Evento Clubes TED ED en el Instituto Ana María Janer

En las charlas TED se descubrió que quien más cambiaba era el orador. La elección del tema, la elaboración del guión, el aprendizaje de cómo entregarlo para que llegue, la brevedad y concisión requeridas, son un aprendizaje tan potente que produce modificaciones insospechadas en quien construye la charla.

Esa evidencia gestó la idea de los Clubes TED. Se capacita a docentes de las escuelas que quieren participar para que estimulen, entusiasmen y guíen a los alumnos en la elección de un tema que les conmueva e importe y en la construcción de la charla que lo transmita.

Tuve el honor y el orgullo de estar presente en una de las muestras, la que tuvo lugar el 20 de septiembre en el Instituto Ana María Janer. Se trata de un colegio católico y uno de sus profesores, José María Tejedor, titular de Filosofía, estuvo en el evento para presentar a los docentes el programa. Fui convocada en esa oportunidad para dar mi charla sobre el Proyecto Aprendiz. 

Unos meses más tarde, el profesor Tejedor me envía un correo diciendo que una alumna suya quiere hacer una charla con parte de mi vida, si no me oponía a ello y si querría darle una mano. Claro que sí, le respondí y comenzó un intercambio de correos con Fernanda que me pedía información y referencias. Y un día me avisa que se hará la muestra y que sería para ella una alegría tenerme presente. Y allí fui.

Fueron 90 los chicos que armaron cada uno su charla pero solo 20 se animaron a presentarla en la muestra general. 

La de Fernanda Magaña se llamó "Las personas no somos objetos" y tomó la historia de Zenus, mi hermanito perdido y lo que le pasó en la Shoá y debido a la Shoá, para ejemplificar hasta donde puede llegar la cosificación y deshumanización de las personas. 

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En ese enorme salón lleno de docentes, chicos y sus familiares, la voz de Fernanda le dio otra melodía a mi historia tan conocida. Verla y oírla, con esa pasión y esa frescura, con esa sensibilidad e inteligencia, me remontó más lejos y más alto de lo que podía haber imaginado. Cuando dijeron que la Diana de la que se hablaba estaba ahí y me hicieron subir se vino abajo de aplausos. Y no eran para mí, ni tampoco para Fernanda, eran para este maravilloso dispositivo de apropiación y transmisión que aplica la gente de TED en Argentina y que permite que los chicos investiguen cosas que les interesan y que sean protagonistas de su educación.

Junto a Fernanda Magaña y José María Tejedor


Junto a Fernanda Magaña y José María Tejedor

Con Fernanda y nuestras sonrisas felices


Con Fernanda y nuestras sonrisas felices




Hombres que temen tener hijos

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“Es hora de pensar en un hijo” dice con suavidad o impaciencia, en tono imperativo o necesitado. Como pedido. Como pregunta. Como anhelo, esperando, suspendida, la reacción, la respuesta del compañero.

En la década de los treinta el reloj biológico anda más rápido y las mujeres comienzan a temer que si no sucede ya, ya no pasará.

Los que comparten el deseo, reciben estas palabras con beneplácito. Pero los que no quieren hijos, dirán claramente que no, en cuyo caso la mujer debe decidir si seguir en esa pareja y renunciar a la maternidad o separarse.

Pero para los indecisos, encarar el tema los arrastra a un tobogán de incertidumbres y sienten un torniquete en el cerebro que les entumece las reacciones. No es que no quieren sino que la idea de tener hijos los aturde y paraliza. Que no es el momento. Que no todavía. Que el trabajo. Que el dinero. Que las ataduras. Que la responsabilidad. Lo que plantea turbulencias y cuestiona la continuidad de la pareja.

No se lo confiesan a sí mismos, pero tienen miedo. Obviamente un hijo es un compromiso, un vínculo biológico de por vida, más que el matrimonio. Y se pone en duda la capacidad de honrarlo. ¿No será una tal pérdida de libertad que los arrinconará y les cortará las alas para siempre? Como si tener un hijo fuera una amputación imaginaria de una libertad también imaginaria porque somos mucho menos libres de lo que nos gusta reconocer.

