Cambios en la vida cotidiana

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Decimos en Argentina que vivir acá te asegura infinita diversión, no existe el aburrimiento, cada día te sorprende alguna cosa que uno no se imaginaba que podía pasar. Inventamos el dulce de leche, disputado con los uruguayos, el tango, también disputado con ellos, la birome en colaboración con Hungría dado que su inventor provenía de allí. Y no inventamos la inflación y la inestabilidad económica pero somos reyes en esos territorios.

Y ni qué decir de Israel. También es un país sumamente divertido aunque en otro sentido que en la Argentina. El Israel moderno nació de un sueño que se volvió desafío, desafío en varios frentes, geográfico, demográfico, político, económico, defensivo, cultural. Y si algo sabemos los judíos es superar desafíos. Y superarlos de modo sorprendente y creativo, apuntando siempre a salir adelante, listos para un nuevo desafío.

¿No fue acaso un desafío la gesta de Abraham, que viniendo de un mundo pagano con múltiples dioses y faraones autoritarios, se puso a sus espaldas la construcción de esta tribu monoteísta que debía regirse por la ley? Como me enseñó Diana Sperling, no se trata de una ley circunstancial debida al mandamás de turno, sino por una ley, con mayúsculas, que superaba a las personas, que las trascendía, como una especie de manto estructurante y protector bajo el cual se aseguraba la convivencia. Hoy lo damos por sentado pero imaginémonos entonces lo revolucionario, insólito y desafiante que era ese planteo.

Los desafíos fueron los motores del mundo, los que hicieron necesaria la creatividad, el ingenio y el avance científico y tecnológico.

Pero cuando el desafío es muy grande, uno está como en medio de una tormenta, no puede ver más allá de un círculo muy chico, pone todo su esfuerzo y energía en protegerse, en proteger a su gente, en no dañar más. Recién cuando la tormenta se va alejando podemos recuperar nuestra capacidad de ver y evaluar. La perspectiva solo se tiene con la distancia. De cerca no se puede.

Sean como sean los desafíos, sabemos, tanto como individuos, como sociedad, como tribu y como humanidad, que tarde o temprano los desafíos y las dificultades se superan. En nuestra vida normal, es decir previsible, rutinaria, sin amenazas, vivimos en la ilusión de que no nos pasará nada, de que las cosas malas les pasan a los demás, a los que están lejos, que no nos tocarán. Hoy que estamos en otra normalidad se nos impone, aunque no nos guste, aunque lo exiliemos de nuestra conciencia que, como se dice en inglés, shit happens, que la vida es incierta, las certidumbres son construcciones generadas por nuestra vulnerabilidad y fragilidad, que a pesar de que nos creamos ciudadanos de caminos señalizados y avenidas con semáforos, a la vuelta de la esquina nos podemos encontrar con una jungla inexplorada en la que tenemos que entrar a puro machete y coraje. Y así estamos hoy, inmersos en esta pandemia que nos trastocó la vida de un modo inimaginable antes. Si nos hubieran dicho que viviríamos lo que estamos viviendo no solo no lo habríamos creído sino que habríamos pensado que nos sería imposible. Y aquí estamos. Ocho meses ya y el segundero sigue su marcha. 

Me acuerdo de cuando soñábamos con vivir en Suiza, aquel paraíso de previsibilidad, orden y tranquilidad…. donde los trenes llegaban siempre a horario y donde había muy poco lugar para la sorpresa o la incertidumbre. Hoy tampoco Suiza es aquel paraíso imaginado, la pandemia no conoce fronteras ni respeta etnias o preferencias políticas o culturales. La pandemia cayó sobre nosotros de manera planetaria y nos igualó a todos. No tengo presente algún otro momento en nuestra historia humana en la que todos, absolutamente todos, hubiéramos estado en riesgo de la misma manera. Tal vez fue la gran glaciación que abarcó todo el planeta y cambió radicalmente las especies vivientes… pero no había humanos entonces. Creo que ésta es la primera vez.


Este desafío, como todos los desafíos, puede paralizarnos, derrumbarnos, sumirnos en la impotencia o puede despertar respuestas creativas, estimulantes y enriquecedoras. Tengo esperanzas en el espíritu argentino que nos entrenó tanto en la improvisación, en el “lo arreglamo’ con un cachito de alambre” pero la improvisación, no solo en nuestro país, la estamos viendo por todas partes, no pareciera resultarnos beneficiosa. Manotones de ahogado y no aparece el madero salvador. Es que la improvisación es buena como respuesta apremiante y transitoria pero no es efectiva a largo plazo. Es cierto que nadie se lo veía venir. Pero hay otros países que estaban mejor pertrechados para enfrentar esto tan desconocido, invasivo y dañino. Nosotros seguimos viviendo en el día por día y vemos crecer nuestra angustia ante este monstruo invisible que nos tiene amenazados a todos. Pero las respuestas y manejos de los diferentes gobiernos tanto en nuestro país como en otros, nos sumergen en la desconfianza porque estos manotazos desesperados hicieron que pusiéramos en duda todas las supuestas verdades. ¿Sabrán lo que están haciendo? ¿Cómo saberlo? ¿Cuánto habrá de cálculo político en las decisiones tomadas, aquí, allá y acullá? ¿Estamos siendo cuidados o estamos siendo usados? Si lo que se nos vino encima es tan inesperado ¿cuán seria y responsable es esta improvisación en las decisiones? Caen todos acá. Las idas y venidas de médicos, infectólogos, epidemiólogos, que un día decían una cosa y al otro decían otra. Incluso en la OMS, órgano teóricamente científico, serio y responsable no se ponían de acuerdo. El tapabocas al principio no servía para nada, después fue indispensable. Que el virus venía por el aire, se quedaba en piso, en las mesadas, en las suelas de los zapatos, en las bolsitas del supermercado, y había que lavar y desinfectar todo con obsesiva rigurosidad. ¿cuánto de esto sigue en pie? ¿Da para ponerse paranoicos o mejor entregarse a las medidas que se indiquen cerrando los ojos, respirando hondo y dejándose llevar? ¿Qué opciones tenemos si lo único que se sabe es la forma en que nos tenemos que cuidar? ¿Hasta cuándo vivir aislados y con escafandras confiando en que cuando nos reencontremos con otros también se hayan cuidado como nosotros? Y encima los sabiondos y bienintencionados de las fake news que nos llenan de consideraciones fantasiosas. ¡Y qué decir de los malintencionados! Vivimos un cansancio agobiante en este esquivar noticias y sugerencias con indicaciones y contraindicaciones, con amenazas y anticipaciones tenebrosas. Y sí, nos cuidamos, tratamos de ser cautos pero aunque uno no quiera uno ve el noticiero, uno recibe informaciones por las redes sociales y no siempre es fácil separar la paja del trigo, la verdad de la mentira, el consejo de la manipulación. 


Las vacunas tan esperadas se siguen haciendo esperar. Ya hay varias con la dichosa tercera etapa concluida y, supuestamente, con una efectividad muy alta. Pero todavía falta. Muchos nos preguntamos por posibles efectos secundarios, por consecuencias a largo plazo dado que no hubo tanto tiempo para testearlo. Además, una vez que estén aprobadas y sean seguras habrá que producirlas, conservarlas, asegurar que la cadena de frío no se rompa en su transporte, almacenarlas, distribuirlas, formar gente que sepa cómo manipularlas y administrarlas. … Falta. Falta tiempo todavía. Aunque todo parece indicar que funcionarán y ese tiempo que falta se ve bien diferente al tiempo que faltaba cuando no había ninguna vacuna. Ahora es solo eso, cuestión de tiempo, antes era nunca. 


O sea que tenemos que seguir aguantando. Tenemos que seguir cubriéndonos bocas y narices, manteniendo la distancia segura, no aventurarnos gratuitamente ni poner en peligro a los demás. Se nos va la vida en ello. Me acuerdo de la epidemia de polio allá en la década del cincuenta, los chicos que caían como moscas y eran enviados a eso que llamaban pulmotor y que no entendíamos qué era. Los diarios y la radio informaban día a día cuantos habían tenido que ser metidos en los dichosos pulmotores que los más chicos, yo tenía diez años, imaginábamos como cámaras de tortura. Vivíamos con la bolsita de alcanfor colgada del cuello y los árboles de la calle estaban pintados de blanco con cal. Los vecinos lavaban exhaustiva y cuidadosamente las veredas con acaroina. Nuestras defensas entonces eran el alcanfor, la cal y la acaroina, en la creencia de que eran las únicas vallas, ilusorias y frágiles armaduras, contra el mal. Recuerdo vívidamente cuando Jonas Salk, norteamericano e hijo de inmigrantes rusos, produjo su vacuna inyectable y cuando años después Albert Sabin este virólogo nacido en Polonia y también judío, la mejoró con una gotita que te daban en un terrón de azúcar. ¡Qué alivio! ¡Qué sensación de libertad! como si nos hubieran quitado un grillete pesado que no nos dejaba caminar. Vuelvo a sesenta años atrás y recuerdo esperanzada aquel momento que tal vez en unos meses más viviremos nosotros.


En este contexto vivimos la nueva normalidad de la convivencia forzosa y forzada. Algo a lo que no estábamos acostumbrados. Nuestra vida normal era los chicos en la escuela, los grandes en el trabajo, la casa, si uno tenía los recursos, se limpiaba con un empleado externo. Nos veíamos un rato a la noche y los fines de semana. Las vacaciones más que momento de dicha eran muchas veces escenario de conflictos debido a la constante presencia de todos todo el tiempo que amenazaba con enfrentamientos e irritaciones. Hoy vivimos como en las vacaciones y tuvimos que aprender las nuevas reglas de esta nueva normalidad. 


