Prólogo al libro “Volver a empezar” de Silvya Lustgarten Valle y Franco Fiumara
Tal vez el lector que tiene este libro en sus manos se pregunte, terminando los primeros veinte años del siglo XXI, a quién se le ocurre emprender una escritura como ésta. Una escritura para la que es preciso buscar hilachas del ayer y entretejerlas con la trama de la propia vida. Estudiar y sumergirse en historias tristes y ominosas del pasado, un pasado que sus autores no han transitado personalmente. ¿Qué los ha estimulado para querer iluminar aquel “allá y entonces” entre silencio y olvido, mantenido y guardado aparentemente tan lejos del “aquí y ahora”? ¿Quiénes son estas personas que durante meses han estado inmersas entre escombros y que, con ellos, han levantado las paredes de este libro? ¿Por qué lo hicieron? ¿Para qué?
Silvya Lustgarten Valle nació en Colombia, es hija y sobrina de sobrevivientes de la Shoá. Como decimos algunos que tuvimos un contexto familiar similar al suyo: “lo más importante de mi vida pasó antes de que yo naciera”. Y hemos vivido cuando niños bajo la sombra de “eso que pasó”, sabiéndolo, en algunos casos, o desconociéndolo absolutamente, en otros. Nuestros padres sobrevivieron, emigraron, se rehicieron, pero aquello que tuvieron que sobrellevar los acompañó siempre. De diferentes maneras, tan diferentes como diferentes somos los humanos.
Algunos lo cargaron como una pesada alforja que amenazaba a toda hora con hacerlos tropezar, vencidos por un peso imposible de soportar. Vivieron una vida en la que sus pies se enredaban paso a paso con raíces putrefactas que brotaban y los enlazaban y les quitaban el sueño, la alegría, la esperanza. Son los que daban manotazos para espantar las sombrías telas de araña que amenazaban con volverlos a matar. No podían vivir sin contar, sin hablar. Dicen algunos que eso los mantenía inmersos en una especie de locura o que su constante contacto con el pasado enloquecía a sus familias. No pocos de estos, al ver el rechazo que producían o el rebote en oídos cerrados, eligieron el suicidio.
Otros tomaron la decisión consciente de no permitir que su vida fuera determinada por aquello de lo que habían sido víctimas, incluso algunos cambiaron de identidad y hasta de historia. Eligieron ser personas bien alejadas de aquellas que habían sido cuando no pudieron evitar ser sujetos de otros. En este grupo están los que dejaron de ser judíos, que se convirtieron al cristianismo de manera militante para que no cupiera duda alguna, que ni su nombre ni sus hábitos ni nada que pudiera tener relación con el pasado se filtrara en ningún intersticio de la vida para evitar que sus hijos y nietos tengan que vivir lo que vivieron ellos. Son los que hacen de la amnesia un ejercicio supremo de protección y salvaguarda. Algunos lo han podido mantener hasta su muerte, pero otros han podido recuperar, en mayor o menor medida, su contacto con aquellos olores y sabores originales, han buscado espacios de contención y pertenencia y, a veces, han podido transmitirlo a sus hijos.
Pero la gran mayoría, como siempre sucede, transitó entre estos dos extremos, preservando su historia y experiencia con un medido y cauteloso silencio en el intento de no interferir con el devenir de la vida. Dominique Frischer propone que el silencio mantenido por estos sobrevivientes durante décadas no solo no es un síntoma negativo o patológico como muchos suponen, sino que ha sido esencial para su recuperación y para la preservación y posibilitación de la vida: callaron, dice, para poder vivir y construir un futuro. Lo confirma Jorge Semprún que recién pudo contar y escribir lo que había experimentado en Buchenwald varias décadas después porque, confiesa, si lo hubiera hecho antes, no habría podido seguir viviendo. Y lo notable, lo increíblemente notable, es que ninguno de estos sobrevivientes silenciosos ha olvidado nada. Ni negado, ni evitado, ni escondido. Nada. Una vez tomada la decisión de hablar, décadas más tarde, el pasado fluía y se derramaba sin estorbo ni contención alguna, casi fresco, casi inalterable, casi como si hubiera sido conservado en un recipiente incontaminado que, al abrirse a la temperatura ambiente, podía entregar su sabor, su aroma y su contenido casi casi como si hubiera pasado la noche de ayer.
