Otras cosas

Crónica del desamparo:¿Quién pudiera ser perro?

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Max es pequeño, peludo y suave, tan blando por fuera que se diría todo de algodón… tiene 10 años, aúlla acompañando a las sirenas de bomberos o ambulancias, menea la cola de alegría cada vez que nos ve aparecer, si la puerta está cerrada rasca con las uñas hasta que lo oímos, si quiere salir al patio se para en la puerta de la cocina, tuerce la cabeza y nos mira, puede quedarse así mucho tiempo hasta que lo advertimos y le abrimos para que salga. Es una fuente de ternura que nos entibia diariamente. ¿Cómo no amarlo? Si su mirada nos sigue como si fuéramos la estrella polar que usaban los navegantes para no perderse en el mar, si nos promete lealtad en cada minuto, si se da cuenta cuando estamos tristes, enojados o doloridos y se nos recuesta con su lomo pegadito a alguna parte de nuestro cuerpo, sintiendo y dando calor, quietito, en silencio, sin pedir nada. Salvo comida, claro. Y la caminata diaria. Y algún mimo, siempre algún mimo.

Me acuerdo de Helena que se quedó solita a los 11 años en la Polonia ocupada por los nazis, con un saquito y un bolsito donde llevaba su nuevo documento con su nuevo nombre y su nueva historia. La mamá le había conseguido ese salvoconducto para que pudiera salvarse, ahora se llamaba Ania. El día que se quedó sola, sola por primera vez en su vida, sola en medio de la hostilidad de lo desconocido, sola y desconcertada porque no sabía dónde ir ni qué hacer, con miedo a hablar por si se descubriera que era judía, miedo de no saber cómo moverse, cómo decir o cómo hacer lo que toda buena niñita católica debía, miedo de que la desafiaran a recitar el Padrenuestro que no sabía o que le preguntaran algo y responder mal. Sentada en un umbral, perdida en medio de la gente, vio pasar a un matrimonio que llevaba a su perro de paseo. Se oyó un ligero aullido y la señora prestamente lo tomó en brazos y ante la mirada preocupada del marido lo revisó para ver si se había lastimado. Cuando se aseguró de que estaba bien, lo bajó al piso y siguieron su camino. Ania -ya se pensaba con ese nombre para que no se le fuera escapar el suyo- los miró alejarse y, acallando sus lágrimas, se dijo “¿por qué no puedo ser yo un perro?”.

Hay perros que tienen suerte. Como Max que disfruta de una “tenencia responsable”. Pero no todos la pasan bien. Están los maltratados y castigados, los abandonados, los que deambulan por las calles hurgando en la basura esquivando patadas y golpes, lluvias y fríos. Ania envidiaba la vida y el destino de ese perro que vio pasar pero no querría ser un perro como esos otros, como ella misma, los golpeados por la vida, los excluidos, los que deambulan por el gran Buenos Aires y terminan en ollas populares para los que no tienen nada para comer.

Todos querríamos ser cuidados, protegidos, alimentados, sanados, mimados, queridos. Como Max. Pero, igual que en el mundo perruno, la justicia, la consideración y el cuidado no son para todos. No lo son para los que no tienen trabajo ni techo, ni para la mitad de los chicos que no recibe la alimentación necesaria para que su aparato neurológico se desarrolle con toda su potencia, ni para los que no tienen acceso a la educación o lo tienen restringido, ni para los que no reciben la atención médica que asegure que llegarán a adultos.

Duro de toda dureza. Triste de toda tristeza.