No hay nada más invasivo, avasallador y persecutorio que la mirada del otro. Ya lo dijo Sartre en aquella obra de teatro A Puerta Cerrada: el infierno son los otros. El otro que te sabe de memoria, que conoce tus puntos flacos, tus fragilidades y defectos es ahora un espejo que uno tiene delante todo el tiempo y del que no se puede escapar. ¡Qué pesado es! Nos queda solo el baño para escondernos de la mirada inquisidora, crítica, evaluadora y opinadora de ese otro con el que vivimos. Sin olvidar que nosotros somos lo mismo para nuestro otro, somos ese testigo descarnado que sabe dónde duele, dónde falla, dónde flaquea. Y en este contexto, más que desafiante, las parejas han tenido diferentes trayectorias.


Como en casi todo en la vida no se puede generalizar. Lo que sí puede decirse es que cada pareja, cada familia, cada grupo conviviente, ha recibido el impacto de este nuevo estado de cosas. Para todos está siendo un escenario inédito ante el cual debemos hacer gala de nuevos recursos que hasta ahora no había sido necesario utilizar.


La administración de los espacios ante la invasión del todos los días todos en casa. Las tareas del hogar, la comida, la ropa, la limpieza. Las compras de alimentos y todos los cuidados que requiere la cotidianeidad. Si uno tiene trabajo ajustarlo al espacio hogareño, armando un lugar apropiado y algunas condiciones visuales y sonoras que lo hagan posible. Si hay chicos, según sea su edad los desafíos difieren. Entretener a los más chiquitos, ayudar a los escolares en sus pesados y obligados zoom con sus maestros y profesores. Asumir la ausencia de personas que ayuden y nos den un respiro. Revisar las reglas del uso de pantallas pero sin pasarse para el otro lado, turnarse para el uso de la tablet o lo que sea si es que no todos tienen su dispositivo propio, ordenar y acomodar el uso de internet cuando la conexión no admite mucho flujo al mismo tiempo. Estas cosas y decenas de cosas más que nos han enfrentado con todo lo que en nuestra anterior normalidad funcionaba más o menos bien y que ahora se trastocó y hay que reinventar y repactar. Sin abuelos que salven las papas cuando hace falta, el compromiso con el cuidado de los chicos puede tomar todo el tiempo y toda la energía de la que uno dispone. Y sí, se hace pesado y es muy cansador. Ni qué decir de las sentadas ante la pantalla en un zoom atrás de otro mirando a la gente y a la realidad como si todos fuéramos personajes de historietas enmarcados en cuadraditos y chatos. Encima con las caras en primer plano, las de los demás y las de ¡horror! uno mismo. Parece mentira como todo esto es parte hoy de nuestra vida, naturalizado y aceptado. La pandemia fue como una enzima inesperada. Las enzimas aceleran las reacciones químicas, es lo que nos pasó. Recuerdo como en un sueño que había quienes decían que la tecnología no le interesaba, que el celular tenía que ser solo para hablar por teléfono, que la computadora era un invento diabólico que nos iba a alejar de la gente. Nada de eso hoy. La tecnología nos ha igualado y nos permite seguir en contacto. Millennials, centennials, y perennials como yo nos hemos vuelto cancheros en dispositivos, aplicaciones y hasta palabras que antes ni siquiera registrábamos. Nos hemos desmuteado y ahora nuestra voz se transmite por medios digitales y tenemos la posibilidad de seguir en contacto a pesar de no movernos de casa.


¿Y qué pasa con las parejas? ¿Cómo lo van transitando?

Y..., hay de todo. Yo anticipaba allá lejos por el mes de marzo, cuando todo empezó, que la ola de divorcios sería un tsunami imparable, que la gente no soportaría el escrutinio cotidiano y a toda hora del otro. Pero me equivoqué. 

Claro que algunas parejas no pudieron escapar más al hecho de que ya no lo eran más, que si seguían era por temor al cambio, a la soledad, a no herir a los chicos, pero no por decisión y elección de seguir. 


Y muchas de esas parejas que se miraron a la cara se dijeron que cuando esto terminara separarían sus vivienda y su relación. Otras, más de las que suponía, que antes de la pandemia creían que ya estaba terminado, que el divorcio era el próximo paso, al volver la mirada uno sobre el otro descubrieron que ahí en el rescoldo de lo que parecía apagado habían quedado brasas tibias y se reencontraron en la convivencia y volvieron a ver a esa persona de la que una vez se habían enamorado y que seguía manteniendo aquellos valores y virtudes. Es que cuando uno se enamora, se enamora tal vez de la forma en que se ve en los ojos del otro, cuando a uno le gusta el otro y le gusta lo que el otro le devuelve en la mirada, circula el amor. Y cuando deciden unirse y caminar juntos, se toman del brazo y emprenden la marcha, pero tomados del brazo dejan de mirarse y a poco de caminar por ahí se dejan de ver y ese otro con quien convivimos se nos va volviendo invisible, o parte del mobiliario, o parte de uno como un brazo…. y ¿quién registra su brazo, ¿quién le pregunta a su brazo cómo está? es mi brazo, está ahí, y si no duele no me hace falta hablar con él.

Esta convivencia forzosa obligó a muchas parejas a volver a verse y más de una volvió a encontrar eso que tanto le había gustado. No hay donde escapar, obligados a la permanencia doméstica, los ojos volvieron a cruzarse y algunos pudieron ver destellos de aquello que había brillado y que todavía estaba ahí. 

No es rosa lo que planteo porque esas mismas personas, al tiempo que reencontraron los motivos que los habían unido, pudieron repensarlo y volver a pactar en qué forma seguir. Otra novedad que está apareciendo y que esta pandemia aceleró, fue que veo gente que se anima a diferentes modelos de pareja. Convivientes y no convivientes. Que no duermen en la misma cama. Que no duermen en la misma habitación. Que no duermen en la misma casa. Que planean estar juntos los fines de semana y separados de lunes a viernes. Que planean vivir separados pero viajar juntos, compartir la vida social y el tiempo de ocio, y pactar, si hay chicos, una manera equitativa de cuidarlos. La pareja tradicional está siendo revolucionada y se abren alternativas y opciones que satisfacen a ambos sin dejar de ser una pareja.


También veo un cambio notable en el lugar de los hombres en la casa y en la familia. Hay que repartir las tareas, lo atinente a la casa, las compras y los chicos. Ya no es más que hay uno, generalmente la mujer, que se ocupa más de esas cosas. El reino del hogar es ahora compartido y es más equitativo. 

Y veo hombres que redescubrieron el placer de la paternidad, lo que culturalmente y ayer nomás les era lejano. Ya los más jóvenes venían con el modelo de ahupar, cambiar pañales y mecer a su bebé pero ahora se extendió a los más grandes. Ya los hombres habían empezado a sentir gusto por la cocina, a inventar platos, a seguir recetas, pero ahora son parte de la cocina cotidiana, la que no es tan creativa ni divertida, la que siempre solíamos hacer las mujeres. Y lo que veo que está pasando es que ya las esposas están dejando de decir el clásico “mi marido nunca encuentra nada” porque ahora el marido es también quien guarda y el que guarda sabe dónde están las cosas.


A ver, entiéndaseme bien. No todo es un jardín de rosas ni suenan los violines como fondo. También veo parejas que acrecentaron sus conflictos históricos y siguen enredadas en los mismos laberintos de siempre potenciados ahora por la obligatoriedad de estar juntos. Tal vez esta pandemia les permita terminar con lo que no anda y dejar de ser como aquel cuando le dijeron que había que cortarle la cola a su perro, como lo quería tanto, se la iba cortando 5 centímetros por semana. Tal vez este contexto permita a estas personas cortar la cola de una y no extender el sufrimiento de todos apelando, como el que quería a su perro, al amor extendiendo la tortura ad infinitum. 


Sí. Estamos viviendo desafíos para los que no estábamos preparados. ¿Pero quién lo está? 


Y claro, obviamente viene a mi memoria lo que debieron superar los sobrevivientes de la Shoá. Todos conocemos esas historias que parecen venir de otro planeta, historias de esperanza y de reconstrucción.

 

Mis padres sobrevivieron escondidos durante dos años. Papá era carpintero pero quería ser actor. Antes de la guerra integraba el elenco del teatro judío de su ciudad y había protagonizado varios musicales. Adoraba cantar y bailar. Así lo conoció mamá y se enamoró de su vitalidad y alegría. Cuando estuvieron escondidos debían estar en total y absoluto silencio para no despertar sospechas en los vecinos. Les preguntaba cómo hacían para pasar el tiempo, como aguantaron el día por día, hora por hora, minuto por minuto durante dos años. Una de las cosas que hizo papá fue anotar en una libreta las letras de las canciones de las obras en las que había actuado. No se las acordaba bien y centraba su atención en ese ejercicio de memoria que no sólo lo entretenía sino que le aseguraba, como decía él, que si sobrevivía volvería a subirse a un escenario, volvería a cantar y a bailar. Y hacía ese ejercicio de magia en medio de condiciones imposibles. No solo la amenaza de muerte si eran descubiertos, las circunstancias en las que vivieron. En un altillo de menos de un metro de altura, sin electricidad, sin baño, sin agua, comiendo una vez por día lo que sus protectores podían alcanzarles… ¿cómo compararlo con el privilegio en el que vivo, en mi propia casa, con recursos para comprar la comida que necesito, con ese adminículo maravilloso que es la canilla que cuando la giro sale agua, con baño y con puerta? Y en aquél contexto, papá pensaba en tener todo pronto para poder cantar y bailar. Ese sueño no se le cumplió, las circunstancias no le permitieron volver a actuar. Pero siempre cantaba y me enseñó a mí todas esas canciones, especialmente las de su amado Gebirtig. 


La shoá no puede ser comparada con la pandemia pero las historias de los sobrevivientes nos muestran que lo que uno vive no determina un único camino. Que las desdichas, las injusticias, las cosas que nos pasan no nos llevan fatalmente a la neurosis o la enfermedad, A no conduce fatalmente a B. La conducta humana es mucho más compleja e imprevisible y no se puede reducir a sufrimiento igual trauma y trauma igual psicopatología. Mis padres, salvando las distancias, nos muestran que es humanamente posible elegir la vida cuando la vida continuó, que está en uno la decisión de insistir y persistir, de levantarse una y otra vez luego de cada caída, de elegir hacia dónde ir y cómo seguir. Si fuimos víctimas de algo, cuando eso termina está en nuestras manos cómo seguir, cómo leer lo que nos pasó. Podemos elegir la victimización, esa trampa que incorpora la condición de víctimas a nuestra identidad, o podemos elegir mirarlo como un pasado que no nos define, salir de ahí, aprender de ello y dibujar un nuevo camino. 

