Pareja y vinculos

La varita mágica de la secretaria

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Aníbal se pasaba el día entero delante de la computadora resolviendo los mil y un problemas de su trabajo. Era auditor médico de una importantísima prepaga y tenía la responsabilidad de aprobar o no las solicitudes de los pacientes. Vivía tironeado entre dos patrones: por un lado la empresa que le daba el sustento y que esperaba gastar siempre lo menos posible y por el otro los afiliados que solicitaban prestaciones, prácticas y medicamentos que necesitaban para vivir. Cada trámite lo sumía en una gran angustia porque si favorecía al paciente se enfrentaba con sus patrones y si favorecía a la empresa debía discutir enfervorizadamente con su conciencia.

Forzado al home office, había acondicionado la habitación de servicio del departamento como oficina. Para llegar allí había que atravesar la cocina y el lavadero, de modo que estaba lejos del ruido cotidiano de su casa, aislado con su trabajo y los conflictos que a veces se volvían dilemas.

María Marta, su esposa, estaba todo el día en casa porque el restaurante donde había sido cajera veinte años, debió cerrar sus puertas. Cambió su rutina por la limpieza, la cocina, los chicos. Gaby y Flor, de 8 y 10 años, se trepaban por las paredes de tanto encierro y aislamiento. María Marta debía acompañarlos con el zoom de la escuela que les era difícil de seguir porque no conseguían mantener la atención. 

Para María Marta el cambio fue brutal. De pronto, quedarse en casa. De pronto, ocuparse de lo que no tenía el hábito de ocuparse. De pronto, tener que lidiar con maestros, tareas, horarios y con los dos grupos de whatsapp de padres con tantos comentarios, mensajitos, réplicas y contrarréplicas. 

Llegaba la noche y Aníbal y María Marta eran una cáscara vacía de ellos mismos. Estaban sus cuerpos pero no tenían ni aire ni fuerza para nada. Los ojos en el plato, los oídos ausentes, esperaban sentarse ante Netflix y que alguna serie los hiciera viajar a otras realidades, otros escenarios, otras situaciones.

María Marta se preguntaba dónde habían quedado las ganas. Ahora que tenía que trabajar desde casa Aníbal estaba peor que nunca. Cuando salía a trabajar, desaparecía todo el día, no llamaba nunca, parecía que al salir, el mundo de su familia se esfumaba y dejaba de existir para él. Así lo sentía ella que creía que él vivía dos vidas diferentes. Una en su casa, con ella y los chicos y otra en la oficina, dos vidas paralelas que no se tocaban durante el día y que a la noche, cuando volvía, se acercaban pero no del todo. Traía la oficina consigo dentro del portafolios, dentro de sus pensamientos, dentro de su mirada. “¿Por qué no se acuerda de mí durante el día?” se preguntaba, triste, María Marta. Su mayor deseo era que alguna vez, sin ninguna razón, Aníbal la llamara para contarle algo o preguntarle cómo estaba. O que se apareciera un día con un regalo, algo fuera de programa, ni aniversario, ni cumpleaños, ni navidad ni nada, porque sí, porque se acordaba de ella , porque la tenía presente, porque le hacía falta. 

María Marta sufría esta forma de vivir en paralelo que tenía Aníbal y se lo reprochaba siempre. “Nunca te acordás de mí, te vas y desaparezco de tu vida”... le decía en medio del llanto. Aníbal se quería morir en esos momentos. No entendía por qué para ella eso era tan importante. Si él la quería, si ella era su mujer y él vivía para ella, ¿qué es lo que tanto la hacía sufrir? A él le parecía natural, siendo tan responsable, serio y comprometido con su trabajo, que su vida familiar quedaba al margen durante sus horas de decisiones, abrumado por la gestión plagada de pedidos y reclamos. Terminada su jornada laboral, recibir los de su esposa, lo sumía en la impotencia.

El llanto y el reclamo de María Marta se agudizó durante el encierro. Había imaginado que si Aníbal estaba en casa todo el día sería diferente pero seguía igual que siempre. Se encerraba en su “oficina” y no estaba, se aislaba dentro de esa burbuja, tan cerca de todos y tan lejos, muy lejos. 

Aníbal sufría ante el llanto de su esposa, se quedaba en silencio, un silencio culpable, pesado y doloroso porque no quería herirla, pero lo cierto era que se sumergía en su trabajo y no tenía presente a su familia en esas horas. María Marta tenía razón, no se acordaba. Pero no era porque no la quería, porque no le importaba como ella suponía. No sabía por qué era, tal vez era su manera de entender el trabajo, igual que como lo hacía su padre, igual que como lo había hecho su abuelo. No recordaba que su madre o su abuela les hubieran reclamado a sus maridos que las llamaran, que les trajeran algún regalo fuera de fecha, que les mostraran algún interés particular en horas de trabajo. Y eso no quería decir que no las querían y sus esposas así lo entendían. ¿Por qué María Marta no?