El silencio de los sobrevivientes de la Shoá había tenido un breve amague de ser fracturado en la década del sesenta cuando Adolf Eichmann fue juzgado y sentenciado y su juicio tuvo difusión internacional. Pero fue como una tormenta de verano que se disipó velozmente, todavía no era el tiempo. El silencio continuó y recién se rompió, casi definitivamente, treinta años después a partir del estreno de “La lista de Schindler”. En este film se cuenta la historia del rescate de 1200 judíos pero al final, en lugar de los actores que habían personificado a las víctimas, se ve desfilando a decenas de sobrevivientes reales que rinden su homenaje a Oskar Schindler, el que había arriesgado su vida para salvarlos. En pantalla gigante, el mundo entero y los mismos sobrevivientes, vieron esas caras, esas miradas, esas presencias y descubrieron que estaban, que podían hablar. Los oídos, tantos años cerrados, de pronto se abrieron y todos querían escucharlos. Los sobrevivientes mismos descubrieron, no sin sorpresa, que eran portadores de un bien hasta ese momento invisible, que empezaba a ser muy valorado: su memoria y su testimonio.
Sin embargo, y como puede leerse en el texto de Silvya, aquel silencio de décadas no fue un muro unívoco e infranqueable. Si lo pensamos como un muro podemos ver que tenía huequitos misteriosos, pequeños hoyos por los que se filtraba una luz desconocida, partes que se deslizaban con las que de niños podíamos jugar como si se tratara de un rompecabezas en gris, rojo y negro. Nuestras infancias transcurrían igual que las de nuestros amigos y compañeros de escuela, pero teníamos una ligera noción de que había algo más, de que habían otras cosas, de que nuestros padres eran como los otros pero no del todo y de un modo un tanto inquietante. Nos sabíamos diferentes, parecidos a los hijos de inmigrantes de otras regiones con esos idiomas difíciles que se hablaban en nuestras casas o esas alusiones a veces crípticas y esas comidas con tanto ajo, papa y cebolla. Nos sabíamos diferentes, particularmente porque no había fotos de cuando nuestros padres habían sido chicos, porque no había familiares como tenían los demás, porque no había objetos que evocaran aquel otro lugar de origen un tanto mítico, un tanto irreal del que nunca se hablaba. Lo curioso era que no nos preguntábamos por qué, nos era natural.
Un día se nos despertó el ansia de saber. Algunos afortunados pudieron conectarse con aquel pasado teniendo a sus padres vivos, a ambos o al menos uno. Era entonces desesperación y urgencia por preguntar, tomar notas, grabar, incorporar, procesar y volver a preguntar antes de que fuera demasiado tarde. Otros, como Silvya y yo misma, ya sin nadie a quien preguntar, debimos investigar artesanalmente, es decir, como pudimos, con los pocos fragmentos que teníamos, escudriñando en nuestras memorias, buscando sentidos y lógicas a los confusos desplazamientos y trayectorias, uniendo cada retazo que a modo de un patchwork desaliñado le diera a ese pasado enredado algún orden y sentido.
Es lo que hizo Silvya con el testimonio de su tío, con su contacto con él y con su padre y con lo que fue encontrando en su búsqueda personal a semejanza de los remeros que para avanzar deben mirar para atrás. Un día se dijo “¡lo tengo que hacer, es ahora o nunca!”.
Pero Silvya, concienzuda y seria, pensó que sola no podía, que le hacía falta alguien que pudiera completar lo que le era desconocido. Invitó para ello a su amigo Franco Fiumara.