Porque nadie elige lo que le pasa, simplemente le pasa. 

Pero sí puede elegir lo que uno hará con lo que a uno le pasa.

Y como decía mi mamá, nadie sabe de lo que es capaz hasta que la vida no lo desafia y lo pone a prueba. 

 



Vacuna anti-Covid: ya casi estamos ahí…

Cuando la amenaza es invisible, arbitraria y mortal; cuando no sabemos cómo evitarla, cómo paliarla, cómo prevenirla; cuando la ciencia se debate en la búsqueda de una solución que se demora, quedamos desnudos de recursos y a merced del miedo.

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Diferentes laboratorios están anunciando que  el final del túnel está cerca, que la dichosa fase tres está dando resultados promisorios y esperanzadores. Pero la ansiada vacuna todavía deberá esperar un tiempo para ser efectiva. La larga espera acrecienta el miedo y se abren nuevos miedos. No solo al contagio, no solo a la evolución en caso de enfermar, ahora se suma la duda en cuanto al tiempo de la inmunidad que cada vacuna promete y a sus consecuencias a largo plazo. Uno tras otro, son golpes a nuestra omnipotencia que nos enfrentan con una insoportable incertidumbre. 

Cuando tenía diez años sobreviví a la epidemia de poliomielitis. Digo que sobreviví porque todos los chicos estábamos amenazados y vivíamos aterrorizados ante ese monstruo inasible que amenazaba con matarnos por asfixia o, en el mejor de los casos, con dejarnos paralíticos. Todos los días la radio y los diarios daban la macabra cuenta de la cantidad de chicos que habían ingresado en los pulmotores. Ni idea de qué eran los pulmotores pero sonaban horrible, como cámaras de tortura. Ese verano las vacaciones se extendieron como hasta abril en mi borroso recuerdo, lo que era un regalo impensado que compensaba el terror pulmotórico. No sé de dónde salió que el alcanfor ahuyentaba al virus tenebroso y ahí andábamos todos los chicos con la bolsita de alcanfor colgando del cuello como si fuera un fascinum que bloqueara al mal de ojo. Salir a la calle sin la bolsita de alcanfor era tan espantoso como salir hoy sin el tapabocanariz, solo que no así de racional. Cuando no hay respuestas, cuando la ciencia parece impotente y el terror se impone, viene a nuestro rescate el mundo mágico de lo irracional. Como en la antigüedad, cuando los fenómenos naturales no tenían explicación y se apelaba a dioses o fuerzas sobrenaturales a las que era preciso agradar para evitar su ensañamiento, también hoy buscamos con desesperación algún conjuro que nos libre de todo mal.

Mi hijo mayor tuvo un melanoma (fue hace 25 años, ya está dado de alta hace mucho), cuando creí que estaba a punto de morir, ninguna explicación me resultó plausible. Había conocido a varias personas que no lo habían sobrevivido. No creí que la medicina lo salvaría y, aunque hicimos todo lo necesario, no pude impedir colocar una ristra de ajos en la cabecera de su cama. “El ajo espanta a los virus” decían y sumida en el terror y la irracionalidad más oscura me dije ¿por qué no? ¿a quién dañan los ajos? como si el melanoma hubiera sido causado por algún vampiro medieval. Y encima la culpa. Eran tiempos en los que las madres teníamos la culpa de todo. Del autismo, de la esquizofrenia y del cáncer. La culpa era nuestra compañera fiel cuyo dedo acusador nos señalaba como la fuente de todo lo que sufrían nuestros hijos.

Ni magia ni culpa irracional. Esperamos con ansias las vacunas. Todas. Cualquiera. Para la polio vino primero la Salk que daba miedo porque era inyectable  y unos años después la Sabin mucho más amable porque te la daban en unas gotas sobre un terrón de azúcar. Se terminó la polio y aquel terror de entonces es hoy una referencia en las crónicas históricas. Así será con el covid 19. Ya casi estamos ahí. Un poquito más. Solo un poquito. Y mañana será un recuerdo.

 publicada 19 de noviembre 2020 en Clarin



Amigos por Israel. Hatzad Hasheni - La Cara de la Verdad

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Decimos en Argentina que vivir acá te asegura infinita diversión, no existe el aburrimiento, cada día te sorprende alguna cosa que uno no se imaginaba que podía pasar. Inventamos el dulce de leche, disputado con los uruguayos, el tango, también disputado con ellos, la birome en colaboración con Hungría dado que su inventor provenía de allí. Y no inventamos la inflación y la inestabilidad económica pero somos reyes en esos territorios.

Y ni qué decir de Israel. También es un país sumamente divertido aunque en otro sentido que en la Argentina. El Israel moderno nació de un sueño que se volvió desafío, desafío en varios frentes, geográfico, demográfico, político, económico, defensivo, cultural. Y si algo sabemos los judíos es superar desafíos. Y superarlos de modo sorprendente y creativo, apuntando siempre a salir adelante, listos para un nuevo desafío.

¿No fue acaso un desafío la gesta de Abraham, que viniendo de un mundo pagano con múltiples dioses y faraones autoritarios, se puso a sus espaldas la construcción de esta tribu monoteísta que debía regirse por la ley? No por una ley circunstancial debida al mandamás de turno, sino por una ley que superaba a las personas, que las trascendía, como una especie de manto estructurante y protector bajo el cual se aseguraba la convivencia. Hoy lo damos por sentado pero imaginémonos entonces lo revolucionario, insólito y desafiante que era ese planteo.

Tanto argentinos como israelíes y judíos llevamos inscripta en nuestra subjetividad la expectativa de la sorpresa, la angustia de la incertidumbre y la certeza de que encontraremos la forma de superarlo y salir adelante. 

¿Qué podemos enseñarle al mundo? a los que vivían en la ilusión de las certidumbres, los que no están tan entrenados como nosotros para enfrentar el sinsentido, la arbitrariedad y la injusticia. 


Los argentinos solemos decir medio en chiste y medio en serio que nos gustaría vivir en Suiza, donde los trenes llegan siempre a horario y donde hay muy poco lugar para imprevisibilidad. Creo que sería tranquilizador y beneficioso al principio pero a poco de andar se volvería la mar de aburrido y agobiante, y no sería necesario arbitrar ningún recurso nuevo, inventar nada, crear algún nuevo camino porque todo está bien y mejor dejarlo así. A mí, judía y argentina, me suena como comer todos los días lo mismo, o vestirme siempre con la misma ropa. Necesitamos de los desafíos que nos son estimulantes. 


No quiero decir con ésto que vivimos en el mejor de los mundos. Solo quiero mostrar otra cara de eso de lo que siempre nos quejamos y que forma parte de quienes somos. Cierto que hay desafíos y desafíos. Estamos desafiados con demasiada frecuencia con cuestiones tan angustiantes que en lugar de generar respuestas creativas nos paraliza y nos deja impotentes. Tampoco está bueno vivir permanentemente en no saber lo que va a pasar mañana. Somos los inventores de “lo arreglamos con un cachito de alambre”. La improvisación es buena como respuesta apremiante pero tampoco vivir en esa sensación de transitoriedad permanente. 


Pero este nuevo desafío al que nos enfrenta la pandemia, ése no lo veíamos venir. Desprevenidos, poco preparados, vemos crecer nuestra angustia ante este monstruo invisible que nos tiene amenazados a todos. Los manejos de los diferentes gobiernos nos sumergen en la desconfianza porque se han puesto en duda todas las supuestas verdades. ¿Sabrán lo que están haciendo? ¿Cómo saberlo? ¿Cuánto habrá de cálculo político en las decisiones tomadas? ¿Estamos siendo cuidados o estamos siendo usados? Si lo que se nos vino encima es tan inesperado ¿cuánto habrá de improvisación en las decisiones? Las idas y venidas de médicos, infectólogos, epidemiólogos, que un día decían una cosa y al otro decían otra. Incluso en la OMS, órgano teóricamente científico, serio y responsable no se ponían de acuerdo. El tapabocas al principio no servía para nada, después fue indispensable. Que el virus venía por el aire, se quedaba en piso, en las mesadas, en las suelas de los zapatos, en las bolsitas del supermercado, y había que lavar y desinfectar todo con obsesiva rigurosidad. ¿cuánto de esto sigue en pie? ,¿Da para ponerse paranoicos o mejor entregarse a las medidas que se indiquen cerrando los ojos, respirando hondo y dejándose llevar? ¿Qué opciones tenemos si lo único que se sabe es la forma en que nos tenemos que cuidar? ¿Hasta cuándo vivir aislados y con escafandras confiando en que cuando nos reencontremos con otros también se hayan cuidado como nosotros? Vivimos un cansancio agobiante porque tenemos que estar esquivando noticias y sugerencias con indicaciones y contraindicaciones y aunque uno no quiera uno ve el noticiero, uno recibe informaciones por las redes sociales y se ve abrumado con tantas fake news de sabios no siempre bien intencionados posedores de nuevas verdades reveladas.


Las vacunas tan esperadas se siguen haciendo esperar. Ya hay varias con la dichosa tercera etapa concluida y, supuestamente, con una efectividad muy alta. Pero todavía falta. Muchos nos preguntamos por posibles efectos secundarios, por consecuencias a largo plazo dado que no hubo tanto tiempo para testearlo. Además, una vez que estén aprobadas y sean seguras habrá que producirlas, conservarlas, asegurar que la cadena de frío no se rompa en su transporte, almacenarlas, distribuirlas, formar gente que sepa cómo manipularlas y administrarlas. … Falta. Falta tiempo todavía. Aunque todo parece indicar que funcionarán y ese tiempo que falta se ve bien diferente al tiempo que faltaba cuando no había ninguna vacuna. Ahora es solo eso, cuestión de tiempo, antes era nunca. 


