Enemigos, una historia de amor (1989)

Las diferentes lecturas de “Enemigos, una historia de amor”

(Sobre relato de Bashevis Singer, dirigida por Paul Mazurski)

Cuando una obra admite más de una lectura, estamos frente a un hecho artístico. Cuando una obra admite varias lecturas y éstas son sobre la esencia de lo humano, estamos ante una propuesta filosófica. Si una obra admite varias lecturas, habla sobre la esencia de lo humano y tiene la valentía de enfrentar tabúes y hacernos reflexionar sobre nuestro futuro y posibilidades, es una obra maestra. Es el caso de la historia que nos cuenta Bashevis Singer en esta película.

Encuentro por lo menos cuatro niveles dignos de reflexión: el nivel de lo judío, el de la afectividad, el de la shoá y el de género.

El nivel de lo judío.

Un escritor judío que tiene dificultades para escribir, un trabajador intelectual en un mundo mercantilista. Toda una metáfora del mundo judío perdido de la preguerra así como la pregunta por el destino de lo judío en el mundo de posguerra. Un intelectual judío que debe ganarse el favor de los poderosos para poder subsistir. ¿Será esto una pincelada sobre le hegemonía del poder financiero sobre la vida académica e intelectual?

También nos ofrece una pintura de la vida judía del nuevo mundo. Vemos a los judíos norteamericanos, en viñetas cariñosas y nostálgicas, viviendo su vida normal, tan lejos de Europa y habiéndose construido una identidad judía absolutamente norteamericana, necesariamente diferente de la que traían los inmigrantes. Ser judío en un mundo libre no conlleva el riesgo de la muerte, y serlo durante decenas de años, genera un tipo de sociedad nueva para estos sobrevivientes que parecen buscar todavía entre las sombras el sentido de su vida. En la escena veraniega de los Catskills todos sabemos que durante la shoá también iban ahí y que las cosas habían sido igual durante esos años. Aunque lo hubieran sabido, aunque hubieran luchado de distintas maneras, el sólo hecho de saber que eso había estado ahí todo ese tiempo mientras estos cuatro sobrevivientes vivían en el infierno, le da a esta ocurrencia un sabor particular, algo doloroso y extraño, con la misma extrañeza que tiene muchas veces la vida. Nadie dice nada respecto de eso, pero eso está. Los judíos son judíos acá y allá, sin embargo, no era lo mismo ser judío durante la segunda guerra en los Estados Unidos que en Europa. Coexistían las dos formas. Hay allí una construcción de lo judío que los sobrevivientes tienen que aprender a conocer.

El nivel de la afectividad.

Un hombre que ama a tres mujeres. Ama de verdad a las tres. No las ama igual, por supuesto, pero está unido a las tres con lazos muy sólidos, ninguno de los cuales puede y quiere romper. Necesita a las tres. No puede vivir sin las tres. No quiere herir a ninguna. Quiere ser leal a las tres. Esto nos enfrenta con el desafío de pensar y volver a pensar las exclusividades en las relaciones amorosas, el amor eterno y único, pensamiento que está en el centro de la monogamia. No sólo pone en crisis la idea del amor único y eterno, sino que la suposición de lo natural de la relación monogámica es puesta en tela de juicio puesto que a él no le basta la relación con una sola. Tampoco le basta a mucha más gente de lo que nos imaginamos. Hay algo ahí en lo que somos invitados a reflexionar. Bashevis Singer nos presenta a un hombre que, a pesar de estar relacionado con tres mujeres no es un crápula ni una mala persona ni un pecador, es tan sólo un ser humano, débil y desconsolado. Se lo expone en su máxima vulnerabilidad, intentando amar y cuidar, proteger y no lastimar, salir adelante con ese estado de cosas tan opuesto a lo que la moral social admite y contiene. Preferimos ver la no exclusividad amorosa como algo denigrado y se lo llama “infidelidad” o peor aún “metida de cuernos” con un hondo contenido de inmoralidad y pecado. Nuestro protagonista, que comparte esta moral por cierto, trata de sobrellevarla y amar a la que ama, cuidar a quien lo cuidara y respetar a quien fuera su esposa. Pasión, agradecimiento y camaradería que, combinados, serían la síntesis del amor. Él lo vive con tres mujeres. Lo fue llevando la vida. El no parece haber elegido. Su vida parece ser una resultante de lo que deciden otros. Cosa que es otra de las proposiciones del relato: cuánto de nuestra vida es decidido por nosotros mismos y cuánto lo deciden las circunstancias.

El nivel de la shoá.

Los cuatro protagonistas son sobrevivientes de la shoá. No hace falta que nos cuenten cómo fue para cada uno esa dura experiencia, lo vemos en sus ojos, en sus pequeños gestos, lo adivinamos en su angustia muda. Tres sobrevivientes mujeres (una cuarta si contamos a la mamá de la amante), un sobreviviente hombre. Tal vez esté la declaración de los hombres de darse por vencidos, de que debieran dejar el mundo a las mujeres, como sucede en el final de la película. La reflexión a que Bashevis Singer me conduce es a una derrota total del hombre, o más aún, a una derrota total de la civilización con sus ideales de progreso. El hombre con su política, sus grandes decisiones, sus famas y glorias y poderes, ha conducido a este horror.

Podría pensarse que cada personaje representa a algún aspecto del drama de los sobrevivientes de la shoá. El escritor nos habla del estupor del mundo intelectual que ha quedado vacío de caminos y contenidos. La segunda esposa, la polaca salvadora, nos señala el lugar de la gente común, ignorante, con una bondad primitiva, que no pudo detener el curso de las cosas, pero en su pequeña medida, hizo algo, salvar un judío, sin mucha conciencia, sin grandes justificaciones filosóficas, tan solo lo hizo, tal vez por deber. La amante exhibe el horror descarnado que dejó la Shoá, es la pura pasión desbordada, es el puro dolor del desamparo, de la urgencia, de la imposibilidad; es la que, lógicamente, elige el camino del suicidio, que es el camino del escepticismo más total. La primera esposa, la que vuelve de la muerte, pareciera estar más allá del bien y del mal, portadora de la sabiduría de la humanidad; es la artífice del final esperanzador. Son cinco sobrevivientes (contando también a la madre de la amante), cinco personas buscando a tientas recomenzar a vivir.

Estamos en los primeros años de la posguerra. Eran los años en que se empezaba a saber exactamente cómo habían sido las cosas, la humanidad estaba desolada, como nuestro protagonista, como si atrás quedara un desierto y el único camino posible fuera el abandono. Es como si el protagonista actuara el “paren el mundo que me quiero bajar”. Y es ahí cuando Bashevis Singer se pregunta si no les ha llegado el turno a las mujeres, las que se ocupan de las pequeñas cosas, de la comida, de la ropa, del bienestar, de las caricias, las que son capaces de solidaridad y de superar supuestas rivalidades en aras de la crianza de un bebé, otra vez una nena, la nueva esperanza para la humanidad. El protagonista hombre renuncia, deja los escenarios de su vida, y esta vez los deja por decisión propia. Antes había sido por la shoá, pero ahora es debido al haber asumido su incapacidad para seguir adelante. Nada se puede hacer. Las cosas hay que pensarlas de otra manera. La esposa polaca tan ciegamente leal, la esposa judía tan calladamente sabia son dos caras de lo mejor de los seres humanos: de la gratitud, de la memoria, de la solidaridad, de la fraternidad, del trabajo para el futuro. El nacimiento de la niña, hija de los cuatro, portadora del nombre de la amante muerta, es un monumento conmemorativo de la vida y de la muerte, es la expresión de la esperanza de la humanidad.

El nivel de género.

Hay acá una aguda reflexión sobre lo masculino y lo femenino. Las cosas han cambiado en los últimos cincuenta años. El lugar y el rol que el género determinaba han ido cambiando. No demasiado, pero al menos está cambiando la mirada sobre ellos. Antes se pensaba que lo masculino y lo femenino estaban dados, que era natural, casi genético. Hoy sabemos que es producto de la cultura, de la sociedad y la educación, que las actitudes así llamadas masculinas y femeninas son construcciones sociales, por eso se lo llama género y no sexo. Se ha producido esta distinción entre ambas cosas, dejando afuera a la biología. El concepto de género es más abarcativo que el de sexo y puede incluirlo. En esta historia la pregunta por el género y su lugar en la sociedad aparece casi en un foco principal. El protagonista hombre parece ir de una mujer a la otra sin ser capaz de tomar ninguna decisión eficaz. No así las mujeres que deciden y se hacen responsables de sus decisiones. Una decide que así la vida no se puede soportar y se mata. Otra decide tener un hijo, respetar a su marido y seguir con la vida. La otra, la que vuelve de la muerte, sin dejar de llorar a sus hijos perdidos, asume el lugar de marido que el protagonista va dejando libre. Queda al final, un matrimonio formado por dos mujeres, aunque una renga.

Sobre las huellas del horror de la shoá y del fracaso de la civilización expresadas en el suicidio de la amante, en el abandono del protagonista y en la pierna herida de la mujer, se produce el nacimiento de la niña.

El revivir de la esperanza puesto en el género femenino podría ser un anhelo de regreso a las viejas sociedades matriciales –ni patriarcados ni matriarcados- basadas y sostenidas en la solidaridad, la colaboración y la generosidad, con una matriz de red e interconexión y alimentadas con la lógica del amor.

Lo judío en mi obra

ponencia presentada en el Encuentro "Recreando la cultura judeo-argentina. 1894-2001: en el umbral del segundo siglo" en AMIA, Agosto 2001. Publicado en el libro homónimo de la Editorial Mila, abril 2002. Cuando mi mamá me llamó por teléfono ese lunes a la mañana, todo cambió en mi vida. Me pedía perdón, llorando, perdón por haberme traído a este país, por haberse equivocado tanto, por no haberle hecho caso a papá que no quería venir, decía que era un lugar salvaje, lleno de indios y peligros peores que los que habíamos dejado atrás. Perdón, sollozaba desconsolada, perdón, gritaba, yo no sabía, pensé que acá no, que acá íbamos a estar bien, pero todo pasa otra vez, nos quieren matar, no sé por qué nos odian tanto...

Ya hace siete años de la masacre de la AMIA, cuando este lugar donde ahora estamos dejó de estar. Nací del desastre con una nueva conciencia. Había cosas de las que no se podía escapar: de la propia identidad.

Ese día nací como judía. Estoy ahora en mi sala de partos. Nacerás entre heces y orinas reza el mandato bíblico. Mis heces fueron las muertes, mis orinas las búsquedas de familiares perdidos. Entonces y acá. Nací dos veces. Allá, en una Polonia con chimeneas aún dolorosamente tibias y acá, en Pasteur 633 bajo escombras y un polvillo insidioso que todavía hoy dificulta el respirar. Mis dos nacimientos.

Siempre escribí. Era y sigue siendo mi forma de pensar. El pensar común, el introspectivo me confunde. Necesito verlo escrito y dialogar con ello. La palabra hecha papel o pantalla, afuera de mí, viva, es mi interlocutor. Recién entonces puedo pensar. Debido a eso siempre escribí, para poder pensar. También escribí por necesidad profesional. Pero todavía no Escribía, es decir, no era escritora. En mi segundo nacimiento, además de nacer a lo judío, nací a la escritura. Necesitaba pensar. Necesitaba entender todo eso que se me había venido encima y los pisos que se me aflojaban bajo los pies. Necesitaba entender el llanto judío de mi madre.

La primera vez que supe que era judía fue a los ocho años cuando le pedí a mi mamá el vestido para tomar la primera comunión. Se me quedó mirando, muda, paralizada. Llamó a papá y le dijo, mirá cómo nos equivocamos, hicimos todo mal... y me contó quiénes éramos. ¿Judíos? ¿Qué era judío? Nunca había escuchado la palabra. Supe ahí que no nos querían, que el Dios de la cruz no sólo no nos quería sino que nos odiaba, y los curas y los monaguillos y la Virgen María y los ángeles, los querubines y los serafines. Todo ese mundo de cuento y magia no me correspondía, había quedado afuera. Los cristianos nos odian, nos quieren matar, no se puede confiar en un cristiano. Cada palabra caía como cascote. No sabía más quién era. No quería ser alguien a quien se odiaba. Decidí que no iba a ser un obstáculo, que lo pondría entre paréntesis y no se interpondría en nada de lo que hiciera.

Me ayudaron mi nombre y mi apellido. Dvoirale era muy judío. Aunque era el nombre que me habría correspondido porque era el de una hermana de mamá muerta antes de la guerra, no se podía. Dvoirale en la Polonia de 1945 era tan peligrosamente judío como la circuncisión. Danuta, me llamaría Danuta. Danuta olía a hostia y a agua bendita. Danuta era más católico que el niño Jesús. Danuta sería mi salvación. Pero en Argentina Danuta era un nombre desconocido, además tenía una rima inconveniente, generaba preguntas peligrosas, empezó a ser un problema. Fui Diana. Soy Diana. La china, por ese apellido tan extraño que por suerte era exótico y tan sólo generaba alguna broma. Lo judío no era evidente. Alivio de mis padres. Escuela común, nada de estar con judíos, religión y nada de moral, igual que todo el mundo, que no haya diferencias, a ella no le va a pasar, no la van a humillar ni a perseguir, ella se va a salvar, ella sí.

Y así fue, hasta el 18 de julio de 1994, el 18 de judío de hace siete años en Buenos Aires. Buenos Aires, la idealizada finisterre, la salvación.

La vida y la muerte otra vez en un entrevero de tango y cuchillo. Argentina con una pizca de polaca y de psicóloga, y también judía. Y de pronto dejó de ser bueno o malo, lindo o feo, simplemente fue. Pero claro, no es que se casaron y fueron felices. Nada de eso.

Lo primero que escribí fue una crónica de viaje. Edité sólo cinco ejemplares: uno para cada uno de mis hijos y sobrinos. Es la resultante de un viaje que hicimos con mi hermano a Polonia, Ucrania y a Austria. Fuimos a ver. Fuimos a oler. Fuimos a recordar. Fuimos a buscar a ese hermano entregado a una familia cristiana que tal vez nos buscaba y que, como nosotros con él, no sabía nuestro nombre. Y algo sucedió en Boryslaw, de donde eran oriundos nuestros abuelos paternos, los Wang. Buscábamos el cementerio judío, buscábamos encontrarnos en alguna lápida vieja. Sólo encontramos en un costado del camino una matseive negra donde se leía en polaco, idish e inglés: acá estaba el cementerio judío de Boryslaw. Desoladoramente huérfanos de pasado, nos quedamos mudos. Alrededor de la matseive crecían margaritas silvestres. Un pensamiento loco se me instaló: que las margaritas se nutrían del mismo suelo que alguna vez habían recibido a nuestros antepasados. ¿Cuánto tiempo recuerda la materia primigenia la vida que fue? ¿Cuánto de nosotros habría aún bajo esa piedra? Corté cinco margaritas, una para cada uno de nuestros hijos. Al volver, escribí el relato del viaje, las anécdotas, las historias secretas de la familia, las fotos de las vivos y las que quedaban de los muerte, documentos, herencias. En cada uno de los cinco ejemplares había una de las margaritas de nuestra estirpe, una infinitesimal porción de materia que nos unía entre sí y a esa tierra. Lo titulé “Por una margarita” y se los entregué a los chicos en la primera cena de Rosh Hashaná que tuvimos después de la muerte de mamá.

Ya era una judía nueva.

No aprendí de cero. Empecé a recordar. Sé ahora que seguí caminos que creía que estaba descubriendo pero que eran bien poco originales, que habían sido transitados por siglos. Caminos sinuosos, con infinitas encrucijadas, preguntas, incertidumbres, adivinanzas. Como otros judíos antes, descubría y descubro en mí misma la historia del pueblo judío en cada encuentro, en cada desencuentro.

Y un día descubrí que La Guerra de la que se hablaba en mi infancia, algunos la llamaban Holocausto pero que se llamaba Shoá. Que ese señor Schindler que íbamos a visitar a la quinta de San Vicente y que recordaba como a un gordo siempre borracho que mis padres reverenciaban, había salvado a muchos judíos. Descubrí que mis padres se llamaban sobrevivientes. Descubrí que yo era hija de sobrevivientes. Y el descubrimiento me sorprendió y, sorprendida de mi propia sorpresa, me pregunté por qué no lo había sabido antes, qué pasó que el tema me había sido escotomizado, es decir, que no sabía que no sabía. Empecé a escribir mi segundo libro. “El silencio de los aparecidos”, libro que no sería tal sin el estímulo y apoyo de Raquel Hodara que insistió en que lo terminara y lo publicara. Mi pregunta sobre el silencio de los sobrevivientes, el silencio de la sociedad, el silencio de los judíos me llevó a búsquedas renovadas, lecturas, estudios, gente, mucha gente, gente que también se preguntaba, que también buscaba. Me interné en el estudio de la shoá y en temas conexos. El lugar de la responsabilidad, la diferencia entre lo legal y lo legítimo, especialmente de aquella gente que desafió lo legal y eligió lo legítimo aún a riesgo de su propia vida. Hoy me pregunto por el antisemitismo y la historia del pueblo judío, no sólo por el antisemitismo de los antijudíos sino por el antisemitismo de los mismos judíos incrustado en la constitución de nuestra subjetividad, la crónica de los judíos en Argentina para comprender la dura recepción de los sobrevivientes de la Shoá, y las preguntas por el silencio y la indiferencia para intentar comprender los fenómenos de matanza colectiva, buscar en otros genocidios parecidos y diferencias, pensar en la discriminación y algunas de sus consecuencias, las conductas de los cómplices activos, de los testigos pasivos, de los países permisivos de tanta ignominia, el pesimismo o el optimismo –según la hora del día- sobre la especie humana, la pregunta sobre la esperanza y finalmente –y en eso estoy- la pregunta por la ética cuando es desafiada por un sistema socio-político que modifica conceptos morales y los cambia por otros.