Aunque haya perros con tan mala suerte como ellos, me atormenta pensar que si conocieran la vida privilegiada de Max, más de uno diría, como Ania, ¿quién pudiera ser perro?

publicado en Clarin.

entrevista en Radio Jai para Coffe Brake (Dany Saltzman): https://www.radiojai.com/index.php/2021/06/29/105022/quien-pudiera-ser-perro/

El día después llegará

Ilustración: Vior

Ilustración: Vior

Un día encontré en el dormitorio de mis padres una libretita que me intrigó. No sé qué hacía hurgando en esos cajones pero recuerdo que de chica lo hacía con frecuencia. Buscaba tal vez evidencias o respuestas a tantas preguntas que me hacía sobre mi historia y la de ellos. Vi en la libretita la letra de mi papá, página tras página, con palabras que no alcanzaba a descifrar, ¿en qué idioma estaban? ¿qué decían? Intrigada, fui a mostrarsela a mamá y le pregunté qué decía en la libretita. La miró sorprendida como si le hubiera entregado una especie de tesoro, algo que hacía mucho no veía o que creía perdido. “Son canciones” dijo mientras pasaba una a una las hojas escritas en lápiz. “Así nos entreteníamos en el escondite”, se trataba del diminuto altillo donde estuvieron escondidos dos años durante el Holocausto. Papá era comediante amateur, amaba cantar y bailar, y se pasó esos dos años corriendo tras su memoria para recordar y registrar las canciones de las comedias musicales que amaba y que quería volver a cantar una vez que salieran. Si es que salían. Si es que no eran descubiertos. Si es que sobrevivían.

Hoy volvió a mi la libretita con las Canciones Para Cantar Si Seguimos Viviendo. ¿Dónde estará guardada? seguro que algún día la encontraré aunque no la busque, si es que no me contagio, si es que si me contagio sea leve, si es que si me contagio y sea grave consiga cama, si es que si me contagio y sea grave y consiga cama haya oxígeno y profesionales suficientes para atenderme. En suma, si es que salgo viva de esta pandemia. Sin vacunas para todos el único recurso es seguir aislados y encerrados. Ya van quince meses. Uno ya no sabe cómo darse ánimos, qué inventar para que el paso del tiempo sea más tolerable con la falta de tantos abrazos que son solo virtuales, la ausencia de la aventura de salir, de encontrarse con amigos y compañeros de trabajo, de ir al cine, al teatro o a un espectáculo colectivo, y mantener la relación amorosa con hijos, nietos, hermanos, amigos queridos encerrados en ventanitas cuadradas y chatas. Está durando mucho. Y sin la inmunidad de rebaño que la vacunación masiva produciría, nuestra espera no tiene día de finalización. Sabemos que llegará el final. No sabemos cuánto falta. Y cuando no se sabe cuánto falta el trayecto es siempre más penoso. Los dolores de parto son soportables porque sabemos que en horas -pocas o muchas, pero horas- nace el bebé y se terminan. Ahora no sabemos, por eso duele más.

Mis padres tampoco sabían cuándo terminaría. Tampoco sabían si sobrevivirían, aunque de diferente manera que nosotros y por causas muy distintas. Aún sin saber papá hacía esa fuerte apuesta al futuro. Si salía iba a estar preparado, sabría todas las canciones al dedillo y podría volver a subir a un escenario y hacer eso que tanto amaba, cantar y bailar. En realidad no lo hizo, nunca volvió a actuar. La vida fue arrolladora y lo puso ante nuevos desafíos pero esa libretita, ese ejercicio de memoria aparentemente inútil, fue, en medio de la incertidumbre más oscura, su ancla salvadora donde declaraba ¡quiero vivir!, ¡tengo cosas para hacer! Y es para mí una potente lección que hoy comparto acá. ¿Cuál es nuestra libretita de canciones para cantar cuando sobrevivamos? Cada uno tendrá la suya. Y si no la tiene, ¡a inventarla ya!

No sabemos cuándo llegará pero el después llegará, eso es seguro. Que nos encuentre con la libretita llena de canciones y con ganas de volver a subir al escenario para cantarlas a voz en cuello.

Publicado en Clarin.

Publicado en El diario de Leuco.

Publicado en El Gallo.