¿De qué se protegen? ¿Qué asusta tanto a los hombres? ¿No ser capaces? ¿Cansarse y querer volar? ¿Que no les nazca el instinto de paternidad?

Ese mismo hombre tiene una mascota, un perro por ejemplo, y disfruta de ser recibido con esa cola sonriente y arrebatada que dice ¡llegaste! ¡qué suerte! ¡cómo te extrañaba! y le prodiga caricias, comida y el paseo diario.  Conoce el placer de criar un ser indefenso, de alimentarlo, de mimarlo, de desear verlo y jugar con él. Establece un lazo hondo y entrañable. Sin temor alguno. Le nació el instinto.

Obviamente no es igual tener un hijo. Lo que no saben es que el famoso instinto maternal está siendo cuestionado. No todas las mujeres sueñan con tener hijos ni la maternidad es su objetivo en la vida. Incluso una vez que son madres las cosas no les salen espontáneamente, ni dar de mamar ni contener ni resolver las mil y una cosas que suceden. El tal instinto es una construcción que va naciendo, en hombres y mujeres, a medida que interactúan, cuidan y conocen a su hijo. Desarrollan, cada uno a su modo, ese fuerte sentimiento de apego y amor que asegura que el niño llegará a adulto.

Pero la cultura nos juega en contra. Ha instalado el modelo de mujer-madre, emocional, sentimental y romántica, que dibuja corazones rosas, se pone linda y sueña con el príncipe azul que la hará feliz para siempre y el del padre-proveedor, macho fuerte, determinado, inmune ante sentimentalismos, que mide su éxito en su potencia eréctil, el tamaño del coche y de la cuenta de banco.

La historia familiar de muchos incluye un modelo paternal afín con la cultura predominante. En general un padre trabajador con poco contacto cotidiano y una afectividad amarreta con sus hijos, al menos cuando son chicos, justo cuando se construye e instala el modelo: el lugar del padre será un espacio vacío o mal ocupado que años más tarde genera el panic attack de preguntarse ¿cómo voy a hacer para ser padre?

Lo curioso, lo sorprendente, lo maravilloso, es que ése que se asustó ante el deseo del hijo, que dudó acerca de sus capacidades, que temió sentirse acorralado por un compromiso que no se podrá desanudar, ese mismo hombre, una vez nacido su hijo, descubre que se ha vuelto a enamorar. Desde el momento en el que ve en la ecografía borrosa imágenes que solo el técnico entiende, ¡se mueve! ¡¿es el corazón?! y un tum tum tum tum rápido y fuerte porque sí, eso que se ve ahí es tu hijo. Y algo te empieza a pasar, algo nuevo con lo que no contabas y no entendés cómo te inunda una emoción inédita ante ese milagro y la evidencia de que eso que late ahí es algo tuyo y te sube desde los pies un calorcito, un temblor, una especie de embriaguez que te hace levitar. Corrés la mirada del ecógrafo hacia tu mujer que ahora es más que tu mujer, ahora es poseedora de un tesoro que hasta tal vez se te parezca. Y el crecimiento de la panza. Y  las pataditas. Y en una vorágine misteriosa el parto, la lactancia, los pañales y el llanto que solo vos sabés calmar. Y un día te mira, te reconoce y te sonríe y ni todos los soles del mundo brillan para vos como el puente que se tiende entre los dos.

La cultura nos está regalando un nuevo modelo de paternidad, hombres que no quieren perder el placer de la crianza, que reclaman intervenir, no quedar afuera, sabiendo que solo estando, solo ocupándose, solo así irán haciendo suyo a ese hijo que durante nueve meses vivió un idilio exclusivo con su madre.

Hay nuevos vientos, esta vez benévolos, y los hombres empiezan a tener permiso de emocionarse, de reír y de llorar, de consolar, abrazar y acariciar, de meter la nariz en el cuello de su bebé, ahí, en ese huequito que está debajo de la oreja y aspirar hondo y con delectación la fuerza y la potencia de la vida.