Escrito en la Argentina posterior al proceso, llamo a los sobrevivientes “aparecidos” no sólo para marcar mi pertenencia nacional sino porque veo que lo sucedido con los sobrevivientes de la shoá está sucediendo con los sobrevivientes del proceso: de los aparecidos no se habla, los aparecidos deben pedir de cierta manera disculpas por haber sobrevivido, probar su inocencia, probarlo eternamente. Encuentro textos que me parecen valiosos y los traduzco si no están en castellano, los difundo, los publico donde sea, los iemeileo, los pongo en internet, como ha sucedido con todo este revuelo producido por el libro de Gross sobre la masacre de Jedwabne.

Mientras tanto iba escribiendo lo que después fue una novela, “Con una piedra en el zapato” en donde me interesaba exponer el punto de vista de los sobrevivientes ante la sospecha con que eran mirados a su regreso a la vida, de las atribuciones, a veces secretas, otras explícitas, a probables traiciones o bajezas para conseguir la salvación. La novela ponía en clave dramática lo que en el Silencio de los aparecidos había sido ensayo. Los escribí juntos y hablan de lo mismo. He tratado de comprender la experiencia de los sobrevivientes, de meterme en ellos, buscando, claro está, antes que nada comprender algo de mi infancia, algo de lo vivido con mis padres, algo de sus humillaciones, vergüenzas, así como sus alegrías y triunfos. La voz de los sobrevivientes es la voz de la experiencia vivida. He querido abrir mis oídos a ellos y encontré un universo de lecciones que pueden ser de enorme utilidad para nuestro mundo de hoy.

El peligro que entraña mi identidad recientemente recobrada, es quedarme en su aspecto negativo. Dado que la recuperación se dio con el ataque a la AMIA y abrió el tema de la shoá, lo judío se me aparecía conectado al dolor y a la muerte. La identidad judía negativa es la basada en el aspecto de victimización y se nutre y sustenta con el recuerdo de las penurias y atrocidades que hemos sufrido en tanto pueblo. Una identidad negativa necesita seguir nutriendo aquello que la funda, entonces, determinará una adhesividad ad nauseam con el rol de víctima y un rechazo de cualquier otro aspecto que modifique esta narrativa. ¿Cómo no caer entonces en ese peligro que tanto me preocupa y que tan magros beneficios nos produce? ¿cómo aprender de la shoá y de lo que sus aparecidos tienen para enseñar sin quedarme pegada, como judía, al reducido lugar de la víctima? ¿cómo transmitirlo en contenidos que tengan sentido acompañando los relatos de lo sufrido con otros aspectos que presenten lo positivo de la identidad judía? ¿cómo superar la dicotomía que existe en la constitución de la subjetividad judía actual entre el judío israelí, prepotente, avasallador, triunfador, guerrero, creador y el judío imaginario de la shoá, sometido, cobarde, golpeado, masacrado? ¿Son ésas las dos alternativas de lo judío? ¿y dónde ha quedado el maravilloso mundo de la creatividad judía de Europa, tanto en idish como en otros idiomas, pero especialmente en idish? ¿sus obras literarias, su teatro, su filosofía, sus luchas políticas? Me dije que voy a tratar de ser uno de los eslabones de la “goldene keit” y nutrirme de todo eso que me ha sido transmitido por mis padres en las canciones, en la comida, en algunos gestos, y especialmente, en la Weltanschauung, en mi forma de mirar al mundo como judía y en mi jutspa.

Otra forma de superar el peligro de caer en una identidad judía negativa, me la dio la Shoá misma. La comprensión, lo más desde adentro que se pueda, de la conducta de los judíos, me permitió poner en su justa medida lo que aparecía como sumisión, resignación, cobardía e incapacidad de reacción. Encontré muchas más conductas heroicas que las de los combatientes del gueto de Varsovia. En todos los guetos hubo reacciones, en todos los campos, hasta en los de exterminio. La conducta de los Judenraete, tan denostada merced a lo desconocida, tan tristemente generalizada, es otra fuente de revisión de la heoricidad de los judíos. El tema de las mujeres, que las historiadoras feministas están poniendo ante nuestros ojos, revela nuevos aspectos de la cotidianeidad de la shoá que nos permiten vislumbrar lo complejo del fenómeno y el grado de coraje de nuestros hermanos judíos, de la altura de su dignidad y de la tenacidad de su fuerza y capacidad de supervivencia y reconstrucción.

La conducta de los salvadores no judíos es otro de los caminos que me permiten vivir mi identidad en su aspecto positivo. Como estudiosa de la shoá, desde mi lugar como judía, hago una declaración de principios muy fuerte cuando no sólo menciono a los salvadores, sino cuando los traigo como centro de una disertación, como paradigma de que los seres humanos tenemos siempre un grado de libertad que nos permite encontrar conductas alternativas, que siempre podremos pensar, evaluar y decidir.

La shoá me enseña algunas de la lecciones más poderosas que podemos aprender y que nos vuelven a los judíos, noj a mul, en reservorios de experiencias preñadas de enseñanzas para el resto del mundo. Cito tan sólo como ejemplos los dilemas éticos, la diferenciación entre lo legal y lo legítimo, el lugar del individuo frente a lo que le impone su gobierno, la búsqueda de salvadores, los sistemas que prometen la realización de una sociedad perfecta, las manipulaciones sociales y el poder de los medios en la construcción de la subjetividad, la importancia de estimular el juicio crítico y la responsabilidad civil en cada uno de nosotros, etc.

No he dejado de escribir. Artículos, comentarios, cuentos, relatos, reflexiones, a partir de lo que aprendo de la shoá pero siempre aplicado y pensado en el mundo de hoy, especialmente aquí y ahora. Doy charlas en escuelas, en distintos grupos, donde me llamen. Formo parte del grupo de “Niños de la shoá en la Argentina” del que soy co-coordinadora, adhiero a Memoria Activa en su búsqueda por la justicia y en el foro de protesta por el actual estado de las cosas en que se ha constituido. Canto en un coro en idish, estudio idish y ya me puedo escribir con mi único tío vivo que tiene 94 años y está en Israel, les canto en idish a mis nietas, conmemoro las fechas judías no sólo con comida.

En la Argentina de hoy, y no sólo por los ataques a la Embajada de Israel y a la AMIA, sino por nuestra historia como país y nuestra cultura de esperar salvadores, soluciones mágicas, milagros, desde la shoá tenemos algo que decir. Nuestra cultura argentina es paternalista, sigue la estructura vertical de la Iglesia Católica, lo que no alienta un verdadero ejercicio cívico. Nuestra democracia es frágil, tenemos poca esperanza en nuestra clase política lo que da pasto a nuevas pesadillas redentoras. Hoy, ser judío en la Argentina se ha vuelto más visible: por un lado como blanco, como objetivo como dicen las fuerzas de inseguridad y por el otro hemos ido ganando la calle como polo de expresión de un estado de cosas deficiente y peligroso. Como en aquel heroico Movimiento Judío por los Derechos Humanos de las épocas del proceso militar, hoy existimos y hacemos bastante ruido, salimos a manifestar y a protestar públicamente y producimos un cierto escozor saludable en un establishment cataléptico. La progresiva exclusión de más y más gente del sistema social no les deja más caminos que cortar los caminos de los privilegiados que todavía podemos caminar y es en esta Argentina que nuestra pregunta sobre la ética debiera ser el centro de toda la política educativa. Defino ética como el fundamento de nuestra acción, lo que justifica cada cosa que uno hace. ¿Por qué hago lo que hago? ¿para qué? ¿qué consecuencias puede tener mi conducta? Es la lección más poderosa que aprendí de la Shoá. Como allá, nadie quiere escuchar hoy y acá. Como allá, las preguntas pertinentes se hacen sobre temas que no son los centrales, allá era, para muchos, la lucha contra el comunismo, acá, las recetas económicas y el mercado como nuevo golem triturador de utopías. Como escritora judía y argentina, argentina y judía, conozco desde dos lados diferentes las consecuencias de no hacerse la pregunta sobre la ética, desde el argentino y desde el judío.

Tal vez, la experiencia judía durante la shoá –insisto, la negativa y la positiva- sea una alternativa en esta búsqueda de rescate de la noción de comunidad y pertenencia que está siendo casi monopolizada por los grupos religiosos. La shoá vista en toda su complejidad, porta ejemplos poderosos de lo mucho que tenemos los judíos para dar y decir.

La shoá me enseñó que siempre hay caminos posibles, que así como hay enfermos desahuciados que milagrosamente se curan, se puede salir de las situaciones más desesperadas, claro, no buscando los viejos caminos –que son, por otra parte los únicos que conocemos- sino atreviéndonos a caminar entre los altos pastizales de los senderos que aún esperan ser dibujados.

La masacre de la AMIA me hizo escritora y judía.

La shoá me atraviesa, me enseña, me nutre y me da sentido. No me permite comprender tantas cosas que suceden. Pero, ¿quién dice que uno pueda comprender algo alguna vez?

Tres veces quién soy (cuento)

No puedo más. Si querés, seguí vos sola, dijo Crismarie en su huida del consultorio. ¿Qué hacemos con los Krumfuss? atinó a preguntar Mónica en el pasillo.

Hacé lo que quieras, respondió con los ojos cerrados Crismarie.

Mónica volvió donde la pareja seguía sentada y les informó que seguirían con la evaluación el próximo viernes.

La mujer se levantó mansamente y regresó a su habitación seguida por el hombre. Mientras la extraña pareja despareja se iba por el pasillo, volvió a rescatar a Crismarie, refugiada en el otro consultorio.

¿Cómo estás? ¿qué te pasó? No sabía cómo dirigirse a ella. Recién se habían conocido al final de la carrera compartiendo la evaluación de los Krumfuss.

¿Cómo estás? ¿qué te pasó? Repetía en su cabeza Crismarie. ¿Qué contestar? ¿podía confiar en una mujer que era casi una desconocida? Por otra parte ¿qué mejor que una desconocida para contarle, alguien que no tuviera nada que ver con ella, que probablemente comprendiera poco, pero que la escucharía sin juzgar?

Lo que pasa es que ni bien comprendí lo que estaba pasando, sentí un malestar que me fue cubriendo hasta que no pude más. Llegó un momento en que dejé de escuchar, sólo quería huir. Esa mujer, ese hijo...

A ver, tranquilizate, no entiendo nada, masculló Mónica ¿querés contarme? Es viernes, tenemos un ratito, vení, volvamos a nuestro consultorio y nos hacemos un café.

Crismarie agradecida por recuperar el aire, maniobraba con las cosas del café sabiendo que ni bien se sentara, contaría todo. Mónica, la veía moverse mientras, en su intento de comprender lo sucedido, pasaba revista a la situación que acababan de dejar atrás. La paciente que habían visto, Mercedes Epuyén, internada hacía una semana, había venido a la entrevista con su marido, Gunther Krumfuss. Gente de pocas palabras, de silencios planos, sin preguntas, no hicieron fácil la conversación. Generaba curiosidad su disarmonía física: Mercedes retacona, tosca y compacta, piel y ojos color pacha mama, pelo de alambre contrastaba con Gunther dorado, rubicundo y corpulento, un oso de ojos celestes, piel lechosa y panza de cerveza. “Psicosis puerperal” encabezaba la hoja de la historia clínica. En los datos registrados constaba que después del parto no sólo no había reconocido a su hijo ni lo había querido alimentar, sino que había intentado asfixiarlo. La pasividad de Mercedes y su gesto reservado no encajaban con esa descripción. Con paciencia, calidez y cuidado las dos aspirantes al Servicio Social consiguieron reconstruir la crónica de la tragedia. Mercedes vivía en El Bolsón, en el seno de una comunidad mapuche evangélica. Gunther llegó un día de Buenos Aires con el sueño de levantar una hostería con sus manos. Al cabo de dos años necesitó una mucama para ponerla en funcionamiento. La única que se ofreció fue Mercedes. Verlo y enamorarse fue todo uno. Nunca antes había estado cerca de un hombre tan luminoso. Le hacía acordar a esa estampita del niño Jesús que escondía en el forro de su libro de rezos. Un niño Jesús rosado, rubio y con ojos claros. Igualito a Gunther. El invierno es largo en El Bolsón, las noches frías y solitarias. Mercedes, mansa y feliz, quedó embarazada. Decidieron casarse. “Diosito mío, que sea igual a la estampita” rezaba día tras día, “cuando todos lo adoren, yo no lo voy a esconder, voy a dejar que lo vean y lo toquen. Otro milagro será, como cuando la Virgen María”. Se dormía beatíficamente viéndose junto a su Dios rubio rodeada del resto de sus hermanos en estado de éxtasis.

Negro como la noche negra, sombrío como su piel, oscuro como su estirpe, pelo de alambre, ojos de azabache, olor y sabor a tierra, bajo el signo de la pacha mama y de todos sus antepasados, así nació su hijo. Ni una palabra. Ni un solo sonido. Una ojeada, el recién nacido todo lo que recibió de Mercedes fue una fugaz ojeada, un parpadeo de incredulidad y después la ausencia. Ése no era su hijo. Ése no.

Fue en ese momento del relato arduamente reconstruido que Crismarie se había puesto de pie huyendo del consultorio con su No puedo más. Si querés, seguí vos sola.

¿Estás mejor?, le preguntó Mónica recibiendo el café.

Una se pasa la vida esquivando la que se viene, murmuró después de tomar un sorbo Crismarie, y de pronto, cuando menos lo esperás, se te aparece un espejo del que no te podés escapar.

¿La mapuche y el alemán, un espejo para vos? No entiendo ...interrumpió Mónica.

Tampoco yo, y la miró a los ojos con expresión de provocación: soy judía.

¿Judía? ¿Vos? Pero ... ¿y eso qué tiene que ver? ¿judía? ¿no era que estabas haciendo este curso para tu tarea de catequista en la parroquia?

Sí, pero soy judía... en realidad no, bueno, ése es el tema. No sé quién soy, no sé qué soy, no sé para qué lado tirar, me siento desgarrada.... No es que me siento como Mercedes Epuyén sino como algún día se va a sentir su pobre hijito, ése que por haber nacido oscuro ya es culpable para toda la eternidad.

Vamos Crismarie, ¿de qué me estás hablando? ¿qué bicho te picó? Además, ¿no te llamás Acassuso? ¿Qué judío se llama así?

Tenés razón, pero es mi apellido de casada, mi marido es católico apostólico y romano, como se debe, misa los domingos en la catedral de San Isidro, Yacht Club, casa de campo, estancia, cura confesor, todo lo que te imaginás, pero yo me llamo D´Argent.

¿Y? ¿No es un apellido francés?

Sí, claro, y gracias a eso me pude casar con Norberto Acassuso del Valle Heredia. Para la sociedad argentina, lo francés es chic y distinguido. Nunca se dieron cuenta de que éramos judíos. Encima D´Argent quiere decir “de plata” y el chiste es que vengo de una familia de banqueros, gente tan rica que hasta teníamos escudo familiar.

Mónica hablaba por primera vez en su vida con alguien rico, verdaderamente rico. Había mirado a Crismarie con el ligero desprecio que apenas encubre la envidia con que un intelectual de clase media mira a un oligarca. Era la concheta de San Isidro, chupacirios, algo afectada y superficial. Y ahora resultaba judía...

Pero, ¿por qué dejaron de ser judíos? preguntó.

Cuando mis padres llegaron a la Argentina, a fines del 41, decidieron que ser judíos era malo, que había sido la causa de sus sufrimientos, que a partir de entonces serían cristianos.

¿Y lo decidieron así como así? ¿y en 1941 llegaron? Pará, me estás diciendo muchas cosas todas juntas, ¿cómo hicieron?

El cónsul de Portugal que estaba en Bordeax les dio visas y así pudieron subir a un barco con rumbo para Sud América.

Un tipo como Schindler, ¿no?

¿Y ése quién es? quiso saber Crismarie.

Un alemán que salvó a muchos judíos, ¿no viste La lista de Schindler?

No, no la ví, pero ¿vos? ¿qué sabés de esto?

Lo que sabe cualquier judío, contestó riendo Mónica.

¿Vos? ¿judía? ¿Pero tu apellido no es Thalermann, Thalermann con dos enes ...?!

¿Y qué hay con eso?

¿No era que los apellidos que terminan en man y tienen dos enes son los de los alemanes no judíos?

Es una de las estupideces que se creen en Argentina, como si así pudieran asegurar quién es judío y quién no, ese miedo al contagio, explicó con cansancio de siglos Mónica.

