Cielos digan por qué. Fotos de Claudia Bonder

¡Cielos, digan por qué! ¡Oh, digan por qué!

¿Por qué nos merecimos ser tan humillados en esta ancha tierra?

La sordomuda tierra se hace la ciega… pero ustedes, cielos, lo vieron;

¡ustedes lo observaron todo desde las alturas y no se trastornaron!

Itsjok Katzenelson (noviembre de 1943)

Cielos mudos cubren una tierra tormentosa regada con genocidios, matanzas masivas, el mal desatado con crueldad y sin culpa. ¿Cómo representarlo? ¿Cómo construir imágenes, conceptos, reflexiones que nos permitan entender, metabolizar y, eventualmente, frenar todo ese horror? 

¿Cómo representarlo? ¿Cómo construir imágenes, conceptos, reflexiones que nos permitan entender, metabolizar y, eventualmente, frenar todo ese horror? ¿De qué manera transmitir en código visual las emociones que nos produce?

Estos hechos nefastos son hijos del siglo XX. Entronizaron el espanto y la muerte hasta el grado de llevarlo a una industria, como durante la Shoá. La muerte de tantos millones, entre arbitrariedades, injusticias y abyecciones, nos sigue llenando de interrogantes, nos interpela y conmueve en lo más esencial de lo humano. 

¿Cómo representar la muerte que es irrepresentable? Pretender mostrar la nada, la ausencia, es un oxímoron puesto que ni bien se vuelve “algo” -imagen, figura, color-  su ausencia se vuelve presencia, se la traiciona. La misma palabra nada es una traición a la nada misma. En los genocidios la muerte, la reducción a la nada, es la figura central. El asesinato, sea cual sea el motivo, cruza una raya, la que delimita el territorio de la convivencia, del respeto por la diferencia, lo que hoy llamamos derechos humanos. Aunque imposible, urge dejarlo sentado, mostrarlo, hacer algo con todo eso. Las imágenes de cuerpos desangrados, de miembros mutilados, de pieles torturadas, de expresiones de espanto y gestos implorantes, en su aparente reflejo de lo que pasó, resultan obscenas, morbosas, fascinan y repelen. No son lo que pasó. Nunca lo serán. La fotógrafa Claudia Bonder lo entendió y su trabajo nos habla de la irrepresentabilidad inherente y lo muestra con luces y sombras en una tierra difusa bajo cielos mudos. 

¿Es lo mismo matar que asesinar? Los Diez Mandamientos, el eje ético que aportó el judaísmo a occidente, establecen la prohibición de asesinar, no la de matar. Cuando la vida está en juego, la propia o la de alguien indefenso, es legítimo matar e impedir el ataque. Asesinar es quitar la vida a alguien, una persona o un grupo humano, por motivos económicos, políticos, religiosos o territoriales. Los seres vivos no asesinan, matan cuando les es vitalmente necesario. Solo los  humanos asesinamos y cuando lo hacemos de manera masiva suceden

los genocidios y las masacres que han definido al siglo XX. La Shoá es el más conocido, investigado y difundido, pero está lejos de ser el único. En una enumeración incompleta, antes del delirio asesino nazi, sucedieron la matanza de los hereros en Namibia, de los armenios a manos de los turcos otomanos, de los chinos en Nanking, de los ucranianos durante el Holodomor, las purgas soviéticas y la revolución cultural en China. Decenas de millones de personas asesinadas en la primera mitad del siglo sin contar a la Primera Guerra Mundial. Después de la Segunda Guerra, una vez conocido lo sucedido en el Holocausto que instaló la aterradora “novedad” de una industria de la muerte, el horror movilizó a todas las fuerzas políticas que se pronunciaron casi unánimemente por el esperanzado nunca más que creyeron definitivo. Lamentablemente, fue solo una buena frase con buenas intenciones. En la segunda mitad del siglo XX el nunca más anhelado fue un otra vez, otra vez, otra vez y otra vez. Los genocidios y las matanzas masivas no solo no se detuvieron sino que se multiplicaron y cubren al siglo XX de ignominia y vergüenza. Los Balcanes, Ruanda, Guatemala, Congo, Nicaragua, El Salvador, Chechenia, Camboya, y la situación continúa en el siglo XXI.
Los genocidios y las matanzas masivas ponen en cuestión lo más básico de nuestra existencia, el pacto social fundante de la convivencia que puede resumirse en que si uno se porta bien nada malo le pasará. Es la columna vertebral de la educación y la formación personal, que los genocidios contrarían y demuelen. Recuerdo a Hanka que a los siete años debió esconderse con su madre en un ropero mientras los nazis irrumpían en el departamento y cuando quiso hablar su madre le hizo el gesto de “sh” ¡silencio!, “¿por qué no puedo hablar?”, “porque si nos descubren nos matan” y la niñita preguntó “¿por qué me quieren matar si me porté bien?”. ¿Cómo responder a esa simple pregunta que es la pregunta de los genocidios? Portarse bien dejó de ser  garantía. Y eso nos envuelve en un manto  oscuro, tenebroso y amenazante.      

