Caty no podía consigo. Todo le afectaba de manera mayúscula. Sus hijos saliendo de la adolescencia, sus alumnos de francés, su marido compañero y cariñoso, incluso sus padres y un grupo de amigos fieles, con todos esos tesoros no se sentía feliz. Sin serios problemas de salud ni premuras económicas, todo estaba bien pero la cubría constantemente una nube oscura que, a veces, hasta la hacía difícil respirar.
Luego de años de terapias de diferentes colores, tenía colgadas en el living varias cabezas de terapeutas que no habían logrado aliviar ese eterno zumbido emocional agotador.
Era selectiva y perfeccionista, muy “picky” como se dice en inglés.
Con sus emociones siempre a flor de piel todo le afectaba mucho. Cuando algo la hacía feliz, no había persona más feliz. Y cuando algo le dolía, no había en el mundo dolor más grande sufrido por nadie. Porosa a los demás, su fina empatía la hacía receptora ideal de confidencias. Pero la otra cara de esa misma delicada percepción de gestos y miradas, alusiones y climas, determinaba que bastara poco para que alguien le resultara molesto o incómodo.
Por su finísima sensibilidad para olores y sabores, paladeaba los vinos mejor que un sommelier cinco estrellas y combinaba los ingredientes en sus platos mejor que un chef egresado de Le Cordon Bleu de París. Cuando invitaba a su casa, su mesa era un dechado de buen gusto y distinción. Conocía tan bien a sus familiares y amigos que cada uno recibía aquello que más le gustaba, preparado de manera exquisita, amorosa y delicada.
Tan extrema sensibilidad se le volvía en contra con algunos sabores. Aborrecía el dulce de leche, las nueces, las berenjenas y el pepino, el ajo y el hinojo, el tomate cocido y la zanahoria cruda, la remolacha y la lechuga, los fritos no aparecían en su menú y las carnes, tanto las rojas como las blancas, debían estar en su punto justo, ni demasiado secas ni demasiado jugosas. No tomaba leche ni mate y la única bebida que toleraba era la limonada aderezada con una hojita de menta.
Le irritaban las aglomeraciones y la algarabía, las fiestas concurridas, las colas, los medios de transporte públicos, las esperas. Ir de compras era una tortura porque se probaba decenas de cosas y siempre encontraba “eso” que no estaba bien. Demasiado verde o poco azul. Muy apretado o demasiado suelto. Tan a la moda que parecía oveja masificada o tan demodé que se veía vieja antigualla.
Caty, inteligente y generosa, no era fácil. Su marido decía que era de alto mantenimiento. No le gustaba que la vieran quisquillosa, susceptible, exagerada o, como se dice hoy, intensa, pero no podía remediar ser como era. Habría dado todo y mucho más por ser fácil, llevadera, por no estar tan atenta a que si las cosas eran así o asá, por no tomarse todo tan personal y tan a pecho. Cuando ya no se aguantaba ser como Mafalda a la que le dolía el mundo, se recluía huyendo de sí misma y de la mirada acusadora de los demás.
Todo cambió cuando leyó sobre los PAS, las “Personas Altamente Sensibles” cuya condición sensorial y emocional está exacerbada de un modo extremo. Dejó de verse como caprichosa, demandante o egoísta puesto que los PAS nacen PAS, no lo eligen ni lo pueden cambiar. Aunque no tenga fundamento científico, para Caty fue un alivio emocional pensarse como parte de ese colectivo imaginario. Pensó “se non è vero è ben trovato” porque le sirvió para dejar de pelearse y decidirse a convivir consigo misma, hasta para tomarse en poco en broma y encontrar algo de paz.
publicado 3 de noviembre 2018, La Nación suplemento Sábado