Cuando la amenaza es invisible, arbitraria y mortal; cuando no sabemos cómo evitarla, cómo paliarla, cómo prevenirla; cuando la ciencia se debate en la búsqueda de una solución que se demora, quedamos desnudos de recursos y a merced del miedo.
Diferentes laboratorios están anunciando que el final del túnel está cerca, que la dichosa fase tres está dando resultados promisorios y esperanzadores. Pero la ansiada vacuna todavía deberá esperar un tiempo para ser efectiva. La larga espera acrecienta el miedo y se abren nuevos miedos. No solo al contagio, no solo a la evolución en caso de enfermar, ahora se suma la duda en cuanto al tiempo de la inmunidad que cada vacuna promete y a sus consecuencias a largo plazo. Uno tras otro, son golpes a nuestra omnipotencia que nos enfrentan con una insoportable incertidumbre.
Cuando tenía diez años sobreviví a la epidemia de poliomielitis. Digo que sobreviví porque todos los chicos estábamos amenazados y vivíamos aterrorizados ante ese monstruo inasible que amenazaba con matarnos por asfixia o, en el mejor de los casos, con dejarnos paralíticos. Todos los días la radio y los diarios daban la macabra cuenta de la cantidad de chicos que habían ingresado en los pulmotores. Ni idea de qué eran los pulmotores pero sonaban horrible, como cámaras de tortura. Ese verano las vacaciones se extendieron como hasta abril en mi borroso recuerdo, lo que era un regalo impensado que compensaba el terror pulmotórico. No sé de dónde salió que el alcanfor ahuyentaba al virus tenebroso y ahí andábamos todos los chicos con la bolsita de alcanfor colgando del cuello como si fuera un fascinum que bloqueara al mal de ojo. Salir a la calle sin la bolsita de alcanfor era tan espantoso como salir hoy sin el tapabocanariz, solo que no así de racional. Cuando no hay respuestas, cuando la ciencia parece impotente y el terror se impone, viene a nuestro rescate el mundo mágico de lo irracional. Como en la antigüedad, cuando los fenómenos naturales no tenían explicación y se apelaba a dioses o fuerzas sobrenaturales a las que era preciso agradar para evitar su ensañamiento, también hoy buscamos con desesperación algún conjuro que nos libre de todo mal.
Mi hijo mayor tuvo un melanoma (fue hace 25 años, ya está dado de alta hace mucho), cuando creí que estaba a punto de morir, ninguna explicación me resultó plausible. Había conocido a varias personas que no lo habían sobrevivido. No creí que la medicina lo salvaría y, aunque hicimos todo lo necesario, no pude impedir colocar una ristra de ajos en la cabecera de su cama. “El ajo espanta a los virus” decían y sumida en el terror y la irracionalidad más oscura me dije ¿por qué no? ¿a quién dañan los ajos? como si el melanoma hubiera sido causado por algún vampiro medieval. Y encima la culpa. Eran tiempos en los que las madres teníamos la culpa de todo. Del autismo, de la esquizofrenia y del cáncer. La culpa era nuestra compañera fiel cuyo dedo acusador nos señalaba como la fuente de todo lo que sufrían nuestros hijos.
Ni magia ni culpa irracional. Esperamos con ansias las vacunas. Todas. Cualquiera. Para la polio vino primero la Salk que daba miedo porque era inyectable y unos años después la Sabin mucho más amable porque te la daban en unas gotas sobre un terrón de azúcar. Se terminó la polio y aquel terror de entonces es hoy una referencia en las crónicas históricas. Así será con el covid 19. Ya casi estamos ahí. Un poquito más. Solo un poquito. Y mañana será un recuerdo.
publicada 19 de noviembre 2020 en Clarin