Al mismo tiempo, nunca antes el mundo había vencido tantos obstáculos y acechanzas como ahora. Los avances tecnológicos permiten que la expectativa de vida -no para todos pero sí para muchos- se haya duplicado en pocos años. La producción alimenticia y la mejora en siembras y cosechas determinó un descenso en el hambre -no para todos, otra vez, pero sí para muchos. Sin embargo, aventado el peligro de una conflagración nuclear que nos borraría definitivamente del mundo, y contrariamente a lo que suponíamos los que creíamos que la civilización, la ciencia y la cultura en su progresivo crecimientos irían diluyendo la codicia, el afán de poder, el ansia de prevalecer y podríamos vivir en un mundo en el que todos tendríamos la garantía de vivir nuestra vida como nos placiera, vemos hoy, inermes e impotentes, que las amenazas resurgen provenientes de los terrorismos cada vez con mayor alcance y poder. Es un  nuevo peligro que nos amenaza a todos, y las preguntas vuelven a instalarse: ¿Cómo impedirlo? ¿Cómo instalar esa gota de racionalidad que hará posible una vida en paz? ¿Cómo recomponernos ante el fracaso de las buenas intenciones cuando la geopolítica nos cubre con la irracionalidad de la muerte como moneda de cambio?
La muerte exige un ritual para ser vivenciada, incorporada y aceptada en el devenir de lo humano. Para que el ritual de la muerte pueda tener lugar es preciso el cuerpo. Sin cuerpo no hay rituales. El cuerpo concreto, el cuerpo sin vida, el cuerpo enterrado es lo que hace posible al proceso de duelo que luego de la muerte hace posible el ritual. Sin eso, el muerto no está muerto del todo. Sin el cuerpo, sin la evidencia, el muerto se transforma en fantasma, un zombie, sigue estando, sigue siendo posible y no nos deja descansar en paz. La imposibilidad de incorporar la muerte como esa nada mencionada más arriba, nos lleva a creer que no existe y nos consolamos con la idea de que lo muerto es el cuerpo mientras que el alma vive eternamente. Tanto peor, tanto más siniestro, tanto más imposible de procesar es la muerte sin el cuerpo muerto. Es la tragedia de los desaparecidos y la de las víctimas de los genocidios perdidos en fosas comunes, incinerados y evaporados, que hacen imposible incorporarlos al ritual que los vivos necesitamos para convencernos y aceptar que han muerto.

Estas fotos hablan de todo esto. Tomadas en diferentes sitios de genocidios y matanzas, nos ahorran el morbo de la carne lacerada y nos invitan a sumergirnos en la oscuridad, en la confluencia difusa de eso que no se puede decir, de eso que no tiene palabras, de eso que acá llamo eso y que ninguna palabra alcanza a nombrar acabadamente. Y mientras uno va mirando esas imágenes con bordes desprolijos que apuntan a la pura emoción, de pronto, sin que se lo espere, se aparece una ventana claramente delineada por la que se asoma una alambrada de púas que pone todo en su lugar. 

Vacíos y oscuridades después de unos cielos con nubes cargadas, espesas que dejan entrever espacios libres ¿esperanza? ¿futuro? ¿posibilidad? ¿Qué nos espera detrás de esas nubes gordas, pregnantes, femeninas? ¿son una promesa? ¿nos traerán lluvia buena que regará tierras fértiles? ¿qué hay debajo de ellas? ¿son solo esas zonas negras y grises en las que nada bueno puede crecer? ¿o nos hablan de que también hay césped y flores, arbustos y frutos, ríos y pantanos, montañas y lagos, criaturas vivas que miran al cielo esperando el nuevo día y con él el renacimiento de la vida?

Cada imagen podría ser un test proyectivo, como el de Rorschach donde a la pregunta de “a qué se parece esto que ve” las manchas no figurativas adquieren formas que solo ven los ojos que las miran, unen puntos donde no había uniones, imaginan escenas que tal vez relatan misterios y temores que afloran sin la guía de la voluntad. Tomo cada una de estas fotografías, miro cada una de las imágenes y me dejo llevar adonde me lleven, sin orden ni concierto, sin pedirle ayuda a mi racionalidad o a mi voluntad, metáfora de la vida, de lo humano, de lo posible. Somos el único mamífero que se pregunta porqué, que necesita explicaciones, teorías y propósitos, necesidad que creó la civilización, la cultura y también, mal que nos pese, las luchas por el poder y los genocidios. Vivimos construyendo teorías, imaginando certidumbres, dibujando en la arena con la ilusión de que la marea lo dejará intacto para descubrir al otro día que ya no está, que no hay certidumbres ni garantías, que, como preguntó Hanka ¿por qué me quieren matar si me porté bien?. 

Estas fotos se atreven a contrariar esta necesidad de poner orden al desorden, de emprolijar lo desprolijo, de rodear la realidad difusa con bordes nítidos y nos confrontan con el saber y el no saber, el saber que no se sabe y, lo que es más difícil, saber que tal vez no se podrá saber nunca. 

A pesar de todo lo dicho, no todo es oscuridad e incertidumbre. Sumando otro misterio al misterio, Claudia Bonder abre un resquicio y consigue imprimirle belleza a lo irrepresentable. Su sed estética también es amor. Y quiero creer, necesito creer, me es imprescindible creer, que tras esas nubes cargadas de memoria y promesas, elevando nuestra mirada más allá del arco iris, acurrucado, latiendo y expectante, nos espera el amor. 


Diana Wang

Junio 2024


#Ya no les creo

Estamos viviendo la traición de las consignas feministas que tanto han hecho por la dignidad de las mujeres. Las históricas luchas en pos de igualdad y justicia, las denuncias de ataques y perpetraciones, los ideales enunciados se estrellaron contra el atronador silencio posterior a la orgía femicida del terrorismo de Hamás el 7 de octubre. Las mismas que señalaron la opresión de la sociedad patriarcal callaron ante la barbarie. Las mismas que se regodeaban con sus militancias progresistas, su moral igualitaria y sus anhelos de dignidad, se embanderaron con dictaduras patriarcales y terrorismos femicidas y silenciaron sus voces ante las víctimas israelíes. 

No hubo empatía con ellas. Su oposición ideológica a Israel primó sobre sus ideales feministas. Las judías son más israelíes que mujeres, no son iguales a otras, no merecen ser defendidas. Lo increíble, contradictorio y hasta bizarro, es que las mismas mujeres que no se condolieron con las israelíes apoyan alegremente a países en los que las mujeres carecen de los mismos derechos por los que dicen abogar. 