Publicado en La Nación online, sept 17, 2018

Vanidad

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Elisa había conseguido huir de la España desolada y herida en 1939, a poco del fin de la desgarradora Guerra Civil. Con su familia, todos republicanos, asesinada, desembarcó a los 18 años solita su alma en el puerto de Buenos Aires. Sin dinero. Sin documentos. Sin conocer a nadie. Argentina prometía una nueva oportunidad, una nueva vida a tantos sufridos sobrevivientes. Fue uno de sus refugios privilegiados. Durante el viaje se había hecho amiga de Alcira a quien esperaba una tía que aceptó alojar a Elisa hasta que encontrara un lugar. La tía Emilia trabajaba en un taller de costura y no solo le brindó cama sino también trabajo. Aunque Elisa no tenía experiencia con la aguja era voluntariosa y tenía hambre. Aprendió pronto. Primero barriendo, acomodando, manteniendo en orden el lugar. Poco a poco se hizo amiga del dedal y comenzó a enhebrar, sufilar e hilvanar, a hacer ojales y dobladillos, con tanta prolijidad que se le fue delegando todo lo que era costura a mano. Observadora atenta y con la curiosidad de quien quiere sobresalir, se sumergió en el mundo de las telas lo que le permitió entender de hilos y bieses, texturas, cuerpos y caídas, hasta que, pocos años más tarde ingresó en el cenáculo de la moldería, el tizado y el corte.

Iba los sábados al Centro Gallego a oír gaitas y panderetas, cantigas y muñeiras y a hablar el dulce y melodioso gallego de su infancia. Una de esas noches conoció a Justo, un solitario inmigrante como ella que quedó prendado de su frescura y simpatía. Era linda la rubia Elisa, alegre, animosa, siempre de buen talante y sonrientes sus ojos azul cielo. Justo era calígrafo en una escribanía del centro, encargado de pasar en limpio las actas, los documentos, los testimonios, todo lo que debía quedar registrado prolijo y a mano antes del uso generalizado de la máquina de escribir y, por supuesto, de la entonces ni soñada computadora.

En una noche de verano, con los ecos de tantos pasodobles, jotas y fandangos, un tanto achispados por la sangría, Justo le propuso casamiento. Era tal la comodidad y la conjunción que Elisa no tuvo que pensarlo, fue un sí inmediato y feliz.

Pero al comenzar los trámites en el Registro Civil se vieron ante un serio problema porque no tenía Partida de Nacimiento ni documento alguno. Todo había sido destruido en el incendio posterior al asesinato de su familia, del que se salvó raspando porque en aquel momento no estaba en casa. No hay problema dijo Justo, podemos hacer un documento con testigos que atestigüen tu fecha y lugar de nacimiento, le pido al escribano y lo hacemos ahí mismo. Y ya que estamos, se dijo Elisa, puedo quitarme unos años… ¿a quién le importa? y le preguntó a Justo si podía cambiar su año de nacimiento, como un gesto de coquetería que a nadie le haría daño. A Justo le pareció simpática la travesura y lo aceptó como prenda de amor y hasta le enterneció la transparencia de la vanidad de Elisa. Así su año de nacimiento pasó a ser 1928, siete años más tarde que el 1921 real. Se casaron en 1947, Justo con 30 años y Elisa con 25 aunque figurara 18 en su Partida de Nacimiento y en su reluciente Cédula de Identidad.

Tuvieron una buena vida, con hijos sanos y trabajadores, pero siempre al día y dependiendo de la continuidad del trabajo, sin poder tener casa propia ni ahorros que los protegieron en su vejez. En 1982, al llegar a los 65 años, Justo comenzó los trámites de jubilación. En ese  mismo año Elisa cumplía sus 60 biológicos o sea que también habría podido solicitar su retiro. Pero no pudo, porque en sus documentos decía que tenía 53.

Aquella coquetería del pasado, que había parecido entonces ingenua y sin consecuencias, se le volvió en contra. Su aspecto fresco y juvenil no había denunciado nunca que tenía 7 años más de lo que declaraba. Nadie, ni siquiera sus hijos, conocía la verdad. ¿Confesar ahora el engaño? Se moría de vergüenza de solo imaginarlo. Además ¿no sería penado por la ley? ¿Comprometería a los testigos que habían testificado la fecha falsa? Aunque el dinero de la jubilación habría sido una gran ayuda, no pudo volver sobre sus pasos 35 años después para deshacer la mentira que su ahora tonta vanidad la había llevado.

