Caty, encontró algo de paz

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Caty no podía consigo. Todo le afectaba de manera mayúscula. Sus hijos saliendo de la adolescencia, sus alumnos de francés, su marido compañero y cariñoso, incluso sus padres y un grupo de amigos fieles, con todos esos tesoros no se sentía feliz. Sin serios problemas de salud ni premuras económicas, todo estaba bien pero la cubría constantemente una nube oscura que, a veces, hasta la hacía difícil respirar.

Luego de años de terapias de diferentes colores, tenía  colgadas en el living varias cabezas de terapeutas que no habían logrado aliviar ese eterno zumbido emocional agotador.

Era selectiva y perfeccionista,  muy “picky” como se dice en inglés.

Con sus emociones siempre a flor de piel todo le afectaba mucho. Cuando algo la hacía feliz, no había persona más feliz. Y cuando algo le dolía, no había en el mundo dolor más grande sufrido por nadie. Porosa a los demás, su fina empatía la hacía receptora ideal de confidencias. Pero la otra cara de esa misma delicada percepción de gestos y miradas, alusiones y climas, determinaba que bastara poco para que alguien le resultara molesto o incómodo.

Por su finísima sensibilidad para olores y sabores, paladeaba los vinos mejor que un sommelier cinco estrellas y combinaba los ingredientes en sus platos mejor que un chef egresado de Le Cordon Bleu de París. Cuando invitaba a su casa, su mesa era un dechado de buen gusto y distinción. Conocía tan bien a sus familiares y amigos que cada uno recibía aquello que más le gustaba, preparado de manera exquisita, amorosa y delicada.

Tan extrema sensibilidad se le volvía en contra con algunos sabores. Aborrecía el dulce de leche, las nueces, las berenjenas y el pepino, el ajo y el hinojo, el tomate cocido y la zanahoria cruda, la remolacha y la lechuga, los fritos no aparecían en su menú y las carnes, tanto las rojas como las blancas, debían estar en su punto justo, ni demasiado secas ni demasiado jugosas. No tomaba leche ni mate y la única bebida que toleraba era la limonada aderezada con una hojita de menta.

Le irritaban las aglomeraciones y la algarabía, las fiestas concurridas, las colas, los medios de transporte públicos, las esperas. Ir de compras era una tortura porque se probaba decenas de cosas y siempre encontraba “eso” que no estaba bien. Demasiado verde o poco azul. Muy apretado o demasiado suelto. Tan a la moda que parecía oveja masificada o tan demodé que se veía vieja antigualla.

Caty, inteligente y generosa, no era fácil. Su marido decía que era de alto mantenimiento. No le gustaba que la vieran quisquillosa, susceptible, exagerada o, como se dice hoy, intensa, pero no podía remediar ser como era. Habría dado todo y mucho más por ser fácil, llevadera, por no estar tan atenta a que si las cosas eran así o asá, por no tomarse todo tan personal y tan a pecho. Cuando ya no se aguantaba ser como Mafalda a la que le dolía el mundo, se recluía huyendo de sí misma y de la mirada acusadora de los demás.

Todo cambió cuando leyó sobre los PAS, las “Personas Altamente Sensibles” cuya condición sensorial y emocional está exacerbada de un modo extremo. Dejó de verse como caprichosa, demandante o egoísta puesto que los PAS nacen PAS, no lo eligen ni lo pueden cambiar. Aunque no tenga fundamento científico, para Caty fue un alivio emocional pensarse como parte de ese colectivo imaginario. Pensó “se non è vero è ben trovato” porque le sirvió para dejar de pelearse y decidirse a convivir consigo misma, hasta para tomarse en poco en broma y encontrar algo de paz.

publicado 3 de noviembre 2018, La Nación suplemento Sábado


Espiar, buscar, encontrar

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Esperás que llegue y deje el celular por ahí. En cuanto entra en el baño o se duerme te abalanzás sobre él. Lo abrís -ya te las ingeniaste, si es que no te la dió, de conocer la clave- cliqueás afiebradamente el whatsapp, el snapchat, los mensajes de texto, los mails. Buscás un adjetivo sospechoso, algún saludo demasiado íntimo, una cita insólita, alguien del ámbito laboral, o una vieja historia que parecía estar olvidada, o algún nombre nuevo, desconocido, (¿quién es?, ¿cuál es la relación? ¿desde cuándo?) O revisás bolsillos, carpetas y compartimentos a ver si ¡eureka! encontrás un papel, un ticket, algún resto documental que pruebe la traición. Buscás porque sospechás. Buscás porque temés.