Traicionaron al feminismo y a cada una de las mujeres que dicen representar. Traicionaron sus principios y sus luchas. Traicionaron a las valientes sufragistas, a Simone de Beauvoir, a Betty Friedan, y a cada una de las mujeres golpeadas o asesinadas. Se traicionaron a sí mismas. Quebraron el colectivo y perdieron la autoridad para hablar en nombre de “las mujeres”. Las violadas judías, las mutiladas, las torturadas, las asesinadas y exhibidas como trofeos, no pertenecen al universo del feminismo. Copiando a la mirada del nazismo hacia los judíos, las israelíes son menos mujeres, o sub-mujeres, no tienen los mismos derechos ni son merecedoras de las mismas luchas y reclamos. Desde el río hasta el mar reedita el camino a Auschwitz.

No se salvó ninguno. Ni #metoo ni #niunamenos ni los defensores de los derechos LGTBIQ+ ni los pañuelos celestes, ni los pañuelos verdes, ni las izquierdas dizque progresistas, ni #blacklivesmatter. Estos ideólogos, policías del pensamiento y dueños de la moral no ven ni oyen cuando se trata de judías, descolectivizaron al colectivo feminista. Complotados y fingiendo demencia, hacen como que no pasó lo que pasó. Algunos enuncian un tímido y cobarde “sí, pero…”, y los que compraron el relato maniqueo, simplista y falso de Israel-opresor/palestinos-oprimidos defienden a los terroristas y levantan las banderas palestinas clamando por la desaparición del Estado de Israel como si los principios de libertad y justicia que dicen sostener no se contradijeran con los que sostienen los terroristas.  

Los movimientos feministas dejaron bien claro que ninguna conducta de una mujer merece y justifica la violencia o el ataque, aunque el perpetrador se escude en ello para alegar inocencia. Ni la pollera corta, ni una mirada torva, la culpa no es de la víctima. Salvo si son israelíes. Por todo eso ya no les creo. #Yanolescreo cuando declaman cambiar la sociedad patriarcal para que las mujeres tengamos los mismos derechos. Las judías no entramos allí. Somos más judías que mujeres. Nuestros dolores no son iguales a los de todas. Deberemos defendernos solas como aprendimos a lo largo de siglos de patriarcado y antisemitismo. ¡Feministas, a callar a partir de ahora! ¡A buscar otras luchas que les den sentido a sus vidas! Ya no defienden derechos universales. Su silencio es cómplice de lo peor que denuncian. Acaban de asesinar al feminismo. #Yanolescreo.

Publicado en Clarin


¿Y a mí por qué me miran?

“… se dicen muchas cosas, mas si el bulto no interesa ¿Por qué pierden la cabeza ocupándose de mí?”

Se dice de mí. Ivo Pelay 

Este furibundo rebrote de antisemitismo que vivimos desde el 7/10, me hizo cambiar la pregunta de “¿por qué nos odian?” a “¿por qué les somos tan importantes?”. ¿Por qué estamos en el centro del interés y la atención de tantos, en especial cuando esgrimen argumentos acusatorios? Como canta Tita Merello, es constante ese “se fijan si voy.. si vengo… o si fui”. 

Toda esa atención nos lleva a tener una particular auto conciencia que a veces nos quita espontaneidad:  no vaya a ser que piensen lo que sea que no queremos en cada caso que piensen. Nos sabemos observados, evaluados y exigidos a cumplir un standard superior al requerido a otros colectivos, exigencia que no se tiene con ningún otro pueblo. Se honra al judío asesinado pero se acusa al exitoso. Pero siempre en el centro de la atención: ¿por qué somos tan importantes? ¿Por qué este pequeño grupo humano, menos del 0,2% de la población mundial concita tanto interés?

 Fuimos, a lo largo de la historia de occidente, su pueblo elegido. Ya habíamos sido elegidos como portadores del monoteísmo, lo que habitualmente se toma como soberbia cuando es un peso y una responsabilidad. Pero luego fuimos  elegidos, siglo tras siglo, como los vituperados, envidiados, despreciados, demonizados, sospechados, odiados, excluidos, acusados, asesinados. Ningún otro pueblo ha tenido esa mirada tan persistente sobre sí durante tanto tiempo. Ninguno. 

 Desde la antigüedad, estuvimos en la mira de los poderosos de turno. ¡Pueblo arrogante y atrevido! ¿Contrariar al politeísmo pagano con esta revulsiva idea de que Dios es uno solo y que bajo su manto todos somos iguales? ¡Habráse visto semejante irreverencia! ¡Un ataque frontal al poder de reyes y emperadores! Si todos somos iguales ante la ley, ninguna ley ni autoridad será superior, nadie podrá atribuir su poder a un mandato divino. El monoteísmo, al igualar a toda la humanidad, amenazaba con desempoderar a los que se creían con derechos superiores y este  nuevo orden, esta nueva manera de pensar la ley, la justicia, los derechos y obligaciones, fue/es un mandato ético que el pueblo judío se cargó al hombro. Los amenazados por semejante propósito no lo vieron con buenos ojos. Intentaron, más de una vez y sistemáticamente, la erradicación de ese pueblo rebelde que contrariaba el status quo.  Para frenar y silenciar esas ideas disruptivas e irreverentes era preciso difamarlos, satanizarlos y, si eso no era suficiente, echarlos y exterminarlos. 

La amenaza, que desde la antigüedad requería tanta vigilancia, se potenció con el advenimiento del cristianismo. Cristo, ese rabino que predicaba la ley judía vivió y murió como judío. Fue mesianizado luego de su muerte por el también judío Saulo de Tarso de la tribu de Benjamín, maestro y misionero, que tuvo la visión de Cristo resucitado como el mesías anunciado por las escrituras judías. Fue el primer teólogo del cristianismo, el primer converso y se instituyó como el apóstol Pablo. 

