temperatura comenzaba a elevarse debido a que el vagón del terror estaba cerrado y el calor de los cuerpos no tenía salida... El único lugar para orinar era a través de una ranura en la claraboya aunque los que lo intentaban habitualmente no acertaban y derramaban su orina en el piso... Cuando llegaba finalmente el amanecer... estábamos muy enfermos y doloridos, golpeados no sólo por el peso de la fatiga sino por la atmósfera sofocante y el olor hediondo de los excrementos.... No había letrinas ni provisiones... Encima, mucha gente había vomitado en el piso. Debíamos vivir durante días respirando estos inmundos olores y nos íbamos convirtiendo nosotros mismos en inmundicia. (Kessel, 50-51)
En el caso de muchos prisioneros soviéticos, el transporte por barco era aún peor: “mucha gente se mareaba y tenía que vomitar sobre los que estaban más abajo. Era también la única manera de aliviar sus otras necesidades corporales” (Knapp, 59).
Desde el comienzo, el sometimiento a la inmundicia era un pilar de la ordalía[2] de los sobrevivientes. En los campos nazis especialmente, la mugre y los excrementos eran la condición permanente de la existencia. En las barracas, por ejemplo de noche,
“había baldes de excrementos en un estrecho pasillo próximo a la salida. No eran suficientes. Al amanecer, el piso entero estaba cubierto de orina y heces. La inmundicia estaba en nuestros pies, la llevábamos por toda la barraca, el hedor hacía que algunos se desmayaran” (Birenbaum, 226).
Las enfermedades hacían las cosas aún peor:
Todos tenían tifus... en Bergen Belsen se daba del modo más violento, doloroso y mortal. La diarrea consecuente era incontrolable. Se derramaba del borde de las cuchetas y se filtraba por entre las maderas sobre las caras de las mujeres que yacían en las cuchetas inferiores, y mezcladas con sangre, pus y orina, formaban un barro fétido y resbaloso sobre el piso de las barracas (Perl, 171)
Las letrinas eran un espectáculo en sí mismas:
Había una letrina para entre treinta y treinta y dos mil mujeres y sólo las podíamos usar en ciertas horas. Nos parábamos en fila para entrar en la diminuta construcción, hundidas hasta las rodillas en excremento humano. Puesto que todas sufríamos de disentería, raramente podíamos esperar nuestro turno y nos ensuciábamos en nuestros harapos, nunca podíamos sacar la suciedad de nuestro cuerpo, lo que agregaba al horror de nuestra existencia, el terrible olor que nos rodeaba como una nube. La letrina consistía en una zanja profunda con tablones que la atravesaban a ciertos intervalos. Nos agazapábamos sobre estos tablones como pájaros encaramados sobre los cables del telégrafo, tan cerca unas de las otras que no podíamos evitar ensuciar a nuestra vecina. (Perl, 33)
Los prisioneros que tenían la suerte de trabajar en uno de los hospitales del campo, capaces de disfrutar por ende en alguna medida de la privacidad, no estaban eximidos por ello del horror especial de las letrinas:
“Tenía que caminar sobre excreciones humanas, orina mezclada con sangre, sobre deposiciones de personas que padecían enfermedades extremadamente contagiosas. Sólo entonces conseguía llegar al agujero, rodeado por la suciedad más inexpresable”(Weiss, 69).
La iniciación de un prisionero recién llegado a la vida del campo se completaba cuando “se daba cuenta que no había papel higiénico”-que no había papel en todo Auschwitz y que estaba forzado a encontrar “alguna otra manera”.
Desgarré de mi chalina un trozo y lo lavaba después de cada uso. Conservé este pedacito de tela a lo largo de todos mis días en Auschwitz; otros hacían lo mismo. (Unsdorfer, 102)
Problemas de este tipo se veían intensificados por el hecho de que, en un momento o en otro, todos sufrían de diarrea o disentería; para prisioneros hambreados y exhaustos como estos, ello era frecuentemente fatal:
“Los que tenían disentería se derretían como velas, se aliviaban en sus ropas y se transformaban lentamente en esqueletos malolientes y repulsivos que morían en su propio excremento” (Donat, 269).
A veces, toda la población del campo se enfermaba de esta manera, y entonces el horror era sobrecogedor. Hombres y mujeres no podían más que ensuciarse a sí mismos y al vecino. Los que estaban demasiado débiles para trasladarse se aliviaban allí donde se encontraban. Los que no se recuperaban se iban envolviendo lentamente en su propia descomposición:
“Algunos morían incluso antes de llegar a las cámaras de gas. Muchos estaban cubiertos con su propio excremento puesto que no había baños ni alternativas sanitarias y no podían mantenerse limpios” (Newman, 39).
La diarrea era una enfermedad mortal y una constante fuente de suciedad, pero era también peligrosa por otra razón -forzaba a los prisioneros a infringir reglas:
Muchas mujeres con diarrea se aliviaban en los tazones de sopa o en los cuencos para “café”; después escondían el utensilio bajo el colchón para evitar el castigo que podían recibir: veinticinco golpes en las nalgas desnudas o una noche entera arrodilladas sobre la grava rugosa sosteniendo ladrillos. Estos castigos culminaban frecuentemente con la muerte de la “culpable”. (Birenbaum, 134).
En otro caso, un grupo de hombres fue encerrado día tras día en un cuarto sin ventilación ni facilidades sanitarias de ningún tipo. Descubrieron un agujero en el piso ubicado cerca de la ventana por la que pasaban los guardias. Para usarlo, un hombre debía arriesgar su vida, puesto que quien eran descubierto era golpeado hasta morir.