Esa noche habían tenido otra de esas escenas lastimosas y lastimadas en las que Aníbal  recibía reproches y reclamos frente a los que no sabía qué decir. Ver a su mujer tan dolorida, tan triste, tan necesitada, lo sumía en la impotencia y la desdicha. Se fue a dormir con el alma fruncida, otra vez, y casi no pegó un ojo toda la noche. No era una mala persona, no quería hacerle daño a su mujer, ¿cómo hacer para evitarlo? 

A la mañana, ya sentado ante su computadora, recibió un mail de la señora Claudia, su secretaria desde hacía 15 años, su filtro habitual y la que le organizaba la tarea cotidiana, también durante la pandemia solo que no de manera presencial sino online. El mail entrante se refería a un tema que había que resolver con urgencia, pero se quedó mirando el monitor sin ver el texto, inmóvil y en un impulso súbito tomó el celular y la llamó. Sin pensar lo que hacía le contó lo que pasaba, le dijo que estaba desesperado, que no sabía qué hacer, que quería hacer sentir bien a su esposa pero que no lo conseguía y no podían seguir así. La señora Claudia, mayor que Aníbal, viuda después de 40 años de matrimonio, tuvo súbitamente una idea.

  • “ya sé lo que vamos a hacer”

  • “¿vamos?” preguntó sorprendido Anibal

  • “sí, vamos. Abra nuestra agenda compartida”

  • “ya está”

  • “ahora no se fije en fechas, vaya a la semana que viene, cualquier día y anote ‘comprar regalo para mi esposa’”

  • “listo”

  • “ahora, y sin mirar la fecha, anote lo mismo, y siga así después de unas semanas más y otra vez y otra vez…”

  • “pero, no entiendo… ¿esto para qué sirve?”

  • “usted déjemelo a mí. Cuando veamos el mensaje ‘comprar regalo para mi esposa’ usted me dice cuanto quiere gastar y le compro algo que le llegará de sorpresa. ¿Le parece bien?

Anibal suspiró hondamente. ¿Quién sabe? Ella como mujer tal vez había entendido lo que pedía María Marta y que para él era indescifrable. Si la hubiera tenido cerca, la habría levantado en el aire y habría bailado con ella. ¿Funcionaría su idea?

Unos días después, María Marta le golpeó la puerta. Traía un paquete abierto donde asomaba una cartera marrón con herrajes dorados…. se abalanzó sobre él, lo abrazó llorando, pero esta vez su llanto era otro, se sentó sobre sus piernas, quieta y feliz. Cada tantas semanas sucedía lo mismo. Llegaba un paquete con algún objeto de regalo, un perfume, un ramo de flores, una pashmina, un libro, todas con una escueta tarjeta que decía “para vos, Aníbal”. 

Claudia, la sabia, había inventado un atajo que respondía a la necesidad de María Marta de ser agasajada un poquito cada tanto y de Aníbal de darle algo de felicidad a su esposa. Una recibía cada tanto, sorpresivamente, una evidencia de que no era transparente para su marido, que no era, como había creído, un mueble más, que le importaba, que la consideraba y la quería. Aníbal dejó de sentirse culpable y en deuda eterna con esta necesidad de confirmación de su mujer frente a la que él no podía responder porque él era así,  mientras trabajaba se olvidaba del mundo y no podía pensar en otra cosa. 

Fue un win-win. Todos ganaron. 

María Marta preguntó qué pasaba, cómo había sucedido el cambio. Aníbal le contó que todo había sido idea de la señora Claudia. 

Aunque no había sido idea de su marido, al ver la alegría que él tenía ante su propia alegría, no le importó. El ingenio de su secretaria le permitió verlo con otros ojos y leer su inmersión en el trabajo no como desamor.

Se miraron como hacía mucho que no lo hacían y decidieron, de mutuo acuerdo, comprarle algún regalo a Claudia a modo de agradecimiento. Se sentaron juntos frente a la computadora y, sabiendo cuánto le gustaba todo lo japonés, le encargaron un servicio de te japonés completo para que le llegara el fin de semana. 

Fue un momento luminoso y un bálsamo inesperado. 

Todos salieron ganando. 