Mirá las cosas que creía... Cada día me entero de algo sobre los judíos que no sabía. ¿Sabés que nunca antes había hablado con un judío?

Mónica no podía dar crédito a sus oídos: ¿Nunca antes habías hablado con un judío? ¿cómo hiciste? A mí me da la impresión de que estamos por todos lados. Enfin. Lamento decirte que no tuviste demasiada suerte al encontrarte conmigo, tengo mis propios problemas, en especial respecto de eso. Pero, decíme, todavía no entiendo nada. ¿Qué te puso tan mal? ¿qué tenés que ver con la pareja que vimos?

Es que me siento católica, católica por todos lados, es lo que aprendí, es en lo que me crié. Mis padres entendieron pronto que si querían volver a vivir bien, en la Argentina era indispensable no ser judíos. Nunca se habló de esto en casa, ni tampoco de nuestra familia judía. Me mandaron al Mallinkrodt como corresponde y allí me vinculé con la gente de la sociedad, me casé con una familia llena de vacas pastando en grandes campos y tuve ocho hijos como la Iglesia manda. Hace seis años me separé, ya grande como ves, y una tarde encuentro en casa de mamá, un álbum de fotos que nunca había visto. Había en él personajes vestidos de una manera extraña, con largos sobretodos negros, sombreros y barbas, porte erguido y orgulloso, mirada profunda y desafiante. “¿Quiénes son?” le pregunté a mamá, “mi abuelo y su hermano” fue su respuesta y me arrancó el álbum de las manos. “¿Por qué están vestidos así?” insistí. Sin poder huir, tomando la copa de un trago después de tantos años de guardar el secreto, me dijo: “Mi abuelo y su hermano eran rabinos”.

¿Así te lo dijo?

Sí, de golpe, como un cachetazo, de frente y sin respirar. Me quedé muda por unos minutos y a medida que me iba dando cuenta de la dimensión de lo que acababa de escuchar seguí “¿y por parte de madre también sos judía? ¿y papá? ¿y sus padres? ¿y los tíos?” y todos, absolutamente todos nuestros antepasados habían sido judíos. Todavía no me daba cuenta de que yo también era judía. Todavía no me preguntaba qué me hacía judía. ¿La sangre? Al final era lo mismo que decían los nazis. No podía salir de mi estupor. Todos mis antepasados judíos. Judíos ricos, judíos encumbrados, judíos respetados y reconocidos y valorados como judíos. ¡Judíos!, esos judíos que yo había aprendido a despreciar, de los que había aprendido a sospechar, a desconfiar por taimados, por traicioneros, por miserables, por comunistas, por capitalistas y por materialistas, por haber matado a Cristo, por no reconocer al verdadero hijo de Dios, y ahora resultaba que todo eso era yo. Pero yo no era así, no soy mala, no soy amarreta, no soy traicionera. ¿Era judía? Y si lo era ¿en qué me convertía ser judía? ¿y mi amor por la Iglesia? ¿todo se había perdido? ¿qué era? ¿dónde estaba?. El padre Agustín, mi confesor, fue un ángel guardián esos días. Me decía que habíamos seguido el mismo camino de la historia, que con nuestra conversión habíamos reconocido la verdadera religión, dónde estaba el verdadero mensaje de redención, que no me sintiera mal, que yo nunca había faltado a la verdad, que no saber no era pecado, que Dios me amaba como a su criatura más querida, que mi trabajo de catequesis, mi fe y mi entrega le eran preciosas.

Mónica nunca había escuchado un relato así. Dos veces en el mismo día. Dos relatos de desubicación, de desclasamientos, de desesperados intentos de aceptación, dos tragedias argentinas.

¿Le contaste a tus hijos? atinó a decir ocultando sus pensamientos.

Sólo a dos, a Rosario, la mayor y a Juan Manuel, el tercero.

¿Cómo reaccionaron?

A Rosario no le importó, me dijo que no me hiciera tanto rollo, que no tenía ninguna importancia y Juan Manuel se enojó, me insultó, se puso a gritar, me dijo que no quería escuchar más, que me callara la boca, que le había mentido, que lo dejara tranquilo.

¿Y qué vas a hacer con los demás?

Nada, ¿qué querés que haga? ¿querés que me odien los otros también? No voy a hacer nada...

¿Y tus amigos... alguien más sabe?

Sólo se lo conté a Finita, la de los Aguirre Ayala, y se quedó muda la pobre...Creo que ella se lo contó a otra gente porque ya hace un tiempo que siento algo cuando estamos juntos, no sé, hay algo que ya no es como antes, no sé si se cuidan al hablar, si me miran de una forma especial o soy yo que estoy susceptible por demás.... Fijate lo que me pasó hoy, me sentí como si Dios me hubiese enviado a esta gente como una burla, como si me dijera “vos sos como ese pobre bebé, tan diferente de cómo tendría que haber sido, como ese chiquito vos estás buscando en los espejos cuál es tu color, cuáles tus olores y melodías y no pude más”

Ya era tarde, más de las cuatro. Mónica pensó que si no se iba, no tendría tiempo de preparar todo. Además quería irse. Como antes Crismarie del consultorio, quería irse. Ahora era ella la que no podía más.

Te llamo el domingo, dijo mientras se ponía el tapado, me gustaría que nos encontremos, tenemos mucho de qué hablar.

Por cierto, dijo Crismarie, nunca antes había hablado con una judía,, sos la primera,

Sí, ya me lo habías dicho.

Ya sé, pero es que no tenés nada que ver con lo que esperaba. Sos igual que cualquiera.

Esta vez la huida fue de Mónica. Igual que cualquiera. Vaya comentario. ¿Qué será eso de ser como cualquiera? Si supiera, se dijo sin ironía. No tuvo que esperar mucho el colectivo. Por suerte pudo sentarse. El camino desde San Justo hasta su casa era largo. Tenía mucho tiempo para pensar. Crismarie la había enfrentado con crudeza con esa imagen que los antisemitas tenían de los judíos: dinero, dinero, dinero. Judíos ricos, judíos usureros, judíos esquilmadores. Viviendo entre judíos se pierde de vista la vigencia de estas ideas. ¡Ricos! Justo a ellos...! Si hasta su apellido era una parodia del prejuicio. Thalermann, Thalermann con dos enes.

“No puedo más, si querés seguí sola”, había dicho Crismarie. Sus palabras le volvían y se acoplaban al traqueteo del colectivo. ¿Qué es no poder más? ¿Escapar? Hay situaciones que no tienen escapatoria. Podía predecir las preguntas de Crismarie, la no-cristiana, la judía nueva, sus búsquedas, sus desgarramientos y tentaciones, peleas y reconciliaciones, ecos de otras preguntas de otros judíos en otros tiempos, en otros lugares. Huir del rechazo, huir de la injusticia y la arbitrariedad. ¿Cómo huir de este mundo expulsivo y deshumanizado? Huir, ¿adónde? ¿qué era ser como cualquiera?

Veía pasar unos paisajes pobres, tristes, sin ilusiones. Muchas de las calles no estaban asfaltadas y la lluvia había dejado lodazales a los costados de la ruta. Se estremeció al revivir los meses pasados en lo más hondo de la miseria en aquella villa alejada de toda esperanza, bajo un techo de chapas incompleto. Sentía una dolorosa hermandad con la gente que veía a través de la ventanilla. Quién le hubiera dicho no mucho tiempo atrás que ella sabría de la falta de agua corriente, de estar todos en una pieza, de cocinar con una garrafita un guiso aguachento o polenta, de no tener papel higiénico o baño. La caída había sido abrupta. Fueron cayendo, cayendo en un pozo negro que no parecía tener fondo. Primero el cierre del negocio de Pedro, después, en una vorágine, el cambio de escuela de los chicos, borrarse del club, quedarse sin seguro médico, sin teléfono y sin cable. No poder pagar el alquiler ni la luz ni el gas. Contar moneditas. La calle. Los días a la intemperie. El fracaso. La humillación. La vergüenza. La entrada en ese otro mundo que les solía ser tan lejano, el mundo que está siempre del otro lado de la vidriera, el de los pobres, el que era siempre de los otros. La aparición de Daniel aquella tarde en la villa, su oferta, su mano tendida, fue como la llegada del mesías. ¿Hay alguna familia judía?, preguntó cómo hacía siempre y la gente lo guió hasta donde estaban. Palmeó las manos, sonrió un shalóm y los rescató del barro, los devolvió mínimamente a la vida que conocían. Velo tras velo la oscuridad se fue corriendo. Pedro volvió a trabajar, los chicos a la escuela, tuvieron lugar de recreación, seguro médico, una red fraterna donde recibir consuelos. Nunca habían sido religiosos. Se habían burlado de muchas de las prácticas de los ortodoxos a quienes veían como fósiles anacrónicos y despreciables. Judíos nominalmente, de alguna cena en familia en Pesaj y Roshashaná, vivían igual que cualquier familia de clase media de Buenos Aires. Iguales que cualquiera, había dicho Crismarie. Era verdad. Como tantos iguales a ellos, judíos y no judíos, la clase se les había ido agujereando y fueron resbalando y perdiendo sustento, dignidad y respeto. Eso era la falta de trabajo y la miseria. La llave con la que pudieron salir vino en la mano de la religión. ¿Qué importaba pagar ese precio? ¿quién se los podría reprochar? ¿A quién dañaba que rezaran, que respetaran el sábado, que se cuidaran con la comida, que se encerraran más y más en su pequeño mundo de ropas grandes, oscuras y pudorosas? Nadie más había ido por ellos, ninguna otra mano se les había brindado. ¿Qué más que agradecimiento y aceptación podían devolver? Extrañaba, claro está, a algunos de sus amigos con los que ya no podían estar porque no comprendían el cambio, los criticaban, los acusaban de haberse vendido por un plato de lentejas. Seguían hablando como lo habían hecho ellos mismos unos meses atrás. ¿Podían comprender cómo era dormir en un portal sin saber qué iría a ser de ellos a la mañana siguiente? ¿Por qué les molestaba que no aceptaran su comida cuando los iban a visitar? ¿Por qué insistían en invitarlos los viernes cuando sabían que no podrían ir? ¿Para qué reunirse con ellos si en sus miradas veían la burla y el desprecio? La que había sido su mejor amiga, Perla, cada vez que podía le decía que no entendía cómo aguantaba estar siempre con mangas largas, cerrada hasta el cuello, con las polleras amplias y oscuras, que parecía una monja, una vieja triste y opaca, que dónde había quedado su alegría, su desparpajo, la frescura con la que se reía siempre... Eso mismo se preguntaba Mónica. ¿Dónde había quedado? ¿Quién se la había robado? Claro que se acordaba de aquellos días, de sus bromas, de la vida que parecía que iría a seguir por siempre y siempre igual. Claro que extrañaba aquella libertad de vestirse, ir y venir, decir y hacer lo que le pareciera. Pero nunca se lo confesaría a Perla ni a nadie.

Hay cosas que uno no quiere decir.

Hay cosas que uno no puede decir.

Hay cosas que uno no sabe decir.

Tres mujeres tanteando en la oscuridad, buscando justificaciones a la pregunta de por qué.

Sin darse cuenta había llegado a su casa, un sencillo departamento de dos ambientes en San Martín. Ya era casi las seis de la tarde. Puso el mantel blanco sobre la mesa, los platos, los vasos, los cubiertos, los candelabros y las velas. Sacó de la heladera la comida y encendió el horno. Desenvolvió una jalá dorada que colocó sobre una bandeja. Fue al baño. Abrió la ducha. Se sacó los zapatos, una a una las prendas que tenía puestas y quedó desnuda. El vapor del agua iba enturbiando el espejo. Se sacó la peluca y se puso a llorar.

BAREMBOIM-WAGNER: CUANDO LA RAZÓN NO BASTA.

Daniel Baremboim ama a Wagner. Ama su música y se interna en ella como un amante cariñoso e inquieto. Daniel Baremboim no ama las ideas de Wagner ni tampoco el uso que los nazis han hecho tanto de unas –las ideas- como de la otra –la música. Daniel Baremboim cree que la música puede separarse del hombre y de las ideas. Afirma que una cosa no tiene nada que ver con la otra, que una –la música- persiste y persistirá, mientras que la otra –el hombre y sus ideas- desaparecerá. Disculpa un poco las ideas de Wagner diciendo, con razón, que eran compartidas por muchos intelectuales, académicos, políticos y periodistas en la Europa de fin de siglo XIX y principios de Siglo XX. Es verdad. Todos recordamos que Gustav Mahler se convirtió al cristianismo para poder ser nombrado Director de la Opera de Viena. La película Sunshine nos ilustra con maestría sobre todo ello. Pero Daniel Baremboim sabe que su disculpa es frágil porque brota frente al acorralamiento de tantas voces en contra. Creo, como tantas personas que respetamos la libertad de expresión y de opinión y nos oponemos firmemente a la censura, que la música de Wagner puede ser tocada en cualquier lado. La conducta del presidente de la Comisión de Educación y Cultura del Parlamento israelí, Zvulum Orlev, de declarar a Daniel Baremboim “persona cultural no grata” hasta que pida perdón me parece excesiva. Sí creo que podría tomarse la situación como pretexto para reflexionar sobre los usos de la razón.

Coincido, como tantos amantes de la música, con Baremboim en la belleza de la música de Wagner. Pero, dado que tiene ese “valor agregado” evocativo lacerante de haber sido usada como fondo de la ignominia nazi, debiera anunciarse previamente su ejecución de modo que los eventuales asistentes tengan la posibilidad de elegir estar o no. Baremboim interpretó un trozo de la música de Wagner de manera sorpresiva, en un bis, como un acto de imposición forzada y provocación, como si dijera: “les voy a demostrar que debe imperar la razón”. Su argumentación posterior confirma esta hipótesis.

Creo que estamos asistiendo, otra vez, a la lucha de la razón pura contra toda la complejidad de lo humano. Porque, repito, Baremboim tiene razón. Pero se basa sólo en la razón y deja afuera lo que una persona es en toda su complejidad. No somos sólo razón. Nuestra capacidad de razonar está junto y en el mismo nivel de importancia que nuestras emociones, nuestro estado de salud física y mental, nuestros recuerdos y evocaciones, nuestras necesidades y vulnerabilidad. ¡Curioso que un músico haya dejado afuera estas características que son la materia prima de la sensibilidad estética!

Ya los nazis habían hecho lo mismo. Sobre la superchería de un supuesto “antisemitismo científico” y la tergiversación de cuantas ideas encontraban a su paso torcidas hacia sus propósitos –por ejemplo el “superhombre” nitzscheano- construyeron un cuerpo ideológico racional y lógico que llevó a la muerte, además de a seis millones de judíos, a varias decenas de millones de europeos.

Fue un razonamiento racional el que decía que lo que no sirve hay que extirparlo; decían que de este modo procedía la naturaleza, que no hacía reparos en juicios morales.

Fue un razonamiento racional el que determinaba que una sociedad sería perfecta si sus individuos fueran perfectos; que los arios eran perfectos mientras que los no-arios eran dañinos.

Fue un razonamiento racional el que trasladó el concepto lingüísto de “ario” a la esfera biológica. Se construyeron así, con un razonamiento racional, mapas y cartas en donde se alertada a la población acerca de las características físicas de los máximos exponentes de la malformación de lo humano perfecto: los judíos.

Fue un razonamiento racional el que decidió industrializar la muerte. Después de matar de a uno a un millón y medio de judíos al principio de la invasión de la zona rusa en junio del 41, evaluaron que el método no era racional: una bala-una persona era antieconómico y además los transtornos que sufrían los pobres miembros de los Einzatsgruppen que tenían que matar artesanalmente llenaban los escritorios de los jerarcas con cartas de protesta de sus familiares. Con un razonamiento racional inventaron las fábricas de la muerte así como los métodos para deshacerse de los cadáveres y de utilizarlos, racionalmente, hasta sus últimas consecuencias.

La shoá es el exponente máximo de la aplicación de la fría racionalidad sobre lo humano y la pretensión de construir la sociedad perfecta. Su apotegma más acabado es “el fin justifica los medios”.

En el sueño comunista de la Unión Soviética pasó algo parecido. La no consideración de lo humano –envidias, ansias de poder, corruptibilidad, inseguridades, religión, etc.-, la suposición de que la razón impera por sobre todo, llevó a un sistema de injusticia y arbitrariedad que contradecía, en su esencia, la misma razón de su existencia. La traición de los soviéticos al sueño comunista tiene que ver con su estricta sujeción a una supuesta racionalidad, a la expectativa de que el motor de la razón era el más poderoso y todos se someterían con agrado a él. Otra vez la sociedad perfecta frente a la imperfección del hombre.

Los argumentos de Daniel Baremboim son racionales. Lo que Daniel Baremboim olvida o no toma en debida consideración, es que los asistentes de sus conciertos son personas, no evaluadores objetivos de bellas construcciones armónicas, que la música se recibe por distintos receptores: oídos, piel, memoria. Algunos de ellos no pueden más que hervir de indignación cuando son expuestos a revivir el horror de ese modo tan primario gracias al poder evocador de la música.

Como han dicho otros ya: mientras haya un sobreviviente de la shoá vivo, dado que no podemos ahorrarle ningún recuerdo, ninguna humillación, ninguno de sus familiares perdidos, ahorrémosle al menos el intenso dolor de la evocación.

