Decimos en Argentina que vivir acá te asegura infinita diversión, no existe el aburrimiento, cada día te sorprende alguna cosa que uno no se imaginaba que podía pasar. Inventamos el dulce de leche, disputado con los uruguayos, el tango, también disputado con ellos, la birome en colaboración con Hungría dado que su inventor provenía de allí. Y no inventamos la inflación y la inestabilidad económica pero somos reyes en esos territorios.
Y ni qué decir de Israel. También es un país sumamente divertido aunque en otro sentido que en la Argentina. El Israel moderno nació de un sueño que se volvió desafío, desafío en varios frentes, geográfico, demográfico, político, económico, defensivo, cultural. Y si algo sabemos los judíos es superar desafíos. Y superarlos de modo sorprendente y creativo, apuntando siempre a salir adelante, listos para un nuevo desafío.
¿No fue acaso un desafío la gesta de Abraham, que viniendo de un mundo pagano con múltiples dioses y faraones autoritarios, se puso a sus espaldas la construcción de esta tribu monoteísta que debía regirse por la ley? No por una ley circunstancial debida al mandamás de turno, sino por una ley que superaba a las personas, que las trascendía, como una especie de manto estructurante y protector bajo el cual se aseguraba la convivencia. Hoy lo damos por sentado pero imaginémonos entonces lo revolucionario, insólito y desafiante que era ese planteo.
Tanto argentinos como israelíes y judíos llevamos inscripta en nuestra subjetividad la expectativa de la sorpresa, la angustia de la incertidumbre y la certeza de que encontraremos la forma de superarlo y salir adelante.
¿Qué podemos enseñarle al mundo? a los que vivían en la ilusión de las certidumbres, los que no están tan entrenados como nosotros para enfrentar el sinsentido, la arbitrariedad y la injusticia.
Los argentinos solemos decir medio en chiste y medio en serio que nos gustaría vivir en Suiza, donde los trenes llegan siempre a horario y donde hay muy poco lugar para imprevisibilidad. Creo que sería tranquilizador y beneficioso al principio pero a poco de andar se volvería la mar de aburrido y agobiante, y no sería necesario arbitrar ningún recurso nuevo, inventar nada, crear algún nuevo camino porque todo está bien y mejor dejarlo así. A mí, judía y argentina, me suena como comer todos los días lo mismo, o vestirme siempre con la misma ropa. Necesitamos de los desafíos que nos son estimulantes.
No quiero decir con ésto que vivimos en el mejor de los mundos. Solo quiero mostrar otra cara de eso de lo que siempre nos quejamos y que forma parte de quienes somos. Cierto que hay desafíos y desafíos. Estamos desafiados con demasiada frecuencia con cuestiones tan angustiantes que en lugar de generar respuestas creativas nos paraliza y nos deja impotentes. Tampoco está bueno vivir permanentemente en no saber lo que va a pasar mañana. Somos los inventores de “lo arreglamos con un cachito de alambre”. La improvisación es buena como respuesta apremiante pero tampoco vivir en esa sensación de transitoriedad permanente.
Pero este nuevo desafío al que nos enfrenta la pandemia, ése no lo veíamos venir. Desprevenidos, poco preparados, vemos crecer nuestra angustia ante este monstruo invisible que nos tiene amenazados a todos. Los manejos de los diferentes gobiernos nos sumergen en la desconfianza porque se han puesto en duda todas las supuestas verdades. ¿Sabrán lo que están haciendo? ¿Cómo saberlo? ¿Cuánto habrá de cálculo político en las decisiones tomadas? ¿Estamos siendo cuidados o estamos siendo usados? Si lo que se nos vino encima es tan inesperado ¿cuánto habrá de improvisación en las decisiones? Las idas y venidas de médicos, infectólogos, epidemiólogos, que un día decían una cosa y al otro decían otra. Incluso en la OMS, órgano teóricamente científico, serio y responsable no se ponían de acuerdo. El tapabocas al principio no servía para nada, después fue indispensable. Que el virus venía por el aire, se quedaba en piso, en las mesadas, en las suelas de los zapatos, en las bolsitas del supermercado, y había que lavar y desinfectar todo con obsesiva rigurosidad. ¿cuánto de esto sigue en pie? ,¿Da para ponerse paranoicos o mejor entregarse a las medidas que se indiquen cerrando los ojos, respirando hondo y dejándose llevar? ¿Qué opciones tenemos si lo único que se sabe es la forma en que nos tenemos que cuidar? ¿Hasta cuándo vivir aislados y con escafandras confiando en que cuando nos reencontremos con otros también se hayan cuidado como nosotros? Vivimos un cansancio agobiante porque tenemos que estar esquivando noticias y sugerencias con indicaciones y contraindicaciones y aunque uno no quiera uno ve el noticiero, uno recibe informaciones por las redes sociales y se ve abrumado con tantas fake news de sabios no siempre bien intencionados posedores de nuevas verdades reveladas.