El quid de la cuestión es que el anuncio de la venida del mesías es una metáfora. ¿Qué es la salvación? ¿Es la eternidad, el edén, la felicidad, el goce sin límites, la ausencia de enfermedades? Para los judíos la salvación no es un destino real sino algo ubicado donde las paralelas se cruzan, en el infinito. El mesías no es una persona, es un horizonte que debe ser esperado, trabajado, merecido, una recompensa a ganar, un objetivo ético que nos impulsa y motiva a trabajar para ser mejores y aceptar y respetar las reglas de la convivencia. Esta metáfora implica que lo humano es siempre perfectible, que el estado de completud, de nirvana, es algo a lo que debemos tender pero que, como somos imperfectos, nunca será alcanzado. 

Pablo literalizó y personificó la metáfora. Dejó de ser un anhelo, una meta a conquistar y se volvió una realidad ya sucedida. Lo que para la Torá era un relato para el cristianismo fue un hecho. El mapa se volvió el territorio. Y a esta noción básica que subvierte de modo radical la ética judía es a lo que el pueblo hebreo se resistió entonces y los caminos se abrieron. Hacia un lado el cristianismo cubriendo la moral salvífica de occidente y hacia el otro los judíos sosteniendo a rajatable la moral monoteísta.

Aunque amenazantes éramos necesarios porque nuestras escrituras anunciaban y legitimaban al mesías encarnado. La Iglesia incipiente señaló al pueblo hebreo como su adversario, el otro maligno que niega al salvador y merece ser execrado. 

Desde el siglo IV con la propagación y el éxito de la nueva doctrina devenida en religión, las acusaciones arreciaron, se multiplicaron, se potenciaron, se difundieron, se diversificaron, se hicieron carne -literal y metafóricamente- en la trama de occidente. 

Perseguidos por los romanos, los cristianos se transformaron en perseguidores de los judíos. La Torá pasó a llamarse  “viejo testamento”. Viejo, por opuesto y superador, pero también testamento, como legado y legitimación. 

Impedidos de poseer tierras, debimos ocuparnos de oficios y artesanías, comercios y recaudación de impuestos. Las posesiones debían ser transportables ante la amenaza de exclusión siempre presente, había que moverse rápido y ligeros de peso. Establecimos redes comerciales en toda la superficie europea y los pocos adinerados financiaban aventuras y proyectos de emperadores y reyes que eran frecuentemente retribuidos con el exilio. Nuestras reglas higiénicas nos protegían de algunas epidemias y, como nos enfermábamos menos, fuimos acusados de causarlas. 

En estas trayectorias hemos desarrollado una gran capacidad de adaptación y de reacción frente a los desafíos. Hoy en nuestro pequeñito país, antes un desierto, hemos florecido y construido un enclave de libertad, progreso y bienestar rodeados de países que mantienen a sus poblaciones en el autoritarismo, el atraso y el sometimiento. Ante los cataclismos y las amenazas, persistimos en hacer realidad una y otra vez el relato bíblico de las aguas que se abren a nuestro paso hacia un camino de salida. Sorprendente. Milagroso. Y así fue siempre. Nuevamente desafiados, nuevamente puestos en cuestión, las miradas están sobre nosotros al tiempo que eligen no ver los genocidios y matanzas en otras latitudes. 

¿Cómo no vamos a estar en el ojo de occidente? ¡Si hasta creo que tienen razón! Otra razón, no la de nuestra amenaza sino por todo lo que aún podrían aprender de nosotros. Ya hicimos escuela con la Torá y los mandamientos, con la lectoescritura desde la infancia, las normas básicas de la higiene y la dieta alimenticia, el psicoanálisis, el humor y la comedia musical, una estado democrático en ese enclave tiránico y autoritario, entre tantas otras cosas. No en vano nos ven como tan importantes. Mal que les pese a algunos, lo somos. 

Vuelvo a Tita Merello que con una jutzpá bien judía termina su tango con palabras que hago mías: “Podrán decir, podrán hablar, y murmurar  y rebuznar, mas la fealdad que Dios me dio, mucha mujer me la envidió, y no dirán que me engrupí porque modesta siempre fui. ¡Yo soy así!”

Antisemitismo visual  

El Museo del Holocausto de Buenos Aires da la bienvenida a esta riquísima muestra que revela el grado del antisemitismo como parte de la cultura europea. Esta  increíble colección con más de 8 mil piezas originales, la mayor en su género en Europa, es obra de Arthur Langerman, sobreviviente judío de Bélgica. Libros y publicaciones de distinto calibre, juguetes, posters, imágenes plasmadas en papel o en diferentes objetos, un universo multiforme y heterogéneo que converge en el odio a los judíos, la construcción y sostenimiento del prejuicio mediante imágenes falsas. 

Veamos más de cerca a la palabra prejuicio. El prejuicio como tal no es necesariamente malo aunque la palabra haya quedado contaminada con la idea de la disvaloración, de la discriminación y de la exclusión. El prejuicio es uno de los mecanismos de la economía psíquica en nuestro proceso de pensamiento, una especie de atajo sobre personas o ideas o cosas sobre las que no es preciso volver a evaluar. Fue una herramienta de supervivencia que nos permitía anticipar lo desconocido, lo no familiar, ver peligros, amenazas y defendernos. El prejuicio es parte de nuestra vida, tanto el defensivo como el discriminador. Creo sin embargo que el antisemitismo, en su adhesividad, en trascender fronteras y circunstancias, se distingue de otros prejuicios. Está instalado con tal peso de verdad en la sociedad occidental monoteísta que parece irreductible. La judeofobia es más que un prejuicio, es el odio más antiguo conocido, y aunque cambió en sustentos y manifestaciones se mantuvo inalterable a lo largo de los siglos. La palabra prejuicio creo que le queda chica. Los objetos e imágenes reunidos por Langerman lo revelan de modo indiscutible. La nariz ganchuda, tan estereotípica del ideario antijudío es tan universal como la botella de Coca Cola. 

