Juliana llegó ansiosa al Jardín “La ronda mironda”. Ya había hablado con la directora y fue directamente a la salita de 4, la “de los Dinos” como la llamaron los chicos.
Entró, saludó, tomó una sillita y se sentó en un rincón. “Juliana está estudiando y vino a ver cómo son los chicos de 4 años” explicó la seño mientras los “dinos” no entendían bien de qué se trataba ni para qué estaba ahí esa señora. Juliana tenía 19 pero a los 4 los cualquier mayor de 10 es grande.
Juliana, estudiante de Psicopedagogía, tenía toda la semana para observar a cada uno de los 12 chicos, tomar notas, hacer cuadros e ir llenando cada uno de los rubros a completar: sociabilidad, motricidad gruesa y fina, capacidad verbal, nivel y contenido de los juegos, participación, interés y concentración. Registrados los comportamientos debía evaluar el grado de adecuación de cada chico a los estándares normales y categorizarlos en una lista decreciente según su grado y condición evolutiva. El ejercicio estipulaba que la única información debía ser la observación de las conductas, sin preguntar nada ni tener ninguna información adicional. Como decía el etólogo Konrad Lorenz “se puede comprender la conducta sin tener el anillo del rey Salomón, basta con la observación”.
Tomó notas afiebradamente a medida que iba individualizando a cada uno de los chicos. En el aula y en los recreos, en cada uno de los rincones de las actividades, anotó textualmente lo que decían y la secuencia de conductas e interacciones. Llenó hojas y hojas y pasada la semana, comenzó, ya en su casa, la tarea de ordenamiento, categorización y evaluación. Consultó libros de referencia, repasó una y otra vez las clases teóricas, las indicaciones recibidas y los puntos a considerar. Cada uno de los 12 chicos fue calificado con un número en cada una de las 8 categorías observadas, según se ajustara al perfil descripto como esperable para la edad. Trabajó concienzudamente durante varios días, comparó notas y conclusiones con varios de sus compañeros de cátedra y finalmente sumó los puntajes parciales y ubicó a cada chico en el orden correspondiente. Estaba feliz por el trabajo hecho.
Pero la cosa no había terminado. En la segunda parte debía volver al jardín para hablar con los docentes y auxiliares, solicitar la carpeta de cada uno de los chicos para conocer sus contextos familiares y condiciones de vida. Esta nueva información confirmaría que la adecuación de la conducta estaba directamente vinculada a circunstancias y contexto familiares e históricos convencionalmente normales.
Su sorpresa fue mayúscula.
De todos los chicos observados y categorizados, había sido obvio, claro e indudable, que era Nahuel el que sobresalía. Además de haber recibido el mayor puntaje en todas las categorías observadas, era de una simpatía arrolladora, una mirada límpida, alegre y siempre dispuesto a colaborar.
Un chico ideal.
La salud y normalidad personificadas.
De libro.
Pero cuando tuvo la información en sus manos Juliana supo que Nahuel provenía del medio menos convencional posible. Era adoptado, el único del grupo. Y no solo eso, sino que la pareja de sus padres estaba muy lejos de ser convencionalmente “normal” porque Nahuel tenía dos papás, era una pareja gay.
Juliana quedó aturdida por el shock. Supo instantáneamente que de haber conocido esas circunstancias su observación habría estado fuertemente contaminada. Creía hasta ese momento que no tenía prejuicios respecto a la adopción o la parentalidad gay y reconoció que la fuerza de lo cultural era tanta que de haberlo sabido, habría leído la conducta de Nahuel con otros parámetros y que seguro no habría resultado el más saludable del grupo. De todos los aprendizajes posibles, éste fue el más iluminador.
Expuso la situación en la cátedra y obtuvo el permiso para cambiar el tema de su tesina. Ya no fue “Evaluación del grado de normalidad basado en la observación de conductas”, sino “Los prejuicios alteran y distorsionan la observación de conductas”.
Fue un sobresaliente.
Como Nahuel.
29 de septiembre 2018. Suplemento Sábado de La Nación.