Elegir cuidarnos

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Ante el embate de la pandemia, mientras esperamos las ansiadas vacunas, lo único que podemos hacer, si elegimos vivir, es cuidarnos. Eso está en nuestras manos, es nuestra decisión. Lo aprendí de Jack Fuchs Z’L, sobreviviente del Holocausto y maestro de vida.  Derramaba enseñanzas y reflexiones inolvidables pero no le gustaba contar lo que había pasado cuando era sujeto de otros. Tomó la férrea decisión de sostener y dominar las riendas de su vida. Peleaba con uñas y dientes para rescatarse de su pasada impotencia. Protagonista de su presente, dueño de sus decisiones y palabras, no se escudaba en su condición de víctima para darle sentido a su vida, prefería abrir preguntas existenciales que apuntaban a lo más hondo y esencial de lo humano.

Contaba que un día un coche rozó el suyo en medio de una avenida. Se bajó furioso con el puño apretado listo para reaccionar pero detuvo sus pasos pensando “con lo que ya me pasó en la vida ¿cómo enojarme por un tonto rayón?”. Iba a desistir pero lo volvió a pensar, dio vuelta y encaró furioso al conductor desaprensivo porque “¡ya aguanté bastante, no pienso aguantar nada más!”. 

Sus padres y hermanos fueron asesinados en la Shoá. Ya viejo, decepcionado del género humano que insistía en guerrear y matar, murmuraba para sí, desolado “mientras mi familia fue condenada a morir hace setenta años, yo estoy condenado a vivir”. Su único rescate, de esa y de cualquier condena, fue asumirse en dueño de la situación, apropiarse de cada minuto de su vida. 

Amaba invitar gente a comer a su casa. Cortaba, mezclaba, sazonaba, ponía la mesa, servía y, como al pasar, en los intersticios, derramaba perlas conceptuales como si fueran los condimentos con los que aliñaba la comida. Dueño de casa, dador, maestro de ceremonias, director de orquesta enarbolando un cucharón a modo de batuta e hipnotizaba a su comensal. La decisión era suya y era imposible correrlo del lugar elegido. Respondía lo que quería a cada pregunta con una voltereta mágica de la que dejaba caer como al descuido una honda reflexión, muchas veces poética, siempre alejada de cualquier parámetro común. 

Lo pinta de cuerpo entero el modo en que remató su recuerdo de cuando fue rescatado. Piel y huesos, enfermo, desnutrido y desahuciado luego de los infiernos de Auschwitz y Dachau, ya hospitalizado, bañado, con un piyama limpio y planchado, acostado en una cama con colchón y sábanas, su cabeza apoyada sobre una almohada mullida, cobijado y alimentado, oyó a una enfermera preguntarle qué más podía hacer por él. A sus veinte años, despuntando esa lucidez que le sería tan característica, diseñó el futuro de su vida al decir “Ahora me puedo morir”.

¡¿Ahora me puedo morir?! ¿Qué quería decir? ¿Por qué pensar en morir cuando estaba a salvo? No se trataba de morir sino de decidir. Como cuando recibía en su casa cocinando y sirviendo, declarando a cada paso que era el dueño de la situación. Sujeto de otros durante largos años concentracionarios, víctima sin posibilidad alguna de decisión, la recuperación de su condición humana implicaba poseer a cada paso cada uno de sus pasos. Lo que empezó en aquella cama de hospital fue luego el eje de su vida. Su ahora me puedo morir era la suprema expresión de que ya no era sujeto de la voluntad de otros, que si moría lo hacía como humano, no como carne animal ni número descartable. Morir así, si moría, lo renacía como sujeto y si podía elegir morir también podía elegir vivir. 

Nosotros podemos elegir cuidarnos. Está en nuestras manos.

Publicado en Clarin.

Desarraigos en tiempos de pandemia

Ilustración:: Fidel Schiavo

Ilustración:: Fidel Schiavo

Vivimos una dolorosa realidad con interrogantes que empiezan a ser acuciantes. 