Pero también buscás porque querés encontrar y tal vez confirmar su maldad. Con el descubrimiento tu posición es eleva, ahora sos la víctima, como si fuera un triunfo, un pasaporte para señalar con el dedo y que toda la culpa sea suya.

¿La culpa de qué? Segúramente de la infelicidad, abonada con indiferencia, desgano y desánimo, des-pasión y desamor. La idea de una separación sobrevuela hace ya un tiempo pero hace falta un pretexto para encararla separación y que, claramente, la culpa no sea tuya. No serás vos quien destruya la sacrosanta institución matrimonial. Hiciste todo bien. Siempre. No hay nada que achacarte. Toda la culpa la tiene quien traicionó tu confianza, buscó afuera, te despreció y humilló. No fuiste vos quien cruzó la raya.

Uno se inventa el cuento que quiere y suele ser aquél en el que uno queda mejor parado. Siempre el malo es el otro y uno elige ser tan solo víctima inocente de sus crueles conductas. Lo cierto es que aquel distanciamiento que al principio no tan evidente, se fue instalando, pesado, y con él creció tu malestar, tu soledad, tu ira. Y la ira te lleva con ansia obsesiva e incontenible a encontrar lo que te demuestre fehacientemente que tu infelicidad tiene una razón: te está “metiendo los cuernos”. No hay nada más que hablar.

Mientras buscás las pruebas estás en medio de la ceguera de la angustia pero qué harás si las encontrás. ¿Cómo seguís? ¿Confrontación? ¿Explicación? ¿Cómo superás la humillación, lo que sentís como una traición y una corrupción moral? Si sos de esas personas que lo viven como una defraudación, una idea rumiante que insiste y persiste y no te deje vivir, no podrás superarlo. Encontrar evidencias no tendría vuelta atrás. Encontrar, para vos, no puede llevar a otra cosa que la separación. Por eso, antes de espiar en el celular o donde sea, dialogá con tu ira y decidí si tiene sentido emprender esa búsqueda afiebrada. Encontrar puede ser un alivio que te permita acusar, reclamar y triunfar sobre el otro. Pero también puede ser un gran riesgo que, como un tobogán fatídico, te deslice hacia la ruptura y la soledad. Si en lugar de buscar “pruebas” te atrevieras a revisar la relación, a proponer otra búsqueda, una búsqueda conjunta hacia una reconstrucción -si es que ambos la desean-, un recontrato que les resulte mejor a ambos. O, si nada de eso se puede, una separación consensuada y conversada que, si hay hijos, será mucho más saludable.

Pero puede pasarte que no busques y que sin quererlo, encuentres cuando las huellas se borraron mal. Y te topás de pronto con la información sorpresiva de que no eran dos, de que hay o hubo alguien más. ¡Balde de agua fría! No te lo veías venir. Desengaño. Desconcierto. Desilusión. Desaliento. ¿Otra persona? ¿Desde cuándo? ¿Por qué? ¿que hago? ¿le digo que lo sé? ¿no le digo? Este encuentro accidental es más doloroso que el deliberado. No buscabas señales que satisficieran tus temores, que te aliviaran, no eran ideas tuyas. El golpe, por lo inesperado, es más artero y te encuentra con las defensas bajas.

Podés saberlo -aunque sucede con menor frecuencia. cuando un día tu pareja viene y te cuenta, de frente, que tuvo o tiene una relación extramatrimonial. Son personas que encaran lo que muchos consideran un sincericidio como una cuestión de lealtad y honor.

Sea como sea, el descubrimiento de que hay otra persona, es siempre doloroso. Le seguirá un proceso de confrontación y revisión, con más o menos diálogo, pero que siempre pone en juego sentimientos y emociones, fragilidades y vulnerabilidades que repercutirán en el destino de la pareja. Nada seguirá igual.

Pero para algunos la afrenta es tan honda que les es imposible continuar. La humillación ha corroído tanto la autoestima que impide cualquier intento de reconstrucción. Si el descubrimiento representa una defraudación irreparable, si demuestra que no compartían la ideología de qué es vivir en pareja, la confianza se fragmenta en pedazos. Lo construido, familia, redes, hijos, se derrumba como castillo de naipes. Lo que parecía sólido y firme se transforma en frágil y sin sentido.