SOBREVIVIR AL FARAÓN - Pensamientos para Pésaj

Una de las tradiciones judías ha sido el sentarse a pensar en qué consiste la condición judía. Siglos de argumentaciones en distintos idiomas y cambiantes geografías y la cuestión sigue sin tener una respuesta unívoca. Algunos están convencidos de que se trata de una religión. Otros que es una cultura. Unos que es un pueblo, otros, una nación. Están hasta los que creen -no sólo los nazis- que se trata de una cuestión genética. Así, somos judíos porque nacimos, judíos porque nos lo dicen, judíos porque lo sentimos, judíos porque nos duele, judíos porque no hay otro remedio, judíos porque nos gusta, judíos porque nos señalan... en infinitas variedades de ser y sentirse judío. Los que lo niegan y hasta los que dicen “soy de origen judío”, que no se sabe si quiere decir, “no soy judío” o “mi familia es judía y yo no” o “nací judío pero yo no lo soy” y también los que no viven como judíos y no les importa, ni lo cuestionan ni lo piensan. Son tantos los matices, colores y diferencias de una misma trama que, lejos de mí la idea de tratar de definir la condición judía. Para lo que a mi vida-y este artículo-concierne, soy judía y así está bien.

Pero los judíos -les guste o no a los antijudíos, les guste o no a algunos judíos, lo sepa o no la mayoría de la gente- hemos dejado algunas improntas indelebles en la civilización occidental. Tal vez sea presuntuoso - aunque, ¿por qué no serlo?- pero hemos sido en cierta manera los propulsores de cosas tales como la importancia de la dieta alimentaria y de la higiene, de la lectura y la escritura como actividades del hombre común, del razonamiento y la argumentación, de la discusión y el respeto por el que más sabe, del humor frente a la catástrofe y la vulnerabilidad humanas, de la comedia musical, de los latkes, el gefilte fish y los beigalej, de las idishes mames, de Groucho Marx y Woody Allen. Vaya hazaña la del pueblo judío! Hemos conseguido que muchos de nuestros valores pertenezcan a toda la civilización. Pero todavía falta. Y lo que falta no es misión exclusiva de los judíos, pero es algo de lo que venimos hablando hace muchísimo tiempo, mucho antes de que existiera lo que hoy se llama la civilización occidental.

Dice Mark Twain en un texto sorprendente publicado en 1899 (1):

“Si las estadísticas son correctas, los judíos constituyen sólo el 1% de la raza humana. Este número revela que son una insignificante y ligera mota de polvo de estrellas en el destello de la Vía Láctea. Ciertamente, el Judío debería pasar desapercibido. Pero se lo ve y escucha. Y siempre se lo ha visto y escuchado.

Es tan prominente en el planeta como cualquier otro pueblo. Tomando en cuenta su pequeñez numérica, su importancia comercial fuera de toda proporción es sorprendente. Sus contribuciones a la lista mundial de grandes nombres en literatura, ciencia, arte, música, finanzas, medicina y pedagogía exceden también toda suposición.

En todas las épocas ha protagonizado una lucha maravillosa y lo ha hecho con las manos atadas a su espalda. Podría sentirse envanecido consigo mismo y ser disculpado por ello.

Los egipcios, los babilonios y los persas aparecieron, llenaron con sonido y esplendor el planeta, luego se desvanecieron en la materia de los sueños y desaparecieron.

Los griegos y los romanos los siguieron y también hicieron mucho ruido y también se fueron.

Otros pueblos han surgido y sostenido sus antorchas en alto por un tiempo. Pero también se agotaron y permanecen en alguna nebulosa o han desaparecido.

El Judío los vio a todos. Los venció y está ahora como siempre estuvo, sin exhibir ninguna decadencia, ningún deterioro debido al tiempo, ningún debilitamiento de sus componentes, ningún retardo en sus energías, ningún aplacamiento de su mente alerta y activa.

Todas las cosas son mortales menos el Judío. Todas las otras fuerzas pasan, pero él permanece”.

Y me pregunto y es lo que quiero proponer a los lectores para este número especial de Pesaj, si esta capacidad de permanencia no será también una característica de la condición judía, de ésa que, como dije antes, es tan difícil hablar. Permanencia significa fuerza, determinación, firmeza, convicción, valores. Dicen nuestros sabios: “Si sobrevivimos al faraón, sobreviviremos también a esto”.

¿Qué es “esto”?

“Esto” puede ser cualquier cosa.

“Esto” es todo aquello que uno cree que no va a poder soportar.

“Esto” es ese desafío mayor de la vida, ese gran obstáculo frente al cual oponemos la suprema decisión de seguir viviendo.

“Esto” es hoy, nuestro país, nuestras agudas y dolorosas circunstancias que nos sumergen en el desánimo y la desazón.

“Esto” es el dolor de ver la nueva fragmentación familiar de los hijos y nietos que se van ante esta realidad expulsiva.

“Esto” es el clima de desánimo y desesperanza generado por la ruptura del pacto social y la desconfianza en cualquier figura e institución públicas.

¿Qué hacer frente a este “esto” en estos días de Pesaj?

Pesaj nos recuerda que fuimos esclavos en Egipto.

Pesaj nos despierta del letargo y la parálisis, un sentimiento de impotencia que no puede generar nada.

Pesaj nos susurra que hay que defender al débil y al oprimido y hacerle un lugar en nuestra mesa.

Pesaj en la mesa familiar, los olores, los gustos, las caras que vemos en la luz de las velas, el orden de las cosas que evoca la permanencia, lo que está igual, lo que seguirá igual. Aunque en la mesa falten manjares, ojalá que todas las mesas puedan ser cubiertas con un mantel blanco y que las familias puedan compartir un trozo de matse y kneidlaj, un guefilte fish hecho de merluza y cebolla y dos velas.

Pesaj, estamos juntos y hablamos de las cosas que están y seguirán igual.

Está y seguirá igual el respeto por los valores familiares, el amor filial, la amistad y el matrimonio.

Está y seguirá igual la voluntad del diálogo y la resolución de conflictos mediante la conversación.

Está y seguirá igual el amor por la lectura, por la música y por la escritura.

Está y seguirá igual la consideración por los viejos -que así sea, porque ahora los viejos somos nosotros- y el ideal de verdad, justicia y dignidad para todos.

Alguno tal vez piense que soy una ilusa, que el enunciado de estos valores es sólo retórico, que los estamentos que deciden por nosotros no atienden más que a su propio beneficio, que nos están pasando por encima. Tiene razón. Soy una ilusa. Pero querría que todo lo que me da felicidad de la condición judía, que es la condición humana hecha libro -más enunciada que cumplida, es verdad- siguiera siendo un faro de luz, que se instalara y siguiera estando para todo el mundo.

El martes 26 de marzo estrenaremos el documental “Aquellos niños”. Hablamos allí de todas estas cosas, y no en el aire sino corporizadas en personas que saben lo que dicen porque la vida las ha doctorado en experiencias de avasallamientos y abyección. Pero estos sobrevivientes hablan sobre las personas que hicieron posible su supervivencia, los justos, los salvadores, los que se atrevieron allí donde la mayoría se asustaba. Son ellos, los rebeldes, los incorruptibles, a los que acudo cuando siento flaquear mi confianza en el género humano. Hay gente sensible, inteligente y valiente en este mundo tan golpeado. Es más: hay gente buena.

En la cena de Pesaj, saquemos de los armarios los utensilios y platos limpios de jametz pero también démosle una pulidita a nuestros viejos valores, los más simples, los que hacen que la vida valga la pena, regocijémosnos con ellos y transmitámoselos a nuestros nietos antes de que nuestros hijos se los lleven lejos de nuestros abrazos.

A guitn Peisaj far alemen: zai far cristn zai far idn! (Buen Pesaj para todos: sea cristianos, sea judíos).

(1)Sobre el pueblo judío. Mark Twain, Harper´s Septiembre 1899. Este artículo fue escrito como respuesta a un fuerte antisemitismo en los Estados Unidos. Compañías importantes no admitían judíos. Tampoco ciertas universidades los recibían o, al menos, limitaban su ingreso a estrictos cupos de admisión. Gente “respetable” como Henry Ford y Thomas Edison, expresaban abiertamente sus sentimientos antijudíos.

Polacos piden perdón- Janecki y Mac

"Por nuestras faltas, pedimos disculpas a los judíos y solicitamos su perdón"

Stanislaw Janecki - Jerzy Slawomir Mac

Stanislaw Janecki - Jerzy Slawomir Mac

Artículo publicado en polaco en el Poznan Wprost el 25 de marzo de 2001, por Stanislaw Janecki y Jerzy Slawomir Mac - Traducción: Diana Wang

Los polacos no son co-responsables por el Holocausto pero comparten la responsabilidad por el destino de los judío polacos durante el mismo. “No hay responsabilidad colectiva pero hay responsabilidad por el colectivo” dijo Czeslaw Bielecki, responsable de la Comisión de Relaciones Exteriores del Sejm (parlamento) Este es el porque de nuestras disculpas a los judíos en nombre del estado, sociedad y cada uno de nosotros. Pedimos disculpas por nuestro propio bien, para expiar el hecho y entrar al siglo XXI con la conciencia limpia. Pedimos disculpas por el “silencio de los inocentes”, por la pasividad de la mayoría de los polacos, por los “pobres polacos que miraban los ghettos”, por los que miraban a los trenes rumbo a Treblinka. Por aquellos a los que no les importó las estrellas de David dibujadas en un patíbulo. Por los fiscales que no creían que las crudas bromas antisemitas y los folletos propagando mentiras acerca de Auschwitz merecieran su esfuerzo.

Pedimos disculpas por aquellos que han usado la ocultación del crimen de Jedwabne como otra manera de expresar fobias antisemitas y estereotipos, lavarle el cerebro a la gente, trasladar la culpa de los pecados cometidos por polacos contra los judíos a los propios judíos y negar el Holocausto. Finalmente pedimos disculpas por aquellos que no quieren disculparse por todo esto. Nos disculpamos aun cuando nadie encontró que esto sea fácil - ni los franceses, ni los húngaros, ni los eslovacos ni los rumanos.

Pecado Nº Uno: Silencio

“No se puede ser pasivo frente al crimen. Quien permanezca en silencio mientras se comete un crimen, se convierte en cómplice del criminal. Quien no condena, condona” Esto lo escribió Zofia Kossak-Szczucka en 1942, en un folleto publicado por el Frente para el Renacimiento Polaco. “El crimen nos gobierna hasta que confesamos nuestros pecados y nos arrepentimos. No deben ser buscadas circunstancias atenuantes o excusas si se quiere restaurar el orden divino y la clara conciencia”, dijo el Padre Profesor Josef Tischner. “Nada debe ser ponderado. Dijo el Padre Tischner: "El peso del pecado no puede ser sacudido de encima buscando diversos “peros” o citando contextos históricos, psicológicos o sociales. Si no, en lugar de arrepentirnos, nos volveremos arrogantes. En lugar de contrición reconoceremos banalmente la existencia del mal”

Pecado Nº Dos: Indiferencia

Pedimos perdón a los judíos por la indiferencia con el Holocausto. Por el hecho que mientras el Ghetto de Varsovia ardía, la gente del lado ario montaba en calesitas y algunos cantaban: “El querido Hitler le enseñó a esos judíos del ghetto como se trabaja”. Pedimos perdón por la católica Caritas, que ayudó fundamentalmente a aquellos judíos de los ghettos que se habían bautizado. Admitimos nuestra culpa por lo que escribió Emanuel Ringelblum en la “Crónica del Ghetto de Varsovia”: “La cooperación de soldados alemanes, oficiales de la Gestapo y volksdeutschen con los antisemitas polacos rindió una rica cosecha en la forma de negocios judíos abandonados y depósitos asaltados y completamente saqueados”.

Debemos también asumir la responsabilidad por que a fines de 1940 muchos judíos escondidos en el lado ario prefirieran buscar asilo en el ghetto para no sufrir la persecución de sus vecinos polacos. Debemos pedir perdón por que opiniones como la vertida en la revista Narod en agosto de 1942 eran la regla y no la excepción: “No hay razón para esforzarse en falsos lamentos por una nación en extinción que nunca estuvo cerca de nuestros corazones” Por que Szaniec, una publicación del Campo Nacional Radical, se atrevió a escribir cuando el ghetto de Varsovia era liquidado: “Los alemanes están liquidando las canteras judías en forma más eficiente que cualquier otro, particularmente nosotros, lo hubiese hecho”.

Inclinemos nuestras cabezas cuando ponderamos los destinos de aquellos que no perecieron y han escuchado opiniones tales como “dado que sobrevivieron deben haber colaborado con los alemanes”. Los sobrevivientes del ghetto fueron masacrados aún durante el levantamiento - cerca de 30 lo fueron en la calle Dluga, 15 en Prosta. Así es como los polacos respondieron a la participación de 500 sobrevivientes judíos de la lucha.

Pecado Nº Tres: Codicia

Pedimos perdón a los judíos por la codicia de nuestros compatriotas polacos. Por tomar las casas judías (en 1939 los judíos eran propietarios del 40% de las casas en Varsovia), sus negocios y fábricas. Por tomar sus contactos comerciales, mobiliario y objetos de valor. Hasta la fecha nadie ha estimado las ganancias materiales que los polacos, especialmente los habitantes de los shtetlej, obtuvieron con la exterminación de sus vecinos judíos. Por 60 años, la gente de Jedwabne hablaba abiertamente de quien se apropió de negocios judíos, quien construyó casas en tierras anteriormente de judíos, quien compró autos “con el oro judío”. Conversaciones similares fueron mantenidas en todo el país.

Cuando Jan Karski llegó a Polonia en 1943 y visitó el ghetto de Varsovia, notó que: “La actitud de los polacos hacia los judíos es en general despiadada, a menudo cruel. Sacan ventajas del privilegio que la nueva situación les da y frecuentemente abusan de ellos. Esto no los hace diferente de los alemanes en muchos aspectos”. La exterminación de los judíos atizó aún más el odio de muchos polacos por las víctimas. Un informe escrito al final de la guerra por Knoll, jefe de la división de Asuntos Etnicos de la representación local del Gobierno Polaco, prevenía a los sobrevivientes judíos de regresar, porque “la población polaca que se enriqueció después que los judíos fueran encerrados en los ghettos, va a reaccionar violentamente contra ellos”

Este clima de “aprobación por la indiferencia, aún por la hostilidad” infiltró también instituciones del estado clandestino “El gobierno polaco no ha hecho nada que pueda ser comparable a la tremenda tragedia que se esta desarrollando en Polonia” dijo Shmuel (Arthur) Zygelbaum - miembro del Consejo Nacional Polaco en Londres - en su carta de despedida al presidente Raczkiewicz y al Primer Ministro Sikorski. Zygelbaum se suicidó cuando el levantamiento del ghetto de Varsovia fue aplastado el 12 de mayo de 1943.

Pecado Nº Cuatro: Cobardía

Pedimos perdón a los judíos por la falta de participación y coraje. Ya que nos arreglamos para ocultar varios miles de personas en monasterios, iglesias, palacios y casas solariegas durante toda la guerra, ¿por qué no ayudamos en una escala mayor? Después de todo, había pena de muerte no solo por ocultar judíos, sino por carnear ilegalmente un chancho, escuchar la radio, olvidarse de registrar una vaca y aún por hornear pan en secreto. Cualquiera involucrado con el gobierno clandestino - y hubo varios millones de esa gente - también se arriesgaban a la pena capital. ¿Fue la lucha por la vida de los conciudadanos judíos no tan importante como la subversión y la actividad publicística de la Armia Krajowa (el ejército clandestino)?

Si los polacos hubiesen ayudado a los judíos tan asiduamente como conspiraron contra el ocupante, los riesgos involucrados hubiesen sido mucho menores. La gente no se hubiese denunciado entre sí y la Gestapo sería inútil. Holanda, donde prácticamente en cada casa se ocultó a un judío, puede servir de ejemplo. En Polonia, sin embargo, conspirar fue una virtud. Ocultar judíos no, aún largamente después que la guerra terminó. Muchos virtuosos polacos no querían ver sus nombres publicados debido a la reacción que podía suscitar en sus comunidades. Antonina Wyrzykowska escondió a siete judíos de Jedwabne. Ella ocultó el hecho hasta a su propio marido, y fue obligada a cruzar el océano para escapar de la venganza de sus vecinos.

 

Pecado Nº Cinco: Ingratitud

Debemos avergonzarnos por nuestra hostilidad hacia los judíos combatientes en los ghettos, dentro de la Organización de Polonia Combatiente, Antyk, o la Agencia Anticomunista. Debemos estar avergonzados porque contribuyeron a defender un estado unificado con dedicación. Había 100.000 judíos en el Ejército Polaco en septiembre de 1939, incluyendo a los movilizados en la reserva. El historiador Filip Friedman estima que 32.000 fueron muertos y 60.000 tomados prisioneros. La mayoría de ellos fueron ulteriormente asesinados.