El vacuna-tour muestra nuestra condición paupérrima y cuán inquietante es nuestro futuro. Los felices viajeros reciben los pinchazos salvadores tras una corta cola, a su turno y sin preguntas. Avión. Ezeiza. Y a casita. Nuestros oídos los oyen inundados de envidia, de esa envidia malsana, tóxica, regurgitante. Y no solo por la vacuna. El contexto económico, social y  político no promete nada bueno, el futuro se ve incierto y sombrío. Para los mayores tal vez ya no importe tanto, pero ¿y nuestros hijos? ¿será éste un lugar para que sus futuros, sus sueños y capacidades tengan una oportunidad de hacerse realidad? Y ahí es cuando vuelve, otra vez, con gusto ácido y a viejo, la idea de partir.

Charles Papiernik, un sobreviviente del Holocausto que hace tiempo nos dejó, solía decir con amargura: “Los pesimistas se fueron, los optimistas nos quedamos”. Y de un golpe, si pesimismo y optimismo oscilan en un tan difícil equilibrio, cuestionaba el realismo.  ¿Cómo saber por anticipado cuál será el mejor camino? ¿quién tiene el bendito diario del lunes que le asegure que era para ese lado y no para aquel otro?

El irse o el quedarse resulta un dilema. Lo era entonces en Europa. Lo es ahora en la Argentina. Tal vez lo sea siempre.

Los que tenemos la experiencia de haber inmigrado sabemos que, pasado el momento idílico de la novedad, la adaptación a la vida cotidiana en un lugar desconocido está llena de escollos, incertidumbres y desafíos.

De entrada el nuevo idioma. Incluso si se va a un lugar en donde se hable castellano, será otro castellano, con otros giros, otros sobre entendidos, otras secretas intenciones labradas por los que lo han ido tejiendo en sus interacciones cotidianas. Todo es diferente, actitudes, códigos, historias compartidas de las que se está afuera que interpelarán y desafiarán a toda hora. Mis padres no pudieron acompañarme con los belgranos y sarmientos de la primaria, los versitos y juegos infantiles que no conocían en Polonia, nada les evocaba su propia infancia, no sabían cómo acompañarme. Aunque uno no vea a sus amigos y familiares con mucha frecuencia, como ahora, saber que están cerca no es igual que el desgarro de saberlos lejos. Pensemos en el registro de los lugares conocidos… Si alguien me dice que vive en Agüero y Juncal o en Rivadavia y Larrea sé dónde es, cómo es la zona, tengo el mapa mental de mi experiencia en esas calles. En un lugar nuevo, los cruces de calles no me dirán nada, no evocarán ningún recuerdo, ninguna imagen, ninguna relación previa con sus muros y baldosas sin honduras ni memoria. 

Emigrar es un poco mutilarse el presente, arrojarse a un escenario desconocido y opaco que nos habla, si es que nos habla, con distancia, recelo y ajenidad. 

?Quedarse es mutilar el futuro de nuestros hijos?,  no honrar la misión de educarlos, alimentarlos y protegerlos para que puedan llegar a adultos, desarrollar sus capacidades y realizar sus sueños y deseos.

La amarga reflexión de Charles, horadante y desgarradora, es un dilema. En un dilema ninguna soluciones es buena, se elige una sabiendo que es injusta, arbitraria y que nos deja en manos del impredecible azar. 

¿Cuál mutilación elegir? ¿La del presente o la del futuro? 

Influenciada por la desazón, el desánimo y la desesperanza, pido disculpas a quien lee. Decime Marilina que es cierto, cantame otra vez al oído que aunque no lo veamos el sol siempre está.

Publicado en Clarin

Cultura de cancelación y caza de brujas

Ilustración: Vior

Ilustración: Vior

Cuando chica, hacía los mandados en el almacén de la vuelta de mi casa, la “Proveeduría El Pensamiento”. Don Pedro, gallego socialista escapado de la Guerra Civil, tenía libros, libros, muchos libros del otro lado de la pared del mostrador. Cuando me dejaba pasar podía espiar, embelesada, ese tesoro de lomos de diversos colores y alturas. La cultura era la mercadería más importante de “El Pensamiento”. 