Eximia costurera, sabía que sin la debida tensión en las puntadas alguna arruga impertinente denunciaría la falla que la pondría en evidencia y la humillaría. No tuvo más remedio que callar y seguir manteniendo su histórico disfraz mentiroso con un burdo alfiler de gancho para que nadie se diera cuenta que chingaba.

La Nación. Suplemento Sábado https://goo.gl/dGwguH

Dos Hermanos. Dos historias.

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Germán era la imagen viva de la desdicha. Director ejecutivo de una empresa de diseño gráfico, sus horas de trabajo eran su  único remanso. Con varios matrimonios fracasados y dos hijos distantes, su universo afectivo era un desierto seco e inhóspito. A pesar de tener un cómodo pasar económico y un buen ver, sus horas de ocio transcurrían en la casi total soledad. Mi vida es un vacío le confesaba a Jorge, su amigo desde la secundaria, su único sostén afectivo estable. Se encontraban siempre en el mismo café los viernes al atardecer y después de hablar de fútbol y política y varias cervezas, Germán terminaba con el mismo lamento agónico sobre el desamor de su madre ya fallecida. Tengo un agujero acá señalando el plexo solar, me siento un tarado pero no puedo salir de esa caída en picada que es saber que nunca me quiso, que solo le importé para criticarme o castigarme, era severa, seca, mala.

Para Jorge era un enigma. No entendía cómo un hombre de la inteligencia y sensibilidad de su amigo resbalaba una y otra vez en los mismos argumentos patinosos. Lo escuchaba y no atinaba a encontrar el modo de consolarlo y ayudarlo a que saliera de la encerrona de un pasado atormentador y victimizador. Jorge era médico y un día cayó a su consulta Elina, la hermana mayor de Germán. Se reconocieron y saludaron con afecto. Era una mujer agradable, apacible y con una mirada dulce y sonriente. Su estilo, gesto y energía eran diametralmente opuestos a los de su hermano.

Sorprendido, Jorge le contó que seguía viendo a Germán y que lo quería mucho. Nunca me contó dijo Elina, típico de Germán, tan reservado, se guarda todo. Sí, replicó Jorge, está muy solo y no está bien. Elina bajó la mirada y murmuró: Es que, pobre, su infancia fue muy triste porque a poco de nacer papá se quedó sin trabajo y se fue barranca abajo. Empezó a tomar y nunca se recuperó. Vivíamos del sueldo de mamá que estaba empleada en una farmacia. Tenía el mundo sobre sus espaldas. Trabajaba muchas horas, a veces también los feriados y cuando llegaba a casa todo estaba por hacerse. Cansada, malhumorada, esquivaba como podía las agresiones de papá que a veces hasta le pegaba cuando no había dinero para la bebida, vivía irritada y sin paciencia con Germán. Pobre mamá, cuánto sufrió. Y pobre Germán que no los conoció como yo, cuando estaban bien.

Conmovido, el viernes siguiente Jorge habló con Germán sobre  el alcoholismo del padre. Descubrió que no lo sabía o que no se había dado cuenta. La severidad de su madre no era porque no lo había querido con lo cual lo que siempre se contó de su vida no había sido como él se lo había contado. Se le humedecieron unos ojos abiertos así de grandes, suavizó la cara, relajó los hombros, aflojó las manos y exhaló un hondo ¡ay! seguido por ¿cómo no me di cuenta? Fue todo al revés, mirá lo que me debe haber querido, capaz que nunca me dijo lo de papá por vergüenza o para protegerme, andá a saber…

PUblicado en La Nación https://goo.gl/Y7keZL

 

 

Los secretos de La Carta Escondida.

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Cuando Leila le contó su historia familiar y le pidió que la hiciera libro, Julián Schvindlerman, a quien conocemos como analista político, no se pudo resistir. Y no era para menos. Preso de la fascinación que le produjo esta saga familiar y sus secretos, la convirtió en esta más que interesante y curiosa docu-novela editada en Uruguay y que acaba de ser presentada en Buenos Aires.

