Elegir cuidarnos

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Ante el embate de la pandemia, mientras esperamos las ansiadas vacunas, lo único que podemos hacer, si elegimos vivir, es cuidarnos. Eso está en nuestras manos, es nuestra decisión. Lo aprendí de Jack Fuchs Z’L, sobreviviente del Holocausto y maestro de vida.  Derramaba enseñanzas y reflexiones inolvidables pero no le gustaba contar lo que había pasado cuando era sujeto de otros. Tomó la férrea decisión de sostener y dominar las riendas de su vida. Peleaba con uñas y dientes para rescatarse de su pasada impotencia. Protagonista de su presente, dueño de sus decisiones y palabras, no se escudaba en su condición de víctima para darle sentido a su vida, prefería abrir preguntas existenciales que apuntaban a lo más hondo y esencial de lo humano.

Contaba que un día un coche rozó el suyo en medio de una avenida. Se bajó furioso con el puño apretado listo para reaccionar pero detuvo sus pasos pensando “con lo que ya me pasó en la vida ¿cómo enojarme por un tonto rayón?”. Iba a desistir pero lo volvió a pensar, dio vuelta y encaró furioso al conductor desaprensivo porque “¡ya aguanté bastante, no pienso aguantar nada más!”. 

Sus padres y hermanos fueron asesinados en la Shoá. Ya viejo, decepcionado del género humano que insistía en guerrear y matar, murmuraba para sí, desolado “mientras mi familia fue condenada a morir hace setenta años, yo estoy condenado a vivir”. Su único rescate, de esa y de cualquier condena, fue asumirse en dueño de la situación, apropiarse de cada minuto de su vida. 

Amaba invitar gente a comer a su casa. Cortaba, mezclaba, sazonaba, ponía la mesa, servía y, como al pasar, en los intersticios, derramaba perlas conceptuales como si fueran los condimentos con los que aliñaba la comida. Dueño de casa, dador, maestro de ceremonias, director de orquesta enarbolando un cucharón a modo de batuta e hipnotizaba a su comensal. La decisión era suya y era imposible correrlo del lugar elegido. Respondía lo que quería a cada pregunta con una voltereta mágica de la que dejaba caer como al descuido una honda reflexión, muchas veces poética, siempre alejada de cualquier parámetro común. 

Lo pinta de cuerpo entero el modo en que remató su recuerdo de cuando fue rescatado. Piel y huesos, enfermo, desnutrido y desahuciado luego de los infiernos de Auschwitz y Dachau, ya hospitalizado, bañado, con un piyama limpio y planchado, acostado en una cama con colchón y sábanas, su cabeza apoyada sobre una almohada mullida, cobijado y alimentado, oyó a una enfermera preguntarle qué más podía hacer por él. A sus veinte años, despuntando esa lucidez que le sería tan característica, diseñó el futuro de su vida al decir “Ahora me puedo morir”.

¡¿Ahora me puedo morir?! ¿Qué quería decir? ¿Por qué pensar en morir cuando estaba a salvo? No se trataba de morir sino de decidir. Como cuando recibía en su casa cocinando y sirviendo, declarando a cada paso que era el dueño de la situación. Sujeto de otros durante largos años concentracionarios, víctima sin posibilidad alguna de decisión, la recuperación de su condición humana implicaba poseer a cada paso cada uno de sus pasos. Lo que empezó en aquella cama de hospital fue luego el eje de su vida. Su ahora me puedo morir era la suprema expresión de que ya no era sujeto de la voluntad de otros, que si moría lo hacía como humano, no como carne animal ni número descartable. Morir así, si moría, lo renacía como sujeto y si podía elegir morir también podía elegir vivir. 

Nosotros podemos elegir cuidarnos. Está en nuestras manos.

Publicado en Clarin.

Travesuras en pandemia

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Diego y Esteban eran amigos desde la secundaria. Desde siempre coincidían en gustos, códigos y estilos. Leían enfervorizadamente ciencia ficción, eran serios y reservados pero con un humor ácido que solo ellos compartían y disfrutaban, no les gustaba ser parte de la manada, preferían mantenerse separados mirando a los demás con cierta displicencia y un ligero desprecio. Si alguno encontraba en DVD con esa película inhallable de un cuento de Philip Dick, se sumergían el fin de semana entero para verla una y otra vez, revisando casi fotograma por fotograma, buscando y encontrando detalles reveladores. No les gustaba el fútbol pero sí el tenis, se entrenaron juntos y terminaron siendo una pareja imbatible en las canchas. 

Male y Tamy vivían en el mismo edificio, una en el tercero, la otra en el séptimo. Se conocían desde que habían nacido. Sus padres se hicieron amigos en principio por la vecindad y luego por elección. Para ellas la vida era inconcebible la una sin la otra. El mismo jardín, la misma primaria, la misma secundaria. Les encantaban los juegos de ingenio, desde rompecabezas sencillos hasta juegos de palabras y cálculos. Pasaban horas inventando palabras cruzadas y juegos gráficos con los que después desafiaban a sus padres y a sus compañeros de clase. Adoraban pasear juntas en bicicleta y lo hacían toda vez que podían en trayectos cada vez más largos. 

Diego y Esteban eligieron estudiar ingeniería. 

Male y Tamy se anotaron en exactas una en física, la otra en matemáticas.

La iniciación sexual había sido tibia para los cuatro. Ya habían debutado pero a la hora de comenzar la universidad para ninguno había llegado el amor así como lo imaginaban o esperaban.