Mas de 400 judíos en uniforme polaco fueron matados en Katyn. Hay por lo menos 43 tumbas judías del 2º. Cuerpo en el cementerio de Monte Cassino. Fueron matados en Tobruk y en la lucha por Bologna. De acuerdo a la Cruz Roja Polaca en Teherán, un tercio de los ciudadanos polacos deportados a las profundidades del territorio soviético (30%) fueron judíos. Los Soviets los persiguieron con más encarnizamiento que a los polacos. Un mero 6% de los sobrevivientes fue judío. Docenas de miles murieron en los gulags de Vorkuta, Ukhta, Pechor, Arjangelsk y Kotlas. Cientos pasaron por las prisiones de la Lublianka y Brygidki. El profesor Stanislaw Glabinski, un líder del Partido Nacional, y Mojzesz Schorr, un investigador de la cultura judía, fueron puestos juntos en un mismo camastro de la misma celda de la prisión de la KGB en Moscú.

Pecado Nº Seis: Rechazo

Pedimos disculpas por los pecados polacos porque los más de 3 millones de judíos que vivían en la Segunda República Polaca no eran un "elemento foráneo" como decía la derecha nacionalista. Aún los judíos ortodoxos de Agudat Israel o los partidos del Poale Sion que apoyaban el establecimiento de un estado judío en Palestina, consideraban a la República Polaca como su madre patria y no querían dejarla. Nada justifica el boycott económico a los judíos. Sus negocios (a principios de 1930 eran el 27% de todas las compañías polacas) pagaban honestamente impuestos, creaban puestos de trabajo para polacos y tuvieron una gran participación en la exportación. Tenemos que sentirnos avergonzados que el Primer Ministro Polaco General Felicjan Slawoj-Skladkowdki haya dicho: "Lucha económica sí, pero sin producir daño". Este "sí" le dio aire a los organizadores del boycott a negocios judíos y a las bandas que destruyeron sus vidrieras y no dejaron a los clientes entrar en ellos. Debemos sentirnos avergonzados del Vice-Primer Ministro Eugeniusz Kwiatkowski quien criticó a los Estados Unidos por admitir muy pocos judíos polacos cuando "hay demasiados en Polonia".

Pedimos disculpas por las autoridades que toleraron el antisemitismo que produjo sólo en 1935-1937, ciento cincuenta pogromos. Pedimos perdón a las familias de los asesinados en Przytyk, Grodno, Myslenice, Odrzywol, Czestochowa y Minsk Mazowiecki.

Pecado Nº Siete: Antisemitismo oficial

Pedimos disculpas a los judíos por 700 años de esfuerzo, también legislativo, para hacer de ellos ciudadanos de segunda clase. Por todas las campañas lanzadas en 1938 por el Cardenal Primado de Polonia, August Hlond, quien emitió una carta a los feligreses de todo el país recomendando aislar a los judíos. Pedimos disculpas por los miembros del gobierno polaco que difundieron consignas antisemitas. Roman Rybarski, Vice-Ministro del Tesoro en 1920-1921 (muerto en Auschwitz en 1942) dijo: "El papel de los judíos en nuestra historia económica es incuestionablemente negativo". Esta es una mentira flagrante, considerando cuánto los Kronenberg, Epstein, Natanson, Bloch, Poznanski, Toeplitz, Wawelberg, Rotwand y Orgelbrand hicieron por nuestro país durante las particiones. Y cuanto los Kon, Eiger, Wolanowski, Halperin y Ejtingon cuando Polonia reconquistó su independencia.

Debemos pedir perdón a nuestros conciudadanos judíos por que no mucha gente se comportó como las hijas del Mariscal Pilsudski, que boycotearon la segregación en su clase escolar sentándose junto a sus compañeros judíos. Debemos pedir disculpas por los artículos antisemitas en Maly Dziennik y Rycerz Niepokalanej. Debemos disculparnos por los artículos no cristianos de la revista Pro Christo publicada por los curas Marianistas. Por los panfletos difundidos por la Agencia Católica de Noticias llamando a aislar y echar de las escuelas públicas a maestros y estudiantes judíos. Pedimos perdón por los artículos publicados por el Padre Stanislaw Trzesniak, quien luego colaborara con los Nazis convirtiéndose en candidato a Quisling polaco. Él fue quien echó de la radio pública a Janusz Korczak y le prohibió enseñar.

Pecado Nº ocho: Conciencia Sucia

Nadie puede hacer esto por nosotros. Ninguno va a absolvernos de la responsabilidad de llevar a cabo un auto-exámen y pedir disculpas. El Padre Stanislaw Musial decía: "No tenemos ganas de ajustar las cuentas del pasado en lo que se refiere a las relaciones Polaco-Judías porque nuestra conciencia no está limpia. La mayoría de los polacos étnicos de la Polonia de pre-guerra soñaban con una sola cosa: como deshacerse de los judíos. Ocurrió un milagro de magia "negra". En casi cinco años el 90% de la población judía ciudadana polaca, "desapareció". Los judíos saben que estamos felices por que este problema se resolvió de una vez y para siempre en Polonia, aunque no directamente por nuestras manos. Debido a esto no nos quieren".

Estamos apenados por aquellos judíos que fueron rechazados por su madre patria y se precipitaron en los brazos del comunismo. El mito polaco del establishment comunista judío es simplemente falso. Como la historiadora Profesora Krystyna Kersten ha notado, antes de la guerra había indudablemente muchos judíos entre los comunistas, pero pocos comunistas entre los judíos. Jaff Schatz estima que serían el 0,18 -0,29% de la población judía polaca de pre-guerra, es decir 6.000 a 10.000 en 3,4 millones.

 

Pecado Nº nueve: Obsesión antisionista

Pedimos a los judíos perdonarnos porque la Polonia de post-guerra hizo diversos intentos para resolver "la cuestión judía" con la participación de autoridades y ciudadanos. Un decreto de marzo de 1946 le daba a la propiedad post-judía y post-nazi el mismo status. Después de pequeños incidentes en Rzeszow, Krakow y la región de Podkarpacie, ocurrió el pogromo de Kielce. Luego de eso aproximadamente 200.000 personas abandonaron el país. El Primado Hlond y los Obispos Kaczmarek y Wyszynski se negaron a condenar el crimen. El único virtuoso fue el Ordinario de Czestochowa Teodor Kubina. Con un sermón ayudó a prevenir que se repitiese en su ciudad el pogromo de Kielce.

Pedimos disculpas a las docenas de miles de judíos que dejaron Polonia entre 1949 y 1957. Se fueron porque la participación de algunos judíos en el aparato de terror fue ampliamente publicado (Krystyna Kersten ha establecido que de los 28.000 cuadros de los Servicios "infestados de judíos", solo 438 eran judíos) Más aún, toda forma de vida judía que renació en la post-guerra fue destruida: Partidos, comunidades religiosas, filiales del Joint y la Sojnut. De las asociaciones culturales y de ayuda mutua, en 1950 solo quedó una (controlada por el Partido)

Pedimos perdón porque cientos de miles de voluntarios, también de la así llamada elite intelectual, tomaron parte en denunciar y acosar a los "Sionistas" en marzo de 1968. Como escribió Jerzy Zawieyski, le debemos a ellos que "en muchos lugares Polonia sea vista como el país más intensamente violento y antisemita". Él fue perseguido por haber protestado contra la caza de brujas de marzo. Estamos avergonzados que todo lo que haya tenido que ver con judeidad haya sido eliminado de la vida pública durante el período de Gierek (los años 70) En cursos de formación del Partido se le dijo a la gente que no había mucha inversión en la región de Kielce porque los sionistas del exterior se negaban a extender préstamos en venganza por lo de 1946. Cuando Jerzy Stepien, más tarde senador del Comité Cívico Parlamentario, ordenó en 1980 una misa para recordar a las víctimas del pogromo, lo trataron de judío. Por 12 años hasta 1980, los judíos eran rechazados de las Fuerzas Armadas. Como resultado de ello, 1348 personas, desde generales hasta cabos-cadetes, fueron degradadas. En esa época era ministro de defensa Wojciech Jaruzelski.

Pecado Nº Diez: Antisemitismo extenso

Pedimos perdón por la retórica antisemita usada para atraer votantes en las elecciones de la Polonia independiente después de 1989. Cinco de los 13 candidatos en la última campaña presidencial así lo hicieron. Casi un quinto de los 91 diputados del Sejm firmaron una carta antisemita escrita por el diputado Witold Tomczak respecto del director del Zacheta (museo estatal de arte que hasta hace poco estaba dirigido por Anda Rosenberg quien por esa época renunció) Debemos también sentirnos avergonzados porque los kioscos y librerías están llenos de literatura antisemita y abiertamente fascista, de bromas antijudías que son copias del Stuermer, de negación del Holocausto. La deportación y el genocidio son alabados en reuniones neo-nazis. Organizaciones que tienen como referencia la ideología del Tercer Reich operan libremente y el "Heil Hitler" se grita en las fiestas nacionales. Ha llegado a los polacos la hora del arrepentimiento y la expresión del remordimiento. También porque los judíos hace mucho ya que han ajustado sus cuentas con el pasado comunista. Los hijos de los aparatchiki y funcionarios del Partido han fundado los Comités de Defensa de los Trabajadores y Solidarnosc. Ellos fueron enviados a prisión, hicieron huelgas de hambre y sufrieron humillaciones para que "Polonia pueda ser Polaca". Sus hijos y los nietos de otros, expresaron significativamente su remordimiento publicando hace un año, un número especial de Jidele titulado "Judios y Comunismo". Una gran parte del mismo estuvo dedicada al debate entre nietos del "establishment judío-comunista" Aunque nacieron 20 años después de la muerte de Stalin, no renuncian a la responsabilidad por el mal al que contribuyeron sus predecesores. "No solo somos los nietos. Yo aun me considero parte del establishment judío-comunista", dice uno de ellos, Piotr Pazinski. Ellos cargan con el peso del pasado y se arrepienten. Lo mismo que los jóvenes alemanes de Acción para Expresar Arrepentimiento, quienes se sienten responsables por sus abuelos en la Wehrmacht y las SS.Solo nosotros polacos, no nos sentimos responsables por los errores y pecados de nuestros antepasados y vecinos. No los muertos, sino sus hijos y nietos esperan nuestras disculpas. Un solitario "me disculpo" no va a terminar con el tema aunque provenga del Jefe del Estado. Todos y cada uno de nosotros debe pedir perdón.

(el Poznan Wprost es una revista líder del grupo político centrista polaco)

Polacos y judíos: ¿cuán profunda es la culpa? - Adam Michnik

Publicado en The New York Times. Marzo 17, 2001 - Traducción: Diana Wang

 

Adam Michnik

Adam Michnik

El 10 de julio de 1941, 1,600 judíos, casi la total población judía del pueblo polaco Jedwabne (pronúnciese iedvabne), fue asesinada por sus vecinos polacos. Algunos fueron perseguidos y asesinados con palos, hachas y cuchillos; la mayoría fue arreada a un granero y quemada viva. Aunque la matanza no fue secreta, oficialmente fueron culpados los ocupantes nazis. Había un monumento en Jedwabne donde decía: "Sitio de martirologio del pueblo judío. La Gestapo hitleriana y la gendarmería quemaron 1600 personas vivas en 10 de julio de 1941”.

El pasado mayo, Jan T. Gross, historiador en la Universidad de New York, publicó en Polonia “Vecinos: la destrucción de la comunidad judía en Jedwabne". El libro, que saldrá en los Estados Unidos en abril, documenta con escalofriantes detalles la masacre llevada a cabo por ciudadanos polacos. En un país cuyos habitantes no se consideran villanos sino mártires de guerra, el libro de Gross provocó una tormenta de debates en las esquinas, en los cafés, en las aulas y entre los dirigentes políticos y religiosos. Algunos polacos han continuado negando la responsabilidad polaca, pero la mayoría intentó enfrentar la historia nacional de antisemitismo y la pregunta sobre la culpa colectiva. El cardenal Jozef Glemp, primado de la Iglesia Católica y el presidente Aleksander Kwasniewski han pedido perdón públicamente y el jueves, fue quitado el memorial de Jedwabne. Adam Michnik es un historiador y un disidente que pasó seis años en prisión bajo el régimen comunista de posguerra, participó como consejero del líder de Solidaridad Lech Walesa y es ahora el editor en jefe del Gazeta Wyborcza, el diario más importante de Polonia. Escribió este artículo para el The New York Times que fue traducido del polaco por Ewa Zadrzynska.

 

¿Los polacos tienen tanta culpa como los alemanes por el holocausto? Es difícil imaginar un reclamo más absurdo.

No hay una sola familia polaca que no ha sido atacada por Hitler y Stalin. Los dos dictadores totalitarios masacraron a tres millones de polacos y a tres millones de ciudadanos polacos armados catalogados como judíos por los nazis.

Polonia fue el primer país en oponerse a las demandas de Hitler y el primero en enfrentar su agresión. Polonia nunca tuvo un Quisling. Ningún regimiento polaco luchó por el Tercer Reich. Traicionados por el pacto Ribbentrop-Molotov, los polacos lucharon junto a las fuerzas anti-nazis desde el primero hasta el último día. En el interior de Polonia la resistencia a la ocupación alemana se acrecentaba.

El primer ministro británico homenajeó a los polacos por su actuación en la Batalla de Gran Bretaña y el presidente de los Estados Unidos llamó a los polacos la “inspiración” del mundo. Ello sin embargo no los salvó de ser entregados a las garras de Stalin en Yalta. Los héroes de la resistencia polaca –enemigos del comunismo stalinista- terminaron en los gulags soviéticos y en las prisiones comunistas polacas.

Todas estas verdades contribuyen a la imagen que los polacos tienen de sí mismos como inocentes y nobles víctimas de la intriga y la violencia extranjeras.

Después de la guerra, mientras occidente era incapaz de reflexionar sobre lo que había sucedido, el terror stalinista calló la discusión pública polaca sobre la guerra, el holocausto y el antisemitismo. Recordemos que las tradiciones antisemitas estaban profundamente enraizadas en Polonia. En el siglo 19, cuando el estado polaco no existía, la nación moderna a punto de emerger estaba moldeada tanto por lazos étnicos y religiosos como por la oposición de vecinos antagónicos, históricamente hostiles al sueño de la independencia polaca. El antisemitismo era el adhesivo ideológico de las agrupaciones importantes del nacionalismo político. Más tarde también fue usado como herramienta por los ocupantes rusos siguiendo el principio “divide y reinarás”.

En las décadas de 1920 y 30, el antisemitismo se adueñó de la escena, como programa de la derecha radical nacionalista y podía ser detectado en los pronunciamientos de la jerarquía de la Iglesia Católica. Aunque históricamente Polonia había sido un refugio relativamente seguro, los judíos comenzaron a sentirse crecientemente discriminados e inseguros. Con la ayuda de ruidosos grupos antisemitas, tenían asientos segregados en las universidades y eran hostigados y atacados en pogroms.

Durante la ocupación de Hitler, los nacionalistas polacos y la derecha antisemita, no colaboraron con los nazis como lo hizo la derecha en los otros países europeos; por el contrario, participaron activamente en el movimiento anti-hitleriano clandestino. Los antisemitas polacos lucharon contra Hitler y algunos incluso rescataron judíos aunque ello estuviera penado con la muerte.

Tenemos entonces una singular paradoja polaca: en territorio ocupado polaco, una persona antisemita, podía ser un héroe de la resistencia y un salvador de judíos. Catorce años atrás, un texto nos recordó el muy conocido llamado a la salvación de judíos que había sido publicado en agosto de 1942 por la famosa escritora polaca católica Zofia Kossak-Szczucka. Se refería a los cientos de miles de judíos en el gueto de Varsovia esperando la muerte sin esperanzas de rescate y cómo el mundo entero –Inglaterra, Estados Unidos, los judíos de todas partes y los polacos- permanecía en silencio. “Los judíos moribundos están rodeados por Pilatos lavándose las manos” escribió, “el silencio no puede ya ser tolerado. Sin considerar cuáles son sus razones, el silencio es una desgracia”. Hablando de los polacos católicos, siguió “nuestros sentimientos sobre los judíos no han cambiado. Aún los consideramos como enemigos políticos, económicos e ideológicos de Polonia. Inclusive sabemos que ellos nos odian aún más que lo que odian a los alemanes, que nos hacen responsables de su desgracia... El conocimiento de estos sentimientos no nos alivia del deber de condenar el crimen. No queremos ser Pilatos. No tenemos la oportunidad de actuar contra los crímenes alemanes, no podemos ayudar a salvar a nadie, pero protestamos desde lo más hondo de nuestros corazones, llenos de compasión, indignación y pena... La participación forzada de la nación polaca en este sangriento espectáculo, que está siendo llevado a cabo en suelo polaco, puede alimentar la indiferencia de los que están equivocados, el sadismo y sobre todo la siniestra convicción de que uno puede matar a sus vecinos y permanecer impune.”

Este extraordinario llamado, lleno de idealismo y valor y al mismo tiempo abiertamente envenenado de estereotipos antisemitas, ilustra la paradoja de la actitud polaca hacia los judíos moribundos. La tradición antisemita, lleva a los polacos a percibir a los judíos como a extranjeros, mientras que la tradición heroica polaca lleva a salvarlos.