Todo empezó cuando Leila descubrió unas cartas en árabe destinadas a su padre e, intrigada,  comenzó a tirar del hilo. Judía, religiosa ortodoxa, criada en el judaísmo junto a sus hermanos en Esperanza, un pueblo de Uruguay, Leila no entendía qué hacían esas cartas venidas de Líbano en su casa, escritas en árabe. El ovillo que fue desenredando abrió ante sus ojos sorprendidos las idas y venidas de su familia en medio de diferentes sucesos socio-político que marcaron el siglo XX.

Supo que ya su madre, Inés, había descubierto en su juventud otro manojo de cartas escritas por un tío que desconocía, en las que descubrió la historia de la Shoá de su propio padre. Pero ni ella ni sus hermanos, se animaron a tirar del hilo como años más tarde hizo Leila, su hija y el secreto se mantuvo.

En estas historias, dos linajes, uno judío y otro musulmán, confluyen y se abren a un horizonte de identidad complejo y en construcción. El padre de Leila se convirtió al judaísmo  por amor a su madre e imperativo de sus suegros. Pero sin que nadie lo supiera, siguió manteniendo sus rituales musulmanes. En una ironía de la vida ahora le tocaba a él islamizar en secreto, como aquellos judíos que debían judaizar en secreto para sobrevivir en la España marranizadora.

Las trayectorias de los diferentes miembros de las dos familias, la musulmana y la judía, los conflictos familiares y sus derroteros nos llevan a Vilna en Lituania, Jabal Amel en Líbano, Moscú en la URSS, Cuba, Israel, Nueva York y Uruguay. Múltiples escenarios enriquecidos por el autor con la descripción de los contextos socio históricos que van determinando las decisiones de cada uno. El frustrado viaje del Saint Louis, el descubrimiento de una Cuba antijudía, la férrea resistencia judía en Vilna y las sangrientas fosas nazis en Lituania, las purgas stalinistas y el Libro Negro, el terrorismo chiíta en Líbano con su acendrado odio anti israelí, la mijlalá y los kibutzim en Israel, los ritos y sentidos del Corán, Montevideo y Esperanza en Uruguay. Como Forrest Gump, Schvindlerman nos lleva de la mano a través de los sucesos más trágicos y esenciales de nuestro pasado reciente, lo que le dan un valor adicional a la increíble historia familiar desplegada en la novela.

El personaje que nos interpela, es Fawwaz, el padre de Leila, que escondía a su familia judía el secreto de su origen y su fidelidad al islamismo y a su familia islámica le ocultaba su conversión al judaísmo. En las actuales circunstancias, esta conversión, de ser conocida, habría sido la peor traición posible. Fawwaz escondía ese doble secreto llevado por la vida familiar y las circunstancias políticas.

Me pregunté ¿por qué el primer grupo de cartas no determinó la búsqueda y la develación que produjo el segundo? ¿Qué llevó a Leila a investigar y descubrir lo que permanecía en silencio y oculto? Creo que una posible respuesta es el tiempo. Nos lo enseñaron los sobrevivientes de la Shoá y los sobrevivientes de cualquier otro genocidio: recién se puede hablar varias décadas después. Algo sufrido de manera interpersonal, un robo, una violación, debe ser puesto en palabras inmediatamente, dado que si se mantiene callado tiene un potente efecto tóxico y corrosivo. Por el contrario, lo sufrido en un proceso genocida o dictatorial, pareciera que requiere de varias décadas de silencio hasta poder ser puesto en palabras.

No se trata del mismo silencio. Quienes hablaron en la inmediata posguerra no pudieron desprenderse del relato de lo sufrido y se hundieron en la victimización. La gran mayoría de los sobrevivientes calló por décadas. Y no solamente porque nadie quería oír. Mi convicción es que precisaron de todos esos años para recuperar la confianza en el Estado. Nuestro contrato social se basa en que el Estado nos protegerá y en situaciones genocidas no solo no lo hace sino que es el artífice de la victimización. El piso sobre el que estamos parados se fragmenta y caemos en un pozo sin fin. Recién después de muchos años, cuando la vida va probando que el piso vuelve a ser firme bajo los pies, las palabras pueden tener cuerpo, ser dichas y ser oídas. Tal vez es por eso que Inés no pudo develar aquel primer grupo de cartas mientras que años más tarde, Leila pudo con el segundo.