O sea que tenemos que seguir aguantando. Tenemos que seguir cubriéndonos bocas y narices, manteniendo la distancia segura, no aventurarnos gratuitamente ni poner en peligro a los demás. Se nos va la vida en ello. Lo bueno es que sabemos cómo cuidarnos, no sabemos hasta cuándo deberemos hacerlo pero sabemos cómo. Me acuerdo de la epidemia de polio allá en la década del cincuenta, los chicos que caían como moscas y eran enviados a eso que llamaban pulmotor y que no entendíamos qué era. Los diarios y la radio informaban día a día cuantos habían tenido que ser metidos en los dichosos pulmotores que los más chicos, yo tenía diez años, imaginábamos como cámaras de tortura. Vivíamos con la bolsita de alcanfor colgada del cuello y los árboles de la calle estaban pintados de blanco con cal. Alcanfor y cal eran los milagros que nos protegerían, unas frágiles armaduras contra el mal. Recuerdo vívidamente cuando Jonas Salk, norteamericano e hijo de inmigrantes rusos, produjo su vacuna inyectable y cuando años después Albert Sabin este virólogo nacido en Polonia y también judío, la mejoró con una gotita que te la daban en un terrón de azúcar. ¡Qué alivio! ¡Qué sensación de libertad! como si nos hubieran quitado un grillete pesado que no nos dejaba caminar. 

Y claro, obviamente viene a mi memoria lo que debieron superar los sobrevivientes de la Shoá. Todos conocemos esas historias que parecen venir de otro planeta, historias de esperanza y de reconstrucción.

 

Mis padres sobrevivieron escondidos durante dos años. Papá era carpintero pero quería ser actor. Antes de la guerra integraba el elenco del teatro judío de su ciudad y había protagonizado varios musicales. Adoraba cantar y bailar. Así lo conoció mamá y se enamoró de su vitalidad y alegría. Cuando estuvieron escondidos debían estar en total y absoluto silencio para no despertar sospechas en los vecinos. Les preguntaba cómo hacían para pasar el tiempo, como aguantaron el día por día, hora por hora, minuto por minuto durante dos años. Una de las cosas que hizo papá fue anotar en una libreta las letras de las canciones de las obras en las que había actuado. No se las acordaba bien y centraba su atención en ese ejercicio de memoria que no sólo lo entretenía sino que le aseguraba, como decía él, que si sobrevivía volvería a subirse a un escenario, volvería a cantar y a bailar. Lo único cierto es que sobrevivió, las circunstancias no le permitieron volver a actuar. Pero siempre cantaba y me enseñó a mí todas esas canciones, especialmente las de su amado Gebirtig. 


De entre las miles de historias, quiero compartir la de Felix Zandman.

Felix Zandman nacido en Polonia fue el fundador en Israel de Vishay Intertechnology, uno de los mayores fabricantes mundiales de componentes electrónicos con plantas de fabricación en Israel, Asia, Europa y Estados Unidos. Vishay cotiza en bolsa, tuvo en 2018 ingresos de $ 3 mil millones con 24,100 empleados a tiempo completo.

Felix, sobrevivió al Holocausto gracias a la familia de Jan y Anna Puchalski que lo escondieron junto con varias personas más durante 17 meses. Su escondite principal era un pozo al costado de la casa, de 170 cm de largo, 150 cm de ancho y 120 cm de alto. Uno de los otros escondidos era su tío Sender Freydowicz, que le enseñó trigonometría y matemáticas avanzadas en la total oscuridad, sin pizarrón, sin papel, sólo con la voz. Cuando terminó la guerra ingresó sin problema alguno en la Universidad de Nancy, en Francia donde estudió física e ingeniería y al mismo tiempo entró en la Escuela Nacional Superior de Electricidad y Mecánica. Recibió un doctorado en la Sorbona como físico en un tema de fotoelasticidad y fue honrado con la Medalla Edward Longstreth del Instituto Franklin. No son de extrañar estos logros académicos cuando él mismo decía que le bastaba con escuchar una clase para tener todo en la cabeza. Así lo había entrenado su tío en las largas horas de oscuridad en el escondite bajo tierra. Murió en 2011 a los 83 años pero su creatividad, su insistencia en no dejarse vencer por ningún desafío y las habilidades que desarrolló en sus años de escondite hicieron de él un hombre que abría caminos allí donde todo parecía cerrado e impenetrable.

No todos podemos ser como Felix Zandman, claro. Pero aprendí con el y con mis padres que lo que uno vive no determina un único camino. Que las desdichas, las injusticias, las cosas que sino le pasan no nos llevan fatalmente a la neurosis o la enfermedad. Mis padres y Félix, salvando las distancias, nos muestran que es humanamente posible elegir la vida cuando tuvimos la suerte de continuar vivos, que está en uno la decisión de insistir y persistir, de levantarse una y otra vez luego de cada caída, de elegir hacia dónde ir y como seguir. Si fuimos víctimas de algo, cuando eso termina está en nuestras manos elegir la victimización, es decir incorporar la condición de víctimas a nuestra identidad, o salir de ahí, aprender de ello y dibujar un nuevo camino. 

Porque nadie elige lo que le pasa, simplemente le pasa. 

Pero sí puede elegir lo que uno hará con lo que a uno le pasa.

Y como decía mi mamá, nadie sabe de lo que es capaz hasta que la vida no lo desafía y lo pone a prueba. 


Comentario de Gabriela Fernández Rosman:

DIANA WANG -ME SUMO A TU CLUB.

Delgada, jovial, con una bijouterie negra sobre un blusa roja, y una biblioteca por detrás, habló Diana Wang con cierta desfachatez de chica Almodóvar que pasa de todo, pero no de moda.

Quizás, mejor aún, como si fuera la Maga de Rayuela, construyendo lo imposible desde el caos, buscándole el mejor vericueto a lo patético para avanzar hasta lo vital, “saltándose” la expectativa de la sorpresa, evitando la angustia de la incertidumbre, fortalecida desde la genética y la Memoria de la historia de sus padres sobrevivientes del genocidio de la SHOA.

Nos predicó desafíos estimulantes y nos conectó con la pasión de nuestros sueños, ésos que no nos pesan para levantarnos a las 6 de la mañana.

Aceptó que las improvisaciones son buenas como respuestas apremiantes pero no hay que dedicarles más de lo que valen a aquellos que pretenden llevarnos de las narices mientras dicen cuidarnos y van y vienen con sus ideas y sugerencias, que no sabemos si siempre son bien intencionadas.

Con un alto tenor de motivación, se apoyó en otras tragedias de la historia superadas como la epidemia de la poliomielitis y supo dar de los mejores ejemplos, como investigadora que es, de quienes supieron convertir la laceración en arte.

Inspirada en la idea de que “lo que uno vive no lo lleva a un único camino”, citó la obra de Jorge Semprún “La escritura o la vida”, quien fuera liberado del campo de Buchenwald y que encontrara en la escritura, un recurso psicológico para rememorar después del prudente silencio sanador, como tantos otros.

“Está en nuestras manos elegir la victimización o salir de ahí y dibujar un nuevo camino. Nadie elige lo que pasa pero sí lo que uno hará con lo que a uno le pasó (…) instalarse como víctima es una trampa mortal”.

Afirmó con seguridad que si no aprendemos de lo que nos pasa, nos rompemos y generó la idea de ese potencial latente que tenemos y que no sacamos hasta que las situaciones de la vida nos intimidan.

Como si hubiera sido un flashback apareció mi abuela diciéndome que no hay mal que por bien no venga mientras amasaba jalá y celebré que “la Wang” dijera “que no hay un camino fatal a la neurosis o a la enfermedad”.

Si bien justificó al miedo como “una condición de supervivencia, que no hay que evitar ni soslayar” dejó bien claro que tampoco es cuestión de exagerarlo porque nos paraliza o nos sumerge en un sesgo de negatividad que opaca la imagen del futuro.

Reconoció que las crisis no siempre significan oportunidad pero “si sabés hacés la tuya” puede que la encuentres.

Heredera de su historia a la cual mira no como una sombra de piernas largas sino como una trayectoria de enseñanza que gravita en su presente, Diana Wang busca el jardín propio en medio del desierto con la filosofía pionera de una Hejalutz Lamerjav (pionera del horizonte) y se pregunta qué es el éxito sin darle demasiada importancia.

Sugiere que no nos dejemos vencer por las dificultades que a veces las anticipamos tanto que nos impiden hasta dar el primer paso.

Tomando como ejemplo su tema principal de investigación, los niños, hoy adultos, sobrevivientes de la Shoa, explica con claridad que “el escenario del genocidio es un escenario de fractura trágica de pacto social” y de la intemperie espiritual que provoca que el Estado protector me quiera aniquilar y salvando las lógicas y respetuosas diferencias, hubo que ladearse un poco y mirar el techo de nuestras casas para evitar la sensación.

Pero “ a pesar de todo, acá estoy” dice Wang “lo tengo escrito en mi identidad y en mi subjetividad”.

Se despide risueña porque “en el campo más yermo crece césped y hasta puede que aparezca una flor”.

Yo me quedo recitando para mis adentros las hermosas palabras de Hamlet Lima Quintana: Hay gente que con sólo decir una palabra/enciende la ilusión y los rosales /que con solo sonreír entre los ojos/ nos invita a viajar por otras zonas/ nos hace recorrer toda la magia.

Y ya lo dijo él, esa es la gente necesaria.

La escritura y la vida - Feria del libro de Junin 2020

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Conferencia de cierre de la feria (transcripción)

Siempre recuerdo mis siestas de verano. El arrullador cantar de la cigarras acompañaba mis aventuras en amarillo, el color de las tapas de la colección Robin Hood, aquella maravilla de la década del cincuenta que me inició en la lectura. Las aventuras de Emilio Salgari con piratas y abordajes y el inolvidable e intrépido Sandokán me hacían conocer escenarios desconocidos en lugares lejanos que me invitaban a soñar. Las novelas de Louisa May Alcott con su saga Mujercitas bordada  con puntillas y el five o’clock tea en la que mi admirada Jo March se rebelaba contra las restricciones y defendía sus ganas de abrirse al mundo como le era permitido a cualquier varón. ¡Qué tardes maravillosas sumergida en esos relatos fantásticos que me abrieron un apetito que nunca se satisface, siempre pide más! Cada libro que abro me habla a mi, me cuenta secretos al oído mientras mi vista sigue los dibujos de las letras página por página. 