“El espectáculo de estos infortunados, temblando de miedo mientras se arrastraban sobre sus manos y rodillas hasta el agujero y se aliviaban acostados es uno de mis recuerdos más terribles de Sachsenhausen” (Szalet, 51).
La angustia de la existencia en los campos se veía intensificada por el fluir mineral de la vida misma. La muerte estaba concebida en el contexto de una necesidad -la evacuación intestinal- que no podía, como otras necesidades, ser suprimida o postergada o vivida pasivamente. Las demandas de los intestinos son absolutas y bajo tales circunstancias, hombres y mujeres debían resistir, incluso acomodar de algún modo, sus propias y más íntimas necesidades a las posibilidades:
Imaginen lo que significa que esté prohibido ir al baño; imaginen también que estén sufriendo de una severa y progresiva disentería, causada y agravada por la dieta de sopa de repollo y por el frío constante. Naturalmente, uno trataría de ir a algún lado para aliviarse. A veces uno hasta podía tener éxito. Pero tus ausencias podían ser notadas y serías golpeado, derribado y pisoteado. Ya sabías a qué riesgos te exponías pero la urgencia te obligaba a repetir el intento, a cualquier costo... Aprendí pronto a convivir con la disentería atando una soga alrededor de la parte baja de mis calzoncillos (Maurel, 38-39).
Hasta tanto yo sé, los estudios psicoanalíticos acerca de la experiencia en los campos, mantienen, con una sola excepción, que la vida se caracterizaba por una regresión a niveles de conducta “infantiles”. Esta conclusión se basa, en principio, en el hecho de que los hombres y las mujeres en los campos de concentración se preocupaban “anormalmente” por la alimentación y las funciones excrementicias. Los niños exhiben una preocupación similar y la comparación sugiere que los hombres y las mujeres reaccionan frente a la situación límite con una “regresión y fijación a estadios pre-edípicos” (Hope, 77). Aquí, como sucede en general con el punto de vista psicoanalítico, el contexto no se ha considerado. El hecho de que la situación del sobreviviente era anormal en sí misma está simplemente ignorado. Que la preocupación por la comida estaba causada por la inanición literal no cuenta; y el hecho de que los internos de los campos eran forzados a vivir en la mugre tampoco entra en consideración.
El argumento de “infantilismo” fue planteado con energía por Bruno Bettelheim. Una tesis importante de su libro The Informed Heart (El corazón informado) es que en situaciones extremas, las personas están reducidas a la infancia; y en la parte titulada “La conducta infantil” iguala simplemente la categoría objetiva de los prisioneros a una conducta inherentemente regresiva. Bettelheim observa, por ejemplo -cosa que era, por cierto, verdad- que las regulaciones del campo estaban diseñadas para hacer de la actividad excretoria un momento de crisis. Los prisioneros debían pedir permiso para poder aliviar sus cuerpos, lo que los hacía vulnerables a los caprichos del guardia SS con quién hablaban. A lo largo de la jornada de trabajo de doce horas, los prisioneros no tenían permitido responder a sus necesidades naturales o eran forzados a hacerlo mientras trabajaban y en el mismo lugar donde estaban. Como dice una sobreviviente:
“Si alguna de nosotras, atormentada por su estómago, intentaba acercarse a una zanja cercana, los guardias le soltaban los perros. Humilladas, laceradas, las mujeres no dejaban su lugar y nadaban en su propio excremento” (Zywulska, 67).
Aún peor eran los días de las marchas de la muerte cuando los prisioneros que se detenían por cualquier razón eran instantáneamente asesinados. Para seguir viviendo debían simplemente seguir caminando:
El orín y las heces se derramaba por las piernas de los prisioneros y a la noche, del excremento que se había congelado en nuestros miembros emanaba un fuerte hedor. Ya no éramos seres humanos. Ni siquiera animales. Éramos cuerpos putrefactos que se movían sobre dos piernas (Weiss, 211)
Bajo tales condiciones, la evacuación intestinal se transformaba ciertamente, como dice Bettelheim, “en un evento cotidiano importante”; pero la conclusión necesaria no es, como él dice, que los prisioneros estaban reducidos “al nivel previo a la adquisición del control de esfínteres” (132). Aparentemente sí; hombre y mujeres estaban muy preocupados por las funciones excrementicias, igual que los niños; los prisioneros estaban “forzados a mojarse y ensuciarse encima”, del mismo modo que lo hacen los niños -sólo que los niños no están forzados. Bettelheim concluye que para los internos de los campos, la ordalía de la crisis excrementicia “les hacía imposible verse ya como adultos” (134). No distingue entre conductas en condiciones extremas y conductas civilizadas; puesto que, por supuesto, en circunstancias civilizadas, la preocupación de un adulto acerca del estado de sus intestinos, o la sensación de que su camino al baño es un tipo de ordalía, revelaría un estado de neurosis evidente. Pero en el campo de concentración, la conducta estaba gobernada por la amenaza de muerte inminente; la acción no respondía a deseos infantiles sino que era una respuesta a las espantosas condiciones.