El odio a los judíos, la judeofobia, tiene una larga historia en la comunidad humana. Comenzó cuando el pueblo judío se instituyó como tal y asumió la responsabilidad de enunciar y sostener que hay un solo dios bajo cuya supremacía todos somos iguales. Proposición revulsiva que se oponía radicalmente al politeísmo y al paganismo imperantes. Esta idea insólita, extraña e irreverente que traía el monoteísmo fue resistida por  los gobernantes y emperadores de la antigüedad puesto que amenazaba su poder. 

A pesar de los rechazos y las persecuciones que podrían haberlo disuelto, como ha pasado con tantos otros pueblos, el pueblo judío se mantuvo unido y fiel a su idea. Pasaban los gobiernos, cambiaban de sitio de residencia pero continuaban llevando consigo el mensaje organizador y estructurador de la convivencia humana de que ante un dios único los humanos somos todos iguales.

El judío más prominente de la historia es Jesus. Este rabino rebelde que difundía el mensaje de la igualdad humana tan amenazante para el poder, fue crucificado como delincuente por el imperio romano. Su entronización y relevancia fue posterior a su muerte y se la debemos al apóstol Pablo que lo señaló como el mesías venido a redimir a la humanidad. Mesías,  literalmente “el ungido”, el salvador, es una palabra hebrea que, transliterada al griego, es la palabra Cristo. Para instituir al cristianismo como la nueva religión hubo que diferenciarlo de su origen. Comenzó así el camino del odio porque el judío pasó a ser la encarnación de lo diabólico, del mal. Este proyecto de Pablo y sus apóstoles tuvo una exitosa carrera de propagación que culminó a finales del siglo IV cuando el emperador Constantino y luego Teodosio El Grande instalaron al cristianismo como la religión oficial de lo que quedaba del imperio romano. 

Durante siglos, apoyados por reyes y emperadores, los párrocos y curas europeos predicaron ante campesinos iletrados la condición malévola y demoníaca de los judíos acusados de deicidio y de provocar pestes, hambrunas y cataclismos. Difundieron profusamente el libelo de sangre, la acusación de que secuestraban niños cristianos y los desangraban para sus rituales satánicos. Más cerca de la modernidad, sumaron la acusación de codiciosos y explotadores, planeadores y orquestadores de conspiraciones para lograr el poder universal. La propaganda de la Iglesia y de los estamentos del poder fue tan poderosa que la satanización de los judíos es desde entonces parte integrante de la identidad occidental: judío es igual a culpable.

En el siglo XIX la judeofobia religiosa devino antisemitismo. El odio contra los judíos, los semitas, tuvo un nuevo argumento. Veamos de dónde viene lo semita.

Semita es una de las familias de los idiomas humanos. De entre las muchas familias de lenguas, dos raíces son la semita y la aria. De la familia semita nacen el árabe, el hebreo, el arameo. De la aria, las lenguas indo-europeas. Lo semita es el idioma, no la gente.

La idea de tomar lo semita y lo ario y aplicarlo a la biología, a la teoría racial, fue del político alemán Wilhelm Marr. Esta superchería científica tan difundida es falsa por dos motivos. 

Uno, porque la teoría racial no corresponde a los humanos. No existen razas en los seres humanos, somos una sola raza, la raza humana. Las diferencias exteriores, colores y formas, no nos definen biológicamente como razas diferentes. 

Y el otro motivo es el pase de magia de saltar de la lingüística a la biología, tomar el origen de las lenguas y trasladarlo al campo de la  genética. 

Ambas falsedades, la teoría racial y lo semita como raza fueron la materia prima del concepto de antisemitismo que hoy se usa indistintamente con el de judeofobia.

Durante el iluminismo a finales del siglo XIX, la comunidad judía centroeuropea tuvo acceso a la ciudadanía especialmente en Alemania y Francia. Se abrió un despertar cultural fecundo con la expectativa de la integración y la aceptación. La esperanza fue truncada de un plumazo con el juicio a Dreyfuss que destapó las cloacas del odio latente a los judíos, como lo que está pasando en la actualidad luego del pogrom terrorista de Hamás. 

El infausto deslizamiento de la humanidad al antisemitismo siguió en el siglo XX. 

A los Protocolos de los Sabios de Sión, esa superchería inventada por la policía zarista, se sumó El Judío Internacional de Henry Ford. Al triunfo de la revolución soviética que aterró a occidente y debía ser detenido a toda costa se sumaron Hitler y los ideólogos nazis que igualaron a comunistas con judíos. Esos textos e ideas se tomaron para cohesionar a Alemania contra los judíos. Hoy vemos estas imágenes también en los afiches y propaganda del islamismo radical con el mismo objetivo de entonces.

Todo esto está reflejado en las imágenes y objetos recolectados por Langerman. 

Llamar a la exhibición Fake Images alude al fenómeno de las fake news que infectan de modo tan poderoso a los consumidores de redes sociales sin tiempo ni disposición para pensar, revisar, comparar, verificar. Imágenes fraudulentas, noticias fraudulentas, objetivos fraudulentos son el contexto que vivimos hoy y que nos honramos en apoyar y presentar en esta casa de modo aleccionador y como advertencia. Complementa de manera vibrante el recorrido de nuestro museo y permite ver, entender y, tal vez, eso esperamos, prepararse para el derrame de falsedades, engaños y manipulaciones que recibimos a diario y que tanto daño están haciendo.

FACA - Videos difusión

Diana Wang: Judeofobia, antisemitismo y antisionismo (texto completo abajo)

Julian Schvindlerman: Conflicto en medio oriente ¿de qué se trata?

Diana Sperling: judío, israelì, israelita….