Jorge Semprún lo dice claramente, ya desde el título, en “La Escritura o la Vida”. Recién pudo hablar de Buchenwald 40 años después; si lo hubiera hecho antes, prematuramente, habría sucumbido ante el horror, no creía que le habría sido posible vivir.

La Carta Escondida es más que esos dos grupos de cartas. Se trata de los secretos protectores y también encubridores, una metáfora polisémica que se abre a muchos sentidos. Uno de ellos -una asociación mía- es el origen de la palabra “baraja”, sinónimo de carta. Cuando los judíos españoles recibían el shabat escondían los libros de rezos sobre las piernas ocultos a la vista de algún posible visitante inesperado, mientras que lo que se veía sobre la mesa familiar eran cartas, como si estuvieran reunidos para jugar en familia. Cartas en lugar de brajot, bendiciones. Barajas.

Cartas encubridoras. Cartas salvadoras. Cartas que nos abren a tantos vericuetos de las relaciones humanas, de los conflictos políticos, sociales y religiosos. Cartas que tenemos que aprender a leer. Cartas con las que tenemos que aprender a jugar.

 

Conferencia Día Recuerdo Víctimas Totalitarismo

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Conferencia en el Día Internacional en Recuerdo de las Víctimas del Totalitarismo

23 de agosto de 2018 – 15:30 a 20:15 horas - CCK – Salón Federal: Sarmiento 151 piso 6º

Programa

15:30 horas. Registración

16:00 horas. Apertura

Sybil Rhodes, Presidente del Centro para la Apertura y el Desarrollo de América Latina (CADAL)

Pamela Malewicz, Sub-Secretaria de Derechos Humanos y Pluralismo Cultural CABA (a confirmar)

Claudio Avruj, Secretario de Derechos Humanos y Pluralismo Cultural de la Nación

16:15 horas. La lucha contra el antisemitismo

El antisemitismo en la Argentina: tendencias y recomendaciones

Marisa Braylan, Directora del Centro de Estudios Sociales de la DAIA

La agenda de Italia en la Presidencia de la Alianza Internacional en Memoria del Holocausto

Fabrizio Mazza, Ministro Consejero de la Embajada de Italia en la República Argentina

El 80º aniversario de la noche de los cristales rotos

Franco Fiumara, Juez del Tribunal Oral en la Criminal N° 7 de la Ciudad de Buenos Aires.

La Memoria del Holocausto 

Diana Wang, Presidente de Generaciones de la Shoá.

Moderador/a: (a confirmar)

17:45 horas. Café

18:15 horas. El 85º aniversario del Holodomor

Margaryta Aristova, Encargado de Negocios a.i. de Ucrania en la República Argentina

Gustavo Sterzcek, historiador y escritor, especializado en cuestiones de Genocidios y crímenes contra la humanidad, autor de los libros “Holodomor, muerte en Ucrania” y “Crónicas del Este”.

19:00 horas. El 50º aniversario de la invasión soviética a Checoslovaquia

Ricardo López Göttig, Doctor en Historia por la Universidad Karlova de Praga.

Moderador/a: (a confirmar)

19:30 horas. El desafío democrático frente a las autocracias del siglo XXI en América Latina

Marcos Novaro, Investigador del CONICET y consejero académico de CADAL.

Manuel Cuesta Morúa, historiador cubano, Premio Ion Ratiu 2016 del Woodrow Wilson Center.

Moderador: Gabriel C. Salvia, Director General de CADAL

20:15 horas. Cierre 

invitación de Guadalupe Barrera, coordinadora académica de la Fundación Konrad Adenauer en Buenos Aires. Organizado por CADAL

Violines y perdices quedaron en los cuentos

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"¡Estoy harta!", dice Graciela mientras le echa edulcorante al cortado que tiene enfrente y revuelve la negrura del café con la esperanza de que aclare. Emite un hondo suspiro, mira hacia la lejanía, y agrega: "Siempre igual, todos los días, no quiero más, así no quiero más.". Se le humedecen los ojos cuando murmura: "Lo sigo queriendo, no quiero encontrar a otro, pero esta rutina no, no quiero más, me asfixia, me agobia, me odio en esta vida que estoy teniendo".