La misma Kossak-Szczucka describió en una carta a un amigo después de la guerra, un incidente de guerra en un puente de Varsovia: “Otra vez, en el puente Kierbedz, un alemán vio a un polaco dando limosna a un chico judío hambriento. Los detuvo y ordenó al polaco a tirar al chico al río o si no le dispararía a ambos, a él y al pequeño mendigo. -´No hay nada que puedas hacer para ayudarlo. Lo voy a matar de todas maneras porque no tiene permiso de estar acá. Vos quedarás libre si lo tirás al río, si no lo hacés, te mato también. Ahogalo o morí. Voy a contar... 1, 2...´- . El polaco no lo pudo soportar. Se quebró y tiró al chico al río. El alemán le palmeó el hombro. -´Braver Kerl´-. Se separaron tomando caminos diferentes. Dos días después, el polaco se ahorcó.”

Las vidas de los polacos que se sentían culpables de ser testigos impotentes de la atrocidad, quedaron marcadas por un trauma profundo. Se pone en evidencia en cada nuevo debate sobre antisemitismo, las relaciones judeo-polacas y el Holocausto. Después de todo, la gente en Polonia sabía en el fondo de su alma que habían sido ellos los que ocuparon las casas vacías de los judíos arreados al gueto. Y también había otras razones para la culpa: algunos polacos entregaron judíos y otros escondieron judíos por dinero.

La opinión pública polaca es raramente uniforme, pero casi todos los polacos reaccionan agudamente cuando son acusados de mamar su antisemitismo de la leche materna y de su complicidad en la Shoá. Para los antisemitas, que son muchos en los márgenes de la vida política polaca, esos ataques son la prueba de la conspiración internacional antipolaca de los judíos. Para la gente normal que creció en los años de las falsificaciones y el silencio sobre el holocausto, estas acusaciones parecen injustas. Para ellos, el libro de Jan Tomasz Gross "Vecinos,..." que reveló la historia del asesinato de 1600 judíos en Jedwabne perpetrada por polacos, fue un shock terrible. Es difícil describir la extensión y grado del impacto.

El libro del Sr Gross generó una respuesta afiebrada comparable a la reacción de la comunidad judía en ocasión de la publicación de Hannah Arendt, "Eichmann en Jerusalem". Arendt escribió sobre la colaboración de algunas comunidades judías con los nazis: "Los Consejos Judíos de los Mayores eran informados por Eichmann y sus hombres de la cantidad de judíos necesarios para llenar cada tren y ellos confeccionaban la lista de los que serían deportados. Los judíos registraban, llenaban innumerables formularios, respondían páginas y páginas de cuestionarios sobre sus propiedades para que puedan ser apropiadas más fácilmente; luego se reunían en los puntos de concentración y abordaban los trenes. Los pocos que trataron de esconderse o escapar eran acorralados por una fuerza especial de la policía judía... Sabemos cómo sentían los oficiales judíos cuando se volvieron instrumentos de los asesinos, como capitanes “cuyos barcos estaban por hundirse y consiguieron llevarlos a buen puerto tirando a gran parte de su carga preciosa por la borda". Pronto sus críticos judíos dijeron que Hannah Arendt había acusado a los mismos judíos de haber implementado su Shoá.

Algunas de las reacciones al libro del Sr Gross fueron igualmente emocionales. Un lector polaco promedio no podía creer que una cosa así pudo haber pasado. Debo admitir que yo mismo tampoco lo pude creer y pensé que mi amigo Jan Gross había sido víctima de una superchería. Pero el asesinato de Jedwabne, precedido por un pogrom bestial, tuvo efectivamente lugar y tiene un peso enorme sobre la conciencia colectiva de los polacos y en mi propia conciencia individual.

El debate polaco sobre Jedwabne se viene sosteniendo desde hace varios meses. Es un debate serio, lleno de tristeza y a veces de terror, como si toda la sociedad se viera forzada de pronto a soportar el peso de este crimen terrible de hace 60 años, como si todos los polacos tuvieran que admitir su culpa colectivamente y pedir perdón.

No creo en la culpa colectiva o en la responsabilidad colectiva o en ninguna otra responsabilidad excepto la moral. En consecuencia me cuestiono cuál es exactamente mi responsabilidad individual y mi propia culpa. Ciertamente no puedo ser responsable por la turba de asesinos que incendió el granero de Jedwabne. Tampoco los ciudadanos actuales de Jedwabne pueden ser culpados por aquel crimen. Cuando recibo la instrucción de admitir mi culpa polaca, me siento herido de la misma manera en que los ciudadanos actuales de Jedwabne se sienten cuando son interrogados por reporteros de todas partes del mundo.

Pero cuando escucho que el libro del Sr Gross, que ha revelado la verdad sobre el crimen, es una mentira que fue pergeñada por la conspiración internacional judía contra Polonia, es cuando me siento culpable. Porque estas falsas excusas no son más que la racionalización de aquel crimen.

Peso cada palabra cuidadosamente al escribir este texto y repito a Montesquieu: "Soy hombre gracias a la naturaleza, soy francés gracias a la casualidad." Por casualidad soy polaco con raíces judías. Casi toda mi familia fue devorada por el holocausto. Mis parientes podían haber perecido en Jedwabne. Algunos de ellos eran comunistas o familiares de comunistas, algunos eran artesanos, algunos comerciantes, tal vez rabinos. Pero todos eran judíos según las leyes de Nüremberg del Tercer Reich. Todos podían haber sido arreados a aquel granero que fue incendiado por criminales polacos. No me siento culpable por aquellos asesinos, pero sí me siento responsable.

No por el asesinato, no podría haberlo detenido. Me siento culpable porque después de su muerte fueron asesinados otra vez, se les rehusó un entierro decente, se les rehusaron lágrimas, se les rehusó la verdad sobre este espantoso crimen que por décadas una mentira repetida. Ésa es mi falta. Por ausencia de imaginación o de tiempo, por conveniencia y pereza espiritual, no me pregunté ciertas preguntas y no busqué respuestas. ¿Por qué? Después de todo, estaba entre los que impulsaron activamente la revelación de la verdad sobre la masacre de soldados polacos en Katyn, trabajé para decir la verdad sobre los juicios stalinistas en Polonia, sobre las víctimas de la represión comunista. ¿Por qué entonces no busqué la verdad sobre los asesinatos de judíos en Jedwabne? Tal vez porque subconcientemente temía asumir la cruel verdad sobre el destino judío en aquel tiempo. Después de todo, la chusma bestial de Jedwabne no fue única. En todos los países conquistados por los soviéticos después de 1939, hubo actos horribles de terror contra los judíos en el verano y el otoño de 1941 cuando murieron en las manos de sus vecinos lituanos, latvios, estonios, ucranianos, rusos y bielorrusos. Pienso que ha llegado el momento de revelar la verdad sobre estos actos espantosos. Contribuiré a ello.

Escribiendo estas palabras siento estoy preso de una esquizofrenia particular: soy polaco y mi vergüenza por el asesinato de Jedwabne es una vergüenza polaca. Al mismo tiempo, sé que si yo hubiera estado allí, en Jedwabne, habría sido asesinado por ser judío.

¿Quién soy yo mientras escribo estas palabras? Gracias a la naturaleza, soy un hombre y soy responsable ante otra gente por lo que hago y por lo que no hago. Gracias a mi elección, soy polaco y soy responsable ante el mundo por la maldad infringida por mis compatriotas. Lo hago por mi libre albedrío, por mi propia decisión y por el profundo apremio de mi conciencia. Pero soy también un judío y siento una entrañable hermandad con los judíos asesinados por se judíos. Desde esta perspectiva, afirmo que quienquiera trate de aislar el crimen de Jedwabne del contexto de su época, quienquiera que use este ejemplo para generalizar que así es como todos los polacos y sólo los polacos se condujeron, está mintiendo. Y esta mentira es tan repulsiva como la mentira que fue contada por muchos años sobre el crimen de Jedwabne.

Un vecino polaco pudo haber salvado a alguno de mis familiares de las manos de los verdugos que lo empujaban al granero. Y de hecho hubo muchos vecinos polacos así. El bosque de los árboles polacos en la Avenida de los Justos en Yad Vashem, el memorial del holocausto en Jerusalem, es denso.

Por esta gente que perdió sus vidas salvando judíos, me siento también responsable. Me siento culpable cuando leo tan a menudo en diarios polacos y extranjeros sobre los asesinos que mataron judíos y noto un silencio profundo sobre aquéllos que rescataron judíos. ¿Los asesinos merecen más reconocimiento que los justos?

El primado polaco, el presidente polaco y el rabino de Varsovia dijeron casi en una misma voz que el tributo a las víctimas de Jedwabne debiera servir a la causa de la reconciliación de polacos y judíos en la verdad. No deseo más que eso. Si no sucediera, también será mi falta.

 

 

 

Psicotectura o arquiterapia: la reforma de mi casa

Publicado en "La obra" de "Arquitectos de la Comunidad", libro de Rodolfo Livingston.

“No sabés en qué te metés”

“A mí me costó mi matrimonio”

“Es lo más parecido a una experiencia psicótica”

“El polvillo, el polvillo es lo peor, se te mete por todos lados”

“Tener gente extraña todo el tiempo, perdés la privacidad, te invaden, hacen ruido”

“Lo mejor es alquilar algo y mudarse”

“Uno siempre se pelea con el arquitecto o el constructor. Tiene ideas fijas, no les importa lo que uno quiere sino su proyecto. Preparate a luchar”

“No tomes ninguna decisión importante porque vas a estar con los cables pelados todo el tiempo y no vas a poder pensar con sensatez”

Los peores augurios, las miradas más lastimeras, los suspiros más profundos, es lo que recibíamos ni bien anunciábamos nuestra intención de emprender una reforma en casa. En el imaginario popular, basado en muchas experiencias, una reforma es casi sinónimo de hecatombe.

A punto de terminar con la mía (con pintores en la casa bordando las penúltimas puntadas y un ejército de colocadores entrando y saliendo), estoy en condiciones de contar otra historia. Tal vez mis condiciones no fueron las habituales: además de nuestra entusiasta disposición, estuvimos en compañía de gente que lo ha hecho posible.

El llamado.

“¿Podría hablar con el arquitecto Livingston?”

“Soy yo”

“Lo llamo porque estamos pensando en una reforma en casa”

“De eso trabajo”

“Antes que nada, ¿tiene experiencia en terapia de pareja?”

“....Lo mío es la arquitectura. Le sugiero que consulte a un psicólogo”

“Nosotros necesitamos un psicotecto”

No me acuerdo cómo siguió el diálogo. Tal vez Rodolfo pensó que quería interesarlo diciendo algo fuera de lo común. Si pensó eso, estaba en lo cierto, pero además, con la aparente ligereza que permite una broma expresé lo que creía que necesitábamos. Lo llamé con muy pocas esperanzas porque el tema de la reforma venía siendo una fuente de conflictos y sufrimientos en mi matrimonio por lo menos en los últimos quince años. En un rincón de mi alma, temía –tal cual me había sido pronosticado- que nuestra pareja no sobreviviría a esta ordalía[1].

Hicimos la cita consabida después de que me informara del método de trabajo.

“Mejor a la mañana temprano” dije pensando en hacerle a mi marido una propuesta que le incomodara menos. “Si pueden, vengan todos los que conviven y traigan el plano de la casa”

La primera entrevista.

Casi no hablamos hasta llegar al estudio. Creo que los dos temíamos reabrir viejas heridas y discusiones sin salida. Un mediador, eso era lo que necesitábamos, alguien que nos permitiera conversar. En los meses previos habíamos convenido que nunca más hablaríamos a solas sobre el tema. Por razones que escapan al propósito de estas notas, se tocaban áreas sensibles y tan vulnerables que nos hacía imposible el encuentro. ¿Si hablar nos resultaba tan dolorosamente difícil, qué hacer? Finalmente decidimos establecer un “alguien” con quién lo pudiéramos hacer. “Un arquitecto” dijo mi marido. “Nadie conocido” dije yo, “nadie que quede enredado en nuestras dificultades”. “Alguien creativo, inteligente y abierto, que tenga experiencia en reformas y que no sea caro” retrucó él. “Tiene que resultarnos confiable y creíble” terminé yo (como soy yo quien escribe me doy el gusto de terminar la conversación).

Habíamos leído artículos escritos por Livingston. A ambos nos había parecido de una sensatez meridiana. Sabíamos que algunos de los problemas de nuestra casa resultaban de “remiendos” hechos sin un criterio de conjunto, “para ahorrarnos el costo de un proyecto”, “realizado por amigos o conocidos” con quienes había sido tan difícil negociar por temor a que se ofendieran, además nos estaban haciendo un favor. Propuse a Rodolfo. Estábamos de acuerdo. “Buena señal” pensé ligeramente sorprendida por lo fácil que había sido.

Creo que era un viernes. La cita era ocho y media de la mañana. “¿Cómo será el estudio de este arquitecto tan famoso?” me anticipaba. Ansiosos, expectantes tocamos el timbre. El edificio se veía sencillo, como de los cuarentas. No era nada modernoso ni pretencioso. “Buena señal” volví a pensar. Ascensor, puerta, timbre y nos abre Rodolfo himself con aspecto de recién bañado, el pelo mojado, la cara fresca escudriñándonos con curiosidad mientras nos hacía pasar. Dos ambientes espaciosos, luminosos, mesa grande, estanterías con carpetas de muchos colores, una computadora, objetos, fotos... “¿un café?” y nos tendió un puente para esos momentos de reconocimiento y ubicación.

Nos escuchó con atención. Tomó algunas notas. Nos informó de su método. Aceptamos emprender la primera etapa. En algún momento entró Victoria, la joven arquitecta que en otros encuentros y llamados telefónicos sería una especie de manantial cristalino. Con su sonrisa sin recelos nos cantó un “¡hola!” abierto.

Nos decidimos. Se venía nomás la primera etapa.

Concertamos la visita a casa para la conversación, las fotos y las tomas de medidas. “¿Qué tal el sábado de la semana que viene?”, le propusimos, “es un día que todos estamos en casa, relajados, con todo el tiempo del mundo”. Le gustó y convino con Victoria la visita para ese día, nos entregó una carpeta verde con todo el plan, el método de pago, una reglita muy mona, su tarjeta y nos fuimos. Estábamos bien. Nos había gustado la propuesta, el estilo. Le creímos.

La visita a casa.

Puntual, tocó el timbre a las 9 de la mañana. Aunque era diciembre, todavía no hacía mucho calor. Rodolfo vestía un pantalón blanco, zapatos cómodos, una camisa colorida y llevaba una carpeta de color azul y una cámara de fotos. Así era el efecto que yo necesitaba para mi casa: ligero, fresco, informal y alegre. La cosa venía bien. “¡Qué linda cuadra!” fue su primer comentario. Me gustó que inaugurara la mañana con esas palabras, me sonaron a “ustedes me gustan”.

“Victoria llega en un rato con el metro. Yo empiezo a tomar las fotos” y lo fuimos llevando por todos lados, parándonos detrás de él intentando ver nuestra casa con sus ojos nuevos, midiéndola, evaluándola, temiendo su crítica o un juicio severo, buscando indicios en sus gestos para ver si le gustaba, si le encontraba posibilidades. Después de tanta controversia, no teníamos mucha esperanza de que podríamos tener una casa parecida a lo que a ambos nos gustaba. ¿Qué iría a pensar de nosotros, de nuestra vida, de nuestros gustos? Esperábamos de Rodolfo algo así como una sentencia, tal vez una promesa de que algo del sueño se podría llevar a cabo. Disponíamos de un monto de dinero limitado y nuestros ingresos no nos permiten pensar en los tan conocidos “adicionales” que hacen de una reforma, un precipicio económico.

Llegó Victoria y empezó a hacer su propio recorrido tomando medidas minuciosamente y registrando cada medición.

Después vino la conversación. Nuestros sueños, nuestros deseos, qué nos gustaba, qué no nos gustaba, cómo nos veíamos. Algunas cosas nos resultaron fáciles, lo teníamos claro. Otras nos sorprendía, nos hacía volver a pensarnos viviendo allí, viéndonos en la vida que nos gustaba llevar. Algunas respuestas de los demás nos convalidaban, otras nos sorprendían. Volví a pensar que uno cree que conoce a su familia y hay tanto de cada uno que no sabemos. La gran sorpresa fue que nuestros sueños no sólo no eran divergentes ni diferentes sino absolutamente complementarios. “Pucha” pensé con dolor ”todo este tiempo estábamos queriendo lo mismo” y empecé a mirar a mi marido con otros ojos. Volví a sentir que nos habíamos elegido, que lo volvería a hacer, que tras casi veinticinco años de camino juntos llevando adelante la empresa de la vida, codo a codo, hacía mucho que habíamos dejado de mirarnos de frente. La conversación con Rodolfo nos recuperó en nuestra mirada. “Esto del psicotecto o arquiterapeuta funciona” pensé con humor. “Alguna vez se lo voy a contar”.

Nos deliramos sin limitaciones ante la divertida mirada de esta especie de fauno travieso que no parecía temerle a nada y que nos estimulaba a volar.

“Vienen las fiestas, en estos días el trabajo es irregular. Lo dejamos para enero. A fin de enero me voy a Cuba, pero las distintas propuestas estarán listas antes de que yo me vaya, los llamo. Si yo no estoy, les entrega Victoria”.