Male y Diego se conocieron haciendo cola comprando entradas para un recital de Paul McCartney en River. Parecía que iba a llover, estaban cansados después de largas horas esperando, empezaron a hablar de esas cosas que gente desconocida y aburrida habla en las colas. Pegaron onda de entrada. Para ambos los Beatles eran parte de sus infancias porque sus respectivos padres los escuchaban todo el tiempo. Tener la oportunidad de ver a uno de ellos era un sueño hecho realidad. Para los dos. 

Cuando empezó a llover, Male desplegó su paraguas e invitó a Diego a guarecerse debajo. Cerca, casi tocándose, sintieron que nacía algo allí. Cuando llegaron a la boletería compraron entradas adyacentes, dos para cada uno. “¿Con quién vas a venir?” preguntó Male queriendo saber si tenía novia, “Con Esteban, mi mejor amigo” escuchó aliviada, “¿y vos?” con un brillo inquieto en la mirada, “Con Tamy, mi mejor amiga”... y la coincidencia les resultó tan divertida que estallaron en una carcajada.

El recital fue maravilloso. Escucharon al calor de los miles de asistentes esos temas tan conocidos con el ídolo en vivo, ahí adelante. Al final estaban felices, plenos y hambrientos. Salieron juntos, caminaron muchas cuadras hasta que dieron con un lugar en donde entrar y empezó la relación entre los cuatro como un acorde musical armónico y melodioso. Esteban y Tamy simpatizaron inmediatamente. La situación era perfecta. Los cuatro formaban  una combinación dichosa de, sabores, gustos y colores. Durante varios meses las relaciones prosperaron y se ahondaron. Salían a veces juntos los cuatro y otras cada pareja por separado, pero se hacían confidencias, se aconsejaban, se estimulaban y se contenían como lo habían hecho siempre.

Con la pandemia y el forzado aislamiento, las oportunidades de verse personalmente fueron menguando hasta desaparecer. Se veían por zoom. Como hacemos casi todos. 

La piel, la cercanía, la presencia, el olor, la energía se reconvirtieron en los cuadraditos del video chat. La visión y la audición reinaron sobre el olfato, el gusto y la piel. Los cuerpos se redujeron a las caras y parte del torso, los contextos fijos, cada uno siempre en el mismo lugar, con el mismo fondo. Se reían mostrándose lo que llevaban debajo de la cintura: ojotas, shorts, yoguinetas, zapatillas desflecadas… seguían siendo amigos y compinches. 

Pero algo impensado fue pasando a medida que transcurrían los días y la presencialidad se alejaba. Diego empezó a encontrar en Tamy, la novia de su amigo, cosas que antes no había advertido, una cierta picardía, un cierto rincón secreto intrigante que se descubría fantaseando con explorar. Se lo guardó para sí. ¿Cómo decirle esto a Esteban? ¿Es que le estaba gustando Tamy? Se sentía super mal con Male a quien, de repente, empezó a sentir como una hermana, como alguien muy querido pero nada erotizado. 

Esteban a su vez, y casi al mismo tiempo, vio crecer una gran incomodidad cada vez que se encontraban los cuatro por zoom porque su mirada iba derechito a Male, la novia de Diego, en lugar de a Tamy. No podía dejar de mirar esas pecas en sus mejillas, el modo en que fruncía la boca con su semi sonrisa desafiante, su imagen era lo último que veía antes de dormir y lo primero que se le aparecía al despertar. Se sentía un traidor, una mala persona, no se lo podía perdonar. Pero no lo podía evitar.

Male y Tamy dejaron de llamarse todos los días y dejaron de subir a la terraza de su edificio que era donde solían encontrarse. También a ellas les estaba pasando algo con los muchachos, algo incómodo, algo que crecía y que no conseguían frenar. También ellas sentían que los sentimientos las abrumaban, que el novio de la otra las conmovía hondamente. No sabían qué hacer ni cómo manejarlo. Todos creían que  algo ingobernable les estaba jugando esa mala pasada. No sabían que a los cuatro les estaba pasando lo mismo.

Es que creían, como solemos creer todos, que lo que sentimos hacia alguien es cosa nuestra, como guardada en una cajita, en el corazón por supuesto, y que lo que siente el otro es un misterio porque tiene su propia cajita. Una analogía más justa es imaginar nuestros sentimientos como el registro de lo que nos pasa cuando estamos con esa otra persona. No está dentro de uno sino que flota en el “entre”, es el clima, tanto amable como hostil, en el que transcurre el encuentro. Por eso los sentimientos, si ambos leen bien el clima compartido, son mutuos, sentirán lo mismo.  Por eso las dos parejas estaban sintiendo de manera similar, pero no lo sabían. Male también había descubierto a un Esteban que le había sido invisible y Tamy, azorada, tenía en Diego un atractor, un imán del que no se podía sustraer. Se habían cruzado los cables y había pasado simultáneamente.

Los cuatro amigos entraron en una zona de penuria y sufrimiento. Ninguno sabía que a los otros tres les estaba pasando lo mismo. Cada uno se creía una especie de monstruo malévolo y desleal que no merecía sostener la amistad que había vivido hasta entonces. Ninguno dejaba entrever lo que estaba sintiendo por temor a destruir para siempre esa red de confianza y amistad construida a lo largo de la vida. 

