mala suerte

Un relato familiar convertido en lema

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Tommaso es un tano cascarrabias, malhumoriento y gritón, convencido de que nació bajo una mala estrella que solo le trae disgustos y calamidades. Oriundo del sur pobre y desangelado de la Italia de posguerra, se vino con una mano atrás y otra adelante a “fare l’ América”. Sin otra habilidad que cuidar cabras pero, más vivo que el hambre, hizo de tripas corazón, se arremangó y trabajó sin descanso. Aprendió de un calabrés llegado años antes a hacer salchichas y embutidos, la famosa sopressata. Voluntarioso e incansable, con el paso de los años abrió su propia empresa que creció tanto que ya no tuvo que poner las manos en la masa. Todo estaba más que bien en su vida pero Tommaso se regodeaba cuando contaba algo como una sucesión de desdichas. Este relato suyo fue el que sentó las bases de lo que fue, después, el lema familiar.

“El domingo empezó mal. Quería ir temprano a la quinta porque venía el jardinero pero el despertador no sonó. Mannaggia. Me fui a duchar y cuando estaba todo enjabonado se cortó el agua, me quedé como un idiota en medio de la bañadera gritándole a Grazia ¡traeme un balde con agua! Me agaché para que me volcara el agua sobre la cabeza pero me patiné, la agarré de la pollera para no caerme y toda el agua se desparramó en el piso del baño, y  yo arrodillado como un stronzo en la bañadera con la pollera en la mano. Cuando me quise afeitar la afeitadora no andaba. ¡Se había cortado la luz! por eso nos habíamos quedado sin agua y no había sonado el despertador. ¡Me cachendié! ¿justo hoy? Nos vestimos a las apuradas, metimos los bolsos en el baúl y cuando quise poner el coche en marcha, nada. ¡Porca miseria! ¿Me había quedado sin batería? pero la gran…! Vi que venía un coche, le hice señas y le pedí que me empuje. Me vio tan desesperado que paró. ¡Uf, por fin una buena! Se puso detrás, abrí el contacto, puse segunda y le hice seña. Empezó a empujar, el coche tosiendo y a los saltos arrancó y cuando estaba por tomar velocidad veo de pronto que está pasando el perro de Roque, ¡Madonna santa! clavé los frenos y me morfé al tipo que me había empujado. ¡Pum! ¡un ruido! Me bajé, el pobre desgraciado estaba furioso, como si se lo hubiera hecho a propósito, le dije non te preocupar, tengo seguro total, te pagan todo. Seguimos ¿Ahora el Dío Bendito me va a dejar en paz? ¡No! ¡La tiene conmigo! Tráfico loco en la General Paz. Domingo a la mañana. ¿Quién sale a esa hora? ¿todo para joderme a mí? Justo este día había no sé qué cosa en el autódromo y la fila de coches era impresionante y a paso de hombre. ¡Todo me pasa a mí! ¿Qué tengo, una señal para que todas las desgracias me apunten a mí? Llegamos al peaje, no tenía cambio y mientras juntaba monedas los coches me aturdían a bocinazos. ¿Dío querido, qué te hice? ¿no podés olvidarte un poco de mí? ¡siempre conmigo! ¿¡siempre!? Arranqué y el volante empezó a irse para la derecha.  ¡Ma nooooo! Banquina. Pinchadura. Saqué los bolsos del baúl, la goma de auxilio, el crique y me puse a cambiar la rueda. Casi llegamos pero la calle de siempre estaba bloqueada por poda.  ¡Jesús María y José! ¿Podando un domingo? ¿Justo ese domingo? Tomé la otra calle, la de tierra llena de baches y cuando, al final llegamos a la quinta, claro, el jardinero ya no estaba. Cansado, sudado y furioso, cuando bajé a abrir el portón para guardar el coche, encontré  roto el candado y ¡encima, me robaron la manguera!”. Frase que todos incorporaron como propia y repiten en cumpleaños, bautismos y bodas en el momento del brindis.

Si la familia de Tommaso tuviera un escudo, su lema sería “¡Y encima... me robaron la manguera!”, esa magia al revés que instala en un ritual colectivo, que todo lo malo que pase en la familia terminará siempre como un ligero paso de comedia.



publicada 20 octubre 2018 en el Suplemento Sábado de La Nación

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