Hacía los mandados sin pagar. Don Pedro anotaba lo que llevaba en una libreta con tapa de hule negro y renglones rojos. Los viernes mamá pagaba y el almacenero escribía en la hoja de la semana un estentóreo CANCELADO.

La semana siguiente empezaba con la hoja en blanco. La deuda cancelada seguía ahí porque la cancelación no había destruido la libreta.

Hoy, cancelación es otra cosa, hoy se destruye la libreta. quien es cancelado es excluído, borrado, desaparecido. No se cancela su deuda con la sociedad mediante el reconocimiento, el arrepentimiento y el cambio. Se cancela a la persona. 

En este mundo globalizado y enseñoreado por las redes sociales todos tenemos oportunidad de opinar y nuestros mensajes pueden llegar a muchísimas personas. Somos tantos que para no perdernos en el océano del anonimato debemos luchar por la supremacía, por ser leídos, por ganar vistos y likes que nos hagan influencers y famosos. Textos reactivos, breves, rápidos, expeditivos, provocadores, simples, binarios, nada de sutilezas. No hay grises. Blanco o negro. Nada de reflexión, ni ponderación, ni pensamiento. Aceptando esos códigos es más fácil conquistar a un público soluble a consignas provocativas. Slogans, golpes de efecto y al plexo, brillar por un instante como esos faroles en el campo alrededor de los que se agolpan los bichitos atraídos por la luz, una luz que los mata.

Todo empezó con denuncias de incorrecciones habitualmente silenciadas para visibilizarlas como primer paso para el cambio individual y social. Pero el furor de las redes pudo más. De la denuncia se pasó a la acusación y pronto le siguió la exclusión. Enojo, venganza, odio sin ponderación, tanto contra un pedófilo como contra quien no termina sus adjetivos con e. Las redes son insaciables, no dan tiempo para pensar, engullen contenidos y personas como arenas movedizas hambrientas y gana quien pega primero y mejor.

¡Que bueno sería cancelar la homofobia, el machismo, los femicidios, el racismo, como hacía don Pedro en su libreta de hule negro: ¡deuda anotada, reconocida, saldada y documentada! 

Se pudo con el cigarrillo, no es lo mismo, pero se pudo. Ya no se discute airadamente si alguien protesta porque se está fumando en un espacio cerrado. Lo hemos incorporado. Las conductas, como las deudas del almacenero, se pueden reconocer y cancelar. Las conductas. No las personas. 

Pero si se incurrió en alguna deuda conductual los esbirros de la corrección guardan las puertas como cancerberos feroces. En pos de erradicar conductas indeseables, se cercena a las personas. ¿Tendrán alguna oportunidad de aprender algo los echados? ¿o se llenarán de resentimiento y acusarán a los canceladores de “ejército medieval caza brujas”? ¿Qué ganamos como sociedad? Otra grieta, porque los cancelados se rebelan y quieren cancelar a los canceladores en una escalada de violencia reactiva. 

Mientras tanto, las conductas a erradicar siguen más vivas que nunca. Los femicidios, los abusos a niños, el racismo, por citar solo tres, no se han detenido. 

¡Cómo extraño a los Don Pedro y al almacén de la vuelta de mi casa que se llamaba “El pensamiento”!


Puublicado en Clarin

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Publicado en El Diario de Leuco.

Charla TEDxCordoba de Joaquín Sánchez Mariño, noviembre 2020

Estupidez o sabiduría. Participación en Haciendo Pie.

En la Once Diez. Jorge Sigal y Santiago Kovadloff

En la Once Diez. Jorge Sigal y Santiago Kovadloff

Luego de la lectura de este texto de Julio Ramón Ribeyro (1929-1994), mi comentario:

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¡Qué interesante pensar esta reflexión desde la perspectiva del tiempo! No sé qué edad tendría Ribeyro cuando lo escribió pero si viviera hoy tendría 92 años. Habla de la cuarentena, referido a las cuatro décadas, no a la cuarentena de la pandemia por supuesto. Increíble como el paso del tiempo ha cambiado los tiempos. Asociar la edad de cuarenta años como punto de inflexión suena fuera de lugar porque todo lo que describe parece haberse corrido por lo menos veinte años hoy. 