Pero hay algunos para los que, luego de superado el primer impacto, el descubrimiento puede volverse una oportunidad de re contratar la relación, desempolvar los rincones que se dejaron de revisar, abrir ventanas y dejar entrar un renovador aire fresco. Será un punto de inflexión que, si es bien encarado y si hay la voluntad de hacerlo, puede cambiar al rumbo de la pareja hacia una mejor convivencia.

En esos rincones cubiertos de polvo habían quedado temas que la convivencia daba por obvios y es una oportunidad de responderse a algunas preguntas como  ¿por qué? ¿no es feliz conmigo? ¿ya no me quiere? ¿me quiere dejar? ¿es algo que hice yo? ¿es algo que no hice yo? Las respuestas y el diálogo que siga pueden poner palabras a ansias y frustraciones, sueños y desánimos, expectativas y realidades para entender, tal vez los dos, qué pasó y en qué están. ¿Esa otra relación es algo transitorio? ¿Qué le dio que no encontraba en la pareja? ¿tiene que ver con el otro de la pareja o se trata de una necesidad personal que no le afecta? Si la conversación abre los ¿por qué no me di cuenta? ¿dónde estaba yo mientras pasaba esto? ¿cómo no lo vi? puede ser un salto cualitativo que iluminará aspectos personales.

Primero un sacudón pero después puede ser una oportunidad para decirse cosas que sobrevolaban y que ninguno se animaba siquiera a pensar y se podrá convenir un nuevo pacto de convivencia más satisfactorio para ambos, más transparente y realista, sin que sea necesario, para ninguno, mentir u ocultar o espiar para encontrar.

PUblicado 23 octubre 2018 en La Nación

Un relato familiar convertido en lema

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Tommaso es un tano cascarrabias, malhumoriento y gritón, convencido de que nació bajo una mala estrella que solo le trae disgustos y calamidades. Oriundo del sur pobre y desangelado de la Italia de posguerra, se vino con una mano atrás y otra adelante a “fare l’ América”. Sin otra habilidad que cuidar cabras pero, más vivo que el hambre, hizo de tripas corazón, se arremangó y trabajó sin descanso. Aprendió de un calabrés llegado años antes a hacer salchichas y embutidos, la famosa sopressata. Voluntarioso e incansable, con el paso de los años abrió su propia empresa que creció tanto que ya no tuvo que poner las manos en la masa. Todo estaba más que bien en su vida pero Tommaso se regodeaba cuando contaba algo como una sucesión de desdichas. Este relato suyo fue el que sentó las bases de lo que fue, después, el lema familiar.

“El domingo empezó mal. Quería ir temprano a la quinta porque venía el jardinero pero el despertador no sonó. Mannaggia. Me fui a duchar y cuando estaba todo enjabonado se cortó el agua, me quedé como un idiota en medio de la bañadera gritándole a Grazia ¡traeme un balde con agua! Me agaché para que me volcara el agua sobre la cabeza pero me patiné, la agarré de la pollera para no caerme y toda el agua se desparramó en el piso del baño, y  yo arrodillado como un stronzo en la bañadera con la pollera en la mano. Cuando me quise afeitar la afeitadora no andaba. ¡Se había cortado la luz! por eso nos habíamos quedado sin agua y no había sonado el despertador. ¡Me cachendié! ¿justo hoy? Nos vestimos a las apuradas, metimos los bolsos en el baúl y cuando quise poner el coche en marcha, nada. ¡Porca miseria! ¿Me había quedado sin batería? pero la gran…! Vi que venía un coche, le hice señas y le pedí que me empuje. Me vio tan desesperado que paró. ¡Uf, por fin una buena! Se puso detrás, abrí el contacto, puse segunda y le hice seña. Empezó a empujar, el coche tosiendo y a los saltos arrancó y cuando estaba por tomar velocidad veo de pronto que está pasando el perro de Roque, ¡Madonna santa! clavé los frenos y me morfé al tipo que me había empujado. ¡Pum! ¡un ruido! Me bajé, el pobre desgraciado estaba furioso, como si se lo hubiera hecho a propósito, le dije non te preocupar, tengo seguro total, te pagan todo. Seguimos ¿Ahora el Dío Bendito me va a dejar en paz? ¡No! ¡La tiene conmigo! Tráfico loco en la General Paz. Domingo a la mañana. ¿Quién sale a esa hora? ¿todo para joderme a mí? Justo este día había no sé qué cosa en el autódromo y la fila de coches era impresionante y a paso de hombre. ¡Todo me pasa a mí! ¿Qué tengo, una señal para que todas las desgracias me apunten a mí? Llegamos al peaje, no tenía cambio y mientras juntaba monedas los coches me aturdían a bocinazos. ¿Dío querido, qué te hice? ¿no podés olvidarte un poco de mí? ¡siempre conmigo! ¿¡siempre!? Arranqué y el volante empezó a irse para la derecha.  ¡Ma nooooo! Banquina. Pinchadura. Saqué los bolsos del baúl, la goma de auxilio, el crique y me puse a cambiar la rueda. Casi llegamos pero la calle de siempre estaba bloqueada por poda.  ¡Jesús María y José! ¿Podando un domingo? ¿Justo ese domingo? Tomé la otra calle, la de tierra llena de baches y cuando, al final llegamos a la quinta, claro, el jardinero ya no estaba. Cansado, sudado y furioso, cuando bajé a abrir el portón para guardar el coche, encontré  roto el candado y ¡encima, me robaron la manguera!”. Frase que todos incorporaron como propia y repiten en cumpleaños, bautismos y bodas en el momento del brindis.