Franco es una persona polifacética. Orgulloso descendiente de italianos calabreses llegados a la Argentina en busca de una vida mejor, sigue en contacto con sus orígenes y es un activo participante en la comunidad italiana local. Campechano, generoso y con una sonrisa tan franca como su nombre, este juez se ha interesado, además, en la Shoá y le dedica parte de su vida. Cuando lo conocí, recordé lo que mi querido Jack Fuchs Z’L solía decir toda vez que se encontraba con alguien que no era judío y se interesaba por la Shoá: “A mí me interesa porque nací judío pero vos, ¿qué patología tenés?”. Claro que se lo dije y estallamos ambos en una sonora carcajada que selló nuestra amistad. Franco se sumó con agrado y dedicación a la gesta de Silvya y es el encargado de la información histórica, social y contextual.
De esta manera, y en una coreografía a dúo, Silvya cuenta las historias de su papá y de su tío, el relato de primera mano, lo encarnado, lo vivido y Franco las ubica geográfica, política y socialmente. Cada hecho narrado está claramente ubicado en un lugar y en un momento, lo que permite conocer qué pasó y bajo qué condiciones y circunstancias estuvieron los judíos en el terror del nazismo y hacerse una idea de qué y cómo fue lo que vivieron el papá y el tío de Silvya.
El relato personal es esencial para que la historia nos sea potable, comprensible e incorporable. Ninguna historia nos toca y deja huella si no es encarnada por el relato personal, si no trae esa emoción de lo vivido. Pero para que un testimonio se vuelva documento no alcanza con el mero testimonio. Aunque se recuerde bien el pasado, el paso del tiempo obra de maneras misteriosas sobre la memoria y hay porciones que pueden combinarse con otras y crear recuerdos que no sean fiel reflejo de la realidad vivida. La pregunta por la validez documental del testimonio es esencial para el estudio y conocimiento de lo sucedido. Dice el profesor Yehuda Bauer que un solo testimonio no es suficiente para documentar un hecho histórico, pero que si diferentes testimonios de personas que no se conocen entre sí relatan el mismo hecho de la misma manera entonces podemos fiarnos de su validez. Por eso es tan importante el aporte de Franco porque permite insertar el relato testimonial en una cadena de sucesos que lo vuelve documento legítimo y válido.
Me une, tanto a Silvya como a Franco, un gran cariño.
Visité Cali varias veces en estos últimos 15 años. Alojada en su casa por Silvya y el querido Miguel Z’L que ya no está con nosotros, conocí a sus hijos Salo y Steven, y todos son parte de mi familia. Esas familias que uno elige en la vida cuando tiene la fortuna de cruzarse con personas como ésta con quien no solamente compartimos el pasado de la Shoá, sino afinidades, compinchajes, buenos momentos en cafés de Buenos Aires y de Cali y tanto río recorrido entre confidencias sobre hijos, maridos y reflexiones sobre trabajos, proyectos y perspectivas.
Franco es un amigo más reciente, dueño de tal chispa y energía, verborragia e inteligencia, generosidad y compromiso, que en cada encuentro en presentaciones, conferencias, homenajes, paneles, corre entre nosotros una corriente de simpatía y un sentimiento de confianza que nos abre las puertas del corazón.
Arie Z’L, y Moniek Z’L, estos hermanos que, separados en la Shoá y luego de avatares, recorridos y algunos milagros, se reencontraron en Colombia, estarían hondamente agradecidos a Silvya y a Franco por este libro que los vuelve eternos. Es un legado para Salo y Steven, hijos de Silvya y un orgullo para Fabrizio Fortunato, hijo de Franco. Este libro integrará, junto a todos los demás ya escritos por tantos otros y los que aún se escribirán, el infinito reservorio de testimonios, documentos y evidencias de lo que fue la Shoá.
Tengamos presente que el mundo sigue funcionando aún con reglas similares a las que posibilitaron semejante espanto. Con recordar no es suficiente. Hay que hacer, explicar, enseñar y no dar por sentado que las buenas intenciones bastan para erradicar y vencer la codicia y el ansia de poder. Testimonios como éste le ponen una cara universal y humana a la tragedia. Por eso, además de importantes y necesarios, son imprescindibles.
Diana Wang. Florida, Argentina. Junio 2019