Así fue. Rodolfo había dejado la cosa en marcha y se había tenido que ir. Hice una cita para retirar las propuestas y llevármelas para nuestras vacaciones en febrero.

La entrega de propuestas.

Llegué al estudio con una ansiedad que volaba. Rodolfo nos había avisado que lo que vendría serían diferentes alternativas que considerarían los deseos de todos en un plan de reforma de toda la casa. De eso, una vez elegido lo que nos gustara, podríamos decidir qué se haría. Que el proceso era un contínuum, que debíamos mirar los dibujos, pensar, re-elaborarlos, ver qué nos gustaba y qué no de cada uno, en qué nos veíamos reflejados y en qué no y que con ello empezaríamos los ajustes hasta llegar al proyecto deseado. Yo sabía todo eso pero esperaba EL proyecto, terminado, con moño y todo. Esperaba que al desplegarse los dibujos ante mí yo me quedara boquiabierta ante la visión de mi sueño hecho realidad. Lo que Rodolfo me había dicho me había entrado por una oreja y había sido despedido sin trámites ni demoras por la otra. No estaba preparada para lo que vi. ¡Me tiran abajo la casa! ¡Están locos! ¿Para eso le pagamos? ¿De dónde vamos a sacar plata para pagar eso? ¿y dónde vamos a vivir si lo hacemos? La taquicardia me aturdía. Sin aire, con algo de vértigo, miraba los dibujos que Victoria, tostada y descansada al regreso de sus vacaciones, desplegaba y explicaba. Escuchaba como quien ve una película en un idioma que no entiende sin cartelitos abajo que traduzcan. Estaba en shock. Para no parecer una completa idiota, de vez en cuando preguntaba algo, alguna nimiedad, un pretexto para que la pobre Victoria no se quedara hablando sola sin ningún eco. Me quería ir. Hacía fuerza por no llorar, por no expresar mi rabia. Quedaba mal. Me decía “pará, Rodolfo te avisó, esto no es definitivo, esto recién empieza”. Igual que hablarle a la lámpara. Recordé el parto de mi primer hijo. Aunque sabía todo lo que iría a pasar, contra toda expectativa, lo que yo esperaba era ese bebé de seis meses de las propagandas, gordito, terminadito, sonriente y haciendo ajó para la foto. El momento en que vi por primera vez a mi primer hijo, ese momento tantas veces anticipado, fue una mezcla de vivencias, extraño, yo estaba ahí y al mismo tiempo no estaba, la cosa no era como secretamente había anhelado, el dolor había sido de verdad, los ruidos, las conversaciones, mis sensaciones, estaban lejos de lo que solía imaginar cuando me veía teniendo a mi primer hijo. Encima, después del parto, con el bebé ya nacido, había que volver a pujar para expulsar a la placenta. Yo ya me quería ir, quería amamantarlo, quería ser esa imagen que tantas veces había visualizado de la madre incondicional, amantísima, maravillosa. Había quedado ahí, sola conmigo, a los veintiún años, con las pedestres sensaciones de frío, confusión, estupor tan poco románticas, tan poco cinematográficas. Recordaba las palabras de Rodolfo anticipándome algo de todo esto. Pero nada, sorda a mí misma, frustrada, aturdida, la saludé a Victoria y me fui arrastrando los pies.

Llegué a casa y tenía varios llamados en el contestador. Mis amigos, parientes, conocidos, todos querían saber “qué dijo Livingston”. Al único que llamé fue a mi marido. “¿Y?” preguntó. “No sé, lo tenés que ver” respondí desanimada. Entendió. “¿No te gusta?”. “No, no es eso –pretendí explicar- no entiendo, es como poner una bomba y hacer todo de nuevo. Me parece que me angustia” y hablando empecé a entender algo. Si la propuesta era un cambio tan absoluto, si mi casa debía ser tanto cambiada, entonces mi casa, lo que yo había elegido, armado, sobado, adornado, todo eso no valía nada, nuestras decisiones habían sido una sucesión de barbaridades, la cosa no tenía arreglo, ¿nosotros no teníamos arreglo? Fue sorprendente descubrir el grado de identificación que tenía con mi casa, hasta dónde la confundía con nosotros mismos. Estos sentimientos fueron cambiando con la decantación del shock.

Esa noche compartimos nuestro desaliento. “Si la cosa es así, me parece que no conviene hacer nada. Tasemos la casa, pongámosla en venta y compremos algo que ya esté hecho y se parezca más a lo que queremos”. Y esa propuesta me hizo recuperar la ilusión. Especialmente ese redescubrimiento de acuerdos esenciales al interior de nuestra relación. Dentro de la desilusión reinante, fue un regalo inesperado: a los dos nos pasaba lo mismo. Ésta fue una consecuencia no buscada en todo el proceso y nos resultó altamente benéfica porque nos unió en la sólida convicción de buscar y elegir cosas similares.

Empezó el camino de las citas con las inmobiliarias, las tasaciones, las opiniones, las dificultades del mercado, las visitas a casas en venta en el rango del dinero disponible... Fueron largos meses de avances y retrocesos. Nuestra casa no era fácil de vender, necesitaba del “novio” como les gustaba decir a los agentes inmobiliarios. Por otra parte, lo que íbamos viendo estaba más lejos de lo que queríamos que nuestra querida, defectuosa y propia casa. Mientras, cada vez que salía al patio y veía ese rincón con plantas que me regalaba flores en todo momento del año, me ponía a llorar. “Me gusta ese rincón” me dije un día aunque sabía que no se trataba de eso, que el rincón se podría rehacer en otro lado. “De acá no me quiero ir” pensé en un momento y la idea no me dejaba hasta que la pronuncié en voz alta, me la escuché y se lo dije a mi marido. Curiosamente, otra vez estuvimos de acuerdo. “Llamemos a Rodolfo” dijimos. Y lo volvimos a ver.

Los ajustes.

Volvimos al estudio de otra manera. Nadie nos preguntó la razón de la demora en volver a llamar, nadie nos miró con crítica ni con prevención. Me sentí rara y al mismo tiempo bien, centrada otra vez. Señalamos qué de las propuestas nos venía bien, qué queríamos, qué no queríamos de ninguna manera, cuál era nuestro límite económico y energético. Rodolfo escuchó atentamente, asentía de a ratos, tomaba notas, preguntaba alguna cosa y volvía a tomar notas. Las ideas se fueron acotando, delimitando. Nos estábamos entendiendo. Nuestras objeciones eran tomadas como si fueran sensatas. Sentí que éramos respetados, atendidos. No vi ninguna sorpresa en Rodolfo. En ese momento me di cuenta de que su expectativa era precisamente lo que estaba sucediendo, que viniéramos con ideas concretas, mejor dibujadas, que una vez vistos algunos proyectos posibles, una vez aceptado ese universo tan revolucionariamente modificado, estábamos en otras condiciones para decir qué nos venía bien. Eso hicimos. El diálogo fue fluido, conciso. Hablábamos en plural sin miedo: habíamos cambiado los “yo creo” defensivos por un “nos gustaría” asumido y frontal. Nos miré en este proceso y no solamente el proyecto volvió a ser soñable sino que nuestra pareja se me reveló con otra luz. Después de conciliábulos con amigos y familiares, traíamos ideas, propuestas, sugerencias que fueron escuchadas y tomadas muy en cuenta.

“Bueno”, concluyó Rodolfo, “ya está. Ahora déjennos juntar todo esto y los llamamos”. Me asusté. ¿Y qué tal si lo que proponían había que cambiarlo, o tocar algo? “Pero... qué vas a hacer?” atiné a murmurar. “Hay un momento en que tenés que confiar” me dijo el psicotecto Livingston: “es éste”.

El proyecto final.

Llegamos a la cita mucho más tranquilos. Habíamos aprendido que nada es definitivo, que todo se podía volver a pensar, que el diálogo era el contexto de lo que estaba sucediendo, que no había nada que temer, que estábamos con gente inteligente y, especialmente, buena gente.

Nos gustó mucho lo que vimos. Esta vez sentí que era precisamente lo que quería. Después de largos meses a la deriva, me sentía como cuando el vigía en las tres carabelas gritó “¡tierra!”. Era un proyecto pequeño, acotado a uno de los espacios de la casa, el central, el de la convivencia, del encuentro y se habían considerado todas la molestias y había modificaciones sensatas, bellas y que generaban un espacio acorde con nuestra vida. Mirando para atrás, las penurias previas se veían absurdas.

“Ahora si quieren hacer la obra, necesitan los planos de obra”.

Los queríamos. Arreglamos la plata y la fecha de entrega.

“¿Nos podés recomendar algún constructor?” le pedimos, “alguien como vos, buena gente, que no cobre mucho, que obre con sensatez y sea confiable”.

“Tengo a alguien así, cuando retiren el plano de obra, lo hablamos”.

Los planos de obra.

Recibimos los planos de obra con los cassettes. Una tarde de sábado, desplegamos los planos en la mesa de la cocina y pusimos el primer cassette. Paso a paso, primero Rodolfo, después Victoria, nos fueron llevando de la mano por el plano, por los detalles, por las resoluciones, las alternativas y se fueron anticipando a nuestras dudas, preguntas y consideraciones. Quedamos agotados pero al cabo, teníamos la obra en la cabeza. Rodolfo tenía razón: podríamos ser nosotros los directores de la obra. No sé si somos buenos alumnos o qué, pero nunca más escuchamos los cassettes. No fue necesario.

La constructora.

“Pechi, Pechi Cabrera se llama” nos dijo Rodolfo, “es una arquitecta que ha hecho muchas obras mías, es buena persona, inteligente, sensata y tiene dos virtudes invalorables: cumple el plazo y no tiene adicionales. Yo no cobro nada, se las recomiendo porque me lo pidieron”. No necesitábamos más. La llamamos y fuimos a conocerla munidos de los planos y cassettes.

Nos cayó muy bien. Fresca, frontal, abierta, expeditiva, de esa gente que te mira bien a los ojos y te da fuerte y firme la mano. Nos gustó a los dos. “Déjenme ver lo que hay que hacer y los llamo”.

Nos llamó, nos visitó y luego nos presentó un plan de trabajo, honorarios y plan de pagos, todo escrito, claro, sin espacios oscuros ni malos entendidos, hasta había estimaciones de costos de elementos que debíamos comprar nosotros (revestimientos, sanitarios, etc) para que pudiéramos tener un panorama general de los gastos a considerar. Junto a ella estaba Bruno Cammilli, su colaborador, una persona de sonrisa amable y mirada aguda y tierna.

“¿Cuándo empezamos?” respondimos casi sin consultarnos a nosotros mismos. Ya habíamos asumido que estar juntos hacía casi veinticinco años no había sido por casualidad o inercia (mi amigo Eduardo citaba a su tío Elías quién decía: hace cuarenta y siete años que nos peleamos con mi mujer y todavía hay gente que cree que nos llevamos mal).

Estábamos en julio (casi siete meses después de la primera entrevista con Rodolfo). “La primer semana de agosto les viene bien?” sugirió Pechi. “¡Hecho!” respondimos.

LA OBRA

Prodromos. La cosa empezó unos días antes. Había que vaciar completamente los lugares donde se emprenderían las tareas. Una mudanza. Cajas, planificación, plástico para envolver, cinta plástica para pegar. “¿Dónde está la tijera?” fue el grito de guerra que rebotada en las paredes que se iban quedando desnudas. Agolpamos todo en un espacio y mudamos a otra habitación los enseres de cocina (microondas, hornito eléctrico, cafetera, platos, cubiertos) que nos serían necesarios durante la transición. Nos redistribuimos tratando de ocasionarnos las alteraciones menos incómodas. Estábamos todos de acuerdo. Todos sabíamos que la experiencia no sería fácil y, sin habérnoslo dicho, se nos veía decididos a sufrir lo menos posible. No digo que la familia Ingals –no damos con el physique du rol-, pero no estábamos tan mal.

Caen paredes. El lunes por la mañana, a la hora convenida, recibimos el pelotón de demolición. “Va a haber mucho ruido” nos había anticipado Pechi. Hubo. Hubo verdaderamente mucho ruido. Yo era la única que estaba en casa casi todo el día porque es donde llevo acabo mi labor profesional. Los demás llegaban a la noche y hacían la recorrida inquisitiva con el consabido “¿qué hicieron hoy?” y yo pasaba el parte del día.

Tirar paredes es dramático, rápido y conmovedor. De pronto cada cachito de pared guarda algún momento, una escena que uno teme desaparezca de la memoria. “Tengo fotos” es el pensamiento tranquilizador, “ese día sacamos fotos”. Pero igual, es un momento de despedida, de concreción evidente de un cambio que se avecina. Hasta ese momento la cosa había sido en dibujo, imaginación, sueños. La maza golpeando, los cascotes y el polvillo, eran pesadamente reales.

Y la casa se empieza a transformar y muy violentamente aparecen paredes nuevas, nuevos recorridos, ventanas que no existían, puertas que ahora son paredes... Uno no puede recorrer ese espacio de memoria como lo había hecho hasta ese momento. Como quien reaprende los primeros pasos, se van caminando uno a uno los cambios, incorporándolos, imaginando cómo se verá cuando esté terminado, cuando uno ya esté sentado y todo otra vez en su sitio. Pero no será “su” sitio, será un nuevo sitio y a uno no le da la cabeza para visualizarlo. Es demasiado.

El equipo técnico. En una sucesión rápida aparecen hombres de todos tamaños y estilos: albañiles, electricistas, plomeros, colocadores, descolocadores, en fin, un ejército cotidiano. Poco a poco se van aprendiendo los nombres, los lugares, a reconocer cada una de las miradas. Curioso, nunca me sentí invadida. No tengo dudas de que Pechi elige a la gente con la que trabaja porque no puede ser casualidad la buena onda, la armonía, el espíritu de concertación constante que reinaron en todo el transcurso de la reforma. Y a esto puedo agregar al carpintero, al herrero, al porteroelectrólogo, los pintores, los fabricantes de los muebles de la cocina, los colocadores de las distintas cosas que empezaron a aparecer, todos sin excepción, de buen talante, serios, responsables y, en general, cumplidores.

A mí me encantaba ver a una mujer al frente de semejante ejército. Firme, amable, muy inteligente, allanaba las dificultades, hacía posible lo que se veía difícil. El temido pronóstico de peleas con el constructor, de adicionales, de incumplimiento, se deshizo estrepitosamente. Se puede hacer una obra de otra manera. Doy fe.

Los días de tormenta (o de tormento). Y no es que no hayan pasado cosas. Un día se inundó todo, era sábado, ya no había nadie. Entramos en pánico. Una rejilla estaba tapada, además se veía muy chica y cuando metimos la mano, el caño era sí de chiquito. “Ya nos pasó” pensamos, “nos estafaron, nos pusieron cualquier cosa, total uno no ve lo que hay adentro y después vienen las sorpresas”. Desalentados esperamos que alguien viniera en nuestra ayuda. En pocos minutos llegó Bruno, destapó el obstáculo y, como miraba con enojo la rejilla, le preguntamos qué pasaba. Dijo “esta rejilla no va acá, además el caño tiene que ser más ancho, no sé cómo no nos dimos cuenta, esto es una barbaridad!” y mi marido y yo nos miramos y el alivio nos acarició mansamente.

“Me equivoqué”, “esto está mal” o cosas por el estilo, son un bálsamo en una reforma. Los augurios habían sido que los constructores vienen envueltos en una capa de soberbia, que creen siempre que hacen todo bien, que nunca aceptan un error y menos hacerse cargo económicamente. Llamen a gente como Pechi y Bruno y sufran por otra cosa (la vida misma ofrece suficientes razones si uno las busca con prolijidad). Como la tormenta de la rejilla, varias otras se presentaron, pero se solucionaban.

Mi trabajo no es reformar casas, de modo que cada dificultad se me aparecía como un problema insalvable, me daba mucho miedo. Después de varias veces de ver cómo se volvía a romper lo que ya se había roto y compuesto para re-tocar otra cosa que se había tocado y que se lo tomaban con tranquilidad, empecé a entregarme yo al placer demiúrgico de la creación. Las paredes no son como el cuerpo de uno. Lo que se rompe se arregla y si se hace bien no quedan cicatrices. Perdida la santidad de la pared construida –templo pequeño burgués de una ilusoria seguridad-, empecé a mirar mi casa con una mirada renovada. “¿Y si tiramos esta pared también?” me deliré un día. Yo misma no podía creer lo que proponía. Claro, era un adicional, pero se evaluó, se presupuestó y decidimos hacerlo.

¡Help! Acá otra vez volví al estudio de Rodolfo, a ver cómo se seguía, qué ideas y todo en el mejor de los climas, distendidos, sonrientes, me tranquilizaban porque yo creía que estaba abusando, que lo de ellos ya había terminado y no me correspondía nada más. Varias veces me dijeron que acudiera a ellos siempre que quisiera, que las consultas estaban incluidas en lo que había pagado, que me sintiera libre. Y volví varias veces con otros temas, con pisos, con colores, con preguntas, y había chistes, historias, chispeantes conversaciones y siempre Cuba y Fidel y el malecón y a veces Victoria u otra gente que pasaba por ahí y se quedaba prendida en la charla.