Publicado por La Nación

Travesuras en pandemia

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Diego y Esteban eran amigos desde la secundaria. Desde siempre coincidían en gustos, códigos y estilos. Leían enfervorizadamente ciencia ficción, eran serios y reservados pero con un humor ácido que solo ellos compartían y disfrutaban, no les gustaba ser parte de la manada, preferían mantenerse separados mirando a los demás con cierta displicencia y un ligero desprecio. Si alguno encontraba en DVD con esa película inhallable de un cuento de Philip Dick, se sumergían el fin de semana entero para verla una y otra vez, revisando casi fotograma por fotograma, buscando y encontrando detalles reveladores. No les gustaba el fútbol pero sí el tenis, se entrenaron juntos y terminaron siendo una pareja imbatible en las canchas. 

Male y Tamy vivían en el mismo edificio, una en el tercero, la otra en el séptimo. Se conocían desde que habían nacido. Sus padres se hicieron amigos en principio por la vecindad y luego por elección. Para ellas la vida era inconcebible la una sin la otra. El mismo jardín, la misma primaria, la misma secundaria. Les encantaban los juegos de ingenio, desde rompecabezas sencillos hasta juegos de palabras y cálculos. Pasaban horas inventando palabras cruzadas y juegos gráficos con los que después desafiaban a sus padres y a sus compañeros de clase. Adoraban pasear juntas en bicicleta y lo hacían toda vez que podían en trayectos cada vez más largos. 

Diego y Esteban eligieron estudiar ingeniería. 

Male y Tamy se anotaron en exactas una en física, la otra en matemáticas.

La iniciación sexual había sido tibia para los cuatro. Ya habían debutado pero a la hora de comenzar la universidad para ninguno había llegado el amor así como lo imaginaban o esperaban.

Male y Diego se conocieron haciendo cola comprando entradas para un recital de Paul McCartney en River. Parecía que iba a llover, estaban cansados después de largas horas esperando, empezaron a hablar de esas cosas que gente desconocida y aburrida habla en las colas. Pegaron onda de entrada. Para ambos los Beatles eran parte de sus infancias porque sus respectivos padres los escuchaban todo el tiempo. Tener la oportunidad de ver a uno de ellos era un sueño hecho realidad. Para los dos. 

Cuando empezó a llover, Male desplegó su paraguas e invitó a Diego a guarecerse debajo. Cerca, casi tocándose, sintieron que nacía algo allí. Cuando llegaron a la boletería compraron entradas adyacentes, dos para cada uno. “¿Con quién vas a venir?” preguntó Male queriendo saber si tenía novia, “Con Esteban, mi mejor amigo” escuchó aliviada, “¿y vos?” con un brillo inquieto en la mirada, “Con Tamy, mi mejor amiga”... y la coincidencia les resultó tan divertida que estallaron en una carcajada.

El recital fue maravilloso. Escucharon al calor de los miles de asistentes esos temas tan conocidos con el ídolo en vivo, ahí adelante. Al final estaban felices, plenos y hambrientos. Salieron juntos, caminaron muchas cuadras hasta que dieron con un lugar en donde entrar y empezó la relación entre los cuatro como un acorde musical armónico y melodioso. Esteban y Tamy simpatizaron inmediatamente. La situación era perfecta. Los cuatro formaban  una combinación dichosa de, sabores, gustos y colores. Durante varios meses las relaciones prosperaron y se ahondaron. Salían a veces juntos los cuatro y otras cada pareja por separado, pero se hacían confidencias, se aconsejaban, se estimulaban y se contenían como lo habían hecho siempre.

Con la pandemia y el forzado aislamiento, las oportunidades de verse personalmente fueron menguando hasta desaparecer. Se veían por zoom. Como hacemos casi todos. 

La piel, la cercanía, la presencia, el olor, la energía se reconvirtieron en los cuadraditos del video chat. La visión y la audición reinaron sobre el olfato, el gusto y la piel. Los cuerpos se redujeron a las caras y parte del torso, los contextos fijos, cada uno siempre en el mismo lugar, con el mismo fondo. Se reían mostrándose lo que llevaban debajo de la cintura: ojotas, shorts, yoguinetas, zapatillas desflecadas… seguían siendo amigos y compinches. 

Pero algo impensado fue pasando a medida que transcurrían los días y la presencialidad se alejaba. Diego empezó a encontrar en Tamy, la novia de su amigo, cosas que antes no había advertido, una cierta picardía, un cierto rincón secreto intrigante que se descubría fantaseando con explorar. Se lo guardó para sí. ¿Cómo decirle esto a Esteban? ¿Es que le estaba gustando Tamy? Se sentía super mal con Male a quien, de repente, empezó a sentir como una hermana, como alguien muy querido pero nada erotizado. 