Me siento como en casa en esta Feria del Libro y agradezco el honor de haber sido invitada para compartir lo que este universo de papeles y palabras representa para mi. En estos momentos y en cada hora de estos días de aislamiento debido a la pandemia, agradezco estar viva y la posibilidad de mantener la conexión con el mundo gracias a internet. 

Hablaré sobre los libros que leo y sobre los que escribo aunque no son equivalentes porque son muchísimos más los que leo que los que escribo. Pero cuando escribo lo hago siguiendo lo que me gusta de los libros que leo, tomando aquí y allá modelos de escritores a los que querría alguna vez llegar a parecerme.

Soy una lectora ecléctica, informal y variada. Casi lo único que le exijo a un libro para que leerlo me sea grato, es que esté bien escrito. Para mí, un libro bien escrito es aquel en el que las palabras se derraman de manera melodiosa, que evoca sonidos armónicos, que me lleva de la mano y me va mostrando situaciones, paisajes y diálogos que me provocan seguir, que me cuenta cosas que me tocan, que me importan, que me abren nuevos horizontes. 

Mi lugar preferido para leer, como en aquellas siestas de mi infancia, es la cama. Acomodarme bien, dos o tres almohadas mullidas con  la inclinación justa, una buena luz y silencio. Es todo lo que necesito. Hay días en los que no tengo tiempo de leer pero no puedo dormirme sin haberlo hecho aunque sea media hora. Esa lectura pre sueño es un momento transicional, cierra la puerta de la actividad y el movimiento y va abriendo lentamente la de la quietud y el descanso. Va relajando mi respiración, baja las pulsaciones y me introduce en ese otro estado, esa especie de flotación y ligereza que llama a los gnomos del sueño que van poniendo pesos en mis párpados y me invitan a dormir.

Puedo leer ensayos y novelas, cuentos y poemas, notas periodísticas e investigaciones, textos policiales, románticos o de ciencia ficción, e incluso cómics, sean impresos o digitales. Todo me gusta e interesa, así, sin orden ni concierto, siguiendo lo más fielmente posible a mis santas ganas. 

A diferencia de otros escritores para quienes la escritura es un llamado, una vocación, necesito escribir porque es mi manera de pensar. Solo si los escribo, puedo dialogar con mis pensamientos, ideas, dudas, interrogantes o lo que sea que me ande rondando. Me es muy difícil hacerlo cuando los tengo sumergidos dentro de mi cabeza, zumbando como un enjambre tormentoso y cambiante, oscuro y difuso. No me deja  centrarme en una idea, un pensamiento y seguirlo. Es muy frustrante.

Por el contrario, como al escribir tengo que encontrar las palabras, las secuencias y el orden, lo caótico se vuelve manejable, lo móvil queda instalado en un renglón, las fierecillas indomables y molestas de mi vida interior se tranquilizan y puedo pensar. Ya escrito y una vez que lo leo, mi aparato de pensar los pensamientos vuelve a ponerse en movimiento. Admiro a la gente que tiene la capacidad de pensar en abstracto sino necesitar de este soporte concreto. Yo no puedo. Entiendo que debe responder tal vez a una tara mental o a alguna carencia esencial que por suerte puedo compensar, con la escritura. Una compensación incompleta porque el texto escrito, es siempre imperfecto. En aquel orden impuesto en la elección de las palabras y las secuencias, no está fielmente reflejado el universo multiforme de mis emociones y pensamientos, es siempre un recorte, un reflejo y una traición, es solo una parte pero es lo que permite que me acerque y dialogue con ese interior elusivo y desordenado. Recién cuando está escrito y lo leo, puedo darme cuenta de en qué estoy, qué me pasa, de cuáles laberintos quiero salir, qué horizontes estoy buscando encontrar y en el diálogo que comienza entre yo y mis palabras  puedo pensar mis pensamientos, procesar mis emociones, discutir y argumentar cuando algo no me gusta o simplemente desahogarme cuando algo me frustra o me duele. Escribir es para mí un acto sanador.

Pero, aunque quisiera, no puedo escribir sobre todo lo que me pasa. Hay ruidos extraños y confusos que no se dejan desenredar fácilmente, quedan apelotonados esperando su tiempo para nacer, como si tuvieran necesidad de un período de maduración, como un embarazo, y no se los puede apresurar. Son ideas o recuerdos o vivencias que tienen un trayecto propio de crecimiento y evolución antes de que los pueda advertir, me sobrevuelen y me interpelen, y recién entonces me será imprescindible escribirlos. Es lo que le pasó a Jorge Semprún cuando escribió “La escritura o la vida” título que tomé para esta conferencia que llamé “la escritura y la vida”cambiando tan solo la conjunción.

Semprún estuvo preso en el campo de concentración nazi de Buchenwald durante la Segunda Guerra Mundial. Luego de sobrevivir a ese horror consideró que debía contar lo vivido allí, que era imperativo dar a conocer aquella experiencia de abyección y horror. Sin embargo, como le sucedió a la gran mayoría de los sobrevivientes de éste y de otros genocidios, ese impulso primero de contar, que parecía incontenible, se fue frenando hasta desaparecer. Todo estaba demasiado presente, demasiado en carne viva para que pudiera ser procesado, digerido y comunicado. Todo estaba demasiado cerca para poder alcanzar la necesaria perspectiva que hiciera posible describir, evaluar, recordar y comprender. La confianza más básica en el ser humano y en la sociedad se había fragmentado de tal manera que ahondar sobre ello amenazaba con hundirlo en un lodazal tóxico del que temía no ser capaz de salir. Sintió, y así lo dijo, que debía elegir entre escribir o vivir, que si escribía en ese momento, recién emergido de aquel pozo de la ignominia humana, quedaría hundido para siempre en la ciénaga de la victimización y el horror. No estaba dispuesto a ello. Prefería vivir. «Entiéndase», dice él en su discurso con motivo del Premio de la Paz (1994), «no me era imposible escribir: me habría sido imposible sobrevivir a la escritura. (…) Tenía que elegir entre la escritura y la vida, y opté por la vida.». Lo mismo sucedió con cientos de miles de sobrevivientes que precisaron de varias décadas para transformar su experiencia y memoria en relato. Recién cuarenta años después de terminada la guerra pudo Semprún contarlo,  recién luego de haber vivido una vida plena y con sentido, había llegado el tiempo de volver a aquel pasado, buscar y encontrar las palabras y finalmente quedar en paz consigo mismo. El largo embarazo había terminado. El bebé podía nacer. Ahora podía contar.

Igual me pasó a mi con tantas cosas que aún no escribí, que están esperando su tiempo, ese momento en el que escribirlas no represente riesgo alguno porque habrá llegado la hora de mirarlas a la cara, devolverles la ciudadanía y recuperar la capacidad de pensar.

Es en momentos así, cuando lo necesito, cuando me urge y me apremia algo que está ahí esperando ser dicho por fin, en que me siento a escribir. Mi primer impulso está siempre dirigido a mí, no pienso en mostrarlo ni en un posible lector. Me dejo llevar por mis ocurrencias, sin filtro ni freno alguno, con desprolijidad y desorden, en una especie de brain storming afiebrado al tiempo que relajado. La mayor parte de las veces, una vez descargado, queda ahí, no es para mostrar, ni siquiera para guardar. Puesto afuera, visto y entendido, cumplido su propósito, deja de tener sentido como herramienta o como texto, solo descarga y necesidad de tener las palabras que me permitan darme cuenta, entender o decirme algo. 

Pero otras veces, luego de la primera descarga, me dan ganas de compartirlo, de sentirme acompañada en alguna idea o emoción y empiezo el a veces largo proceso de reescritura. Así como cuando leo, lo primero que exijo es que cada palabra fluya y se derrame sin hacerme tropezar, cuando escribo debo conseguir que me guste a mí. Que me guste el tema. Que me guste el desarrollo y la argumentación. Que me gusten las palabras y la sintaxis elegida y que la melodía tenga una armonía que haga el texto amable de leer. Me gustan los textos límpidos y fluidos, los que te van llevando de la mano y que te mantienen atento y te despiertan la curiosidad. No en vano Freud recibió el Premio Goethe como escritor. Su escritura es así, como las que me gustan. Uno lo va leyendo y se hace una pregunta que el próximo párrafo responde, como si fuera un diálogo vivo y presente. Y su argumentación y desarrollo sigue un camino recto y fluido, planteando ideas muy complejas con la sencillez y transparencia de quien ama al lector y está sediento de ser comprendido. Mi admiración por escritores de esa talla es infinita.

Por eso una vez que escribí lo que sea que estuviera escribiendo, dejo que pasen unos días, los suficientes para haberme olvidado y leerlo como si estuviera escrito por otra persona. Como bien lo saben los directores de cine, la edición no puede ser hecha por ellos mismos, debe ser hecha por otro. Uno se enamora de todo lo que va produciendo y resulta muy difícil evaluar que es necesario podar. Dejar pasar unos días me permite transformar el texto casi en ajeno, como si yo misma fuera otro que lee un texto de otro. Y recién entonces puedo empezar el proceso de reescritura haciéndolo, cada vez más a mi gusto como lectora. Es un proceso de ida y vuelta en el que debo negociar a cada paso cómo decirlo de la manera más sencilla y más clara, cómo anticipar los interrogantes que podrían surgir o cuándo dejarlos abiertos si ésa es mi intención, descubrir qué dí por sentado sin la debida justificación o explicación, que eslabón falta para que la idea tenga una secuencia lógica y evidente. Qué me parece que tiene que estar dicho y qué no hace falta decir para dejarle al lector la deliciosa tarea de completar o descubrir esas misteriosas entrelíneas que siempre a uno se le escapan.  