Si la familia de Tommaso tuviera un escudo, su lema sería “¡Y encima... me robaron la manguera!”, esa magia al revés que instala en un ritual colectivo, que todo lo malo que pase en la familia terminará siempre como un ligero paso de comedia.



publicada 20 octubre 2018 en el Suplemento Sábado de La Nación

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Una historia de amor

Marek y Krystian

Marek y Krystian

“¿Por qué viajás tanto a Polonia? preguntó Sol a Marek, su abuelo”. “Es una historia larga” le dijo, “¿te la bancás?”. “Sí, claro” contestó entusiasmada. Le encantaba quedarse a solas con su abuelo, hablar con él y jugar al ajedrez.

“Vivíamos en un pueblito, en el este de Polonia. Una noche, a mis once años, me despertaron ruidos, golpes en la puerta, voces guturales y feroces, ¡Juden rauss!, judíos afuera, gritadas por soldados nazis en medio del terror y del enloquecedor ladrido de sus perros. No sé por qué, pero me tiré abajo de la cama y me acurruqué allí. Escuché que sacaban a mi mamá, a mi papá, a mi abuela y a mi hermanita que estaba en la cama de al lado. A mi no me vieron. Sansón, mi perro, pretendía defendernos pero uno de los perros nazis se le abalanzó y un soldado le pegó un tiro. Lo vi desangrarse y morir, desde el piso, paralizado. No sé cuánto tiempo pasó. Mi corazón era un tambor incontenible y ensordecedor. Después de no sé cuánto, me animé y me fui arrastrando despacio hasta la puerta. Me asomé con mucho miedo y vi que en la calle todo era desolación, cosas tiradas, puertas y ventanas abiertas, ni un alma a la vista, silencio de muerte. Estaba solo. Me puse de pie y me fui deslizando pegado a la pared y cuando llegué a la esquina empecé a correr hacia donde terminaba el pueblo aterrado con la idea de que me descubrieran”.

“¿Adónde ibas abuelo?”

“A la casa de Krystian, mi mejor amigo, el otro delantero del equipo de fútbol de la escuela, yo era el 10 y él el 9, ningún arco era invencible para nosotros. Su casa tenía un terreno grande y al fondo estaba la cucha de Tom y Mix, los dos ovejeros con los que jugábamos después de clase. Levanté la alambrada y entré en la cucha y los perros se me acercaron moviendo la cola, contentos de verme. Todavía era de noche, no sé qué hora, pero el rocío me daba un poco de frío, yo estaba en ropa de dormir, me acosté en la parte de atrás y, aunque te parezca mentira, me dormí. A la mañana, cuando vino Krystian a darles de comer, me aseguré de que estuviera y asomé la cabeza. Me miró sorprendido, con los ojos así de grandes, me puse a llorar y le conté. Que me había quedado solo. Que no tenía donde ir. Que un soldado nazi había matado a Sansón. Que no sabía dónde estaban mis padres ni mi hermanita ni mi abuela.  Krystian cerró los ojos y apretó los puños porque sabía. Su papá era un antisemita feroz y el policía del pueblo, fue el encargado de señalar en qué casas vivían judíos. Abrió los ojos y le vi la misma mirada de cuando iba a patear un gol seguro, ‘De acá no te movés’ me dijo. ‘No te va a pasar nada. Yo te voy a cuidar’. Y así fue. Un año y medio viví en esa cucha. Escondido, alimentado y abrigado por mi mejor amigo. No sé cómo lo hizo porque nadie en su familia debía saber que escondía a un judío. Pero lo hizo. No solo eso, una vez trajo un tablero y la piezas de ajedrez y me enseñó a jugar. Cuando podía, venía, se metía conmigo en la cucha y nos echábamos una partida. Fueron esos momentos los que me mantuvieron vivo, los esperaba hambriento.