Esteban a su vez, y casi al mismo tiempo, vio crecer una gran incomodidad cada vez que se encontraban los cuatro por zoom porque su mirada iba derechito a Male, la novia de Diego, en lugar de a Tamy. No podía dejar de mirar esas pecas en sus mejillas, el modo en que fruncía la boca con su semi sonrisa desafiante, su imagen era lo último que veía antes de dormir y lo primero que se le aparecía al despertar. Se sentía un traidor, una mala persona, no se lo podía perdonar. Pero no lo podía evitar.

Male y Tamy dejaron de llamarse todos los días y dejaron de subir a la terraza de su edificio que era donde solían encontrarse. También a ellas les estaba pasando algo con los muchachos, algo incómodo, algo que crecía y que no conseguían frenar. También ellas sentían que los sentimientos las abrumaban, que el novio de la otra las conmovía hondamente. No sabían qué hacer ni cómo manejarlo. Todos creían que  algo ingobernable les estaba jugando esa mala pasada. No sabían que a los cuatro les estaba pasando lo mismo.

Es que creían, como solemos creer todos, que lo que sentimos hacia alguien es cosa nuestra, como guardada en una cajita, en el corazón por supuesto, y que lo que siente el otro es un misterio porque tiene su propia cajita. Una analogía más justa es imaginar nuestros sentimientos como el registro de lo que nos pasa cuando estamos con esa otra persona. No está dentro de uno sino que flota en el “entre”, es el clima, tanto amable como hostil, en el que transcurre el encuentro. Por eso los sentimientos, si ambos leen bien el clima compartido, son mutuos, sentirán lo mismo.  Por eso las dos parejas estaban sintiendo de manera similar, pero no lo sabían. Male también había descubierto a un Esteban que le había sido invisible y Tamy, azorada, tenía en Diego un atractor, un imán del que no se podía sustraer. Se habían cruzado los cables y había pasado simultáneamente.

Los cuatro amigos entraron en una zona de penuria y sufrimiento. Ninguno sabía que a los otros tres les estaba pasando lo mismo. Cada uno se creía una especie de monstruo malévolo y desleal que no merecía sostener la amistad que había vivido hasta entonces. Ninguno dejaba entrever lo que estaba sintiendo por temor a destruir para siempre esa red de confianza y amistad construida a lo largo de la vida. 

Pero cuando uno contiene de esta manera sus emociones tienden a escaparse sin que las podamos controlar. Todo explotó con un lapsus de Esteban. Hablando con Diego, en lugar de decir Male dijo Tamy. Empezó a trastabillar, se le llenaron los ojos de lágrimas. el “¡uh! no sé qué me pasó, quise decir ¡Male!” sonó a falso, a poco, a lastimoso. Diego se dio cuenta al toque. Y se preguntó, casi sin atreverse a pensarlo, si a su amigo no le estaría pasando lo mismo que a él. Derechos como eran, francos y buenas personas, amigos hasta el caracú, Diego se animó y ante los titubeos y el azoramiento de Esteban dijo  “también yo podría confundirme como vos y decir Tamy en lugar de Male”. Era por zoom. Se quedaron detenidos, suspendidos, casi sin respirar, mirándose en silencio hasta que Esteban preguntó “¿estoy entendiendo lo que estoy entendiendo?”. “Sí” dijo escuetamente Diego, “no sé qué pasó ni cómo pasó pero se me dieron vuelta las fichas y la veo a Male como una hermana querida, una amiga entrañable, pero no una pareja… así la estoy sintiendo a Tamy y me odio a mi mismo, no te lo quería decir porque sé que no me lo vas a perdonar porque no tengo perdón, pero no fue voluntario, no sé, no es a propósito, no puedo dejar de pensar en ella….” La sorpresa de ambos fue mayúscula cuando se confesaron que a ambos les estaba pasando lo mismo. Volvió la sonrisa que había estado ensombrecida hacía un tiempo, el alivio despejó esas nubes tormentosas y volvió a salir el sol. 

¿Cómo decirle a las chicas? ¿Cómo hacerle esto a Male y a Tamy? Pero una vez que lo blanquearon entre ellos se dieron fuerzas, decidieron no esperar y decirles de una y en un encuentro de los cuatro, también por zoom, claro. 

De pronto, como en en los caleidoscopios que cuando uno los mueve, las piezas cambian de lugar y construyen una nueva estructura igualmente armónica que la anterior, estas cuatro personas se reacomodaron a la nueva realidad. El momento de la confesión culpable de los muchachos se transformó en jolgorio cuando las chicas confesaron que les estaba pasando lo mismo y que se habían sentido muy mal la una con la otra por esta irrupción de un sentimiento que no habían buscado. 