Graciela expresa lo que cada vez más mujeres sienten luego de dos o tres décadas de matrimonio. En mi experiencia de los últimos años son casi siempre ellas las que piden una terapia de pareja o quienes plantean una separación.

No parece pasarles lo mismo a los hombres. Aún cuando la felicidad de la convivencia y la pasión hayan quedado en el pasado, pilotean la rutina y el todos-los-días aparentemente bastante mejor que sus compañeras. Al menos no suele ser ese un motivo de queja.

Es que la convivencia se inicia con diferentes expectativas de género que determinan el grado de contento según se satisfagan o no.

Es común que al comienzo los hombres vean con desconfianza la idea del matrimonio. ¿Temen firmar un compromiso que creen difícil de sostener? ¿Temen perderse a todas las mujeres cuando elijan solo a una? ¿Temen sentir que el matrimonio monógamo sea una especie de prisión perpetua?

Pero, aún con esas preguntas y temores a cuestas, una vez que dan el paso, que dicen "sí, quiero" y firman la libreta, renuncian sin tanto sufrimiento a esos horizontes de libertad infinita en pos del armado de una familia, de un nido previsible y amable. Sus expectativas pasan por el mandato cultural y familiar de ser un proveedor eficaz que asegure el cuidado, sostén y desarrollo de todos que, cuando no puede ser satisfecho es una fuente de angustia. Pero si más o menos lo consiguen, basta con que se sientan necesitados, valorados y reconocidos por su esposa, para que el tejido del resto de la vida cotidiana, las actividades, interacciones familiares o sentimientos y emociones no se ponga en cuestión. No pasa por allí su medida de satisfacción y éxito, sino por el rol de proveedor. Sea empleado, empresario, artesano, comerciante, emprendedor, artista, científico, ese espacio será el primordial foco de interés y atención.

Son muy diferentes en general las expectativas asumidas por las mujeres. Investidas de personajes como Blancanieves o la Bella Durmiente, están programadas culturalmente para que la felicidad, la realización personal, la valoración y autoestima sean consecuencias directas y exclusivas de un matrimonio feliz. Junto al mandato biológico y cultural del maternaje luego del nacimiento y crianza de los hijos, aunque tenga un desarrollo personal en el mundo exterior, caen sobre ellas la responsabilidad del sostén emocional y la responsabilidad y el cuidado de los miembros de la familia. Si todo va bien, pasadas dos o tres décadas, el hombre estará más o menos asentado en su rol de proveedor y el matrimonio será para él un espacio tranquilo y de baja exigencia. La mujer, por el contrario, ya sin hijos a criar, volverá la mirada hacia su compañero, abstraído en el celular o el televisor pegado al control remoto y se preguntará dónde ha quedado aquella felicidad prometida.

El marido no la ve. Siente que para él es transparente, parte del mobiliario, alguien que está pero no alguien buscada para agasajar, halagar o conversar. Ni princesa, ni príncipe azul, ni perdices, aquel anhelo de lo que iba a conseguir en el matrimonio se disuelve en rabia y angustia. La frustración tiene cara de mujer.

La institución matrimonial, instituida cuando la gente no superaba los 45-50 años, está siendo desafiada con la extensión de la expectativa de vida. Superados los 50, aún atractivas, las mujeres esperan más que lo que hay. Lo dicen sumidas en llanto ante la mirada sorprendida de sus maridos que no entienden lo que está pasando. Si todo funciona, se dicen, si por suerte están sanos, si los hijos están bien, si no hay penurias económicas ¿de dónde sale ese sufrimiento? ¿qué pasó?

Veo con alegría que más y más chicas ya no compran la ilusión de los cuentos de hadas, no ponen todas las fichas en la pareja y toman su desarrollo personal también como eje protagónico de sus expectativas de reconocimiento y felicidad. El modelo Susanita sigue existiendo como imaginario social, pero ya no como el único y exclusivo modelo de vida ni como la llave dorada de la felicidad.