Hago un culto a la simpleza. Cuanto más simples las palabras, cuanto más coloquiales las conceptualizaciones, si la idea está claramente planteada más serio me parece. Solo quien ha entendido muy bien algo es capaz de decirlo con palabras sencillas. Las jergas, sean cuales sean, académicas, políticas o códigos de algún colectivo social, son un enemigo frente al que estoy atenta todo el tiempo. La jerga dibuja una frontera que deja afuera a quien no la conoce, es expulsiva. Es un idioma particular conocido solo por quienes lo hablan y si es usada ante quienes no la entienden, es una herramienta de exclusión y poder. 

El castellano coloquial, el común y habitual, es tan rico que se puede decir cualquier cosa en él. Por eso es el idioma que uso, dado que mi eventual lector es cualquier persona, no es un colega profesional ni un académico ni alguien que pertenezca a alguna tribu o colectivo particular. La escritura lo más llana posible y en lenguaje fácilmente comprensible es un desafío y un ejercicio riquísimo que me invita a replicar en mi propia escritura lo que me encanta como lectora. 

Le debo un agradecimiento especial a la tecnología. Aunque escribo desde que tengo memoria, recién empecé a pensar en hacerlo público con el advenimiento de los procesadores de texto de las computadoras. Sin ellos, aquella primera escritura espontánea y sin filtros debía ser reescrita, una y otra vez, hasta que la necesaria poda, rearmado y corrección consiguieran que comunicara lo que pretendía comunicar. Y debo confesar que la pereza fue un obstáculo insalvable. Apelé a recortar lo que había escrito y lo pegaba de diferentes maneras en otras hojas que unos días después modificaba. Debía entonces despegar lo pegado y volverlo a pegar y terminaba quedando un pegote de papeles recortados, desprolijo y difícil de seguir que me hacía imposible su lectura y evaluación. La idea de volver a escribir lo escrito, palabra por palabra, letra por letra, una y otra vez me superaba. Todo esto se disolvió con la computadora y el procesador de texto. Desde aquel primer WordPerfect de los noventas se me abrió un mundo mágico y liberador. Podía guardar el primer escrito, copiarlo, abrir otro documento y editarlo, cortar, subir, cambiar, ver cómo quedaba y se leía de esa manera, volver a la anterior. Dejarlo y abrirlo en otro documento y probar una nueva alternativa. Me sentí como un goloso que podía saborear cuanta golosina quisiera en cualquier momento sin costo ni consecuencia alguna. Podía trabajar los textos de mil maneras, guardar las distintas versiones, ir modificando lo que se me antojara e ir viendo qué y cómo me resultaba mejor. Alterar el orden cambiando de lugar párrafos, palabras, oraciones y si no me gustaba con un click podía volver a lo anterior sin tener que reescribirlo nuevamente. Muchos escritores siguen manuscribiendo sus textos y encuentran mucho placer en hacerlo. Para mí es una tortura, no puedo. También por un afán en cierto modo estético porque aquel pegote de papeles de distintos tamaños y formas, con distintos colores de tintas, con letras y palabras de distintos tamaños me molestaba a la vista y me daban ganas de romper todo. Son tal vez detalles banales pero el hecho de que el texto esté escrito prolijo, limpito, con letra pareja me resulta una condición importante para poder leer, pensar y escribir. 

No soy el tipo de escritor que se sienta todos los días de su vida a escribir, que hasta tiene horarios en los que trabajar sus escritos. No escribo ficción, no tengo la suficiente imaginación para hacerlo. Escribo cuando siento la necesidad irrefrenable de decir algo, de pensar algo, de responder a algo. Es siempre reactivo, no nace de una necesidad de escribir per se. Puedo estar largos períodos sin hacerlo o pasarme días y horas alrededor de un tema que me pica, me urge, que empuja a mis dedos a teclear y teclear. La manuscritura usa solo una mano mientras que el teclado implica a las dos. Siempre me pregunto si el uso de ambas manos y tal vez la activación de los dos hemisferios cerebrales, tendrá alguna consecuencia, cuánto de este cambio que parece solo mecánico, influirá en la construcción de textos si es que influye de alguna manera.

Escribí de este modo varios libros además de colaboraciones periodísticas y en libros de otros autores, ensayos, comentarios y reflexiones. 

Mi último libro publicado es “Te amaré eternamente. Y otros mitos de la vida en pareja” en donde reuní lo que fui aprendiendo y pensando en mi ejercicio profesional como psicóloga en la consulta con parejas. Mi propósito fue difundir la idea de que el amor y la felicidad no son mutuamente determinantes, que el amor no solo no basta sino que no lo puede todo, que la felicidad anhelada es tan imposible como el cuerpo de las Barbies. Y que la búsqueda de lo imposible genera un estado de frustración constante que solo conduce a la desdicha. Me centré en la observación de que gran parte de los conflictos en la convivencia de una pareja son producto de que no sabemos hablar, de que vivimos con la falsa creencia de que emitir palabras es igual a conversar. Pero resulta que en momentos de sufrimiento nos resulta muy difícil conversar, no hemos aprendido a hacerlo. Hablamos, decimos, emitimos sonidos y palabras pero lo hacemos en forma de reclamos, quejas, acusaciones, críticas, juicios, o sea, ataques, encubiertos o explícitos. Un ataque no es una propuesta de conversación sino de guerra. El tema es universal y nos atraviesa a todos. Por eso en algunos momentos me tomé como sujeto e incluí el relato de cómo había sido gestado el libro y de mis propias experiencias personales. No me oculté tras una tercera persona omnisciente sino que usé la primera persona. Quería llegar al lector con la autoridad y el peso que me daba el haberlo vivido, el saber de qué estaba hablando, porque como nos enseñan los grupos de alcohólicos anónimos, “yo estuve ahí”, también sufrí lo mismo y no sugiero ninguna receta que no haya probado. No es un libro de autoayuda sino una oferta de reflexión con sugerencias para poder salir del curso y la reacción habitual que cierra todo camino de conversación.

Lo mismo pasó con mi primer libro coescrito con Musia Auspitz, esta vez en relación al ejercicio de la psicoterapia. “De terapias y personas” abría las puertas de un consultorio concreto, nada de cosas ideales sino el encuentro de lo que pasa día a día, de los momentos difíciles, de las decisiones y de la relectura de muchas cosas que entorpecían el trabajo por tomarlas de manera dogmática. La escritura a cuatro manos fue muy placentera, era una edición simultánea, un dueto musical y armonioso en el que contamos cómo fuimos construyendo lo que llamamos nuestra zapatilla cómoda, el modelo y sostén que nos permitía escuchar e intervenir desde nuestra verdad interior incorporando los modelos aprendidos ya decantados. El encuentro con personas nos abría siempre un nuevo y curioso desafío que en cada caso debíamos aprender a descubrir y respetar. No desde un modelo particular sino desde adentro y en el encuentro. Solo así la escucha y la intervención salía de verdad y llegaba de verdad. 

Además de mi ejercicio profesional, mi condición de hija de sobrevivientes del Holocausto me ha llevado a pensar, investigar y comocer algo de lo vivido por mis padres y otros sobrevivientes. Nací en Polonia recién terminada la guerra y, como siempre digo, lo más importante de mi vida pasó antes de que yo naciera. Soy hija de un matrimonio de sobrevivientes judíos que recibió mi nacimiento como un milagro, una promesa de futuro. La continuación de la vida fue para mis padres un aliento pero también un desafío y una responsabilidad. ¿Cómo proteger esa nueva vida si volvía a caer sobre ellos un horror similar al vivido?  Busco en mis libros conocer y comprender lo sucedido durante al Holocausto en especial desde el punto de vista de las víctimas y los sobrevivientes, y también pensando en los descendientes como yo misma, los hijos y nietos, las marcas, los mandatos y las lecciones. Son las lecciones lo que más me importa porque hay tanto documento, tanta información, tanto registro y tanta investigación que debemos aprender cómo se gesta un genocidio para no permitir que prospere, porque una vez que empezó no se lo puede detener. El Holocausto no fue el primero ni el último. Luego de él se sucedieron decenas de otros que probaron que estas lecciones todavía están lejos de ser aprendidas. 

Más tarde fui convocada para escribir columnas en periódicos y resultó ser un ejercicio muy interesante. El espacio suele estar acotado a 3500 caracteres y es preciso atenerse a ello y decir lo que sea que se quiera decir con esa limitación, o sea, cortito y conciso. Lo que en un principio me pareció una limitación imposible terminó siendo un aprendizaje. Me hace acordar a lo que me pasó una vez que llegando a Bogotá donde debía dar unas conferencias, mi valija no llegó y quedé con el equipaje de mano sin ninguno de los apuntes y notas que tenía preparados. Era el tiempo anterior a las computadoras y la vida digital, cuando era preciso llevar papeles, libros impresos y material concreto. Me sentí desnuda, sin referencias y aterrorizada ante lo que parecía insoluble, ¿cómo iba a dar las conferencias si no tenía ningún papel que me indicara el camino, la secuencia, el razonamiento? Lo notable, y ése fue mi aprendizaje, es que pude, tenía todo lo anotado guardado dentro de mí, incluso, al no tener los textos impresos, debí improvisar y aparecieron cosas nuevas. No fue igual que leer lo que tenía escrito pero no estuvo mal y lo guardé como lección. A veces, al desconfiar de nuestra capacidad, nos cargamos con tanto equipaje y nos llenamos con objetos superfluos que pensábamos que nos eran imprescindibles. Una metáfora de los pesos inútiles que llevamos sobre los hombros en la vida y que a veces entorpecen nuestros pasos. Igual me pasó con la limitación para las columnas. Lo que parecía un obstáculo terminó siendo un aprendizaje. Aprendí, por fuerza, a reducir los adjetivos, a decir las cosas de la manera más económica posible, y descubrí que se puede y no sólo que se puede sino que potencia el contenido. Cuando una idea está clara, no solo es bueno poder expresarla en lenguaje llano, también se la puede entregar cortita y al pie. Igual que cuando no necesité los apuntes porque no llegó mi valija, descubrí con alborozo que tampoco me hacen falta tantas palabras. Adicionalmente aprendí a confiar en la inteligencia del lector que no siempre precisa tanta explicación como uno cree al escribir. Menos es más. Ha sido un aprendizaje muy útil.