Y se cruzaron las parejas. Los espera el momento de la presencia concreta, el momento que todavía no saben cuándo será. Se están descubriendo online, aprendiendo a conocerse y a construir la necesidad del otro, los espacios de encuentro, los sueños compartidos y las mismas ganas. Cuando lleguen los besos y las caricias se verá si esto que descubrieron crecerá y se volverá ese lazo fuerte y sólido que les permitirá caminar a la par. Mientras tanto no paran de reír por esta travesura sorpresiva de la vida.

Publicado en La Nación.

Publicado en El Diario de Leuco.

El sexo oculto de una buena cena

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Fue en una de esas charlas entre mujeres (cuando tenemos la suerte de tener esa amiga con la que se pueden tener esas charlas). Male y Sofi eran amigas desde la primaria. Atravesaron juntas el comienzo de la menstruación, los primeros enamoramientos, el viaje de egresados, los estudios, los trabajos, los matrimonios, los hijos. La experiencia de una apuntalaba a la otra. Las dudas de una se reflejaban en las incertidumbres de la otra. Pasaban los años y la firmeza de la red tejida entre ambas se sostenía y aumentaba. Eran privilegiadas. Y lo sabían.

La pandemia hizo imposibles sus encuentros pero continuaron, zoom mediante, con la misma frecuencia y la misma hondura de siempre. 

Hola Sofi, tengo un rato ahora, ¿podés hablar?, mandó un mensaje Male. Sí, dale, pará que me hago un mate y te llamo por zoom, fue la respuesta casi inmediata.

Cada una en su sillón habitual, en el cuarto de siempre, obviamente con la puerta bien cerrada, comenzaron la conversación.

-Estoy re mal, bah, no sé si re mal, mal, estoy mal…. es Gus ¿viste? como siempre…

-¿Qué pasó ahora?

-Nada, no pasó nada en particular y es todo. Todo está mal.

-¿Pero qué, pelearon, la cosa se puso fea?

-No, no, no, nada de eso. Es, si se quiere, peor. No pasa nada. ¿Me entendés? ¿No pasa nada?

-¿a qué te referís?

-yo qué sé, no tenemos sexo, ninguno de los dos tiene ganas, estamos juntos todo el día por esta maldita pandemia y casi no hablamos, creo que no me ve, que soy menos que un mueble para él, transparente, ¡eso! le soy transparente…

-¡Ay Male! con Edu nos pasa parecido, ¿serán los años? ¿será que estamos aburridos?

-No me vengas con lo de la rutina, lo del desgaste y todas esas cosas de psicología barata…

-No lo iba a decir pero también eso está, lo sabés muy bien, pero acá hay algo más, no sé, es con la pandemia, con esto de estar en la misma casa todo el día todo el tiempo, como si no existieran las paredes, como si no hiciera falta necesitarnos porque estamos ahí, siempre, todo el tiempo y no nos podemos esconder uno del otro…

-¿Esconderse? ¿para qué?

- ¿Ves? no sé, parece loco pero extraño que nos veamos recién a la noche, que nos pasemos todo el día cada uno en lo suyo sin saber en qué estamos, sin que nos veamos... como que la magia desapareció, y tenerlo ahí a 5 metros, tan endiabladamente cerca, me lo volvió invisible y creo que también soy invisible para él.

-¡Demasiado cerca! no lo había pensado así, como si el no verse unas horas se abrieran las puertas a la imaginación y volviera el apetito por el otro y ahora no se puede. Sí, ahora que lo pienso, algo de eso también me pasa a mí y por ahí también a Gus.

-¿Dónde quedó eso que había entre nosotros, no sé cómo decirlo, esas ganas, ese extrañarlo, ese contento por verlo de nuevo?

-El deseo decís, ¿dónde quedó el deseo?

-Sí, el deseo. En la cama somos como dos hermanos, minga de erotismo, minga de calentura, es como si el sexo hubiera desaparecido, ya no caricias ni abrazos…

-¡ay sí! Nosotros vemos juntos esos programas de cocina, nos encantan

-Nosotros también…

-Se me ocurre una idea!!!! dejame que lo piense y después te llamo.

-Ok, chau.

Y con una sonrisa traviesa Sofi fue a la habitación donde Edu estaba trabajando y le dijo: 

-Tengo una propuesta deshonesta que hacerte.

-¿Ah sí? ¿De qué se trata?, sin sacar la mirada del monitor.

-De festejar que hoy es jueves con una comida especial.

-¿Y qué tiene este jueves?

- Nada, no tiene nada. Es que quiero hacer algo loco y me pareció que el que fuera jueves era un pretexto como cualquier otro. ¿Te prendés? ¿Me hacés el gusto?