El hecho era que los prisioneros eran sometidos sistemáticamente a la inmundicia. Eran el blanco deliberado de una violación excrementicia. La violación, la profanación, era una constante amenaza, una condición de vida cotidiana y, en cualquier momento, podía tomar formas malignas y a veces fatales. El pasatiempo favorito de un Kapo era detener a los prisioneros justo antes de que alcanzaran la letrina. Forzaba a cada uno a estar firme y atento al interrogatorio, luego lo hacía “poner en cuclillas hasta que el pobre hombre no podía ya contener sus esfínteres y ‘explotaba’”, entonces lo golpeaba y sólo después “cubierto con sus propios excrementos, la víctima tenía permiso de arrastrarse hasta la letrina” (Donat, 178). En otra instancia, los prisioneros eran forzados a acostarse en fila sobre el piso, y cada hombre, cuando finalmente le era permitido ponerse de pie, “debía orinar sobre las cabezas de los demás”, y hubo una noche en que “refinaron su tratamiento forzando a cada hombre a que orinara en las bocas de los que estaban a sus pies” (Wells, 91). En Birkenau, arrebataban con frecuencia a los prisioneros los tazones para sopa y los arrojaban a las letrinas de donde los tenían que recuperar:
“Cuando lo acercás a tus labios la primera vez, no olés nada sospechoso. Otros pares de manos tiemblan con impaciencia por él y esperan tomarlo ni bien terminás. Sólo después, mucho después, ese olor repulsivo golpea tu nariz” (Szmaglewska, 154).
Y, como hemos visto, los prisioneros que padecían disentería, infringían con frecuencia las reglas del campo y se contaminaban a sí mismos al usar sus utensilios alimenticios como recipiente de sus heces:
Los primeros días nuestros estómagos se sublevaban ante el pensamiento de usar nuestras tazas de noche para comer. Pero el hambre manda y estábamos tan hambreados que estábamos dispuestos a comer cualquier comida. No podíamos evitar que tuviera que estar dentro de esos recipientes. Durante la noche muchos de nosotros hacíamos uso de los tazones en secreto. Teníamos permiso de ir a las letrinas sólo dos veces por día. ¿Cómo podíamos evitarlo? Sin importar cuán intensa fuera nuestra necesidad, si salíamos en el medio de la noche, nos arriesgábamos a ser capturados por el SS que tenía la orden de disparar primero y preguntar después (Lengyel, 26).
Este tipo de degradación no tenía fin. El hedor de los excrementos se mezclaba con el olor y el humo de los hornos crematorios y el rancio deterioro de la carne. Los prisioneros de los campos nazis eran sumergidos virtualmente en su propia basura lo que, por sí mismo, conducía muchas veces a la muerte. En Buchenwald por ejemplo, las letrinas eran zanjas de siete metros y medio de largo, tres metros y medio de profundidad y tres metros y medio de ancho[3]. Había una especie de baranda para sostenerse y “uno de los juegos favoritos de los SS era el sorprender a los hombres en el acto de la evacuación y arrojarlos dentro del pozo: en Buchenwald, diez prisioneros se ahogaron en excremento de esta manera en octubre de 1937" (Kogon, 56). Los mismos pozos, siempre desbordados, eran vaciados por los prisioneros a la noche con pequeños cubos:
El lugar era resbaloso y oscuro. De los treinta hombres asignados, un promedio de diez caía en el pozo en el curso de cada noche de trabajo. A los otros no les era permitido sacarlos. Cuando el trabajo estaba terminado y el pozo vacío, entonces y sólo entonces, podían extraer los cuerpos (Weinstock, 157-158).
Repito, tales condiciones no eran accidentales; estaban determinadas por una política deliberada cuyo objetivo era la humillación más completa y la degradación de los prisioneros.
La causa de que ello fuera necesario no es aparente en una primera mirada puesto que ninguno de los fines del sistema concentracionario -sembrar terror, proveer mano de obra esclava, exterminar poblaciones- requería tal tipo de brutalidad y tales condiciones de envilecimiento. Pero también aquí, con toda esta locura, había método y razón. Este modo especial de maldad es un producto natural del poder cuando es absoluto, y en el mundo totalitario del campo, el poder ciertamente lo era. Los SS podían matar a todo aquel con quien tropezaran. Los kapos criminales caminaban en grupos de dos o tres, haciendo apuestas entre ellos acerca de quién mataría a un prisionero de un solo golpe. El grado de patología de tales hombres, su furia incontrolable ante la infracción de reglas, es una evidencia del deseo desatado de aniquilar, destruir, aplastar cualquier cosa que estuviera en la esfera de su autoridad. Inevitablemente, el mero acto de matar no es suficiente, puesto que si un hombre muere sin haberse rendido, si algo permanece intacto en él, el poder que lo ha destruido no consiguió arrasar, después de todo, con todo. Algo escapó a su alcance y es precisamente ese algo -llamémoslo “dignidad”- lo que debe morir para que los detentadores del poder alcancen la cima orgástica de su poderosa dominación.
Junto al incremento del poder, aumenta más y más la hostilidad hacia todo lo exterior a él. Su lógica es inherentemente negativa, debido a lo cual termina destruyéndose a sí misma (un consuelo que no significa mucho ya que el perímetro de la destrucción atómica es infinito). El ejercicio del poder totalitario, en cualquier caso, no se detiene con el ofrecimiento de la sumisión. Busca aplastar el espíritu, arrasar ese principio interno y activo cuyo vigor se sostiene en la libertad de ser determinado por fuerzas exteriores, en su independencia. De allí la compulsión sentida por hombres con gran poder, de salir a buscar y destruir toda resistencia, toda autonomía espiritual, todo signo de dignidad en sus cautivos. No era suficiente con asesinar a los viejos bolcheviques; Stalin necesitaba del espectáculo de los juicios. Tenía que demostrar públicamente que estos hombres de enorme energía y espíritu se habían quebrado tan profundamente que repudiaban abiertamente tanto a sí mismos como a la causa por la que habían luchado. Igual sucedió en los campos. La destrucción espiritual se transformó en un fin en sí mismo, muy lejos de los requerimientos del asesinato en masa. El objetivo era la muerte del alma. Sería llevado a cabo por medio del terror y la privación, pero en primer lugar por el implacable ultraje a la pureza y al valor. El ataque excrementicio, la inducción física al asco y al auto-disgusto, era el arma principal.