Las vacunas tan esperadas se siguen haciendo esperar. Ya hay varias con la dichosa tercera etapa concluida y, supuestamente, con una efectividad muy alta. Pero todavía falta. Muchos nos preguntamos por posibles efectos secundarios, por consecuencias a largo plazo dado que no hubo tanto tiempo para testearlo. Además, una vez que estén aprobadas y sean seguras habrá que producirlas, conservarlas, asegurar que la cadena de frío no se rompa en su transporte, almacenarlas, distribuirlas, formar gente que sepa cómo manipularlas y administrarlas. … Falta. Falta tiempo todavía. Aunque todo parece indicar que funcionarán y ese tiempo que falta se ve bien diferente al tiempo que faltaba cuando no había ninguna vacuna. Ahora es solo eso, cuestión de tiempo, antes era nunca.
O sea que tenemos que seguir aguantando. Tenemos que seguir cubriéndonos bocas y narices, manteniendo la distancia segura, no aventurarnos gratuitamente ni poner en peligro a los demás. Se nos va la vida en ello. Lo bueno es que sabemos cómo cuidarnos, no sabemos hasta cuándo deberemos hacerlo pero sabemos cómo. Me acuerdo de la epidemia de polio allá en la década del cincuenta, los chicos que caían como moscas y eran enviados a eso que llamaban pulmotor y que no entendíamos qué era. Los diarios y la radio informaban día a día cuantos habían tenido que ser metidos en los dichosos pulmotores que los más chicos, yo tenía diez años, imaginábamos como cámaras de tortura. Vivíamos con la bolsita de alcanfor colgada del cuello y los árboles de la calle estaban pintados de blanco con cal. Alcanfor y cal eran los milagros que nos protegerían, unas frágiles armaduras contra el mal. Recuerdo vívidamente cuando Jonas Salk, norteamericano e hijo de inmigrantes rusos, produjo su vacuna inyectable y cuando años después Albert Sabin este virólogo nacido en Polonia y también judío, la mejoró con una gotita que te la daban en un terrón de azúcar. ¡Qué alivio! ¡Qué sensación de libertad! como si nos hubieran quitado un grillete pesado que no nos dejaba caminar.
Y claro, obviamente viene a mi memoria lo que debieron superar los sobrevivientes de la Shoá. Todos conocemos esas historias que parecen venir de otro planeta, historias de esperanza y de reconstrucción.
Mis padres sobrevivieron escondidos durante dos años. Papá era carpintero pero quería ser actor. Antes de la guerra integraba el elenco del teatro judío de su ciudad y había protagonizado varios musicales. Adoraba cantar y bailar. Así lo conoció mamá y se enamoró de su vitalidad y alegría. Cuando estuvieron escondidos debían estar en total y absoluto silencio para no despertar sospechas en los vecinos. Les preguntaba cómo hacían para pasar el tiempo, como aguantaron el día por día, hora por hora, minuto por minuto durante dos años. Una de las cosas que hizo papá fue anotar en una libreta las letras de las canciones de las obras en las que había actuado. No se las acordaba bien y centraba su atención en ese ejercicio de memoria que no sólo lo entretenía sino que le aseguraba, como decía él, que si sobrevivía volvería a subirse a un escenario, volvería a cantar y a bailar. Lo único cierto es que sobrevivió, las circunstancias no le permitieron volver a actuar. Pero siempre cantaba y me enseñó a mí todas esas canciones, especialmente las de su amado Gebirtig.
De entre las miles de historias, quiero compartir la de Felix Zandman.
Felix Zandman nacido en Polonia fue el fundador en Israel de Vishay Intertechnology, uno de los mayores fabricantes mundiales de componentes electrónicos con plantas de fabricación en Israel, Asia, Europa y Estados Unidos. Vishay cotiza en bolsa, tuvo en 2018 ingresos de $ 3 mil millones con 24,100 empleados a tiempo completo.
Felix, sobrevivió al Holocausto gracias a la familia de Jan y Anna Puchalski que lo escondieron junto con varias personas más durante 17 meses. Su escondite principal era un pozo al costado de la casa, de 170 cm de largo, 150 cm de ancho y 120 cm de alto. Uno de los otros escondidos era su tío Sender Freydowicz, que le enseñó trigonometría y matemáticas avanzadas en la total oscuridad, sin pizarrón, sin papel, sólo con la voz. Cuando terminó la guerra ingresó sin problema alguno en la Universidad de Nancy, en Francia donde estudió física e ingeniería y al mismo tiempo entró en la Escuela Nacional Superior de Electricidad y Mecánica. Recibió un doctorado en la Sorbona como físico en un tema de fotoelasticidad y fue honrado con la Medalla Edward Longstreth del Instituto Franklin. No son de extrañar estos logros académicos cuando él mismo decía que le bastaba con escuchar una clase para tener todo en la cabeza. Así lo había entrenado su tío en las largas horas de oscuridad en el escondite bajo tierra. Murió en 2011 a los 83 años pero su creatividad, su insistencia en no dejarse vencer por ningún desafío y las habilidades que desarrolló en sus años de escondite hicieron de él un hombre que abría caminos allí donde todo parecía cerrado e impenetrable.
