Cuando Leila le contó su historia familiar y le pidió que la hiciera libro, Julián Schvindlerman, a quien conocemos como analista político, no se pudo resistir. Y no era para menos. Preso de la fascinación que le produjo esta saga familiar y sus secretos, la convirtió en esta más que interesante y curiosa docu-novela editada en Uruguay y que acaba de ser presentada en Buenos Aires.
Todo empezó cuando Leila descubrió unas cartas en árabe destinadas a su padre e, intrigada, comenzó a tirar del hilo. Judía, religiosa ortodoxa, criada en el judaísmo junto a sus hermanos en Esperanza, un pueblo de Uruguay, Leila no entendía qué hacían esas cartas venidas de Líbano en su casa, escritas en árabe. El ovillo que fue desenredando abrió ante sus ojos sorprendidos las idas y venidas de su familia en medio de diferentes sucesos socio-político que marcaron el siglo XX.
Supo que ya su madre, Inés, había descubierto en su juventud otro manojo de cartas escritas por un tío que desconocía, en las que descubrió la historia de la Shoá de su propio padre. Pero ni ella ni sus hermanos, se animaron a tirar del hilo como años más tarde hizo Leila, su hija y el secreto se mantuvo.
En estas historias, dos linajes, uno judío y otro musulmán, confluyen y se abren a un horizonte de identidad complejo y en construcción. El padre de Leila se convirtió al judaísmo por amor a su madre e imperativo de sus suegros. Pero sin que nadie lo supiera, siguió manteniendo sus rituales musulmanes. En una ironía de la vida ahora le tocaba a él islamizar en secreto, como aquellos judíos que debían judaizar en secreto para sobrevivir en la España marranizadora.
Las trayectorias de los diferentes miembros de las dos familias, la musulmana y la judía, los conflictos familiares y sus derroteros nos llevan a Vilna en Lituania, Jabal Amel en Líbano, Moscú en la URSS, Cuba, Israel, Nueva York y Uruguay. Múltiples escenarios enriquecidos por el autor con la descripción de los contextos socio históricos que van determinando las decisiones de cada uno. El frustrado viaje del Saint Louis, el descubrimiento de una Cuba antijudía, la férrea resistencia judía en Vilna y las sangrientas fosas nazis en Lituania, las purgas stalinistas y el Libro Negro, el terrorismo chiíta en Líbano con su acendrado odio anti israelí, la mijlalá y los kibutzim en Israel, los ritos y sentidos del Corán, Montevideo y Esperanza en Uruguay. Como Forrest Gump, Schvindlerman nos lleva de la mano a través de los sucesos más trágicos y esenciales de nuestro pasado reciente, lo que le dan un valor adicional a la increíble historia familiar desplegada en la novela.
El personaje que nos interpela, es Fawwaz, el padre de Leila, que escondía a su familia judía el secreto de su origen y su fidelidad al islamismo y a su familia islámica le ocultaba su conversión al judaísmo. En las actuales circunstancias, esta conversión, de ser conocida, habría sido la peor traición posible. Fawwaz escondía ese doble secreto llevado por la vida familiar y las circunstancias políticas.
Me pregunté ¿por qué el primer grupo de cartas no determinó la búsqueda y la develación que produjo el segundo? ¿Qué llevó a Leila a investigar y descubrir lo que permanecía en silencio y oculto? Creo que una posible respuesta es el tiempo. Nos lo enseñaron los sobrevivientes de la Shoá y los sobrevivientes de cualquier otro genocidio: recién se puede hablar varias décadas después. Algo sufrido de manera interpersonal, un robo, una violación, debe ser puesto en palabras inmediatamente, dado que si se mantiene callado tiene un potente efecto tóxico y corrosivo. Por el contrario, lo sufrido en un proceso genocida o dictatorial, pareciera que requiere de varias décadas de silencio hasta poder ser puesto en palabras.
No se trata del mismo silencio. Quienes hablaron en la inmediata posguerra no pudieron desprenderse del relato de lo sufrido y se hundieron en la victimización. La gran mayoría de los sobrevivientes calló por décadas. Y no solamente porque nadie quería oír. Mi convicción es que precisaron de todos esos años para recuperar la confianza en el Estado. Nuestro contrato social se basa en que el Estado nos protegerá y en situaciones genocidas no solo no lo hace sino que es el artífice de la victimización. El piso sobre el que estamos parados se fragmenta y caemos en un pozo sin fin. Recién después de muchos años, cuando la vida va probando que el piso vuelve a ser firme bajo los pies, las palabras pueden tener cuerpo, ser dichas y ser oídas. Tal vez es por eso que Inés no pudo develar aquel primer grupo de cartas mientras que años más tarde, Leila pudo con el segundo.
Jorge Semprún lo dice claramente, ya desde el título, en “La Escritura o la Vida”. Recién pudo hablar de Buchenwald 40 años después; si lo hubiera hecho antes, prematuramente, habría sucumbido ante el horror, no creía que le habría sido posible vivir.
La Carta Escondida es más que esos dos grupos de cartas. Se trata de los secretos protectores y también encubridores, una metáfora polisémica que se abre a muchos sentidos. Uno de ellos -una asociación mía- es el origen de la palabra “baraja”, sinónimo de carta. Cuando los judíos españoles recibían el shabat escondían los libros de rezos sobre las piernas ocultos a la vista de algún posible visitante inesperado, mientras que lo que se veía sobre la mesa familiar eran cartas, como si estuvieran reunidos para jugar en familia. Cartas en lugar de brajot, bendiciones. Barajas.
Cartas encubridoras. Cartas salvadoras. Cartas que nos abren a tantos vericuetos de las relaciones humanas, de los conflictos políticos, sociales y religiosos. Cartas que tenemos que aprender a leer. Cartas con las que tenemos que aprender a jugar.