Pero cuando uno contiene de esta manera sus emociones tienden a escaparse sin que las podamos controlar. Todo explotó con un lapsus de Esteban. Hablando con Diego, en lugar de decir Male dijo Tamy. Empezó a trastabillar, se le llenaron los ojos de lágrimas. el “¡uh! no sé qué me pasó, quise decir ¡Male!” sonó a falso, a poco, a lastimoso. Diego se dio cuenta al toque. Y se preguntó, casi sin atreverse a pensarlo, si a su amigo no le estaría pasando lo mismo que a él. Derechos como eran, francos y buenas personas, amigos hasta el caracú, Diego se animó y ante los titubeos y el azoramiento de Esteban dijo  “también yo podría confundirme como vos y decir Tamy en lugar de Male”. Era por zoom. Se quedaron detenidos, suspendidos, casi sin respirar, mirándose en silencio hasta que Esteban preguntó “¿estoy entendiendo lo que estoy entendiendo?”. “Sí” dijo escuetamente Diego, “no sé qué pasó ni cómo pasó pero se me dieron vuelta las fichas y la veo a Male como una hermana querida, una amiga entrañable, pero no una pareja… así la estoy sintiendo a Tamy y me odio a mi mismo, no te lo quería decir porque sé que no me lo vas a perdonar porque no tengo perdón, pero no fue voluntario, no sé, no es a propósito, no puedo dejar de pensar en ella….” La sorpresa de ambos fue mayúscula cuando se confesaron que a ambos les estaba pasando lo mismo. Volvió la sonrisa que había estado ensombrecida hacía un tiempo, el alivio despejó esas nubes tormentosas y volvió a salir el sol. 

¿Cómo decirle a las chicas? ¿Cómo hacerle esto a Male y a Tamy? Pero una vez que lo blanquearon entre ellos se dieron fuerzas, decidieron no esperar y decirles de una y en un encuentro de los cuatro, también por zoom, claro. 

De pronto, como en en los caleidoscopios que cuando uno los mueve, las piezas cambian de lugar y construyen una nueva estructura igualmente armónica que la anterior, estas cuatro personas se reacomodaron a la nueva realidad. El momento de la confesión culpable de los muchachos se transformó en jolgorio cuando las chicas confesaron que les estaba pasando lo mismo y que se habían sentido muy mal la una con la otra por esta irrupción de un sentimiento que no habían buscado. 

Y se cruzaron las parejas. Los espera el momento de la presencia concreta, el momento que todavía no saben cuándo será. Se están descubriendo online, aprendiendo a conocerse y a construir la necesidad del otro, los espacios de encuentro, los sueños compartidos y las mismas ganas. Cuando lleguen los besos y las caricias se verá si esto que descubrieron crecerá y se volverá ese lazo fuerte y sólido que les permitirá caminar a la par. Mientras tanto no paran de reír por esta travesura sorpresiva de la vida.

Publicado en La Nación.

Publicado en El Diario de Leuco.

Desarraigos en tiempos de pandemia

Ilustración:: Fidel Schiavo

Ilustración:: Fidel Schiavo

Vivimos una dolorosa realidad con interrogantes que empiezan a ser acuciantes. 

El vacuna-tour muestra nuestra condición paupérrima y cuán inquietante es nuestro futuro. Los felices viajeros reciben los pinchazos salvadores tras una corta cola, a su turno y sin preguntas. Avión. Ezeiza. Y a casita. Nuestros oídos los oyen inundados de envidia, de esa envidia malsana, tóxica, regurgitante. Y no solo por la vacuna. El contexto económico, social y  político no promete nada bueno, el futuro se ve incierto y sombrío. Para los mayores tal vez ya no importe tanto, pero ¿y nuestros hijos? ¿será éste un lugar para que sus futuros, sus sueños y capacidades tengan una oportunidad de hacerse realidad? Y ahí es cuando vuelve, otra vez, con gusto ácido y a viejo, la idea de partir.

Charles Papiernik, un sobreviviente del Holocausto que hace tiempo nos dejó, solía decir con amargura: “Los pesimistas se fueron, los optimistas nos quedamos”. Y de un golpe, si pesimismo y optimismo oscilan en un tan difícil equilibrio, cuestionaba el realismo.  ¿Cómo saber por anticipado cuál será el mejor camino? ¿quién tiene el bendito diario del lunes que le asegure que era para ese lado y no para aquel otro?

El irse o el quedarse resulta un dilema. Lo era entonces en Europa. Lo es ahora en la Argentina. Tal vez lo sea siempre.

Los que tenemos la experiencia de haber inmigrado sabemos que, pasado el momento idílico de la novedad, la adaptación a la vida cotidiana en un lugar desconocido está llena de escollos, incertidumbres y desafíos.

De entrada el nuevo idioma. Incluso si se va a un lugar en donde se hable castellano, será otro castellano, con otros giros, otros sobre entendidos, otras secretas intenciones labradas por los que lo han ido tejiendo en sus interacciones cotidianas. Todo es diferente, actitudes, códigos, historias compartidas de las que se está afuera que interpelarán y desafiarán a toda hora. Mis padres no pudieron acompañarme con los belgranos y sarmientos de la primaria, los versitos y juegos infantiles que no conocían en Polonia, nada les evocaba su propia infancia, no sabían cómo acompañarme. Aunque uno no vea a sus amigos y familiares con mucha frecuencia, como ahora, saber que están cerca no es igual que el desgarro de saberlos lejos. Pensemos en el registro de los lugares conocidos… Si alguien me dice que vive en Agüero y Juncal o en Rivadavia y Larrea sé dónde es, cómo es la zona, tengo el mapa mental de mi experiencia en esas calles. En un lugar nuevo, los cruces de calles no me dirán nada, no evocarán ningún recuerdo, ninguna imagen, ninguna relación previa con sus muros y baldosas sin honduras ni memoria. 