No todos podemos ser como Felix Zandman, claro. Pero aprendí con el y con mis padres que lo que uno vive no determina un único camino. Que las desdichas, las injusticias, las cosas que sino le pasan no nos llevan fatalmente a la neurosis o la enfermedad. Mis padres y Félix, salvando las distancias, nos muestran que es humanamente posible elegir la vida cuando tuvimos la suerte de continuar vivos, que está en uno la decisión de insistir y persistir, de levantarse una y otra vez luego de cada caída, de elegir hacia dónde ir y como seguir. Si fuimos víctimas de algo, cuando eso termina está en nuestras manos elegir la victimización, es decir incorporar la condición de víctimas a nuestra identidad, o salir de ahí, aprender de ello y dibujar un nuevo camino.
Porque nadie elige lo que le pasa, simplemente le pasa.
Pero sí puede elegir lo que uno hará con lo que a uno le pasa.
Y como decía mi mamá, nadie sabe de lo que es capaz hasta que la vida no lo desafía y lo pone a prueba.
Comentario de Gabriela Fernández Rosman:
DIANA WANG -ME SUMO A TU CLUB.
Delgada, jovial, con una bijouterie negra sobre un blusa roja, y una biblioteca por detrás, habló Diana Wang con cierta desfachatez de chica Almodóvar que pasa de todo, pero no de moda.
Quizás, mejor aún, como si fuera la Maga de Rayuela, construyendo lo imposible desde el caos, buscándole el mejor vericueto a lo patético para avanzar hasta lo vital, “saltándose” la expectativa de la sorpresa, evitando la angustia de la incertidumbre, fortalecida desde la genética y la Memoria de la historia de sus padres sobrevivientes del genocidio de la SHOA.
Nos predicó desafíos estimulantes y nos conectó con la pasión de nuestros sueños, ésos que no nos pesan para levantarnos a las 6 de la mañana.
Aceptó que las improvisaciones son buenas como respuestas apremiantes pero no hay que dedicarles más de lo que valen a aquellos que pretenden llevarnos de las narices mientras dicen cuidarnos y van y vienen con sus ideas y sugerencias, que no sabemos si siempre son bien intencionadas.
Con un alto tenor de motivación, se apoyó en otras tragedias de la historia superadas como la epidemia de la poliomielitis y supo dar de los mejores ejemplos, como investigadora que es, de quienes supieron convertir la laceración en arte.
Inspirada en la idea de que “lo que uno vive no lo lleva a un único camino”, citó la obra de Jorge Semprún “La escritura o la vida”, quien fuera liberado del campo de Buchenwald y que encontrara en la escritura, un recurso psicológico para rememorar después del prudente silencio sanador, como tantos otros.
“Está en nuestras manos elegir la victimización o salir de ahí y dibujar un nuevo camino. Nadie elige lo que pasa pero sí lo que uno hará con lo que a uno le pasó (…) instalarse como víctima es una trampa mortal”.
Afirmó con seguridad que si no aprendemos de lo que nos pasa, nos rompemos y generó la idea de ese potencial latente que tenemos y que no sacamos hasta que las situaciones de la vida nos intimidan.
Como si hubiera sido un flashback apareció mi abuela diciéndome que no hay mal que por bien no venga mientras amasaba jalá y celebré que “la Wang” dijera “que no hay un camino fatal a la neurosis o a la enfermedad”.
Si bien justificó al miedo como “una condición de supervivencia, que no hay que evitar ni soslayar” dejó bien claro que tampoco es cuestión de exagerarlo porque nos paraliza o nos sumerge en un sesgo de negatividad que opaca la imagen del futuro.
Reconoció que las crisis no siempre significan oportunidad pero “si sabés hacés la tuya” puede que la encuentres.
Heredera de su historia a la cual mira no como una sombra de piernas largas sino como una trayectoria de enseñanza que gravita en su presente, Diana Wang busca el jardín propio en medio del desierto con la filosofía pionera de una Hejalutz Lamerjav (pionera del horizonte) y se pregunta qué es el éxito sin darle demasiada importancia.
Sugiere que no nos dejemos vencer por las dificultades que a veces las anticipamos tanto que nos impiden hasta dar el primer paso.
Tomando como ejemplo su tema principal de investigación, los niños, hoy adultos, sobrevivientes de la Shoa, explica con claridad que “el escenario del genocidio es un escenario de fractura trágica de pacto social” y de la intemperie espiritual que provoca que el Estado protector me quiera aniquilar y salvando las lógicas y respetuosas diferencias, hubo que ladearse un poco y mirar el techo de nuestras casas para evitar la sensación.
Pero “ a pesar de todo, acá estoy” dice Wang “lo tengo escrito en mi identidad y en mi subjetividad”.
Se despide risueña porque “en el campo más yermo crece césped y hasta puede que aparezca una flor”.
Yo me quedo recitando para mis adentros las hermosas palabras de Hamlet Lima Quintana: Hay gente que con sólo decir una palabra/enciende la ilusión y los rosales /que con solo sonreír entre los ojos/ nos invita a viajar por otras zonas/ nos hace recorrer toda la magia.
Y ya lo dijo él, esa es la gente necesaria.