Pero sea a los cuarenta o a los sesenta, hay un momento en la vida en el que podemos sentirnos como si todo estuviera deslucido, opacado y hubiéramos perdido el sentido, el para qué estoy vivo. Son momentos que llamo “descansos en la escalera”. Uno va subiendo, peldaño a peldaño y mientras sube está ocupado en subir, poner bien el pie para el peldaño siguiente y de pronto llega a un descanso, se detiene, recupera el aire y se pregunta ¿qué estoy haciendo aquí? ¿A dónde iré ahora? ¿sigo subiendo? ¿para qué?

Y dice Ribeyro que es momento de elegir entre la sabiduría y la estupidez. ¿què serán para él la estupidez y la sabiduría? Ya no lo tenemos para preguntarle y estaría bueno que cada uno lo pensara para sí…. y ya que tengo este espacio voy a contar qué es para mí.

Empiezo por estupidez. Imagino a alguien parado en el descanso de la escalera sorprendido por haber envejecido, como si no hubiera estado en sus cálculos, como si hubiera creído que el paso del tiempo era una abstracción o números en el almanaque y se frustra y desanima al darse cuenta de que el paso del tiempo es bien concreto y que es uno mismo el que ha sido pasado por el tiempo. Es parte de la estupidez humana eso de creer que algunas cosas no nos pasarán nunca, que solo les pasan a los demás. Lo estamos viendo en la gente que hoy no se cuida, que anda sin tapabocas y sin mantener distancias. Igual pasa con la vejez cuando se la vive estúpidamente. Si uno se cree eterno e inalterable cuando ya no puede no darse cuenta de que el cuerpo no es el mismo, que la energía y la fuerza no son las mismas, que uno ha cambiado, la sorpresa llega como un cachetazo traicionero porque uno no se lo esperaba. Es como no esperar el trueno después del relámpago. Una total y soberana estupidez. 

La estupidez se justifica un poco porque no es placentero descubrir que uno no es ya como era. Yo también, y no creo ser la única, me paro frente al espejo y me estiro los costados de la cara tratando de recuperar aquella lozanía que en su momento no disfruté pero que ahora extraño tanto. Veo mis arrugas y alguna flaccidez, me doy cuenta de que el aire me queda más corto y que el descanso me llama más seguido y más temprano. Esto es así, no lo elegí. Lo que sí puedo elegir es qué hago con eso. Lo estúpido sería ponerlo en el centro del escenario, con un lamento eterno, y la queja antipática de creer y decirme que todo terminó, que ya nada tiene sentido, y dejar que me cubra una bruma oscura y desanimarme porque nunca más veré brillar el sol. Lo nos pasa, nos pasa. No está en nuestras manos. Lo que está en nuestras manos es qué hacemos con esto que nos pasa.

En el otro extremo, y para decirlo en fácil, para mí la sabiduría es no pedirle peras al olmo. El olmo da un fruto que se llama sámara (nada que ver con samaritano), y por más que me enoje, me angustie o me desanime, por más que le hable o le proteste hasta el cansancio, el olmo caprichoso e insensible a mis súplicas insistirá en dar lo que tiene y puede, sámaras. ¿Quiero peras? busco un peral, ¿no hay perales, solo hay un olmo? lo sabio es sentarme a su sombra, tomar un manojo de sámaras y ver qué puedo hacer con ellas porque la vida me enseñó que por más que les discuta y les de razones, las sámaras no se transformarán en peras. 

Creo que la cita del texto de Ribeyro habla de envejecer, tal vez de su propio envejecimiento, tema tan ninguneado, casi tabú, que por suerte está empezando a ser hablado. La palabra envejecer está asociada con deterioro, muerte, con terminar, con oscuridad, enfermedad y final. Y ya no es tanto así. Me encantaría que pudiéramos pensarnos con el verbo edar,  traducción literal del inglés to age, sin la connotación negativa del verbo envejecer. Edar señala el paso del tiempo sin atributo ni valoración, es un término descriptivo,  ni bueno ni malo. Espero que vayamos migrando de la idea negativa de envejecer a la idea más alentadora de edar. 