La guerra terminó un poco antes de cumplir los trece. Una vez en la Argentina, luego de varios años, ya instalado, con trabajo y casado con tu abuela y comenzando la familia, busqué a Krystian y retomé el contacto. También se había casado y tenía hijos pero la estaban pasando muy mal con los soviéticos. ¿Sabés Sol? los judíos sufrimos mucho en la guerra cuando vimos a nuestros vecinos y amigos aprovecharse de nuestra desgracia, incluso denunciarnos para conseguir vodka, mermelada o carbón. Pero no todos fueron así. Incluso me pregunto si los padres de Krystian no hicieron la vista gorda, que sabían que me escondía y lo dejaron pasar. No te olvides que si los llegaban a descubrir los mataban a todos. Como se dice en el campo, la taba se dio vuelta. No podía permitir que mi amigo la estuviera pasando mal. Lo menos que podía hacer era devolver el favor de nuestra infancia, aquel acto de amor que me permitió salir vivo y ahora poder contártelo. Les mandé todos los meses encomiendas con alimentos, ropa, remedios, hasta carbón y él cada tanto me hacía llegar algún diario y fotos de su familia. No había whatsapp, ni computadoras, la distancia requería paciencia. Hace unos años supe que Krystian había sufrido un ACV y que estaba prisionero de su silla de ruedas como yo dentro de aquella cucha. Y ahora te contesto tu pregunta porque por todo eso, siempre que puedo, voy a Polonia donde Krystian, mi amigo, está solo y me espera para jugar al ajedrez.”


Publicado en La Nación, sábado 13 de octubre, 2018.

Sobresaliente. Los prejuicios y nuestra mirada.

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Juliana llegó ansiosa al Jardín “La ronda mironda”. Ya había hablado con la directora y fue  directamente a la salita de 4, la “de los Dinos” como la llamaron los chicos.

Entró, saludó, tomó una sillita y se sentó en un rincón. “Juliana está estudiando y vino a ver cómo son los chicos de 4 años” explicó la seño mientras los “dinos” no entendían bien de qué se trataba ni para qué estaba ahí esa señora. Juliana tenía 19 pero a los 4 los cualquier mayor de 10 es grande.

Juliana, estudiante de Psicopedagogía, tenía toda la semana para observar a cada uno de los 12 chicos, tomar notas, hacer cuadros e ir llenando cada uno de los rubros a completar: sociabilidad, motricidad gruesa y fina, capacidad verbal, nivel y contenido de los juegos, participación, interés y concentración. Registrados los comportamientos debía evaluar el grado de adecuación de cada chico a los estándares normales y categorizarlos en una lista decreciente según su grado y condición evolutiva. El ejercicio estipulaba que la única información debía ser la observación de las conductas, sin preguntar nada ni tener ninguna información adicional. Como decía el etólogo Konrad Lorenz “se puede comprender la conducta sin tener el anillo del rey Salomón, basta con la observación”.

Tomó notas afiebradamente a medida que iba individualizando a cada uno de los chicos. En el aula y en los recreos, en cada uno de los rincones de las actividades, anotó textualmente lo que decían y la secuencia de conductas e interacciones. Llenó hojas y hojas y pasada la semana, comenzó, ya en su casa, la tarea de ordenamiento, categorización y evaluación. Consultó libros de referencia, repasó una y otra vez las clases teóricas, las indicaciones recibidas y los puntos a considerar. Cada uno de los 12 chicos fue calificado con un número en cada una de las 8 categorías observadas, según se ajustara al perfil descripto como esperable para la edad. Trabajó concienzudamente durante varios días, comparó notas y conclusiones con varios de sus compañeros de cátedra y finalmente sumó los puntajes parciales y ubicó a cada chico en el orden correspondiente. Estaba feliz por el trabajo hecho.