Edu levantó los ojos del monitor y miró a su mujer que le sonreía con un brillito prometedor en la mirada y no se pudo resistir.

-Dale. Me intriga lo de “algo loco”.

-Pero me tenés que seguir en todo.

Hacía mucho que Edu no veía a Sofi. La miraba, la tenía delante todo el tiempo, pero hacía mucho que no la veía. Sofi advirtió también que estaba pasando otra cosa y ver la aceptación de Edu le hizo verlo, a su vez, de otra manera, como hacía mucho que no lo veía.

-Vestite que tenemos que salir.

-¿Adónde?

- A hacer compras.

Sofi al volante puso una radio de tango y el dos por cuatro le abrió a Edu una sonrisa de gusto. Llegaron al super y calzados con los tapabocanariz bajaron del coche.

-¿Esto era? ¿al súper? ¿para esto tanto lío?

-Paciencia papito, paciencia, ya vas a ver. 

Había una cafetería en la entrada y rumbearon para allí. Se sentaron en una mesa, pidieron un café y Sofi le contó su idea:

-Quiero que esta noche que estamos solos, nos hagamos una comida especial como si fuéramos los cocineros de la tele, lo que más nos gusta y que la hagamos juntos. Así que ahora nos toca elegir los ingredientes y vamos a elegir lo mejor ¿dale?, nada de ver cuánto cuesta. Hoy es una fiesta.

Edu había imaginado otra cosa. Celebración, especial, fiesta…, claro, creía que iba a ser sexo. Pero la actitud de Sofi lo tentó y le siguió el juego. Decidieron el menú: aperitivo, primer plato, plato principal, postre y bocaditos para el café. Edu tomaba nota. Luego vieron qué bebida armonizaba con cada paso y una vez hecha la lista de los ingredientes necesarios se repartieron para encontrarlos. Juntaron los dos carritos en la caja y volvieron al coche con todos los tesoros. El camino de vuelta al coche fue bien diferente del que había sido el de ida. Iban más ligeros, sonrientes, el día parecía más límpido.

La preparación exigió planificación, qué primero, qué después, con qué utensilios preparar cada cosa, cuáles recipientes, quién hacía qué. La pequeña cocina, siempre aburrida, rutinaria y silenciosa se transformó en una usina de aromas. La cebolla frita en aceite de oliva los fue envolviendo sutilmente y Edu no pudo resistir el abrir el vino previsto para el aperitivo. Buscó las copas que solo se sacaban para visitas y sirvió el vino, lentamente, mirando con atención cómo el vino caía y cubría de un rojo profundo las paredes de cristal… luego de unos minutos de reposo, acercó una copa a Sofi y le dijo:

-Olelo antes…inspirá hondo,  no te apures, mirá el color….

Y siguió:

-No lo tragues enseguida, dejalo jugar en tu boca, movélo con la lengua, impregná el paladar  y descubrí sus toques ….

Para uno ciruela y clavo de olor, para el otro pimienta y manzana. Dejaron por un rato lo que estaban haciendo y se quedaron en silencio alrededor de las copas que hacían de la quietud de palabras una sinfonía de gustos. 

Faltaba música. Edu buscó boleros, esos cursis y románticos que a Sofi le encantaban y que hacía tanto que no escuchaban. La casa empezó a volverse otra. Los mismos muebles, las mismas paredes, los mismos objetos que estaban en blanco y negro cobraron color y comenzaron a brillar.

La tarde iba cayendo y con ella la luz natural. Las sombras se iban alargando y pronto fue preciso encender luces. Lo hicieron en rincones para mantener el clima crepuscular, esa especie de ternura luminosa que borra los bordes, afina las redondeces, lima las grietas. 

Eligieron el mantel, los platos, los cubiertos, las copas. No podían faltar las velas para verse menos nítidos, más dulcificados y adivinarse los gestos.

Esperaron que todo estuviera listo sentados en el balcón, con unos quesitos, unas galletitas y los dips que habían preparado. Cuando se hizo la noche, se sentaron a la mesa. fueron y vinieron trayendo y llevando lo preparado, sirviendo, compartiendo, comentando cómo había salido cada cosa. Nunca antes habían practicado esa coreografía y se descubrieron conociendo los pasos o siguiendo al otro cuando aparecía alguno nuevo.

-Hola Male. ¡No sabés la noche que pasamos anoche!

Luego de que Sofi le hubiera contado todo, Male preguntó cómo había sido hacer el amor después. Estalló una carcajada gozosa del otro lado del celular.

