Cielos mudos sobre una tierra en penumbras. Fotos de Claudia Bonder

¡Cielos, digan por qué! ¡Oh, digan por qué!

¿Por qué nos merecimos ser tan humillados en esta ancha tierra?

La sordomuda tierra se hace la ciega… pero ustedes, cielos, lo vieron;

¡ustedes lo observaron todo desde las alturas y no se trastornaron!

Itsjok Katzenelson (noviembre de 1943)

(Si se mantiene el título) “Ojalá fuera un sueño” llamó su autora a este despliegue de imágenes. Es que no fue un sueño, fue una pesadilla. La pesadilla de los genocidios, las matanzas masivas, el mal desatado con crueldad y sin culpa. Una pesadilla de la que a veces no estamos seguros de haber despertado. ¿Cómo representarlo? ¿Cómo construir imágenes, conceptos, reflexiones que nos permitan entender, metabolizar y, eventualmente, frenar todo ese horror? 

(Si se cambia el título a “Cielos digan por qué”) Cielos mudos cubren una tierra tormentosa regada con genocidios, matanzas masivas, el mal desatado con crueldad y sin culpa. ¿Cómo representarlo? ¿Cómo construir imágenes, conceptos, reflexiones que nos permitan entender, metabolizar y, eventualmente, frenar todo ese horror? 

¿Cómo representarlo? ¿Cómo construir imágenes, conceptos, reflexiones que nos permitan entender, metabolizar y, eventualmente, frenar todo ese horror? ¿De qué manera transmitir en código visual las emociones que nos produce?

Estos hechos nefastos son hijos del siglo XX. Entronizaron el espanto y la muerte hasta el grado de llevarlo a una industria, como durante la Shoá. La muerte de tantos millones, entre arbitrariedades, injusticias y abyecciones, nos sigue llenando de interrogantes, nos interpela y conmueve en lo más esencial de lo humano. 

¿Cómo representar la muerte que es irrepresentable? Pretender mostrar la nada, la ausencia, es un oxímoron puesto que ni bien se vuelve “algo” -imagen, figura, color-  su ausencia se vuelve presencia, se la traiciona. La misma palabra nada es una traición a la nada misma. En los genocidios la muerte, la reducción a la nada, es la figura central. El asesinato, sea cual sea el motivo, cruza una raya, la que delimita el territorio de la convivencia, del respeto por la diferencia, lo que hoy llamamos derechos humanos. Aunque imposible, urge dejarlo sentado, mostrarlo, hacer algo con todo eso. Las imágenes de cuerpos desangrados, de miembros mutilados, de pieles torturadas, de expresiones de espanto y gestos implorantes, en su aparente reflejo de lo que pasó, resultan obscenas, morbosas, fascinan y repelen. No son lo que pasó. Nunca lo serán. La fotógrafa Claudia Bonder lo entendió y su trabajo nos habla de la irrepresentabilidad inherente y lo muestra con luces y sombras en una tierra difusa bajo cielos mudos. 

¿Es lo mismo matar que asesinar? Los Diez Mandamientos, el eje ético que aportó el judaísmo a occidente, establecen la prohibición de asesinar, no la de matar. Cuando la vida está en juego, la propia o la de alguien indefenso, es legítimo matar e impedir el ataque. Asesinar es quitar la vida a alguien, una persona o un grupo humano, por motivos económicos, políticos, religiosos o territoriales. Los seres vivos no asesinan, matan cuando les es vitalmente necesario. Solo los  humanos asesinamos y cuando lo hacemos de manera masiva suceden

los genocidios y las masacres que han definido al siglo XX. La Shoá es el más conocido, investigado y difundido, pero está lejos de ser el único. En una enumeración incompleta, antes del delirio asesino nazi, sucedieron la matanza de los hereros en Namibia, de los armenios a manos de los turcos otomanos, de los chinos en Nanking, de los ucranianos durante el Holodomor, las purgas soviéticas y la revolución cultural en China. Decenas de millones de personas asesinadas en la primera mitad del siglo sin contar a la Primera Guerra Mundial. Después de la Segunda Guerra, una vez conocido lo sucedido en el Holocausto que instaló la aterradora “novedad” de una industria de la muerte, el horror movilizó a todas las fuerzas políticas que se pronunciaron casi unánimemente por el esperanzado nunca más que creyeron definitivo. Lamentablemente, fue solo una buena frase con buenas intenciones. En la segunda mitad del siglo XX el nunca más anhelado fue un otra vez, otra vez, otra vez y otra vez. Los genocidios y las matanzas masivas no solo no se detuvieron sino que se multiplicaron y cubren al siglo XX de ignominia y vergüenza. Los Balcanes, Ruanda, Guatemala, Congo, Nicaragua, El Salvador, Chechenia, Camboya, y la situación continúa en el siglo XXI.

Los genocidios y las matanzas masivas ponen en cuestión lo más básico de nuestra existencia, el pacto social fundante de la convivencia que puede resumirse en que si uno se porta bien nada malo le pasará. Es la columna vertebral de la educación y la formación personal, que los genocidios contrarían y demuelen. Recuerdo a Hanka que a los siete años debió esconderse con su madre en un ropero mientras los nazis irrumpían en el departamento y cuando quiso hablar su madre le hizo el gesto de “sh” ¡silencio!, “¿por qué no puedo hablar?”, “porque si nos descubren nos matan” y la niñita preguntó “¿por qué me quieren matar si me porté bien?”. ¿Cómo responder a esa simple pregunta que es la pregunta de los genocidios? Portarse bien dejó de ser  garantía. Y eso nos envuelve en un manto  oscuro, tenebroso y amenazante.      