Emigrar es un poco mutilarse el presente, arrojarse a un escenario desconocido y opaco que nos habla, si es que nos habla, con distancia, recelo y ajenidad. 

?Quedarse es mutilar el futuro de nuestros hijos?,  no honrar la misión de educarlos, alimentarlos y protegerlos para que puedan llegar a adultos, desarrollar sus capacidades y realizar sus sueños y deseos.

La amarga reflexión de Charles, horadante y desgarradora, es un dilema. En un dilema ninguna soluciones es buena, se elige una sabiendo que es injusta, arbitraria y que nos deja en manos del impredecible azar. 

¿Cuál mutilación elegir? ¿La del presente o la del futuro? 

Influenciada por la desazón, el desánimo y la desesperanza, pido disculpas a quien lee. Decime Marilina que es cierto, cantame otra vez al oído que aunque no lo veamos el sol siempre está.

Publicado en Clarin

El sexo oculto de una buena cena

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Fue en una de esas charlas entre mujeres (cuando tenemos la suerte de tener esa amiga con la que se pueden tener esas charlas). Male y Sofi eran amigas desde la primaria. Atravesaron juntas el comienzo de la menstruación, los primeros enamoramientos, el viaje de egresados, los estudios, los trabajos, los matrimonios, los hijos. La experiencia de una apuntalaba a la otra. Las dudas de una se reflejaban en las incertidumbres de la otra. Pasaban los años y la firmeza de la red tejida entre ambas se sostenía y aumentaba. Eran privilegiadas. Y lo sabían.

La pandemia hizo imposibles sus encuentros pero continuaron, zoom mediante, con la misma frecuencia y la misma hondura de siempre. 

Hola Sofi, tengo un rato ahora, ¿podés hablar?, mandó un mensaje Male. Sí, dale, pará que me hago un mate y te llamo por zoom, fue la respuesta casi inmediata.

Cada una en su sillón habitual, en el cuarto de siempre, obviamente con la puerta bien cerrada, comenzaron la conversación.

-Estoy re mal, bah, no sé si re mal, mal, estoy mal…. es Gus ¿viste? como siempre…

-¿Qué pasó ahora?

-Nada, no pasó nada en particular y es todo. Todo está mal.

-¿Pero qué, pelearon, la cosa se puso fea?

-No, no, no, nada de eso. Es, si se quiere, peor. No pasa nada. ¿Me entendés? ¿No pasa nada?

-¿a qué te referís?

-yo qué sé, no tenemos sexo, ninguno de los dos tiene ganas, estamos juntos todo el día por esta maldita pandemia y casi no hablamos, creo que no me ve, que soy menos que un mueble para él, transparente, ¡eso! le soy transparente…

-¡Ay Male! con Edu nos pasa parecido, ¿serán los años? ¿será que estamos aburridos?

-No me vengas con lo de la rutina, lo del desgaste y todas esas cosas de psicología barata…

-No lo iba a decir pero también eso está, lo sabés muy bien, pero acá hay algo más, no sé, es con la pandemia, con esto de estar en la misma casa todo el día todo el tiempo, como si no existieran las paredes, como si no hiciera falta necesitarnos porque estamos ahí, siempre, todo el tiempo y no nos podemos esconder uno del otro…

-¿Esconderse? ¿para qué?

- ¿Ves? no sé, parece loco pero extraño que nos veamos recién a la noche, que nos pasemos todo el día cada uno en lo suyo sin saber en qué estamos, sin que nos veamos... como que la magia desapareció, y tenerlo ahí a 5 metros, tan endiabladamente cerca, me lo volvió invisible y creo que también soy invisible para él.

-¡Demasiado cerca! no lo había pensado así, como si el no verse unas horas se abrieran las puertas a la imaginación y volviera el apetito por el otro y ahora no se puede. Sí, ahora que lo pienso, algo de eso también me pasa a mí y por ahí también a Gus.

-¿Dónde quedó eso que había entre nosotros, no sé cómo decirlo, esas ganas, ese extrañarlo, ese contento por verlo de nuevo?

-El deseo decís, ¿dónde quedó el deseo?

-Sí, el deseo. En la cama somos como dos hermanos, minga de erotismo, minga de calentura, es como si el sexo hubiera desaparecido, ya no caricias ni abrazos…

-¡ay sí! Nosotros vemos juntos esos programas de cocina, nos encantan

-Nosotros también…

-Se me ocurre una idea!!!! dejame que lo piense y después te llamo.

-Ok, chau.

Y con una sonrisa traviesa Sofi fue a la habitación donde Edu estaba trabajando y le dijo: 

-Tengo una propuesta deshonesta que hacerte.

-¿Ah sí? ¿De qué se trata?, sin sacar la mirada del monitor.

-De festejar que hoy es jueves con una comida especial.

-¿Y qué tiene este jueves?

- Nada, no tiene nada. Es que quiero hacer algo loco y me pareció que el que fuera jueves era un pretexto como cualquier otro. ¿Te prendés? ¿Me hacés el gusto?

Edu levantó los ojos del monitor y miró a su mujer que le sonreía con un brillito prometedor en la mirada y no se pudo resistir.

-Dale. Me intriga lo de “algo loco”.

-Pero me tenés que seguir en todo.