Pero la degradación tenía también su lógica más degradada: “En Buchenwald”, dice un sobreviviente,
“el principio consistía en deprimir la moral de los prisioneros al nivel más bajo posible, impidiendo al mismo tiempo, el desarrollo de la solidaridad o la cooperación entre las víctimas” (Weinstock, 92).
¿Cuánta autoestima puede uno sostener, con cuánta rapidez puede uno responder con respeto a las necesidades del prójimo, si ambos huelen mal, si ambos están cubiertos de barro y heces? Tendemos a olvidar el modo en que los prisioneros de los campos se veían y el modo en el que olían, especialmente los que ya habían renunciado al deseo de vivir; ello nos impide comprender la intensa revulsión y el disgusto que existía entre los prisioneros. Era éste un mecanismo efectivo para intensificar la ya existente irritabilidad entre los internos, ahogando en el disgusto común el impulso hacia la solidaridad. Dentro del mundo concentracionario todo signo visible de belleza humana, de orgullo corporal o brillo espiritual, debían ser eliminados. El prisionero era llevado a sentirse sub-humano, a verse a sí mismo reflejado sólo en el hedor y la mugre de su vecino. Los SS, por el contrario, aparecían superiores no sólo en virtud de sus armas y seguridad, sino por la elegancia que los mantenía visiblemente aparte de la inmundicia del mundo de los prisioneros. En Auschwitz, los prisioneros eran forzados a marchar sobre el barro mientras que el camino limpio era sólo para los SS.
Y ahí aquí una razón final y de enorme significación para comprender por qué los prisioneros debían ser tan degradados en los campos. Hacía más fácil hacer el trabajo. El asesinato en masa era menos terrible para los asesinos porque las víctimas aparecían menos que humanas. Parecían inferiores. En las entrevistas que realizara Gitta Sereny a Franz Stangl, comandante de Treblinka, hay momentos de reconocimiento escalofriante. Éste es uno de los más reveladores:
“¿Por qué” le pregunté a Stangl “si los iban a matar de todos modos, cuál era el sentido de toda esa humillación, por qué la crueldad?”
“Para proteger a los que debían llevar a cabo las políticas”, dijo, “para hacerles posible hacer lo que hicieron” (101)
En una conferencia en la New School (New York, 1974), Hannah Arendt señaló que es más sencillo matar a un perro que a un ser humano, más fácil aún matar una rata que un sapo y ya no hay ningún problema en matar a un insecto - “es la mirada, está en los ojos”. Quiere decir que la percepción de la subjetividad en la víctima despierta algún tipo de identificación en el perpetrador; ello dificulta la realización de su acción en proporción directa con la capacidad de sufrimiento y resistencia que percibe. Inhibido por la lástima y la culpa, el acto mortal se hace difícil de llevar a cabo y produce cierto daño psíquico en el mismo asesino. Por el contrario, si la víctima exhibe auto-disgusto; si no puede elevar la mirada debido a la humillación o si al hacerlo muestra sólo vacío, su muerte puede ser administrada con comodidad o aún con la convicción de que sólo se está extirpando tejido podrido. Y es un hecho que el procedimiento de “selección” en los campos -a la izquierda, vida, a la derecha, muerte- se basaba en la apariencia física de la víctima o en una cierta percepción del grado de renuncia o capacidad de recuperación de la víctima. Un sobreviviente de Auschwitz lo dice así:
Sí, aquí uno se pudría en vida, no había dudas, así como lo había predicho el SS en Bitterfield. Era sin embargo vitalmente importante mantener limpio el cuerpo... Todos (en la “selección”) debían desvestirse y desfilar desnudos ante ellos. Mengele con sus guantes blancos inmaculados señalaba con su pulgar a veces a la derecha, a veces a la izquierda. Cualquiera con manchas en el cuerpo, o un ligero muselmann, era enviado a la derecha. Era el lado que llevaba a la muerte. El otro lado era para los que seguirían pudriendose un tiempo más (Hart, 65).
La carencia de agua era constante, las letrinas estaban cubiertas sumergidas en su propia inmundicia, abundante diarrea y barro por todos lados, en tales condiciones era imposible mantener una limpieza estricta. El mero hecho de tratar de permanecer limpio requería un esfuerzo extraordinario. Como dice un sobreviviente:
“Ponerse de pie, lavarse y limpiarse, parece la cosa más simple del mundo, no?, y sin embargo no lo era. Todo en Auschwitz estaba organizado para que estas cosas fueran imposibles. No había donde apoyarse; no había un lugar donde lavarse. Tampoco había tiempo” (Lewinska, 43).
Que las condiciones estaban “tan organizadas” fue un descubrimiento espantoso:
A la salida de los lugares donde dormíamos, las zanjas, el barro, las pilas de excremento detrás de las barracas, me espantaron con su espantoso hedor... Y después ví la luz! Me dí cuenta de que no era una cuestión de desorden o falta de organización, sino que, por el contrario, había un propósito consciente y deliberado que sostenía la existencia de los campos. Nos habían condenado a morir en nuestra propia mugre, en el barro, en nuestro propio excremento. Querían denigrarnos, destruir nuestra dignidad humana, borrar todo vestigio de humanidad, llevarnos al nivel de los animales salvajes para llenarnos con el horror y el desprecio hacia nosotros mismos y nuestros semejantes (Lewinska, 41-42).