Al mismo tiempo, nunca antes el mundo había vencido tantos obstáculos y acechanzas como ahora. Los avances tecnológicos permiten que la expectativa de vida -no para todos pero sí para muchos- se haya duplicado en pocos años. La producción alimenticia y la mejora en siembras y cosechas determinó un descenso en el hambre -no para todos, otra vez, pero sí para muchos. Sin embargo, aventado el peligro de una conflagración nuclear que nos borraría definitivamente del mundo, y contrariamente a lo que suponíamos los que creíamos que la civilización, la ciencia y la cultura en su progresivo crecimientos irían diluyendo la codicia, el afán de poder, el ansia de prevalecer y podríamos vivir en un mundo en el que todos tendríamos la garantía de vivir nuestra vida como nos placiera, vemos hoy, inermes e impotentes, que las amenazas resurgen provenientes de los terrorismos cada vez con mayor alcance y poder. Es un  nuevo peligro que nos amenaza a todos, y las preguntas vuelven a instalarse: ¿Cómo impedirlo? ¿Cómo instalar esa gota de racionalidad que hará posible una vida en paz? ¿Cómo recomponernos ante el fracaso de las buenas intenciones cuando la geopolítica nos cubre con la irracionalidad de la muerte como moneda de cambio?

La muerte exige un ritual para ser vivenciada, incorporada y aceptada en el devenir de lo humano. Para que el ritual de la muerte pueda tener lugar es preciso el cuerpo. Sin cuerpo no hay rituales. El cuerpo concreto, el cuerpo sin vida, el cuerpo enterrado es lo que hace posible al proceso de duelo que luego de la muerte hace posible el ritual. Sin eso, el muerto no está muerto del todo. Sin el cuerpo, sin la evidencia, el muerto se transforma en fantasma, un zombie, sigue estando, sigue siendo posible y no nos deja descansar en paz. La imposibilidad de incorporar la muerte como esa nada mencionada más arriba, nos lleva a creer que no existe y nos consolamos con la idea de que lo muerto es el cuerpo mientras que el alma vive eternamente. Tanto peor, tanto más siniestro, tanto más imposible de procesar es la muerte sin el cuerpo muerto. Es la tragedia de los desaparecidos y la de las víctimas de los genocidios perdidos en fosas comunes, incinerados y evaporados, que hacen imposible incorporarlos al ritual que los vivos necesitamos para convencernos y aceptar que han muerto.

Estas fotos hablan de todo esto. Tomadas en diferentes sitios de genocidios y matanzas, nos ahorran el morbo de la carne lacerada y nos invitan a sumergirnos en la oscuridad, en la confluencia difusa de eso que no se puede decir, de eso que no tiene palabras, de eso que acá llamo eso y que ninguna palabra alcanza a nombrar acabadamente. Y mientras uno va mirando esas imágenes con bordes desprolijos que apuntan a la pura emoción, de pronto, sin que se lo espere, se aparece una ventana claramente delineada por la que se asoma una alambrada de púas que pone todo en su lugar. 

Vacíos y oscuridades después de unos cielos con nubes cargadas, espesas que dejan entrever espacios libres ¿esperanza? ¿futuro? ¿posibilidad? ¿Qué nos espera detrás de esas nubes gordas, pregnantes, femeninas? ¿son una promesa? ¿nos traerán lluvia buena que regará tierras fértiles? ¿qué hay debajo de ellas? ¿son solo esas zonas negras y grises en las que nada bueno puede crecer? ¿o nos hablan de que también hay césped y flores, arbustos y frutos, ríos y pantanos, montañas y lagos, criaturas vivas que miran al cielo esperando el nuevo día y con él el renacimiento de la vida?

Cada imagen podría ser un test proyectivo, como el de Rorschach donde a la pregunta de “a qué se parece esto que ve” las manchas no figurativas adquieren formas que solo ven los ojos que las miran, unen puntos donde no había uniones, imaginan escenas que tal vez relatan misterios y temores que afloran sin la guía de la voluntad. Tomo cada una de estas fotografías, miro cada una de las imágenes y me dejo llevar adonde me lleven, sin orden ni concierto, sin pedirle ayuda a mi racionalidad o a mi voluntad, metáfora de la vida, de lo humano, de lo posible. Somos el único mamífero que se pregunta porqué, que necesita explicaciones, teorías y propósitos, necesidad que creó la civilización, la cultura y también, mal que nos pese, las luchas por el poder y los genocidios. Vivimos construyendo teorías, imaginando certidumbres, dibujando en la arena con la ilusión de que la marea lo dejará intacto para descubrir al otro día que ya no está, que no hay certidumbres ni garantías, que, como preguntó Hanka ¿por qué me quieren matar si me porté bien?. 

Estas fotos se atreven a contrariar esta necesidad de poner orden al desorden, de emprolijar lo desprolijo, de rodear la realidad difusa con bordes nítidos y nos confrontan con el saber y el no saber, el saber que no se sabe y, lo que es más difícil, saber que tal vez no se podrá saber nunca. 

A pesar de todo lo dicho, no todo es oscuridad e incertidumbre. Sumando otro misterio al misterio, Claudia Bonder abre un resquicio y consigue imprimirle belleza a lo irrepresentable. Su sed estética también es amor. Y quiero creer, necesito creer, me es imprescindible creer, que tras esas nubes cargadas de memoria y promesas, elevando nuestra mirada más allá del arco iris, acurrucado, latiendo y expectante, nos espera el amor. 


Diana Wang

Junio 2024