Hacía mucho que Edu no veía a Sofi. La miraba, la tenía delante todo el tiempo, pero hacía mucho que no la veía. Sofi advirtió también que estaba pasando otra cosa y ver la aceptación de Edu le hizo verlo, a su vez, de otra manera, como hacía mucho que no lo veía.

-Vestite que tenemos que salir.

-¿Adónde?

- A hacer compras.

Sofi al volante puso una radio de tango y el dos por cuatro le abrió a Edu una sonrisa de gusto. Llegaron al super y calzados con los tapabocanariz bajaron del coche.

-¿Esto era? ¿al súper? ¿para esto tanto lío?

-Paciencia papito, paciencia, ya vas a ver. 

Había una cafetería en la entrada y rumbearon para allí. Se sentaron en una mesa, pidieron un café y Sofi le contó su idea:

-Quiero que esta noche que estamos solos, nos hagamos una comida especial como si fuéramos los cocineros de la tele, lo que más nos gusta y que la hagamos juntos. Así que ahora nos toca elegir los ingredientes y vamos a elegir lo mejor ¿dale?, nada de ver cuánto cuesta. Hoy es una fiesta.

Edu había imaginado otra cosa. Celebración, especial, fiesta…, claro, creía que iba a ser sexo. Pero la actitud de Sofi lo tentó y le siguió el juego. Decidieron el menú: aperitivo, primer plato, plato principal, postre y bocaditos para el café. Edu tomaba nota. Luego vieron qué bebida armonizaba con cada paso y una vez hecha la lista de los ingredientes necesarios se repartieron para encontrarlos. Juntaron los dos carritos en la caja y volvieron al coche con todos los tesoros. El camino de vuelta al coche fue bien diferente del que había sido el de ida. Iban más ligeros, sonrientes, el día parecía más límpido.

La preparación exigió planificación, qué primero, qué después, con qué utensilios preparar cada cosa, cuáles recipientes, quién hacía qué. La pequeña cocina, siempre aburrida, rutinaria y silenciosa se transformó en una usina de aromas. La cebolla frita en aceite de oliva los fue envolviendo sutilmente y Edu no pudo resistir el abrir el vino previsto para el aperitivo. Buscó las copas que solo se sacaban para visitas y sirvió el vino, lentamente, mirando con atención cómo el vino caía y cubría de un rojo profundo las paredes de cristal… luego de unos minutos de reposo, acercó una copa a Sofi y le dijo:

-Olelo antes…inspirá hondo,  no te apures, mirá el color….

Y siguió:

-No lo tragues enseguida, dejalo jugar en tu boca, movélo con la lengua, impregná el paladar  y descubrí sus toques ….

Para uno ciruela y clavo de olor, para el otro pimienta y manzana. Dejaron por un rato lo que estaban haciendo y se quedaron en silencio alrededor de las copas que hacían de la quietud de palabras una sinfonía de gustos. 

Faltaba música. Edu buscó boleros, esos cursis y románticos que a Sofi le encantaban y que hacía tanto que no escuchaban. La casa empezó a volverse otra. Los mismos muebles, las mismas paredes, los mismos objetos que estaban en blanco y negro cobraron color y comenzaron a brillar.

La tarde iba cayendo y con ella la luz natural. Las sombras se iban alargando y pronto fue preciso encender luces. Lo hicieron en rincones para mantener el clima crepuscular, esa especie de ternura luminosa que borra los bordes, afina las redondeces, lima las grietas. 

Eligieron el mantel, los platos, los cubiertos, las copas. No podían faltar las velas para verse menos nítidos, más dulcificados y adivinarse los gestos.

Esperaron que todo estuviera listo sentados en el balcón, con unos quesitos, unas galletitas y los dips que habían preparado. Cuando se hizo la noche, se sentaron a la mesa. fueron y vinieron trayendo y llevando lo preparado, sirviendo, compartiendo, comentando cómo había salido cada cosa. Nunca antes habían practicado esa coreografía y se descubrieron conociendo los pasos o siguiendo al otro cuando aparecía alguno nuevo.

-Hola Male. ¡No sabés la noche que pasamos anoche!

Luego de que Sofi le hubiera contado todo, Male preguntó cómo había sido hacer el amor después. Estalló una carcajada gozosa del otro lado del celular.

-¡¡¡Comimos tanto y tomamos tanto que nos quedamos fritos como dos marmotas!!! pero fue una noche maravillosa. Me había olvidado de quién tenía al lado, de lo bien que podíamos estar juntos. Fue mejor, mucho mejor que hacer el amor. Es que hicimos el amor pero de otra manera. Porque hacer el amor es mucho más que sexo. Tenés que probarlo. 

publicado en La Nación

Cultura de cancelación y caza de brujas

Ilustración: Vior

Ilustración: Vior

Cuando chica, hacía los mandados en el almacén de la vuelta de mi casa, la “Proveeduría El Pensamiento”. Don Pedro, gallego socialista escapado de la Guerra Civil, tenía libros, libros, muchos libros del otro lado de la pared del mostrador. Cuando me dejaba pasar podía espiar, embelesada, ese tesoro de lomos de diversos colores y alturas. La cultura era la mercadería más importante de “El Pensamiento”. 

Hacía los mandados sin pagar. Don Pedro anotaba lo que llevaba en una libreta con tapa de hule negro y renglones rojos. Los viernes mamá pagaba y el almacenero escribía en la hoja de la semana un estentóreo CANCELADO.