-¡¡¡Comimos tanto y tomamos tanto que nos quedamos fritos como dos marmotas!!! pero fue una noche maravillosa. Me había olvidado de quién tenía al lado, de lo bien que podíamos estar juntos. Fue mejor, mucho mejor que hacer el amor. Es que hicimos el amor pero de otra manera. Porque hacer el amor es mucho más que sexo. Tenés que probarlo. 

publicado en La Nación

Julia y Horacio: ella sabía pero hacía como que no. Amores al diván

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Lo sabía. Julia lo sabía pero como tantas veces pasa, no quería saber lo que sabía y hacía como si no supiera.

Conocía a Horacio desde la adolescencia. Él iba al Mariano Moreno, ella al Normal 4. Eran de la misma barra que se juntaba los fines de semana en el Parque Rivadavia. Horacio andaba con Claudia, una rubia flaca de pelo así de lacio que revoleaba los ojos celestes como si fueran pelotas de ping pong descontroladas. Era una agrandada con su séquito de admiradoras que creían jugar en primera. La pobre Julia era rellenita, tenía el pelo oscuro y rizado, ¡ay cómo odiaba su pelo oscuro y rizado! ¡y el acné de su cara! ¿Cómo Horacio se iba a fijar en ella? Ni en mil años. Nunca. Y Julia evitaba que se cruzaran sus miradas no fuera a ser que se diera cuenta de que se volvía loca por él.

La noche del asalto en lo de las Gutiérrez -ojo, no era un robo, así se le decía el ir a juntarse a la casa de alguien y tomarla por asalto- llevó un bizcochuelo de naranja que había hecho ella misma con la infalible receta de su abuela. Todo un hit. José fue el primero que lo probó y cuando dijo “¡qué rico está! ¿quién lo hizo?” y Julia respondió tímidamente que había sido ella, algo mágico pasó. Como si se hubiera abierto de pronto el cielo después de una tormenta y el lugar se llenara de ese aire fresco con olor a ozono que deja la lluvia en el verano, todos se acercaron a la mesa y en unos minutos no quedó nada del bizcochuelo. Julia sintió que por primera vez la veían y cuando empezaron los lentos, Horacio, ¡nada menos que Horacio!,  la sacó a bailar. ¡Nunca antes lo había hecho! Julia contenía el aire con miedo de respirar fuerte y que la carroza se transformara en calabaza, su vestido en trapos y que Horacio se desintegrara y desapareciera. ¿Dónde había quedado Claudia? ¿Cómo era que estaba planchando, con esa mirada triste y sin que nadie la sacara a bailar? ¡con lo hermosa que era ...!

Después de esa noche empezaron a salir. Julia se sentía la más linda del mundo, la que había sido tocada por una varita mágica, la más suertuda de todas. Claudia y sus amigas la odiaban, la acusaban de traidora, de seductora, de ladrona, le hacían el vacío. Pero era un vacío que no le importaba porque Horacio llenaba todas sus horas y sueños. La acompañaba caminando a su casa, le traía una flor de regalo, la elogiaba, decía adorar sus rulos y ojos oscuros, le festejaba sus salidas y chistes. Julia tocaba el cielo con las manos. Hasta que unos meses después el entusiasmo de Horacio y la magia fueron menguando. No se desesperó. Pensó que era normal, que así eran las cosas y siguió abriendo los ojos cada mañana a ese sueño vuelto realidad. Hasta que Cata, una del grupo de Claudia, le espetó “Horacio está saliendo con Agustina, la de 4ºD”. Ante la sorpresa de Julia hundió más el puñal “¡ah! ¿no sabías? te hizo lo mismo que le hizo a Claudia”. Y así fue. Cuando Julia lo enfrentó y le preguntó qué pasaba, se confirmó que ahora era el turno de Agustina, que ella ya era historia.

A pesar del dolor y la decepción, la vida continuó. Siempre continúa. Y Julia novió con Esteban, después con Juan Carlos y finalmente se casó con Ricardo. Enamorada, entregada y otra vez feliz, se sumergió en una nueva vida. Pero la convivencia no fue todo lo feliz que esperaba. Pronto descubrieron que eran incompatibles en el todos-los-días. Julia se despertaba temprano y a la noche se caía de sueño mientras que Ricardo se despabilaba al atardecer, se quedaba despierto hasta tarde y después dormía hasta el mediodía. Julia necesitaba silencio y paz y Ricardo se sentía a gusto con gente y en el medio del ruido. Hasta se desencontraban en la comida, en lo que a cada uno le gustaba, en el uso del baño, en la forma de relacionarse con sus familias, Todo mal. Por suerte no persistieron y decidieron separarse antes del segundo aniversario. Otra vez sola, ya recibida de arquitecta y trabajando en un estudio muy importante, Julia se dijo que lo vivido debía servirle de lección. Que tenía que estar con los ojos bien abiertos y no dejarse encantar por artilugio ninguno. Que sola no estaba tan mal. 