Pero siempre un editor es esencial. A veces no es suficiente el alejarse del texto para criticarlo y editarlo y dado que parece que no hay más correctores en los diarios es preciso mantener el ojo bien abierto. Por suerte cuento con Aida Ender, amiga y hermana de la vida, que con su mirada aguda y atenta encuentra alguna falta de concordancia, alguna coma que sobra, una palabra cacofónica, un sobreentendido que debe ser explicado o una explicación que es superflua. Me ayuda a terminar de pasar el peine fino que embellece y mejora el texto. 

Hay gente que anuncia que el libro tiene un final seguro e imposible de revertir. Conocemos estos pronósticos pesimistas porque nos acompañan hace siglos y se esgrimen ante cualquier cambio tecnológico. 

Cuando Gutenberg inventó la imprenta e hizo posible que los libros no fueran de exclusiva propiedad de los monasterios y llegaran a mucha gente, cundió el temor de que ya no hiciera falta conversar porque los libros ocuparían todo ese espacio y ya la gente no tendría necesidad de hablar. 

Cuando se inventó el teléfono volvió a temerse que ya que se podía hablar a distancia dejaría de ser necesario encontrarse para hacerlo. 

Cuando se inventó la televisión la alarma fue que desapareciera la radio, ¿quién iba a seguir escuchándola si podía ver y oír en la televisión? 

Cada cambio tecnológico levanta temores fundados, cuyo mayor sustento es el miedo al cambio, la temida amenaza de que haga desaparecer algo conocido y habitual. Todos estos temores resultaron infundados. Ni los libros ni el teléfono impidieron los encuentros, la radio está más viva que nunca. 

El advenimiento de la tecnología digital, las computadoras, los celulares, whatsapp, instagram y las demás aplicaciones, reactivaron las viejas amenazas de que dejaríamos de hablarnos, no tendríamos más necesidad de estar juntos, que la gente, especialmente los jóvenes, dejaría de leer y por sobre todo que los libros dejarían de tener sentido. Otra vez se han equivocado los agoreros que anuncian catástrofes ante cada innovación. Los jóvenes leen hoy más que nunca, leen y escriben cortito, es cierto, y son muy “creativos”, por decirlo amablemente, con la ortografía y la sintaxis. Eso no es consecuencia del dispositivo o de la aplicación sino del sistema educativo que está siendo más relajado respecto a las reglas de la lengua. Pero el libro, sea el impreso o el digital, sigue tan vivo como siempre y nos sigue dando vida, nos sigue alimentando. 

Nada, para mi gusto, reemplaza al placer de seguir esas palabras escritas con la mirada, teniendo un libro en la mano y ver que se nos abren imágenes y emociones, personajes e historias que nos divierten, nos ilustran, nos enseñan y permiten que nuestra imaginación vuele ilimitadamente, se vista de los colores que más le plazca y nos salve de la soledad, de la impotencia y la desesperanza. 

Hay libros buenos y libros malos. Hay libros constructivos y los hay destructivos. Hay libros que contagian amor y otros que producen odio. Unos salvan, otros corrompen. 

Ya hacía varios años que leía pero tenía diecisiete cuando tuve en mis manos aquel libro que acababa de salir. Empezar un nuevo libro fue siempre un momento de expectante anticipación, los ojos así de abiertos, el aliento contenido, la emoción dispuesta, pero nunca olvidaré lo que sentí al abrirlo y leer...

Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de 20 casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos. El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo.

Lo leía casi sin respirar, embriagada con lo que prometía, sumergida en la magia, en la aventura, en las imágenes, en la armonía de cada palabra, de cada frase. ¡Qué placer! Casi una caricia. Porque sí, algunos libros me acarician, me hacen bien en la piel y en el alma, y entonces me despiertan tal apetito, curiosidad y disfrute estético que me entrego y sigo leyendo, sigo leyendo como en estado de levitación, sigo leyendo conmovida, sigo leyendo agradecida y fascinada por los universos misteriosos que es capaz de dibujar la imaginación y el talento de escritores de esta talla. 

Un libro así salva, es un acto de amor.

Muchas gracias


Construcción de subjetividades y testimonios

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El testimonio y la historia

Prólogo al libro “Volver a empezar” de Silvya Lustgarten Valle y Franco Fiumara

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Tal vez el lector que tiene este libro en sus manos se pregunte, terminando los primeros veinte años del siglo XXI,  a quién se le ocurre emprender una escritura como ésta. Una escritura para la que es preciso buscar hilachas del ayer y entretejerlas con la trama de la propia vida. Estudiar y sumergirse en historias tristes y ominosas del pasado, un pasado que sus autores no han transitado personalmente. ¿Qué los ha estimulado para querer iluminar aquel “allá y entonces” entre silencio y olvido, mantenido y guardado aparentemente tan lejos del “aquí y ahora”?  ¿Quiénes son estas personas que durante meses han estado inmersas entre escombros y que, con ellos, han levantado las paredes de este libro? ¿Por qué lo hicieron? ¿Para qué?

Silvya Lustgarten Valle nació en Colombia, es hija y sobrina de sobrevivientes de la Shoá. Como decimos algunos que tuvimos un contexto familiar similar al suyo: “lo más importante de mi vida pasó antes de que yo naciera”. Y hemos vivido cuando niños bajo la sombra de “eso que pasó”, sabiéndolo, en algunos casos, o desconociéndolo absolutamente, en otros. Nuestros padres sobrevivieron, emigraron, se rehicieron, pero aquello que tuvieron que sobrellevar los acompañó siempre. De diferentes maneras, tan diferentes como diferentes somos los humanos. 

Algunos lo cargaron como una pesada alforja que amenazaba a toda hora con hacerlos tropezar, vencidos por un peso imposible de soportar. Vivieron una vida en la que sus pies se enredaban paso a paso con raíces putrefactas que brotaban y los enlazaban y les quitaban el sueño, la alegría, la esperanza. Son los que daban manotazos para espantar las sombrías telas de araña que amenazaban con volverlos a matar. No podían vivir sin contar, sin hablar. Dicen algunos que eso los mantenía inmersos en una especie de locura o que su constante contacto con el pasado enloquecía a sus familias. No pocos de estos, al ver el rechazo que producían o el rebote en oídos cerrados, eligieron el suicidio.  

Otros tomaron la decisión consciente de no permitir que su vida fuera determinada por aquello de lo que habían sido víctimas, incluso algunos cambiaron de identidad y hasta de historia. Eligieron ser personas bien alejadas de aquellas que habían sido cuando no pudieron evitar ser sujetos de otros. En este grupo están los que dejaron de ser judíos, que se convirtieron al cristianismo de manera militante para que no cupiera duda alguna, que ni su nombre ni sus hábitos ni nada que pudiera tener relación con el pasado se filtrara en ningún intersticio de la vida para evitar que sus hijos y nietos tengan que vivir lo que vivieron ellos. Son los que hacen de la amnesia un ejercicio supremo de protección y salvaguarda. Algunos lo han podido mantener hasta su muerte, pero otros han podido recuperar, en mayor o menor medida, su contacto con aquellos olores y sabores originales, han buscado espacios de contención y pertenencia y, a veces, han podido transmitirlo a sus hijos.

Pero la gran mayoría, como siempre sucede, transitó entre estos dos extremos, preservando su historia y experiencia con un medido y cauteloso silencio en el intento de no interferir con el devenir de la vida. Dominique Frischer propone que el silencio mantenido por estos sobrevivientes durante décadas no solo no es un síntoma negativo o patológico como muchos suponen, sino que ha sido esencial para su recuperación y para la preservación y posibilitación de la vida: callaron, dice, para poder vivir y construir un futuro. Lo confirma Jorge Semprún que recién pudo contar y escribir lo que había experimentado en Buchenwald varias décadas después porque, confiesa, si lo hubiera hecho antes, no habría podido seguir viviendo. Y lo notable, lo increíblemente notable, es que ninguno de estos sobrevivientes silenciosos ha olvidado nada. Ni negado, ni evitado, ni escondido. Nada. Una vez tomada la decisión de hablar, décadas más tarde, el pasado fluía y se derramaba sin estorbo ni contención alguna, casi fresco, casi inalterable, casi como si hubiera sido conservado en un recipiente incontaminado que, al abrirse a la temperatura ambiente, podía entregar su sabor, su aroma y su contenido casi casi como si hubiera pasado la noche de ayer. 

El silencio de los sobrevivientes de la Shoá había tenido un breve amague de ser fracturado en la década del sesenta cuando Adolf Eichmann fue juzgado y sentenciado y su juicio tuvo difusión internacional. Pero fue como una tormenta de verano que se disipó velozmente, todavía no era el tiempo. El silencio continuó y recién se rompió, casi definitivamente, treinta años después a partir del estreno de “La lista de Schindler”. En este film se cuenta la historia del rescate de 1200 judíos pero al final, en lugar de los actores que habían personificado a las víctimas, se ve desfilando a decenas de sobrevivientes reales que rinden su homenaje a Oskar Schindler, el que había arriesgado su vida para salvarlos. En pantalla gigante, el mundo entero y los mismos sobrevivientes, vieron esas caras, esas miradas, esas presencias y descubrieron que estaban, que podían hablar. Los oídos, tantos años cerrados, de pronto se abrieron y todos querían escucharlos. Los sobrevivientes mismos descubrieron, no sin sorpresa, que eran portadores de un bien hasta ese momento invisible, que empezaba a ser muy valorado: su memoria y su testimonio.