Melicovsky: terrorismo

Judeofobia - Antisemitismo - Antisionismo

Antisemitismo es la demonización y hostilidad contra los judíos y su cultura.

Judeofobia es la repulsa  y el odio a los judíos.

Antisionismo es la oposición a la existencia del estado de Israel.

El feroz ataque del 7 de octubre demuestra, otra vez, que las 3 palabras quieren decir lo mismo. 

Judeofobia. 

El odio a los judíos tiene una larga historia. Comenzó cuando asumieron la responsabilidad de enunciar que hay un solo dios bajo el cual todos somos iguales, idea revulsiva en total oposición a la creencia en la multiplicidad de dioses del politeísmo. En un mundo en el que imperaba el paganismo la propuesta, irreverente y extraña del monoteísmo, fue resistida por los conquistadores romanos. 

El judío más prominente de la historia es Jesus, ese rabino rebelde crucificado como delincuente y entronizado décadas después por el apóstol Pablo como el mesías que había venido a redimir a la humanidad. 

En las crónicas de los apóstoles Mateo, Marcos, Lucas y Juan, Jesús, el mesías, traía una nueva religión. Mesías es una palabra hebrea que, transliterada al griego, se convierte en Cristo. Cristo es lo nuevo, su llegada cumplía las profecías bíblicas pero, en tanto nuevo, la identidad del cristianismo debía diferenciarse de aquel origen judío que comenzó a ser representado como la encarnación del mal e inició su exitosa carrera de propagación que culminó a finales del siglo IV cuando el emperador Constantino instaló al cristianismo como la religión oficial de lo que quedaba del imperio romano. 

Durante siglos, los párrocos y curas europeos predicaron ante los campesinos y el pueblo iletrado la condición malévola y demoníaca de los judíos, acusados de ser los provocadores de pestes, hambrunas y cataclismos. No solo la iglesia, también reyes y emperadores culpaban de todo lo malo a los judíos. Difundieron profusamente el libelo de sangre, la acusación de que los judíos secuestraban niños cristianos y los desangraban para sus rituales satánicos. Y más cerca de la modernidad, sumaron la acusación de los judíos como codiciosos y explotadores, que planeaban y orquestaban teorías conspirativas para lograr el poder universal. La propaganda de la Iglesia y de los estamentos del poder fue tan poderosa que la satanización de los judíos es desde entonces parte integrante de la identidad occidental: el judío es EL culpable. Esto define a la judeofobia.

Antisemitismo
En el siglo XIX la judeofobia devino en antisemitismo. La hostilidad y el odio contra los judíos, los semitas, tuvo un nuevo argumento.

¿De dónde viene la idea de lo semita y cómo se aplicó al pueblo judío?

Semita es una de las familias de los idiomas humanos. Es un concepto lingüístico. De entre las muchas familias de lenguas, dos son la semita y la aria. En la familia semita están al árabe, al hebreo, al arameo. En la aria las lenguas indo-europeas. No se trata de razas sino de idiomas. La idea de tomar lo semita y lo ario y aplicarlo a las personas, a la biología, fue del político alemán Wilhelm Marr a quien le debemos la palabra y el concepto de antisemitismo. 

Esta idea, tan difundida, es una superchería científica. Y lo es por dos motivos. 

Uno, porque la teoría racial no corresponde a los humanos. No existen razas en los seres humanos, somos una sola raza, la raza humana. Las diferencias exteriores, colores y formas, no nos definen como razas diferentes. y el otro porque lo semita no tiene que ver con las personas sino con los idiomas.

Y el otro motivo es el pase de magia de saltar de la lingüística a la biología, poner el origen de las lenguas como un determinante genérico. La teoría racial, que es falsa, y el tomar lo semita como genético, fueron la materia prima del concepto de antisemitismo que hoy se usa indistintamente con el de judeofobia.

Antisionismo.

Es oponerse a la existencia del Estado de Israel. 

El sionismo comenzó a fines del siglo XIX soñado y propuesto por Theodoro Herzl, político y periodista húngaro que propuso el establecimiento de un hogar judío a salvo de las persecusiones y el antisemitismo reinante. Este sueño generó un movimiento de liberación nacional que se hizo realidad recién después del holocausto cuando las Naciones Unidas, con el apoyo, entre otros, de los EEUU y la Unión Soviética, decretaron la partición de lo que, uno judío y el otro árabe. 

Los judíos lo aceptaron. 

Los árabes no y fueron instados a dejar sus lugares para ser asilados en campos de refugiados a la espera de que los poderosos países árabes vecinos cumplan su promesa de echar a los judíos al mar. A partir de entonces se sucedieron los ataques, las guerras contra Israel en las que siempre derrotó a sus atacantes. 

La simpatía que acompañó a Israel en sus primeras luchas contra las incursiones árabes tuvo un punto de inflexión en la Guerra de los Seis Días. La geopolítica y el petróleo cambiaron los apoyos internacionales y hubo una nueva partición del mundo. La Unión Soviética, que había apoyado el nacimiento de Israel, se alió con los países árabes. Cuando Israel gamó esa nueva guerra de manera concluyente y veloz en 6 días, la derrota fue humillante para sus vecinos que crearon la narrativa del estado colonizador que victimiza a la población árabe -que, no lo olvidemos, seguía refugiada en los campos forzosos y eternamente transitorios en los que los árabes insistían que siguieran-. Ninguno de los países vecinos los recibieron, “esperen a que echemos a los judíos al mar y recuperaremos todo”. Esta forzosa condición de víctimas a la que estaban sometidos por sus propios hermanos se equilibró con la condición contraria de los judíos que en la nueva narrativa, antes víctimas inermes e impotentes, pasaron a ser los aguerridos y vencedores, los que defenderían a sangre y fuego su nación y su casa a costa de la victimización de los palestinos. 