La semana siguiente empezaba con la hoja en blanco. La deuda cancelada seguía ahí porque la cancelación no había destruido la libreta.

Hoy, cancelación es otra cosa, hoy se destruye la libreta. quien es cancelado es excluído, borrado, desaparecido. No se cancela su deuda con la sociedad mediante el reconocimiento, el arrepentimiento y el cambio. Se cancela a la persona. 

En este mundo globalizado y enseñoreado por las redes sociales todos tenemos oportunidad de opinar y nuestros mensajes pueden llegar a muchísimas personas. Somos tantos que para no perdernos en el océano del anonimato debemos luchar por la supremacía, por ser leídos, por ganar vistos y likes que nos hagan influencers y famosos. Textos reactivos, breves, rápidos, expeditivos, provocadores, simples, binarios, nada de sutilezas. No hay grises. Blanco o negro. Nada de reflexión, ni ponderación, ni pensamiento. Aceptando esos códigos es más fácil conquistar a un público soluble a consignas provocativas. Slogans, golpes de efecto y al plexo, brillar por un instante como esos faroles en el campo alrededor de los que se agolpan los bichitos atraídos por la luz, una luz que los mata.

Todo empezó con denuncias de incorrecciones habitualmente silenciadas para visibilizarlas como primer paso para el cambio individual y social. Pero el furor de las redes pudo más. De la denuncia se pasó a la acusación y pronto le siguió la exclusión. Enojo, venganza, odio sin ponderación, tanto contra un pedófilo como contra quien no termina sus adjetivos con e. Las redes son insaciables, no dan tiempo para pensar, engullen contenidos y personas como arenas movedizas hambrientas y gana quien pega primero y mejor.

¡Que bueno sería cancelar la homofobia, el machismo, los femicidios, el racismo, como hacía don Pedro en su libreta de hule negro: ¡deuda anotada, reconocida, saldada y documentada! 

Se pudo con el cigarrillo, no es lo mismo, pero se pudo. Ya no se discute airadamente si alguien protesta porque se está fumando en un espacio cerrado. Lo hemos incorporado. Las conductas, como las deudas del almacenero, se pueden reconocer y cancelar. Las conductas. No las personas. 

Pero si se incurrió en alguna deuda conductual los esbirros de la corrección guardan las puertas como cancerberos feroces. En pos de erradicar conductas indeseables, se cercena a las personas. ¿Tendrán alguna oportunidad de aprender algo los echados? ¿o se llenarán de resentimiento y acusarán a los canceladores de “ejército medieval caza brujas”? ¿Qué ganamos como sociedad? Otra grieta, porque los cancelados se rebelan y quieren cancelar a los canceladores en una escalada de violencia reactiva. 

Mientras tanto, las conductas a erradicar siguen más vivas que nunca. Los femicidios, los abusos a niños, el racismo, por citar solo tres, no se han detenido. 

¡Cómo extraño a los Don Pedro y al almacén de la vuelta de mi casa que se llamaba “El pensamiento”!


Puublicado en Clarin

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Publicado en El Diario de Leuco.

Charla TEDxCordoba de Joaquín Sánchez Mariño, noviembre 2020

Acto Iom Hashoá DAIA Córdoba

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A partir del minuto 36.33:

¿Por qué el Dia del Holocausto se llama Iom Hashoá? ¿Por qué preferimos usar la palabra Shoá en lugar de Holocausto? Un holocausto es un ritual sacrificial en el que se quema a un ser vivo, hecho voluntariamente por un grupo para conquistar la benevolencia divina y el perdón ante alguna falta cometida. Por eso es doblemente erróneo llamar Holocausto al plan asesino nazi. Uno, porque las víctimas no entregaron a nadie al fuego voluntariamente y dos porque no fue consecuencia de nada que hubieran hecho. El exterminio planificado del pueblo judío no tenía correlación alguna con algo que los judíos hubieran hecho, eran las víctimas propiciatorias tan solo por haber nacido judíos, como si un día alguien decidiera el exterminio de los que miden menos de 1.60 o de los tienen el pelo lacio. Serían culpables, igual que los judíos, por algo con lo que nacieron, no por algo que hubieran hecho. Por eso preferimos usar la  palabra Shoá que tiene dos atributos. Uno, es una palabra en hebreo y se refiere exclusivamente al plan de exterminio nazi sobre el pueblo judío en su totalidad. Y la segunda característica es  que no tiene ninguna atribución, es una palabra descriptiva, significa devastación, desastre, desolación, como un terremoto, un tsunami o la erupción de un volcán. Aunque todavía no es la palabra justa para nombrar lo que pasó porque aquello no fue un fenómeno natural sino uno decidido y realizado por los humanos. 

Y ahí reside todo su potencial porque nos abre a una comprensión de lo humano, algo en lo que todos nos podemos ver identificados, algo que nos importa a todos porque nadie sabe si no será, alguna vez, blanco de la decisión de alguien y deberá correr por su vida. Verlo desde la perspectiva humana, además, tal vez redunde alguna vez en un cambio de nuestra formación educativa, un cambio que contemple la pregunta de como fue posible. Porque, si fue posible una vez, es un precedente, puede volver a repetirse. 