Estamos viviendo un momento totalmente inédito. Nunca antes en la historia humana hubo tantas familias con 5 generaciones. ¿Cuántos bisabuelos conocíamos  hace apenas 50 años? ¿Cuántos conocemos ahora? Yo conozco decenas y no solo vivos, sino activos, lúcidos y vitales. Es que cada vez hay más viejos en el mundo, cada vez hay más viejos que siguen trabajando, creando, pensando y levantándose todos los días con ganas porque tienen cosas que hacer, porque su vida mantuvo el sentido, porque tomaron aire en el descanso de la escalera y siguieron subiendo, más despacio, claro, pero con los ojos bien abiertos y la piel porosa. Por eso, como yo misma estoy cursando la octava década, preciso hacer de necesidad virtud y voy a contar cuáles son, para mi, los beneficios de haber envejecido. 

Lo más importante es que me hace posible poner en otra escala las cosas que son de vida o muerte. Estar vacunado y cuidarse lo es en este tiempo de pandemia, pero todas aquellas expectativas desmedidas que tenía cuando creía que iba a ser eterna, se fueron achicando y la edad me abre una esperanza más realista de lo que puedo conseguir y, por ende, me frustro menos, sufro menos. Creo que la edad, cuando no se ha elegido la estupidez, nos ayuda a tener expectativas más realistas y posibles. Y si le respondo a Ribeyro que dijo que ya no hay aventura, tal vez haya sido un momento de bajón el suyo cuando la dijo, porque la aventura sigue existiendo, no es privativa de la juventud. Definida de otra manera, claro. Tal vez no sea una aventura vertiginosa, un ponerse a prueba en desafíos constantes, un tirarse a piletas sin medir bien la profundidad del agua, es una aventura más medida, mejor peinada y lubricada. Las ganas no desaparecen, se reconfiguran y se van adaptando a la capacidad diferente. La aventura puede estar en encontrar esos nuevos gustos y sabores, esos climas, esas actividades que uno fue aprendiendo a disfrutar y darles un ritmo renovado, más relajado, menos tenso, incluso sorprendentemente creativo. La aventura de tener en la mano ese puñado de sámaras posible y sorprenderse de que no solo eran las peras lo que podían darnos placer y alegría. 

La estupidez es una estación terminal, a la sabiduría no se llega nunca, se camina hacia ella. La estupidez te enreda los pies y no te deja caminar. La sabiduría te impulsa hacia adelante a un constante descubrir de para qué sirven las dichosas sámaras y qué puedo hacer con ellas. Pensarlo así nos permite vivir con más paz que cuando nos sentíamos obligados a hacer y a ser lo imposible para merecer y justificar nuestro lugar en el mundo. 

Atención que no estoy haciendo un elogio del envejecimiento. ¡Para nada! Me encantaría volver a tener el cuerpo y la capacidad física de mi juventud pero si pudiera elegir no querría perder una gota de lo que aprendí con los años. No quiero volver a ser la que se exigía y esforzaba por ganar no sé qué carrera ilusoria que me agotaba y no siempre terminaba bien. Claro, me encantaría recuperar la lozanía perdida pero sin perder ni una gota de lo que aprendí y conquisté. 

Y me quedo con eso, con la nueva convicción de que son pocas las cosas de vida o muerte, lo que es una idea muy  liberadora porque sí hay cosas de vida y de muerte, son las cosas que tienen que ver con la vida y la muerte. Las otras no. 

Tal vez dejar atrás la estupidez sea algo tan simple como dejar de remar en contra del río, bajar los remos, mirar el paisaje, esperar a que se aquieten las aguas y ver para dónde va la corriente y entonces sí, tomar los remos, respirar hondo y darle para adelante.