Este reconocimiento llevaba o bien a que el prisionero se rindiera o bien a que decidiera resistir. Para muchos sobrevivientes, este momento marcó el nacimiento de su deseo de librar batalla:
Pero desde el instante en que entendí el principio motivacional... fue como si me hubiera despertado de un sueño... como si estuviera recibiendo la orden de vivir... y si moría efectivamente en Auschwitz, sería como un ser humano, aferrada a mi dignidad. No me iba a convertir en el ser bruto, despreciable y disgustante que mi enemigo deseaba que fuera... y comenzó una lucha terrible tanto durante el día como durante la noche (Lewinska, 50).
Otro sobreviviente lo dice de la siguiente manera:
Allí y entonces decidí que si no era el blanco de una bala o si no me colgaban, haría cualquier esfuerzo para sostenerme. No sucumbiría nunca más a la apatía. Mi primer impulso fue el de concentrarme para estar más presentable. Bajo las circunstancias esto puede sonar ridículo; ¿qué relación real podía haber entre mi recién adquirida resistencia espiritual y los espantosos harapos en mi cuerpo? Pero en un sutil sentido había una relación, y desde ese momento en adelante, el resto de mi vida en los campos, lo tomé como un hecho. Empecé a mirar a mi alrededor y veía el principio del fin cuando encontraba una mujer que podía haber tenido la oportunidad de lavarse y no lo había hecho, o a otra que sentía que atarse el cordón del calzado era ya una pérdida de energía (Weiss, 84)
Higienizarse, no sólo en un sentido ritual -aparte de las cuestiones de salud- era algo que los prisioneros necesitaban hacer. Lo encontraban necesario para la supervivencia, y, aunque parezca extraño, los que dejaban de hacerlo morían pronto:
Era el primer paso hacia la tumba. Era casi una ley férrea: los que dejaban de lavarse todos los días morían pronto. Si esto era la causa o el efecto de un quiebre interno, no lo sé; pero era un síntoma infalible (Donat, 173).
Otro sobreviviente describe la desaparición inicial de la preocupación por su apariencia y la progresiva toma de conciencia de que sin ese cuidado, no sobreviviría:
¿Por qué debería lavarme? ¿Estaría en mejor situación de la que estoy? ¿Le agradaría más a alguien? ¿Viviría un día más, una hora más? Seguramente viviría un poco menos tiempo porque lavarse era un esfuerzo, una pérdida de energía y calor... Pero después comprendí.... En un lugar como este, con el agua escasa, turbia y maloliente, el acto de lavarse no tiene que ver con la higiene y la salud, es el síntoma más importante de lo que queda de vitalidad, es un instrumento de supervivencia moral (Levi, 35).
Al pasar a través de la degradación de los campos, los sobrevivientes descubrieron que en tal situación límite no podían darse el lujo de perder el sentido de la dignidad. Sobrellevaron un daño indescriptible, una enorme humillación. Pero en un cierto punto debían elevar una firme resistencia a la pretendida negación como seres humanos de que eran objeto. Aprendieron además que cuando el contexto de inmundicia es tan fuerte, la suciedad del cuerpo parece representar a la suciedad del alma. Y terminaron reconociendo que cuando ese sentimiento particular -ese algo interno intocable, la “dignidad”- era quebrado definitivamente, con ello muere el deseo de vivir. Cuidar la apariencia, entonces, se transformó en un acto de resistencia y un momento necesario en la compleja estructura de la supervivencia. La vida misma dependía de mantener intacta la dignidad, y esto dependía a su vez, de la batalla infinita para mantenerse visiblemente humano:
Debemos entonces lavar nuestras caras sin jabón y con agua sucia y secarnos con nuestras ropas. Debemos lustrar nuestros zapatos, no porque nos lo exige alguien, sino por la dignidad y lo que debe ser. Debemos caminar erguidos sin arrastrar nuestros pies, no en homenaje a la disciplina prusiana sino para mantenernos vivos, para no empezar a morir (Levi, 36).
La estructura básica de la civilización occidental,-o tal vez de cualquier civilización, puesto que los procesos de cultura y sublimación son uno-, es la división entre el cuerpo y el espíritu, entre la existencia concreta y las maneras simbólicas de ser. En la situación límite, sin embargo, este tipo de divisiones colapsan. El principio de compartamentalización ya no se sostiene y el ser orgánico es el principal asiento de la vivencia de ser. Cuando esto sucede, el cuerpo y el espíritu son piso uno del otro, cada uno carga con las necesidades del otro, con las penas del otro y cada uno es consecuencia directa de la condición total del otro. Si la capacidad espiritual de recuperación declina, también decae la resistencia física. Si el cuerpo se enferma, el espíritu pierde asideros. Hay una extraña circularidad acerca de la existencia en la situación límite: los sobrevivientes preservan su dignidad para “no empezar a morir”, se preocupan por su cuerpo como una cuestión de “supervivencia moral”.
Para muchos de nosotros, la palabra “dignidad” no quiere decir mucho a estas alturas; junto a palabras como “conciencia” y “espíritu” ha generado sospechas y se la usa raramente en el discurso analítico. Ciertamente, si por “dignidad” entendemos la proyección de pretextos y vanaglorias, o la forma en que el poder se oculta tras la pompa y el orgullo ritual, si se trata de una forma paródica del principio que los hombres usan para justificar o conquistar -así como el honor y la conciencia son explotados y parodiados, aunque sean tan reales- entonces, el reclamo por la dignidad a que nos referimos es falso. Pero si hablamos acerca de una resistencia interior frente a determinaciones exteriores; si nos referimos a un sentido de inocencia y valor, un sentimiento que no puede ser violado, autónomo e intocable y que se hace más vigoroso cuando es amenazado, entonces, y tal es el caso de los sobrevivientes, estamos tratando con uno de los constituyentes esenciales de lo humano, uno de los elementos irreductibles de la vivencia de ser. La dignidad en este caso aparece como una facultad auto-conciente, auto-determinada, cuya función es la insistencia en el reconocimiento de uno mismo como tal.