Palestinos era una palabra que se instaló entonces. La OLP liderada por Yaser Arafat enarboló el concepto de pueblo palestino como una nueva bandera de lucha y reivindicación con el relato de la liberación del pueblo palestino y de Israel como su sojuzgador. 

Cuando la OLP perdió poder político en manos de Hamás, que hoy es amo y señor de la franja de Gaza y la ribera oriental de Judea y Samaria, el relato se concretó en una militarización progresiva  y una escuela de odio instilada desde el jardín de infantes. 

Varios grupos que, tal vez con las mejores intenciones, creen defender los DDHH y exigen “liberar Palestina desde el río hasta el mar” están diciendo que alientan el exterminio de los judíos israelíes. Es una consigna antisemita de pura cepa.

Así, el islamismo radical sube la apuesta y hoy acusa a Israel de ocupante ilegal, genocida y apartheid. Tres acusaciones sin fundamento. 

No es ocupante de Gaza porque Israel abandonó Gaza en 2005, hace casi 20 años que no está allí y los gazatíes destruyeron todos los emprendimientos construidos (granjas, viveros, fabricas).

No es apartheid porque en Israel árabes, drusos, palestinos y otras etnias gozan de los mismos derechos que los judíos y acceden a todo tipo de cargos públicos y posiciones laborales. 

No es genocida porque ésta y todas las guerras en Israel fueron defensivas, nunca comenzó ninguna. El ejército israelí tiene como eje principal evitar dañar a las poblaciones civiles. Las acciones de la presente guerra están precedidas por advertencias a la población para que abandonen el lugar antes de ser atacado. Se realizaron 79 mil llamadas telefónicas, se arrojaron 7.2 millones de folletos, se enviaron 13.7 millones de mensajes de texto y 15 millones de llamadas grabadas a los palestinos en Gaza. ¿Qué otro ejército del mundo hace una cosa igual? ¿avisar del ataque e indicar dónde tendrá lugar para que los civiles se pongan resguardo?

Las acusaciones hacia Israel replican las históricas acusaciones judeófobas travestidas hoy como políticas. Criticar alguna política israelí es legítimo así como criticar a cualquier política o gobierno de cualquier país del mundo. Pero a ningún país se lo identifica con su gobierno. A ningún país se le exige que sus residentes lo abandonen. Ningún país, ni el más sanguinario y racista, es acusado de maldad, crueldad, discriminación y racismo como Israel. Guerras y asesinatos en todas las latitudes son pasados por alto y no mencionados por los medios ni registrados por las redes como merecedores de repulsa social. Salvo que se trate de Israel. Hay que vender noticias y ya sabemos, jews are news. 

Quien dice “no soy antisemita, soy antisionista” incurre en una contradicción. El antisionismo, es decir, la convicción de que Israel no tiene el derecho a existir como cualquier otro país y que su población judía debe desaparecer es una formulación antijudía explícita. A ningún país del mundo se le niega el derecho a existir, solo a Israel. 

Los antisionistas sufren de una doble ceguera: no ven las cosas como son y, lo que es peor,  no ven que no ven. 

Los islamistas radicales han hecho un exitoso trabajo ocultando la cruel victimización del pueblo palestino en manos de sus propios hermanos e instalando la idea de que Israel es el culpable. Los israelíes señalados son la nueva demonización 

de los judíos acusados de todo lo malo que sucede. Ayer ¡quemarlos en la hoguera! ¡ahogarlos en las cámaras de gas! Hoy ¡echarlos al mar! ¡a morir, otra vez! El islamismo radical está ganando la batalla cultural. Reconocerse antisionista hoy es cool.


Judeofobia, antisemitismo y antisionismo son sinónimos.

La matzá también se puede dibujar.

Lushka se despertó temprano. Hacía ya dos años que no veía a su familia, no sabía nada de ellos. Estaba en el orfanato del Padre Boduena, en la parte aria de Varsovia donde la había traído Irena Sendler, la enfermera que venía al gueto con comida y remedios. Se llamaba Libe pero ya se había acostumbrado al nuevo nombre que ocultaba que era judía. 

Como era la más grande colaboraba con las monjas en lo que podía. Ayudó a vestir a los más chicos y consoló a Mietek, de tres años, que siempre lloraba al despertar pidiendo por su mamá. Terminado el desayuno, mientras levantaban la mesa y lavaban los vasos, le dijo a la Hermana Beata que se acercaba el Pésaj. Lo sabía porque había dejado de nevar, hacía menos frío, empezaba la primavera y la luz del día duraba más tiempo. Le contó que en su casa y en todas las casas judías se hacía un séder. Beata nunca había escuchado esa palabra y Lushka le dijo que era una cena que se hacía con la familia, se contaba una historia y se comía matzá. “¿Como la última cena de Jesús?” preguntó la monjita. “¡Claro!” le contestó Lushka, “y mi papá me contó que siempre hacemos dos cenas, la primera y la última porque como los judíos vivimos en distintos lugares y las horas no son las mismas, así estamos seguros de que una de las dos noches estaremos todos haciendo lo mismo”. La explicación le encantó a Beata que siempre había creído que se llamaba última cena porque después lo habían crucificado. Le gustó la idea de festejar esta coincidencia entre judíos y cristianos pero le preocupaba no saber cuándo era la fecha exacta. Lushka la tranquilizó diciendo que no importaba el día sino hacerlo. “Decime qué hace falta” pidió Beata. Le respondió que solo tres cosas, matzá, velas y la keará. ¡Otra palabra que la monja nunca había escuchado! ”Es un plato en el que ponemos cosas para recordar que fuimos esclavos, que un día dejamos de serlo y que deseamos que todos los esclavos puedan hacer lo mismo”. Beata pensó que los pobres chicos que cuidaba eran esclavos de los nazis pero no dijo nada, no quería entristecer a Lushka. Solo dijo que lo único que tenían eran las velas. Y otra vez la sabia chiquita encontró la solución, “no importa” dijo con una ancha sonrisa, “lo podemos dibujar”.