Pero la cosa no había terminado. En la segunda parte debía volver al jardín para hablar con los docentes y auxiliares, solicitar la carpeta de cada uno de los chicos para conocer sus contextos familiares y condiciones de vida. Esta nueva información confirmaría que la adecuación de la conducta estaba directamente vinculada a circunstancias y contexto familiares e históricos convencionalmente normales.  

Su sorpresa fue mayúscula.

De todos los chicos observados y categorizados, había sido obvio, claro e indudable, que era Nahuel el que sobresalía. Además de haber recibido el mayor puntaje en todas las categorías observadas, era de una simpatía arrolladora, una mirada límpida, alegre y siempre dispuesto a colaborar.

Un chico ideal.

La salud y normalidad personificadas.

De libro.

Pero cuando tuvo la información en sus manos Juliana supo que Nahuel provenía del medio menos convencional posible. Era adoptado, el único del grupo. Y no solo eso, sino que la pareja de sus padres estaba muy lejos de ser convencionalmente “normal” porque Nahuel tenía dos papás, era una pareja gay.

Juliana quedó aturdida por el shock. Supo instantáneamente que de haber conocido esas circunstancias su observación habría estado fuertemente contaminada. Creía hasta ese momento que no tenía prejuicios respecto a la adopción o la parentalidad gay y reconoció que la fuerza de lo cultural era tanta que de haberlo sabido, habría leído la conducta de Nahuel con otros parámetros y que seguro no habría resultado el más saludable del grupo. De todos los aprendizajes posibles, éste fue el más iluminador.

Expuso la situación en la cátedra y obtuvo el permiso para cambiar el tema de su tesina. Ya no fue “Evaluación del grado de normalidad basado en la observación de conductas”, sino “Los prejuicios alteran y distorsionan la observación de conductas”.

Fue un sobresaliente.

Como Nahuel.


29 de septiembre 2018. Suplemento Sábado de La Nación.

Evento Clubes TED ED en el Instituto Ana María Janer

En las charlas TED se descubrió que quien más cambiaba era el orador. La elección del tema, la elaboración del guión, el aprendizaje de cómo entregarlo para que llegue, la brevedad y concisión requeridas, son un aprendizaje tan potente que produce modificaciones insospechadas en quien construye la charla.

Esa evidencia gestó la idea de los Clubes TED. Se capacita a docentes de las escuelas que quieren participar para que estimulen, entusiasmen y guíen a los alumnos en la elección de un tema que les conmueva e importe y en la construcción de la charla que lo transmita.

Tuve el honor y el orgullo de estar presente en una de las muestras, la que tuvo lugar el 20 de septiembre en el Instituto Ana María Janer. Se trata de un colegio católico y uno de sus profesores, José María Tejedor, titular de Filosofía, estuvo en el evento para presentar a los docentes el programa. Fui convocada en esa oportunidad para dar mi charla sobre el Proyecto Aprendiz. 

Unos meses más tarde, el profesor Tejedor me envía un correo diciendo que una alumna suya quiere hacer una charla con parte de mi vida, si no me oponía a ello y si querría darle una mano. Claro que sí, le respondí y comenzó un intercambio de correos con Fernanda que me pedía información y referencias. Y un día me avisa que se hará la muestra y que sería para ella una alegría tenerme presente. Y allí fui.

Fueron 90 los chicos que armaron cada uno su charla pero solo 20 se animaron a presentarla en la muestra general. 

La de Fernanda Magaña se llamó "Las personas no somos objetos" y tomó la historia de Zenus, mi hermanito perdido y lo que le pasó en la Shoá y debido a la Shoá, para ejemplificar hasta donde puede llegar la cosificación y deshumanización de las personas. 

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En ese enorme salón lleno de docentes, chicos y sus familiares, la voz de Fernanda le dio otra melodía a mi historia tan conocida. Verla y oírla, con esa pasión y esa frescura, con esa sensibilidad e inteligencia, me remontó más lejos y más alto de lo que podía haber imaginado. Cuando dijeron que la Diana de la que se hablaba estaba ahí y me hicieron subir se vino abajo de aplausos. Y no eran para mí, ni tampoco para Fernanda, eran para este maravilloso dispositivo de apropiación y transmisión que aplica la gente de TED en Argentina y que permite que los chicos investiguen cosas que les interesan y que sean protagonistas de su educación.

Junto a Fernanda Magaña y José María Tejedor


Junto a Fernanda Magaña y José María Tejedor

Con Fernanda y nuestras sonrisas felices


Con Fernanda y nuestras sonrisas felices