Y vaya si se repitió. El siglo XX quedará en la historia como el siglo de los genocidios, un siglo que, al decir de Giorgio Agamben, si tuviéramos que representar con un solo dispositivo, sería Auschwitz, o sea, la propaganda, la ciencia y la tecnología de punta de ese momento al servicio del exterminio en un plan racional, orquestado y fríamente organizado. Pero la Shoá no fue el primero ni el último. Fueron tantos los sucedidos luego que debemos aceptar, con dolor y vergüenza, que no parecemos haber aprendido nada. El siglo empezó con el genocidio de los hereros y namaquas en África bajo la colonización de Alemania, en lo que hoy es Namibia. Le siguió, durante la Primera Guerra Mundial, el genocidio del pueblo armenio en manos de los turcos otomanos. Años después, en 1937, los ocupantes japoneses masacraron a la población de Nanking, en China. Ya el nazismo estaba en el poder en Alemania pero fue a partir de 1939, con la invasión a Polonia y el inicio de la Segunda Guerra Mundial que hizo su entrada fatal en la historia con su furia conquistadora y asesina. 

Una vez conocido el alcance de lo que hicieron, fue necesario nombrarlo, Churchill lo llamó en 1944 “crimen sin nombre”. En el mismo año, en 1944, el jurista judeo-polaco, Rafael Lemkin asilado en EEUU lo llamó genocidio. Su definición jurídica es extensa pero en resumidas cuentas se refiere al ataque, sometimiento o eliminación sistemáticos de un colectivo social, étnico, religioso o político. Participó en los juicios en Nuremberg con este concepto y una vez creadas las Naciones Unidas determinó la Convención de Genocidio de 1948, estableciendo que es un crimen de lesa humanidad.

Además de la creación de la palabra genocidio, la Shoá tuvo varias consecuencias más.

Instaló el NUNCA MÁS como clamor universal, palabras repetidas una y otra vez por quien lucha en contra de los hechos genocidas o que los quiere prevenir como tan bien conocemos en nuestro país. Pero es de lamentar que hoy es un NUNCA MAS afónico y cansado, deshilachado y agónico, nadie parece prestarle atención. Se dice, ciertamente se dice, pero en las esferas del poder y la codicia, son tan solo enunciados que adornan un discurso voluntarista e hipócrita. Solo las víctimas y los bienpensantes que las rodean, abrazan la frase con toda su potencia y esperanza. La prueba de que el NUNCA MAS es solo declarativo está en la lista de genocidios posteriores a la Shoá. Son tantos que mencionaré solo unos pocos. Camboya y los khmer rojos, Guatemala y el asesinato de la etnia ixil, Ruanda y el exterminio de los Tutsis desangrados por los machetazos de los Hutus, Kosovo y la limpieza étnica en los Balcanes, se instalaron nuevos horrores, los feticidios,  los niños soldados, el secuestro de niños para desactivar minas personales. La lista de espantos sigue y sigue. El anhelado NUNCA MÁS es un “otra vez, otra vez, otra vez”.

Por todo ello, otra de las consecuencias que proporcionó la Shoá al mundo, fue el establecimiento de los Tribunales Internacionales, desde la Corte Internacional de Justicia, órgano de las ONU hasta los tribunales de Derecho Penal Internacional. Los genocidios no tienen fronteras nacionales, un genocida es un asesino pasible de ser juzgado fuera de su país porque su delito es de lesa humanidad. 

Año tras año decimos e insistimos que enseñar la Shoá abre las puertas a la comprensión de la capacidad genocida humana y también ilumina aquellos aspectos que permitirían prevenirla, arrancarla de raíz como debía hacer El Principito con los brotes de baobab. Les debemos esto todavía a nuestros nietos. 

En cada aniversario decimos lo mismo y esperamos que nuestra voz sea atendida alguna vez y que la Shoá sea algo más que una clase que se da una vez por año entre aritmética y geografía. La Shoá tiene un potencial educativo que aún está por ser aprovechado. Desde los grandes temas, como la manipulación de la masa mediante la propaganda que tan diabólica y magistralmente desarrolló el nazismo, el enriquecimiento de algunos con la guerra y los genocidios, el uso de la ciencia y la tecnología fuera de toda ética, hasta la capacidad de resistencia de las víctimas y las grandes y pequeñas conductas solidarias que hicieron posible la salvación de tantos. 

La Shoá permite comprender de qué modo proceden los gobiernos, los tratados internacionales de una geopolítica casada con la codicia, las complicidades y las traiciones del sálvese quien pueda de los estados nacionales. Algo de eso estamos viendo con el manejo de las vacunas ante esta pandemia que nos amenaza de muerte y que nos tiene a todos como víctimas. 

Estudiar la Shoá permitiría abrir los ojos a esta desaparición de las fronteras políticas en el mundo globalizado y a la enorme capacidad de difusión instantánea potenciada por las redes sociales que han horizontalizado toda la información. Por un lado permiten que todos y cualquiera se exprese pero por el otro genera fake news, contenidos tendenciosos con una enorme dificultad de distinguir lo verdadero de lo falso. Igual que sucedió con la propaganda tan minuciosamente orquestada por el nazismo, tanto que consiguió transformar en asesino a un pueblo creyente y culto. Las redes sociales lo hacen infinitamente más peligroso.

Con la Shoá se puede ver, dolorosamente, hasta dónde el dinero no tiene color ni olor, que la codicia pretende más, siempre más y no le importa de dónde viene ni para qué se usa.