Aparecieron papeles y lápices, incluso algunos de colores, y el triste salón se convirtió en un patio de juegos. Fue una mañana diferente de las mañanas de siempre. Fue una mañana en la que, dibujando, recrearon la historia del éxodo judío y lo hermoso de ser libres. 

Los más chiquitos esbozaron matzot en varias hojas y los más grandes crearon huevos duros, papas hervidas, huesos de pollo, puntitos de sal, perejil y lo que cada uno recordaba que se ponía en la mesa. En el triste comedor de siempre el mantel blanco cubierto con los dibujos de los chicos puso un clima festivo al atardecer de esa primavera incipiente. Las velas hacían brillar los ojitos de los chicos. Los de siete u ocho años se acordaban del Séder en sus casas y del sabor del guefilte fish con jrein. Unos pocos recordaban alguna canción pero fue fácil para Lushka que aprendieran el Jad Gadió que pintó de risas y sonrisas las caritas opacas. Fue una noche diferente a las otras noches en el orfanato. Y cuando todo parecía haber terminado, Beata los sorprendió diciendo que quien encuentre el afikomán (¡había afikomán! ¿cómo se había enterado de eso?) tendría un premio. Salieron corriendo hacia todos los rincones del helado orfanato hasta que se escuchó ¡Lo encontré! y apareció Mariush, de 7 años, que antes de entrar al orfanato se llamaba Moishele, con el dibujo de la matzá como trofeo. Casi sin aliento, esperó expectante recibir el premio prometido. Todos rodeaban a Beata que, como si fuera un mago, sacó del bolsillo de su delantal ¡UNA BANANA!
Mariush no lo podía creer. No se animaba a tocarla. Estiró sus manos con timidez y cuando vio la mirada de los más chicos pidió un cuchillo para darle un poquito a cada uno. Beata lo detuvo y como si tuviera una varita mágica sacó de su bolsillo encantado ¡5 bananas más! ¡Gritos! ¡Alegría! La fiesta fue completa. 

Y Lushka, que en Argentina se llama Luisa, cuenta en cada Séder su hagadá personal, aquel Pésaj en el orfanato con los dibujos y el amor de la hermana Beata. Y siempre que alguien no entiende lo de las bananas, pacientemente responde que era un fruto exótico, un lujo, una golosina deliciosa que todos sabían que existía pero nadie había probado nunca. Y siempre agrega que no importa la fecha ni la comida porque  “lo que importa es estar juntos y recordar lo que fuimos y lo que somos. Pase lo que pase, aunque no tengamos vino o mantel o matzá, siempre lo podemos contar. Cada vez que lo hacemos, enhebramos una perla más en este collar que nos une, nos da sentido y nos dice quienes seguimos siendo”.

Publicado en una nueva hagadá de pesaj: “Un seder posible” de Bianca Guebel, Michelle Gualda y Mica Najmanovich, Edición Balebuste.

 El día en que me convertí. 

¡Perdoname! ¡Perdoname! ¡No sabía! ¡Creía que acá íbamos a estar bien! ¡Creía que era un lugar seguro! ¡Perdoname! ¡Perdoname!” lloraba desgarradoramente mamá por teléfono aquel 18 de julio a las diez y media de la mañana. “¿Qué pasa mamá?” dije angustiada “¿estás mal, pasó algo?” “¿No sabés? ¡prendé la televisión, destruyeron la AMIA! ¡nos quieren matar otra vez!

¿NOS quieren matar? ¿a quién? ¿a nosotros? ¿a mí? y por qué dijo “otra vez” ¿cuándo nos quisieron matar antes? Fueron fracciones de segundos en los me hice esas preguntas y las respuestas casi instantáneas fueron un punto de inflexión en mi vida. “Nos” a nosotros, a los judíos, a mí y “otra vez” era como en la Shoá. Mamá, sobreviviente de aquello, revivió aquel lunes todo el horror, todo el miedo, la incertidumbre y la angustia de sabernos blanco de ataques como entonces.

Hasta ese día, mi vida como judía transcurría sin que ese fuera un tema esencial. Sin educación religiosa ni haber participado en organizaciones comunitarias, ese aspecto de mi identidad no me definía ni me interesaba o preocupaba. El “nos” y el “otra vez” de mamá implosionaron en mi subjetividad y cayó sobre mí, así como los cascotes del derrumbe, la noción concreta de que eso que había pasado me atañía personalmente. 

Conocía la AMIA. Había ido varias veces a conciertos, conferencias, algún trámite pero hasta ese día el edificio no había tenido un significado particular. Todo cambió. No solo cambió en mi que asumí de modo conciente mi identidad judía, por eso digo que ese día me convertí, sino que cambió para todos, judíos y gentiles. La destrucción del edificio derrumbó también una pared que nos separaba de los demás, salimos a la calle, manifestamos, protestamos, reclamamos justicia, nos dimos a conocer. Ya no como israelitas, ahora como judíos. Dejamos de temerle a la palabra y la asumimos con determinación y orgullo. 

Así como el ataque terrorista del 7 de octubre de 2023 cambió el modo en que nos vemos los que vivimos en la diáspora, el atentado a la AMIA el 18 de julio de 1994 con sus muertos, sus heridos y sus secuelas cambió nuestra inserción pública y nuestro lugar como judíos argentinos. Aunque el cambio se había insinuado dos años antes, con la destrucción de la embajada de Israel, hace 30 años nos quitamos un manto pseudo protector, se terminaron el miedo a la exposición, el disimulo ante el antisemitismo, la aceptación de ataques y discriminaciones, nos pusimos de pie para hablar y exigir lo que todo ciudadano tiene derecho a reclamar: respeto, justicia y verdad.

Para el libro en recuerdo de los 30 años del atentado a la AMIA.