Sin embargo, y como puede leerse en el texto de Silvya, aquel silencio de décadas no fue un muro unívoco e infranqueable. Si lo pensamos como un muro podemos ver que tenía huequitos misteriosos, pequeños hoyos por los que se filtraba una luz desconocida, partes que se deslizaban con las que de niños podíamos jugar como si se tratara de un rompecabezas en gris, rojo y negro. Nuestras infancias transcurrían igual que las de nuestros amigos y compañeros de escuela, pero teníamos una ligera noción de que había algo más, de que habían otras cosas, de que nuestros padres eran como los otros pero no del todo y de un modo un tanto inquietante. Nos sabíamos diferentes, parecidos a los hijos de inmigrantes de otras regiones con esos idiomas difíciles que se hablaban en nuestras casas o esas alusiones a veces crípticas y esas comidas con tanto ajo, papa y cebolla. Nos sabíamos diferentes, particularmente porque no había fotos de cuando nuestros padres habían sido chicos, porque no había familiares como tenían los demás, porque no había objetos que evocaran aquel otro lugar de origen un tanto mítico, un tanto irreal del que nunca se hablaba. Lo curioso era que no nos preguntábamos por qué, nos era natural.

Un día se nos despertó el ansia de saber. Algunos afortunados pudieron conectarse con aquel pasado teniendo a sus padres vivos, a ambos o al menos uno. Era entonces desesperación y urgencia por preguntar, tomar notas, grabar, incorporar, procesar y volver a preguntar antes de que fuera demasiado tarde. Otros, como Silvya y yo misma, ya sin nadie a quien preguntar, debimos investigar artesanalmente, es decir, como pudimos, con los pocos fragmentos que teníamos, escudriñando en nuestras memorias, buscando sentidos y lógicas a los confusos desplazamientos y trayectorias, uniendo cada retazo que a modo de un patchwork  desaliñado le diera a ese pasado enredado algún orden y sentido. 

Es lo que hizo Silvya con el testimonio de su tío, con su contacto con él y con su padre y con lo que fue encontrando en su búsqueda personal a semejanza de los remeros que para avanzar deben mirar para atrás. Un día se dijo “¡lo tengo que hacer, es ahora o nunca!”.

Pero Silvya, concienzuda y seria, pensó que sola no podía, que le hacía falta alguien que pudiera completar lo que le era desconocido. Invitó para ello a su amigo Franco Fiumara.

Franco es una persona polifacética. Orgulloso descendiente de italianos calabreses llegados a la Argentina en busca de una vida mejor, sigue en contacto con sus orígenes y es un activo participante en la comunidad italiana local. Campechano, generoso y con una sonrisa tan franca como su nombre, este juez se ha interesado, además, en la Shoá y le dedica parte de su vida. Cuando lo conocí, recordé lo que mi querido Jack Fuchs Z’L solía decir toda vez que se encontraba con alguien que no era judío y se interesaba por la Shoá: “A mí me interesa porque nací judío pero vos, ¿qué patología tenés?”. Claro que se lo dije y estallamos ambos en una sonora carcajada que selló nuestra amistad. Franco se sumó con agrado y dedicación a la gesta de Silvya y es el encargado de la información histórica, social y contextual.  

De esta manera, y en una coreografía a dúo, Silvya cuenta las historias de su papá y de su tío, el relato de primera mano, lo encarnado, lo vivido y Franco las ubica geográfica, política y socialmente. Cada hecho narrado está claramente ubicado en un lugar y en un momento, lo que permite conocer qué pasó y bajo qué condiciones y circunstancias estuvieron los judíos en el terror del nazismo y hacerse una idea de qué y cómo fue lo que vivieron el papá y el tío de Silvya. 

El relato personal es esencial para que la historia nos sea potable, comprensible e incorporable. Ninguna historia nos toca y deja huella si no es encarnada por el relato personal, si no trae esa emoción de lo vivido. Pero para que un testimonio se vuelva documento no alcanza con el mero testimonio. Aunque se recuerde bien el pasado, el paso del tiempo obra de maneras misteriosas sobre la memoria y hay porciones que pueden combinarse con otras y crear recuerdos que no sean fiel reflejo de la realidad vivida. La pregunta por la validez documental del testimonio es esencial para el estudio y conocimiento de lo sucedido. Dice el profesor Yehuda Bauer que un solo testimonio no es suficiente para documentar un hecho histórico, pero que si diferentes testimonios de personas que no se conocen entre sí relatan el mismo hecho de la misma manera entonces podemos fiarnos de su validez. Por eso es tan importante el aporte de Franco porque permite insertar el relato testimonial en una cadena de sucesos que lo vuelve  documento legítimo y válido.

Me une, tanto a Silvya como a Franco, un gran cariño. 

Visité Cali varias veces en estos últimos 15 años. Alojada en su casa por Silvya y el querido Miguel Z’L que ya no está con nosotros, conocí a sus hijos Salo y Steven, y todos son parte de mi familia. Esas familias que uno elige en la vida cuando tiene la fortuna de cruzarse con personas como ésta con quien no solamente compartimos el pasado de la Shoá, sino afinidades, compinchajes, buenos momentos en cafés de Buenos Aires y de Cali y tanto río recorrido entre confidencias sobre hijos, maridos y reflexiones sobre trabajos, proyectos y perspectivas.

Franco es un amigo más reciente, dueño de tal chispa y energía, verborragia e inteligencia, generosidad y compromiso, que en cada encuentro en presentaciones, conferencias, homenajes, paneles, corre entre nosotros una corriente de simpatía y un sentimiento de confianza que nos abre las puertas del corazón.

Arie Z’L, y Moniek Z’L, estos hermanos que, separados en la Shoá y luego de avatares, recorridos y algunos milagros, se reencontraron en Colombia, estarían hondamente agradecidos a Silvya y a Franco por este libro que los vuelve eternos. Es un legado para Salo y Steven, hijos de Silvya y un orgullo para Fabrizio Fortunato, hijo de Franco. Este libro integrará, junto a todos los demás ya escritos por tantos otros y los que aún se escribirán, el infinito reservorio de testimonios, documentos y evidencias de lo que fue la Shoá. 

Tengamos presente que el mundo sigue funcionando aún con reglas similares a las que posibilitaron semejante espanto. Con recordar no es suficiente. Hay que hacer, explicar, enseñar y no dar por sentado que las buenas intenciones bastan para erradicar y vencer la codicia y el ansia de poder. Testimonios como éste le ponen una cara universal y humana a la tragedia. Por eso, además de importantes y necesarios, son imprescindibles.

Diana Wang. Florida, Argentina. Junio 2019

Presentación por zoom 25 de octubre 2020

Presentación por zoom 25 de octubre 2020

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El no-odio como significante

Ilustración Fidel Sclavo

Ilustración Fidel Sclavo

Basta decir “no pienses en un elefante” para que se nos aparezca la imagen de uno. 

El inconsciente es incapaz de reconocer el no, todo lo que se diga, sea cual sea la partícula que lo preceda, lo leerá como positivo.

Los publicistas, los comunicadores y los políticos avezados lo saben muy bien. La palabra instala la idea, de modo que si quieren evitar que alguna idea quede instalada se evita su  mención.

Cuando pensamos movemos ligeramente los músculos de fonación de aquellas palabras que estamos pensando y se encienden en el cerebro las zonas correspondientes a esos sonidos. Toda palabra que denomina un objeto instala la imagen de ese objeto tan persistente como esas melodías pegadizas que a uno no se le van de la cabeza.

“¡No toques el horno!” y nuestros hijos van derechito hacia él. El haberlo mencionado lo puso en el centro de la escena como la tentadora manzana prohibida.

El sesgo de negatividad, es una característica de nuestro aparato cognoscitivo, una especie de filtro perceptivo que nos hace ver solo los peligros, solo las amenazas.  Sobrevivimos entre otras cosas gracias a tener este sesgo despierto y poder anticipar los peligros. Es parte de nuestra forma de ver y entender el mundo.

Este sesgo también nos hace vernos a nosotros mismos desde una perspectiva negativa y pesimista. Aunque es una característica beneficiosa en la prevención de los peligros puede ser una lente deformante que oscurece nuestra mirada y nos hace ver todo negro. 

Tenemos entonces tres elementos confluyentes: el sesgo de negatividad, la incapacidad de reconocer el no en nuestro inconsciente y la potencia de la palabra que evoca lo designado de modo automático. 

Negro es negro, no-blanco es blanco. Si quiero decir negro de un modo menos discriminador hacia las personas que tienen la piel oscura, no-blanco es una elección equivocada.

Considerando todo lo anterior que, repito, todo publicista, comunicador y político avezado sabe, es muy llamativa la elección del nombre para este observatorio de la desinformación y la violencia simbólica en medios y plataformas digitales, NODIO. Sin entrar a considerar sus propósitos e intenciones enunciadas y sus metodologías aún por verse, tomaré solo el nombre mismo. Literal y simbólicamente.

Si está leyendo esto diga por favor nodio en voz alta. ¿Se da cuenta de que la ene se achica hasta casi desaparecer ante la o que termina sonando como si fuera la primera letra? En mi temprana juventud solía decir “ozo” cuando llamaba a un mozo en un bar ruidoso. No decía “mozo” sino “ozo” porque cuando decía “mozo” parecía no escucharme mientras que si le quitaba la eme el mozo oía con claridad y se acercaba enseguida. Sorprendentemente la eme de mozo podía ser descartada sin que el resto de la palabra cambiara de sentido. 

Lo mismo pasa con la ene de nodio que hace que nodio y odio suenen casi igual.

Cuando decimos nodio, oímos odio. Y si nos esforzamos en acentuar esa ene negadora para decir no odio, nos topamos con esa característica de nuestro inconsciente que no reconoce el no. Oímos odio. 

Queda odio. 

Se instala odio.

Si el observatorio busca erradicar la violencia en medios y plataformas han comenzado mal en la elección del nombre. Un lapsus que, como todo lapsus, revela lo que pretende encubrir. Odio implica violencia. El observatorio mismo instala la palabra odio, la pone delante de nuestros ojos y no podemos más que pensar en ella. 

Como el elefante.

publicada en clarin

Por si cupiera alguna duda, el logo habla  por sí mismo. Se trata de odio.

Por si cupiera alguna duda, el logo habla por sí mismo. Se trata de odio.