Una vez vuelto a pensar algún detalle, la cosa seguía con Pechi. Y llegó el momento de tomar decisiones de artefactos, objetos, griferías y las mil y una cosa que hay que colocar. Siempre que se lo pedimos, Pechi nos acompañó, nos asesoró, supo qué preguntar y a dónde ir. Fue, en este segundo momento, nuestra asesora y confidente, siempre –perdón con la insistencia, pero es importantísimo- con amabilidad y buen talante. Y la cosa se va haciendo un poco más personal y uno va empezando a tener otras conversaciones y otros lazos. La reforma de una casa sucede en el interior de la vida, saca afuera lo que hay, lo lindo y lo no tanto y el constructor ve todo y no es indiferente de quién se trate porque uno no exhibe con facilidad su intimidad ante alguien que no resulte confiable. Otra vez la aceptación, la no crítica como antes con Rodolfo, fue el piso sin el cual no se habría podido caminar con esta fluidez.

No todo fue un lecho de rosas. No puedo decir que pasamos estos casi tres meses alegremente. Tuvimos nuestros días, nuestras nubes y lluvias. También algunas tormentas. Pero sabíamos que escamparía al rato y escampaba. Cosas que faltaban, cosas que sobraban, cosas que no salían como nos habíamos imaginado y había que acomodarse, cambios sobre la marcha, limitaciones existentes en la casa....como éstas, hubo situaciones que nos pusieron en un borde del que nunca nos caímos. Uno aguanta, pero también puede cansarse. Uno se cansa de estar apretado, incómodo, de no comer comida cocinada en la casa (parece mentira: yo creía que comer siempre comida comprada era una de las maravillas del mundo y hete aquí que no, que me moría por hacerme un bife a la plancha o una sopita de verduras), de no tener sus lugares, de cerrar puertas para que no entre el polvillo, de circular por la casa como un extranjero. Y si bien tuvimos bastante suerte con el cumplimiento de los plazos de algunas entregas, otros se retrasaron y uno se impacienta y siempre ese temor de que nos dejen colgados, de que no vengan. Sí, no fue una fiesta. Pero, las prevenciones de nuestros conocidos habían sido tan malas que lo que pasamos fue leve. Eran tantas mi ganas de habitar una casa que tuviera que ver con nosotros, con nuestra vida, que nada me parecía demasiado grave de soportar y no es que yo sea una persona complaciente.

El disfrute del viaje. En el transcurso de los días empecé a dejar de temer por cómo iría a quedar. Me encantaba lo que estaba pasando. Me iba a la noche, cuando el silencio y la soledad hacían que el espacio fuera mío, sin testigos, sin otra luz que la que venía de afuera, y me paraba en los distintos rincones. Los sobaba con golosa anticipación, imaginaba cómo nos veríamos ocupando los nuevos espacios, rodeados de los tan poco tradicionales colores que nos habíamos animado a poner. ¿Seríamos diferentes en ese espacio diferente? ¿Habría sido este proceso un encuentro sorpresivo de nuevas alternativas? “No te hagas ilusiones” me decía enseguida, “somos quienes somos y seguiremos siendo quienes seremos”. Enseguida me contestaba: “Hay escenarios que pueden generar mejores cosas que otros. La casa nos cobija pero también nos constituye, nos convoca, nos provoca. En esta casa me va a gustar mucho más vivir”.

Casi casi, para darnos el alta de la arquiterapia.

Aprendí cómo sobrevivir a una reforma

Aunque no conozco la dinámica interna de otros procesos, me imagino qué cosas podrían llegar a devenir en serias dificultades. Acá, además de sobreviviente encarnada, pongo en juego algunas cosas que conozco por mi trabajo (soy psicóloga, especializada en terapia de pareja y familia).

Se requiere de la firme decisión de emprender el cambio. Decisión que debe ser unánime y no conseguida bajo presión de ninguna especie. Si alguien no quiere, si alguien lo ha aceptado por estar bajo un chantaje emocional, tarde o temprano se cobrará la factura: sabotajes, discusiones, desplantes, síntomas varios, infelicidad segura.

En las familias suele haber bandos. Los activos y los pasivos. Los rápidos y los lentos. Los ocurrentes y los apáticos. Los revolucionarios y los conservadores. Cada categoría implica estilos, visiones del mundo, acercamientos, distancias, tempos. Así como el saciado no comprende al hambriento, el que está en uno de los bandos no comprende bien a quien está en el otro. No sólo la unanimidad en la decisión de la reforma, también se requiere una acomodación mutua –si es que no se había hecho antes- a las diferentes formas de ser. Esto se expondrá a diario durante la reforma, en cada decisión, en cada paso nuevo. No es fácil. Tampoco imposible.

Es necesario, como me dijera Rodolfo, tener la capacidad de entregarse en un punto y confiar. Gente demasiado susceptible, paranoica o temerosa, tendrá grandes dificultades en cerrar los ojos y dejarse llevar. Los peligros que siempre sospechan que pueden concretarse, les hará muy difícil de sobrellevar los momentos ambiguos del proceso, las esperas, las cosas que salen mal (siempre hay cosas que salen mal), especialmente, la imperfección de los seres humanos. No digo que sea imposible, pero para gente patológicamente desconfiada, una reforma puede ser fuente de gran sufrimiento. También pueden tomarlo como una oportunidad que les brinda la vida de ver si se puede jugar de otra manera. Esto me lleva a otro requisito.

El espíritu deportivo. Sin él me imagino que la cosa puede ser demasiaaaado cuesta arriba. No sólo la meta, sino también el camino, de eso se trata. Cada momento, hasta los frustrantes, es un momento de eso que se ha emprendido y que implica tanta energía, ilusiones, temores y expectativas. Es como si uno estuviera de viaje conociendo un lugar exótico: atención a los olores, las sensaciones, las carencias, las nuevas valoraciones, los reconocimientos. El espíritu deportivo nos permite explorarnos mientras vamos cambiándonos en nuestra propia casa.

Aprendí algunas dificultades que deben enfrentar los arquitectos y constructores.

La visualización. Los dueños de casa no somos arquitectos, no estamos entrenados en pensar en volúmenes, no sabemos jugar con desestructuraciones. “A un tonto no le muestres media obra” solía decir mi abuela. Somos, en general, tontos visuales. Los arquitectos tienen una capacidad de visualización que el común de la gente no tiene, no estamos entrenados. Qué difícil debe ser ayudarnos a ver lo que ellos con imaginar les basta.

Las distintas voces. En nuestra sociedad, la mujer, incluso la que desarrolla una actividad fuera de su casa, sigue siendo la reina del hogar. A ella le competen la caja chica, las decisiones cotidianas, el orden y la limpieza, la ropa, la comida, la cocina, las relaciones con la familia y los amigos. La usuaria principal de una reforma es la mujer. A menudo, supongo, es el motor del cambio. El hombre suele asumir una posición más conservadora y empieza a interesarse con la entrada de los electricistas, los plomeros, los gasistas, los “tubólogos” y “cañólogos”, es decir, los que se ocupan de lo que quedará “adentro” de las paredes, lo estructural.

Cada uno de los miembros de la pareja requiere ser escuchado, respondido y tranquilizado. Sea que sigan el patrón clásico, sea que hayan inventado uno propio.

Un gran maestro en la terapia familiar, Carl Whitaker, decía “si querés que la familia vuelva a su sesión de terapia, cuidado con la mamá, no la enojes”.

¿Sólo una casa? La reforma de una casa de familia es mucho más que eso. No se trata sólo de paredes, ladrillos, marcos, pisos, bloques, estructuras, volúmenes y alternativas. Se trata de algo vulnerable, débil, asustado, se trata de gente. Gente común, gente más o menos, como lo es todo el mundo, gente que sabe algunas cosas y muchas otras no, gente que puede unas pocas cosas y muchas otras no. Gente con limitaciones, con pudores, con emociones. Gente que anhela el cariño y el reconocimiento –igual que los arquitectos, constructores y todos los demás. Gente que hace lo que puede y que a veces pide demasiado porque olvidan que los arquitectos, constructores, etc, también son gente como ellos, igualmente vulnerables, débiles y asustados.

Por todo eso, los dueños de casa necesitamos que nos guíen con mano firme pero cariñosa, hacia los escenarios posibles. Recuerden lo fácil que podemos herirnos –tanto como los arquitectos, constructores y todos los demás- y lo difícil que nos resulta confesarlo –tan difícil como a los arquitectos, constructores y todos los demás-. Estas dificultades, si no se pueden compartir, se expresan de otras maneras (malhumor, desplantes, dificultades en el pago, desacuerdos, etc) y a menudo no son comprendidas –probablemente, igual que les pase a los arquitectos, constructores y todos los demás- .

Para Pechi y Rodolfo, que nos guiaron con mano amable y firme, nos respetaron, aceptaron, contuvieron, nunca nos hirieron, nos confesaron algunas cosas, generaron dulces complicidades y nos hicieron –en tiempo y forma- la casa que queríamos.

[1] Las ordalías eran las pruebas a que la Inquisición sometía a algunas personas para ver si estaban poseídas por el diablo. Había ordalías del fuego, del agua, etc. Por ejemplo, se ataba una pesada piedra a una persona y se la echaba amordazada y maniatada a un lago. Si no sobrevivía era porque estaba poseída.

Memoria Activa, discurso 2001

No se puede pelear todas las batallas ni protestar por todas las injusticias. Lo que sí se puede es, al pelear por una, por la que uno siente próxima, no olvidar establecer la necesaria conexión que hay con otras cosas. Vivimos un momento particular de la historia de la humanidad sobreviviendo a la caída de varios muros.

En la Shoá, quizás el principio de este fin, la caída del gueto de Varsovia, de los otros guetos, de la construcción de las fábricas de la muerte y junto con ello, la noción aterradora de que ya no queda nada, que no hay crueldad ni iniquidad que los humanos no puedan hacer y además justificar. Cayó el muro de la vergüenza.

El muro de Berlín, símbolo último de la última de las fracasadas utopías sociales que alentaban cierta esperanza en los desposeídos y alejados de toda posibilidad e igualdad. Con ello, la caída de las ilusiones, ya nada se puede esperar, es el mundo del capitalismo globalizado, del sálvese quién pueda, del matar o morir, del éxito a cambio de cualquier cosa. El único Dios venerado es el santo inversor al que no hay que enojar ni preocupar. Cayó el muro de la esperanza.

Con la vergüenza y la esperanza se nos cayó el sueño del progreso y la racionalidad, y sucumbimos a la tecnología, al pragmatismo y al inhumano todo vale. Nos van vaciando los ideales en este nuevo mundo de incluidos y excluidos. Los excluidos no tienen lugar ni en los planes ni en las estadísticas. Son los nuevos desaparecidos. En este mundo de novedades desgraciadamente no tan nuevas, junto a los neo-nazis y a los neo-liberales, tenemos a los neo-desaparecidos.

¿Qué hace uno como ser humano, como argentino, como judío o, como en mi caso, como hija de sobrevivientes de la Shoá? ¿Qué hace con la responsabilidad que uno tiene? ¿Cómo pensar, cómo responder a todo esto, cómo incluirse? Los sobrevivientes de la Shoá me han enseñado y me han hecho pensar mucho en la conducta de los testigos, los no-judíos de los territorios ocupados, los que se jugaron y salvaron gente, los que fueron indiferentes, los que no se atrevieron a hacer nada, los que se fueron dejando llevar por los hechos hasta verse envueltos, muchas veces sin quererlo, en un camino sin retorno. Me han enseñado que debemos anteceder la reflexión a nuestra conducta, que no podemos darnos el lujo de actuar sin pensar, porque cada uno de nosotros es responsable por toda la sociedad.

Pero uno empieza a pensar recién cuando siente el agua al cuello. Mientras el agua va subiendo, uno se inventa estrategias para seguir a flote, necesita un tiempo hasta darse cuenta de que está por no hacer pié. A veces pasan cosas que cruzan una frontera, una especie de cachetazo que lo despierta a uno del letargo de la comodidad y la inercia. El ataque a la AMIA fue una de esas cosas y, lo que está sucediendo después, la impunidad continuada, nos sume en el desaliento, la perplejidad y el desencanto. El ataque a la AMIA y la posterior impunidad, urdidas sobre el punto final y la obediencia debida y seguidos por el asesinato de Cabezas, y tantos otros hechos encarpetados, hizo caer el otro muro: Cayó el muro de la justicia.

Cayó para todos los argentinos. Este intrincado enredo de vergonzosas maniobras para que nada se sepa, para que nada se investigue, revela un estado de cosas, una especie de radiografía brutal de nuestra realidad.

¿Cómo salir del desaliento, el desencanto y la perplejidad?

Hans Küng (en “Proyecto de una ética mundial”), perplejo como muchos de nosotros ante ciertas conductas que se observan de modo cada vez más general, se pregunta:

- ¿por qué no mentir, engañar, robar o matar, cuando ello resulta ventajoso y muchas veces no hay que temer se descubiertos o castigados?

- ¿por qué debería un político resistir a la corrupción si tiene garantizada la discreción de sus corruptores y la indiferencia de la gente?

- ¿por qué un comerciante o un banco o un grupo de inversores tendría que poner límite a sus ganancias cuando se proclama públicamente sin la mínima vergüenza moral la avaricia o el slogan “enriquécete”?

- ¿por qué no ha de poder un pueblo, un grupo humano si dispone de los medios necesarios, odiar, molestar o en determinados casos, exiliar o liquidar a una minoría de distintas costumbres, de distinta fe , o extranjera?

Son buenas preguntas para desarrollar una materia de civilidad y convivencia en las escuelas y universidades, en los partidos políticos y en las reuniones de directorio de los Bancos y Emporios económicos.

Pero sigue Hans Küng con preguntas aún más inquietantes:

- ¿por qué tiene el hombre que ser amable, tolerante y altruista en vez de desconsiderado y brutal?

- ¿por qué debería un empresario o un banco, si nadie lo controla, comportarse de modo plenamente correcto, o un funcionario sindical o un político, incluso en detrimento de su carrera, actuar no sólo en favor de su organización sino en beneficio del bienestar general?

- ¿por qué la tolerancia, el respeto, el aprecio de un pueblo para con otro, de una religión para con otra?

- ¿por qué debe el hombre –individuo, grupo, nación- comportarse de un modo humano, verdaderamente humano? ¿por qué tal comportamiento debe ser incondicional? ¿por qué nos afecta a todos?

Son preguntas sobre la ética. La ética es la reflexión que sustenta nuestra conducta, cada vez que hacemos algo, lo hacemos parados en algún razonamiento que justifica lo que hacemos. No nos asustemos de la palabra, ética es algo que tenemos todos y que ejercitamos cada vez que tomamos una decisión. Tal vez sea una ética irreflexiva y que pueda ser cambiada si la sometemos al juicio y a la razón, a la humanidad y a la inteligencia.

Lamentablemente muchas de las decisiones parecen tomarse sin reflexión, sin juicio, sin razón, sin humanidad y sin inteligencia.

Algo hay que no está bien en este mundo y que permite que la maldad sea justificada. Algo hay que no está bien.

Todas las grandes religiones –cito otra vez a Küng- (los tres monoteísmos, budismos, shintoísmo, hinduísmo, etc) coinciden en cinco grandes preceptos aplicables en todos los ámbitos, también en la economía y la política:

1) no matar, 2) no mentir, 3) no robar, 4) no cometer actos deshonestos, 5) honrar a los padres y amar a los hijos.

¿Qué ha pasado con estas simples nociones?

Aunque parezcan cosas sencillas, parecen haberse devaluado. En un contexto de caída de sentidos y valores no es fácil pensar y acatar estos simples principios. Pero hay gente que sí está formada, que sí ha reflexionado, que encima pontifica y enuncia, siempre para los demás, claro, lo que hay que hacer, escribe libros, hace discursos, gana elecciones, decide por nosotros. Muchos miembros de la clase política, gobernantes, jueces y empresarios se comportan como si las leyes universales a ellos no les compitieran, ellos sí pueden mentir, robar, corromper, ser corrompidos, defraudar a los demás. Ése es el modelo que ofrecen a una mayoría aletargada cuyo contacto más reflexivo con el mundo es a través de la televisión con un mensaje de “compre, compre, compre, si no puede comprar, no nos interesa, no existe”.

Desencanto, perplejidad, desaliento.

Me siento ahogada, intoxicada por la inmundicia de algunos, por los que destruyen día a día lo que hace que sigamos mereciendo el nombre de humanos. Hoy ni siquiera ya da lo mismo ser derecho que traidor, para algunos, es mejor ser traidor: lo eligen, lo sostiene, lo justifican, lo valoran. Este despliegue de maldad insolente me cachetea la cara todos los días, tengo las mejillas en carne viva de tanto golpe. En este mundo en el que todo es igual, en el que nada es mejor, en el que cualquiera es un señor y el que no afana es un gil está la Plaza de la Memoria como un anticambalache que abre una pequeña rendija por donde entra el aire puro y se renueva la esperanza. Acá decimos cada lunes que no es verdad que a nadie importa si naciste honrao: a mí sí me importa, a cada uno de ustedes les importa, a otra gente también le importa. Sobre esto se sustenta hoy nuestra esperanza.