Veo también un cambio en los hombres que acompañan más y más esta movida y aprenden a disfrutar de la paternidad y de las responsabilidades caseras cotidianas. Estos maridos, a diferencia de los clásicos, saben dónde están las cosas porque comparten la tarea de ordenar y guardar.

Los violines y las perdices van quedando en los cuentos. Más realistas y escépticos, menos románticos, ya no esperan la prometida y engañosa felicidad total y constante que tanto hace sufrir cuando no se cumple. En la avanzada de un cambio social inédito, la frustración expresada mayoritariamente por mujeres, es un alerta sobre la institución "matrimonio", un desafío epocal sin precedentes ni estructuras referenciales que exige el encuentro de nuevas alternativas.

Publicado en La Nación online, https://goo.gl/i6EGWT

¡Qué lejos estamos!

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Anna llegó a la Argentina en 1949 a los 21 años. Nacida en Dinamarca, tuvo la suerte de llegar a Suecia durante la guerra junto con Erika, su hermana menor. Fue en un barco pesquero que llevaba también a otras familias judías para salvarlas de una muerte segura.

Sus padres, esperando conseguir otro transporte, no tuvieron la misma suerte. Anna de 15 años y Erika de 12, solas en el mundo, fueron recibidas por los Olsson y sus 3 hijos, Alvar de 18 y Gudrun y Lisa, de 16 y 13. Las chicas congeniaron inmediatamente. Seis años después supieron que sus padres habían sobrevivido y que estaban emigrando a la Argentina. A pesar de lo bien que vivían con los Olsson, Anna y Erika, enloquecieron de alegría ante la posibilidad de volver a reunirse con sus padres. Buenos Aires las recibió un miércoles 21 de septiembre de 1949 en una mañana límpida y luminosa, uno de esos días crocantes que a veces nos regala esta ciudad.

Como tantos inmigrantes y refugiados, ellas aprendieron rápidamente los usos y costumbres, así como el idioma y los códigos de relación, con estilos bien diferentes de los suecos y daneses. La gente era más abierta, más comunicativa y cálida pero al mismo tiempo pacata, moralista y conservadora. Acostumbradas a usar pantalones debido al frío, Anna y Erika vieron con asombro que acá les estaba prohibido a las mujeres en aquellos años. Se sorprendieron con lo remilgadas en el plano sexual que eran las chicas como ellas, como si fuera un tema del cual no se pudiera hablar, como si no existiera.

Las dos se casaron y tuvieron hijos. La hija del medio de Anna, Isabel, se casó en 1982 y su viaje de luna de miel fue a Estocolmo, con la ilusión de conocer a la familia que había salvado a su mamá y a su tía. Con mamá y papá Olsson ya fallecidos, fue Gudrun quien las recibió en su casa, junto a su hermana Lisa, sus maridos y los hijos ya adolescentes. No paraban de hablar, en inglés, claro. Isabel pudo ver con sus propios ojos la calidez, el interés y la transparencia con que se relacionaban, como siempre había escuchado de labios de su madre.

Vieron fotos y escucharon las anécdotas que contaban las hermanas suecas e Isabel conoció otra faceta de su mamá y su tía, sus sueños de jovencitas, sus travesuras y flirteos... Las fotos de Argentina abrieron curiosidades y preguntas sobre trabajos, costumbres, expectativas. Los bombardeaban a preguntas. Había una corriente de comunicación insólita, con un sentimiento de familia como el que se tiene con los parientes biológicos, fácil, como si conocieran de toda la vida. Querían saber cómo vivían, de qué se ocupaban, sus gustos y actividades, tenían sed por todo, sumergirse en sus vidas e imaginarlas en aquel lugar tan lejano del cono sur. Pero las diferencias culturales, aunque menos notorias que en 1949, seguían existiendo. En medio de la comida, delante de grandes y de chicos, sin que se le moviera un pelo ni hubiera nada particular en el tono o en la mirada, Lisa preguntó a la nueva pareja: "¿Y qué tal su vida sexual? ¿va todo bien?". Es que los suecos saben que es un tema importante en la vida en pareja y que puede ser conversado en familia. "¡Qué lejos estamos aún de eso", pensó Isabel. "¡Qué lejos!".

Publicado en La Nación