Los SS ciertamente lo reconocieron, de allí su intento por destruirlo, aunque no del todo exitosamente en el caso de los sobrevivientes; fue ése uno de los peores aspectos de la ordalía en los campos. Cuando la higiene se vuelve imposible y los seres humanos están forzados a vivir en sus propias excreciones, el dolor es tan intenso que llega al punto de la agonía. El shock de la degradación física causa la devaluación moral, y, como podemos juzgar simplemente por los informes de quienes lo sufrieron, el sometimiento a la mugre parece producir mayor angustia que el sometimiento al hambre o al miedo o a la muerte. “Este aspecto de nuestra vida en el campo” dice un sobreviviente, “era la ordalía más terrible a la que estábamos sujetos” (Weiss, 69). Otro sobreviviente describe el empeño de hombres forzados a yacer en sus propias excreciones: “gemían y sollozaban con vergüenza y disgusto. Su quiebre moral era abrumador”(Szalet, 78). En los casos más raros, la degradación producía una desesperación que bordeaba la locura, como cuando un grupo de prisioneros fueron obligados a “beber de los recipientes higiénicos”:
No podían obedecer esa orden demoníaca; hacían como que bebían. Pero los blockfuehrers se daban cuenta de ello; hundían las cabezas de los prisioneros bien adentro de los recipientes hasta que sus caras estaban cubiertas de excrementos. En este punto las víctimas prácticamente perdían la razón -debido a ello sus gritos sonaban tan demenciales (Szalet, 42).
¿Pero por qué es tan insoportable el contacto con el excremento? ¿Si la incomodidad real al tocar la materia fecal no es tan importante, por qué la reacción es tan violenta? ¿Y por qué es en esta situación particular que el sentimiento de dignidad está más amenazado? El incidente de los recipientes higiénicos citado antes ha sido examinado desde un punto de vista psicoanalítico con la siguiente conclusión:
las satisfacciones infantiles... pueden ser satisfechas sólo por medios contra los cuales la cultura ha erigido fuertes prohibiciones... La renuncia forzada a estas barreras era capaz de llevar a los prisioneros a la desintegración mental (Bluhm, 15)
El sufrimiento extremo de estos hombres, era resultado, entonces, del quiebre de un tabú cultural. Sus gritos demenciales se debían a que se veían forzados a volver a estructuras subliminales en respuesta a la violación de los “hábitos de limpieza”, estructuras “reforzadas por cualquier cultura en un temprano estadío” (17). La lucha de los sobrevivientes contra esta fatalidad excremental, para decirlo llanamente, aparece como una función del “entrenamiento higiénico” -aunque este término no esté usado en el artículo que estoy citando-, y el grado de reduccionismo que implica, aún desde una perspectiva psicoanalítica, parece completamente desproporcionado a la violencia de la experiencia de los prisioneros. El artículo continúa, sin embargo, sugiriendo que la hondura de la que surge el grito original puede revelar, más allá de las demandas relativas y flexibles de la cultura, la violación de un límite o una frontera cultural:
sin embargo, el adulto normal de nuestra civilización comparte con sus iguales el disgusto hacia el contacto con los excrementos de los miembros de la tribu de niveles culturales inferiores. El disgusto parece ser una línea demarcatoria, cuya transgresión puede producir efectos mucho más devastadores que la aparición de síntomas regresivos más o menos aislados (17).
Desde el punto de vista psicoanalítico, la angustia moral es un producto del conflicto entre las demandas culturales y el deseo regresivo de subvertirlas. Pero si tenemos en mente que toda regresión está al servicio del placer o de la liberación del dolor (que así era como definía Freud el placer) entonces toda la teoría de la regresión infantil, en el caso de los sobrevivientes, se vuelve absurda. El grito de aquellos hombres desesperados era por cierto una defensa contra la disolución, pero reducir su extraordinario dolor a la violación de un tabú o a alguna restricción impuesta parece dejar afuera el punto esencial. De cualquier manera, la autoridad inhibitoria del entrenamiento en reglas higiénicas no parece ser tan central como para que su infracción cause la desintegración de la personalidad. Sólo una vez en la cultura occidental fue visto en términos de crisis psicótica - entre las clases burguesas en el siglo diecinueve con su confianza extrema en la rigidez de lo corporal y, en consecuencia, sus formas irritantes de satisfacción sexual. Yo sugeriría, finalmente, que ese entrenamiento es la organización ritual de un proceso biológico inherente. Muchos tabúes se fueron por la borda en los campos de concentración, pero no éste, la transgresión de una “línea demarcatoria” que corre más hondo que la imposición cultural. Aquello que los seres humanos toleren o no, depende, hasta este punto, de los más variados tipos de entrenamientos. Aparte de ello, sin embargo, hay cosas absolutamente inaceptables cuando algo - mantengamos la palabra “dignidad”- algo en nuestra naturaleza más profunda se subvierte. Y la vida depende enormemente de una tal subversión.
