Elisa había conseguido huir de la España desolada y herida en 1939, a poco del fin de la desgarradora Guerra Civil. Con su familia, todos republicanos, asesinada, desembarcó a los 18 años solita su alma en el puerto de Buenos Aires. Sin dinero. Sin documentos. Sin conocer a nadie. Argentina prometía una nueva oportunidad, una nueva vida a tantos sufridos sobrevivientes. Fue uno de sus refugios privilegiados. Durante el viaje se había hecho amiga de Alcira a quien esperaba una tía que aceptó alojar a Elisa hasta que encontrara un lugar. La tía Emilia trabajaba en un taller de costura y no solo le brindó cama sino también trabajo. Aunque Elisa no tenía experiencia con la aguja era voluntariosa y tenía hambre. Aprendió pronto. Primero barriendo, acomodando, manteniendo en orden el lugar. Poco a poco se hizo amiga del dedal y comenzó a enhebrar, sufilar e hilvanar, a hacer ojales y dobladillos, con tanta prolijidad que se le fue delegando todo lo que era costura a mano. Observadora atenta y con la curiosidad de quien quiere sobresalir, se sumergió en el mundo de las telas lo que le permitió entender de hilos y bieses, texturas, cuerpos y caídas, hasta que, pocos años más tarde ingresó en el cenáculo de la moldería, el tizado y el corte.
Iba los sábados al Centro Gallego a oír gaitas y panderetas, cantigas y muñeiras y a hablar el dulce y melodioso gallego de su infancia. Una de esas noches conoció a Justo, un solitario inmigrante como ella que quedó prendado de su frescura y simpatía. Era linda la rubia Elisa, alegre, animosa, siempre de buen talante y sonrientes sus ojos azul cielo. Justo era calígrafo en una escribanía del centro, encargado de pasar en limpio las actas, los documentos, los testimonios, todo lo que debía quedar registrado prolijo y a mano antes del uso generalizado de la máquina de escribir y, por supuesto, de la entonces ni soñada computadora.
En una noche de verano, con los ecos de tantos pasodobles, jotas y fandangos, un tanto achispados por la sangría, Justo le propuso casamiento. Era tal la comodidad y la conjunción que Elisa no tuvo que pensarlo, fue un sí inmediato y feliz.
Pero al comenzar los trámites en el Registro Civil se vieron ante un serio problema porque no tenía Partida de Nacimiento ni documento alguno. Todo había sido destruido en el incendio posterior al asesinato de su familia, del que se salvó raspando porque en aquel momento no estaba en casa. No hay problema dijo Justo, podemos hacer un documento con testigos que atestigüen tu fecha y lugar de nacimiento, le pido al escribano y lo hacemos ahí mismo. Y ya que estamos, se dijo Elisa, puedo quitarme unos años… ¿a quién le importa? y le preguntó a Justo si podía cambiar su año de nacimiento, como un gesto de coquetería que a nadie le haría daño. A Justo le pareció simpática la travesura y lo aceptó como prenda de amor y hasta le enterneció la transparencia de la vanidad de Elisa. Así su año de nacimiento pasó a ser 1928, siete años más tarde que el 1921 real. Se casaron en 1947, Justo con 30 años y Elisa con 25 aunque figurara 18 en su Partida de Nacimiento y en su reluciente Cédula de Identidad.
Tuvieron una buena vida, con hijos sanos y trabajadores, pero siempre al día y dependiendo de la continuidad del trabajo, sin poder tener casa propia ni ahorros que los protegieron en su vejez. En 1982, al llegar a los 65 años, Justo comenzó los trámites de jubilación. En ese mismo año Elisa cumplía sus 60 biológicos o sea que también habría podido solicitar su retiro. Pero no pudo, porque en sus documentos decía que tenía 53.
Aquella coquetería del pasado, que había parecido entonces ingenua y sin consecuencias, se le volvió en contra. Su aspecto fresco y juvenil no había denunciado nunca que tenía 7 años más de lo que declaraba. Nadie, ni siquiera sus hijos, conocía la verdad. ¿Confesar ahora el engaño? Se moría de vergüenza de solo imaginarlo. Además ¿no sería penado por la ley? ¿Comprometería a los testigos que habían testificado la fecha falsa? Aunque el dinero de la jubilación habría sido una gran ayuda, no pudo volver sobre sus pasos 35 años después para deshacer la mentira que su ahora tonta vanidad la había llevado.
Eximia costurera, sabía que sin la debida tensión en las puntadas alguna arruga impertinente denunciaría la falla que la pondría en evidencia y la humillaría. No tuvo más remedio que callar y seguir manteniendo su histórico disfraz mentiroso con un burdo alfiler de gancho para que nadie se diera cuenta que chingaba.
La Nación. Suplemento Sábado https://goo.gl/dGwguH