Estudiar la Shoá ilumina un aspecto muy potente que es la conducta de los jóvenes que fueron los que llevaron adelante los actos de rebelión y defensa como el que estamos recordando hoy. También nos habla del titánico esfuerzo de las familias que hicieron lo posible y lo imposible por salvar a sus niños, y también nos señala cómo una convicción, sea de fe o política, puede ser un sostén contra la adversidad, darnos fuerza y sostenernos cuando todo está en contra.
Y, por último, pero no menos importante, la Shoá nos enseña el valor de la memoria. No hay hasta la fecha un genocidio más y mejor documentado que la Shoá. Los diarios personales, los documentos y las crónicas, los testimonios, las investigaciones y todo lo que los archivos van descubriendo día a día así como los miles de papers, tesis y libros, conforman un tesoro documental. La memoria es una de las claves de la persistencia del pueblo judío. Hacemos culto de la memoria, de las historias de nuestros antepasados que nos hablan de la identidad que heredamos, tanto que una de nuestras festividades centrales, el seder de Pésaj, es además de comer cosas ricas, el relato de nuestra historia.

Recordamos hoy el levantamiento del gueto de Varsovia. Un puñado de jóvenes, poco más que adolescentes, enfrentaron en abril de 1943 a la poderosa maquinaria bélica nazi y la tuvieron en jaque durante casi un mes, casi el mismo tiempo que necesitó toda Francia para rendirse. Hace 78 años, sin armas, hambreados, huérfanos y abandonados, estos chicos estamparon en la historia el grado de la voluntad de vivir y luchar en contra del sojuzgamiento, un ejemplo para nosotros, sus herederos y legatarios, para no someternos a la injusticia, la arbitrariedad y la iniquidad y defender con uñas y dientes si es preciso la democracia, la libertad y la justicia, las únicas garantías de supervivencia como personas, como comunidad y como país.

Terminaré mi intervención esta noche, con un relato que ilustra cómo la Shoá puede aplicarse a nuestra realidad cotidiana:

Balka vivió hasta los 92 años. Se casó, tuvo varios hijos y nietos. Vio crecer a sus nietos y un día se murió. En su cama. Rodeada de su familia.

Pero no toda su vida había sido buena. Cumplió 18 en Auschwitz. Sobrevivió, obviamente, pero algo pasó allí que la siguió acosando la vida entera.

Rapada y tatuada, fue considerada apta para el trabajo y por ello tuvo el privilegio de seguir viviendo, al menos mientras pudiera ser útil. Su barraca estaba en Birkenau, en uno de esos enormes galpones sin ventanas cubiertos por camastros de tres pisos en donde se apilaban las prisioneras, de a dos o tres por cama. Tuvo suerte, solo tenía una compañera, Ema. También tuvo suerte porque la amistad que creció entre ellas fue inmediata. Se contaban, se consolaban, se escuchaban, se animaban, se hacían bien. Eran una burbuja de paz en medio del horror circundante. Juntas en las largas horas del recuento cotidiano, de pie, bajo el sol o la nieve, bajo la lluvia o el frío. Juntas iban todos los días a la cantera para levantar esas piedras pesadas. Juntas sostenían el cuenco en el que recibían ese líquido inmundo que los guardias llamaban sopa. Juntas soñaban y dibujaban lo que harían una vez libres, una vez afuera, una vez recuperada su condición humana.

Cada tanto venía un camión que cargaba a decenas de mujeres para ser llevadas a otro sitio. Nadie sabía a dónde. Se rumoreaba que para trabajar en una fábrica de aviones o municiones. Otros decían que eran llevadas para experimentos médicos o para satisfacer las necesidades de los soldados. 

Balka y Ema fueron esquivando esos viajes a lo desconocido ubicándose al final de la fila para no ser vistas. Pero las condiciones se fueron haciendo tan extremas, los maltratos y el hambre tan acuciantes que cuando apareció el camión otra vez decidieron ponerse más adelante para ser elegidas. Nada podía ser peor que lo que estaban viviendo. Valía la pena probar. Las mujeres fueron subiendo pero cuando le tocó el turno a Ema el camión ya estaba lleno, titubeó, se quedó quieta y Balka se adelantó, subió decidida para ver, con espanto, que detrás de ella se cerraba la puerta del camión sin que Ema hubiese alcanzado a subir. Fue tarde su grito desesperado “¡Ema! ¡Ema! ¡Déjenla subir! ¡Ema!”, el camión ya estaba en marcha.

Balka sobrevivió. Ema no. “¿Por qué me adelanté en la cola?” era la pregunta torturante que la acosó la vida entera. En medio de cada momento feliz, en su casamiento, en el nacimiento de cada hijo, en los logros de cada uno de sus nietos, a la hora de brindar se le ensombrecía la memoria y volvía, como una letanía irrefrenable la eterna pregunta “¿Por qué me adelanté en la cola?”. En esos momentos sentía que no merecía vivir esas alegrías, le tocaban a Ema, ella estaba adelante. 

Claro que no podía haber sabido que sería la última en ser cargada en el camión, pero, lúcida y con una decencia feroz, Balka horadaba su conciencia preguntándose “y si lo hubiera sabido, ¿también me habría colado?”. Un enjambre de moscas culpabilizadoras le ensombrecía el festejo y le impedía disfrutar. “Vivo de prestado, Ema estaba antes que yo, ¿Por qué me adelanté? ¿por apurada, por impaciente o por egoísta?”

Balka murió en su cama después de haber vivido una vida digna pero se fue con esas preguntas sin responder, preguntas que la pintan humana a rabiar, honesta, valiente y, por sobre todo, consciente de que uno es responsable de todo lo que hace. Aunque sea algo que parezca tan insignificante como pasarse en una cola.

Muchas gracias.