Es, creo, una buena descripción de lo que sentían los sobrevivientes cuando eran amenazados por el ataque excremental. Ricoeur dice que el sentimiento de violación contiene conceptos tales como “pecado” y “culpa” y que finalmente como “el más antiguo símbolo del mal”, la profanación “puede significar analógicamente todos los grados de la experiencia del mal” (336). Por cierto, ¿por qué nuestras ideas acerca de la santidad y la purificación espiritual están asentadas sobre el imaginario de la higiene y la purgación física? ¿Por qué usamos imágenes asociadas con excrementos -imaginería de corrupto y deteriorado, de sucio contagioso, contaminado, podrido o echado a perder- para encarnar nuestras percepciones del mal? Ricoeur concluye que toda esta imaginería es sólo simbólica, que representa estados internos del ser, y nosotros no dudamos en concordar con ello. Pero en los campos de concentración, la profanación era una condición real que se percibía con la vista, el tacto y el olfato, y de ahí la cuestión: cuando los sobrevivientes reaccionan tan violentamente al contacto con los excrementos, ¿están respondiendo a lo que ello simboliza o es la ordalía de su experiencia concreta en los campos lo que originó el simbolismo del mal?
La implicancia del análisis de Ricoeur es que “la conciencia de uno mismo parece constituirse en su nivel más inferior por medio del simbolismo; el lenguaje abstracto es sólo un producto subsecuente” (9). Pero, sin embargo, ¿dónde se origina el simbolismo? ¿de qué manera la profanación llegó a simbolizar el mal? Ricoeur puede sólo responderlo diciendo que en el comienzo era el símbolo, que la conciencia de lo humano se dio a través de una simbólica objetivación de su propia estructura y condición. Este tipo de punto de partida, sin embargo, es también una culminación; es nada menos que el objetivo de la civilización, el resultado de un proceso de sublimación o trascendencia o espiritualización (llámese como sea) por el cual los sucesos reales y los objetos se vuelven imágenes, mitos y metáforas que constituyen el espíritu universal del hombre. La transformación del mundo en símbolos es perpetua; internalizamos los hechos y estamos en conexión espiritual, cuando no concreta, con aquellas experiencias primarias de las que, como seres civilizados, nos hemos separado.
Pero esta actividad puede revertirse. Cuando la civilización se derrumba, como sucedió en los campos de concentración, la “mancha simbólica” es una condición de profanación literal, verdadera; y el mal es lo que produce la real “pérdida de la coraza personal del propio ser”. En condiciones extremas, el hombre es despojado de su extensa identidad espiritual. Sólo permanecen formas de existencia concretas, la vida verdadera y la muerte verdadera, el dolor verdadero y la profanación verdadera; y son ellos los que sustituyen el medio del ser moral y espiritual. El espíritu no desaparece así como así cuando falla la sublimación. A costa de gran parte de su libertad vuelve al sustento y origen del significado; es decir que vuelve a la experiencia física del cuerpo. Que es otra manera de decir que, en la situación límite, los símbolos tienden a ser realidad.
Podríamos decir, entonces, que en la situación límite, el simbolismo como simbolismo pierde su autonomía. O, para decirlo de otro modo, que en este caso especial todo es sentido como inherentemente simbólico, intrínsecamente significativo. De cualquier manera, el significado ya no existe por sobre y por debajo del mundo; re-ingresa en la experiencia concreta, se vuelve inmanente e inviste a cada acto y momento de una profunda urgencia. De ahí el insólito carácter “literario” de la experiencia en la situación límite... Es como si entre el humo de los cuerpos ardientes las grandes metáforas de la literatura mundial fueran “puestas en escena” de hechos terribles, muerte y resurrección, daño y salvación, todo el dolor espiritual y el triunfo pasando a través de la noche oscura del alma.
El siguiente suceso, por ejemplo, parece literario hasta el grado del desconcierto. Es el tipo de incidente que podríamos esperar en el clímax de una novela, válido como una ficción que porta un significado más que por su misma realidad, aceptable por ello a través del planteo simbólico que hace, del drama psíquico que encarna. El evento sin embargo, fue real. Sucedió durante los últimos días del levantamiento de ghetto de Varsovia, fue el destino de muchos hombres y mujeres. Armados con pistolas y botellas con combustible, los luchadores del ghetto se sostuvieron durante cincuenta y dos días contra tanques, artillería de campo y ataques aéreos. Resistieron tan encarnizadamente que los alemanes finalmente decidieron quemar casa por casa, calle por calle, hasta que todo -toda vida, todo signo humano- hubiera desaparecido. La última oportunidad para escapar era a través del sistema de alcantarillas y allí se sumergió, en la oscuridad inmunda, lo que quedaba del ghetto:
Al día siguiente, domingo 25 de abril, bajé... a la cañería subterránea que conducía al lado “ario”. Nunca olvidaré lo que se me presentó ante la vista en el primer momento del descenso. Docenas de refugiados... buscaban refugio en los canales angostos y oscuros cubiertos del agua mugrienta de las letrinas municipales y de los baños de los edificios privados. En estos canales de poca altura, angostos, que sólo permitían que una persona se arrastre doblada hacia adelante, docenas de personas yacían juntas apiñadas y confundidas dentro del barro y la inmundicia (Friedman, 284).
Permanecieron allí abajo, a veces durante días, buscando su salida hacia el lado “libre”; por momentos algunos se daban cuenta del lugar en el que estaban, bajo qué intersección de calles; el tiempo pasaba, simplemente, esperando. Muchos murieron, pero gracias al esfuerzo combinado de los partisanos judíos y polacos, algunos fueron rescatados y sobrevivieron:
El 10 de mayo de 1943, a las nueve de la mañana, se abrió de repente la tapa de la alcantarilla que estaba sobre nuestras cabeza y entró un torrente de luz. A la salida estaba Krzaczek (un miembro de la resistencia polaca) que, después de más de treinta horas de estar sumergidos, nos decía que saliéramos afuera. Empezamos a trepar, uno por uno, y subimos enseguida a un camión. Era un hermoso día de primavera y el sol nos calentaba. Estábamos cegados por el brillo del sol puesto que no habíamos visto la luz del día durante semanas y habíamos pasado casi el tiempo completo en total oscuridad. En las calles había gente y .... estaban quietos mirando a estos seres extraños, a duras penas reconocibles como humanos, que se arrastraban fuera de la alcantarilla (Friedman, 290).
Si perteneciera a una novela, con cuánta facilidad podríamos hablar de los ritos de pasaje; del descenso al infierno; del viaje subterráneo a través de la muerte. Podríamos responder a todos los simbolismos de la oscuridad y de la luz, al renacimiento y a la nueva vida como bendecidos por la primavera y por el sol, estas criaturas cubiertas con cieno emergiendo de los intestinos de la tierra. Y no estaríamos leyendo mal. Puesto que a pesar del horror, todo parece familiar, muy cerca de los arquetipos que conocemos a través del arte y los sueños. Para el sobreviviente en cualquier caso, la inmersión en el excremento marca el nadir de este pasaje a través del límite. No parece ser posible una peor violación moral al ser. Aún en este caso, en que a pesar de todo aún había vida y deseo, estos cuerpos untados de mierda fueron la imagen exacta de cuánta mutilación puede soportar el espíritu humano, a pesar de la vergüenza, la abominación, el trauma de la repugnancia violenta y aún mantener el sentido de ese algo interno inviolado, intacto. “Sólo nuestros ojos afiebrados”, dijo un sobreviviente de las alcantarillas,
“mostraban todavía que éramos seres humanos vivos” (Friedman, 289).
REFERENCIAS.
Bettelheim, Bruno, “The Informed Heart”, Glencoe, Ill.: Free Press, 1960.
Birenbaum, Halina, “Hope Is The Last To Die”, trans. David Welsh. New York: Twayne, 1971.
Bluhm, Hilde O., “How Did They Survive?”, American Journal for Psychotherapy 2 (1948), pp 3-32.
Donat, Alexander, “The Holocaust Kingdom”, New York: Holt, Rinehart and Winston, 1965.
Friedman, Philip, “Martyrs and Fighters”, London: Routledge Y Kegan Paul, 1954.
Hart, Kitty, “I Am Alive”, London and New York: Abelard-Schuman, 1962.
Herling, Gustav, “A World Apart”, trans., Joseph Marek. New York: Roy, 1951.
Hoppe, Klaus D., “The Psychodynamics of Concentration Camps Victims”, The Psychoanalitic Forum 1 (1966), pp. 76-85.
Kessel, Sim, “Hanged at Auschwitz”, trans. Melville and Delight Wallace. New York: Stein and Day, 1972.
Knapp, Stefan, “The Square Sun”, London: Museum Press, 1956.
Kogon, Eugen, “The Theory and Practice of Hell”, trans. Heinz Norden. New York: Farrar, Straus, 1953.
Lengyel, Olga, “Five himneys: The Story of Auschwitz”, trans. Paul P. Weiss. Chicago: Ziff-Davis, 1947.
Levi, Primo, “Survival in Auschwitz”, trans. Stuart Woolf. New York: Collier, 1969.
Lewinska, Pelagia, “Twenty Months at Auschwitz”, trans. Albert Teichner. New York: Simon & Schuster, 1958.
Maurel, Micheline, “An Ordinary Camp”, trans. Margaret S. Summers. New York, Simon & Schuster, 1958.
Newman, Judith Sternberg, “In the Hell of Aus hwitz”, New York: Exposition, 1964.
Perl, Gisela, “I Was a Doctor in Auschwitz”. New York: International Universities Press, 1948.
Ricoeur, Paul, “The Symbolism of Evil”, trans Emerson Buchanan. New York: Harper & Row, 1967.
Sereny Gitta, “Into That Darkness”. New York: McGraw-Hill, 1974.
Szalet, Leon, “Experiment “E” trans. Catherine Bland Williams. New York: Didier, 1945.
Szmaglewska, Seweryna, “Smoke over Birkenau”, trans. Jadwiga Rynas. New York: Henry Holt, 1947.
Unsdorfer, S.B., “The Yellow Star”, New York and London: Thomas Yoseloff, 1961.
Weinstock, Eugene, “Beyond the Last Path”, trans. Clara Ryan. New York: Boni and Gaer,l 1947.
Weiss, Reska, “Journey Through Hell”. London: Vallentine, Mitchell, 1961.
Wells, Leon, “The Janowska Road”. New York: Macmillan, 1963.
Zywulska, Krystina, “I Came Back”, trans. Krystyna Cenkalska. London: Dennis Dobson, 1951.
[1]De su libro “The survivor: An anatomy of Life in the Death Camps” (El sobreviviente: una anatomía de la vida en los campos de muerte), Oxford and New York: Oxford University Press, 1976. El presente capítulo también fue publicado en “Holocaust. Religious & Philosofical implications” editado por John K. Roth & Michael Berenbaum en 1989, Paragon House, New York, de donde se transcribe el prólogo de los editores. Apéndice de “El silencio de los aparecidos”, Diana Wang, Acervo Editorial, 1998. Nota de la traducción: El título original del capítulo es “Excremental Assault”. Si bien la traducción literal de la palabra assault es asalto, preferí traducirla como violación para dar cuenta del compromiso corporal que implica y que la palabra asalto no hace tan evidente en castellano. Diana Wang
[2] Ordalía: pruebas a las que en la Edad Media eran sometidos los acusados y servían para averiguar su inocencia o culpabilidad. Las pruebas eran la del duelo, del fuego, del hierro candente, del sorteo. Se llamaban también juicios de Dios. Pequeño Larrousse Ilustrado.
[3] Las medidas inglesas en el texto original son: veinticinco piés de longitud, doce piés de profundidad y doce piés de ancho.