Y volvió a recuperar la paz y las sonrisas. 

Un día acompañó a su jefe a visitar a unos clientes que querían remodelar su casa. Casi se desmayó al entrar y descubrir que los interesados eran Horacio y la mujer con la que se había casado, Laura. Después de casi 10 años de no verlo, se reencontró con el mismo Horacio seductor, buen mozo y encantador del que había estado tan enamorada. A Horacio se le encendieron los ojos “¡Julia! ¡Qué gusto verte! ¡Estás más linda que nunca!” y la besó en las mejillas y la rodeó con atenciones dando la impresión de que el mundo había desaparecido y solo estaban ellos dos. 

No le costó mucho al galán conseguir su teléfono, llamarla, invitarla a tomar un café y volver a usar sus artes seductoras. Otra vez la magia. Otra vez el encantamiento. Julia olvidó todas sus prevenciones ante su corazón arrebatado y se rindió. 

Sabía. 

Pero no quería saber lo que sabía. 

Apostó a la amnesia, a “¿y si ahora sí? ¿acaso la gente no cambia?”, al sueño hecho realidad. Otra vez. Y Horacio derramaba sus “nunca te olvidé, fuiste siempre la mujer con la que tenía que haberme casado, fui un tarado, aprovechemos esta segunda oportunidad”. 

Siguieron saliendo, la relación se fue estrechando y haciéndose más y más íntima. En la adolescencia no habían tenido relaciones sexuales pero ahora sí y eran tal como Julia las había imaginado. Plenas. Amorosas. Apasionadas. “¡Casémonos!” propuso Horacio un día, “me separo, casémonos!”. Y con la remodelación de la casa a medias, casi con lo puesto, dejó a Laura, corrió hacia Julia y la renovada promesa de felicidad. Y Julia, que sabía, seguía haciendo como que no sabía y se dejó llevar. Como en un torbellino se sucedió la búsqueda de un domicilio común, los trámites de divorcio, las gestiones para casarse, el casamiento y la convivencia. Al estilo de Horacio, avasallador, entusiasta, imposible de frenar. Y Julia se dejó ganar por todo eso. Con gusto. Encantada. Otra vez.

Si leíste hasta acá ya sabés lo qué pasó. Es como esas malas películas que enseguida te das cuenta de qué la van y cómo terminan. Cualquiera lo sabe. El entusiasmo de Horacio se fue aplacando y al poco tiempo, obvio, se enamoró de otra mujer en la que volvió a encontrar esa promesa de felicidad tras la cual parecía correr enceguecido. Julia no lo supo de entrada pero se lo veía venir ante la forma en que sus miradas ya no se encontraban. La cordura y la lucidez le habían vuelto hacía unos meses, tanto que cuando le pasó lo que todos suponíamos que iba a pasar, Julia no pudo más que aceptar y reconocer que también ella lo sabía. El nuevo cachetazo fue darse cuenta que sabía que sabía.

Unos meses después Horacio tuvo un infarto fatal. Julia fue al velatorio y encontró, además de a Alicia, la pareja con la que vivía en ese momento, a Claudia, a Agustina, a Laura y a cinco otras mujeres tan sorprendidas como ella. Como en una película, alrededor de Julia y Claudia que se conocían de jovencitas, se armó una rueda de mujeres lastimadas, crédulas, sedientas de amor y ciegas ante las evidencias, que coincidían en la misma historia. Primero el deslumbramiento y la magia, después la seducción, luego el desencanto y finalmente la traición. 

Ante el cuerpo deHoracio, un Horacio tan atractivo como siempre, solo que esta vez quietas sus manos acariciantes, en silencio sus palabras edulcoradas e inofensivo en su sonrisa borrada, las nueve mujeres depusieron el resentimiento y el dolor ante el sufrimiento de Alicia, la viuda reciente, que, igual que todas ellas, había creído que con ella Horacio finalmente cambiaría. “Tal vez te salvaste de la traición y el desprecio, del desamor y la humillación. Tenés suerte de quedarte solo con el dolor de su muerte y no con el desgarro de su abandono y con la autoacusación de haber sido tan crédula”. 

La madre de Horacio, una señora mayor, estaba sentada entre la gente con la mirada perdida. Conocía a todas y cada una de las nueve mujeres que habían amado y sufrido a su hijo. Se mantuvo en silencio preguntándose cuán culpable podría ser ella misma de la inconstancia de su hijo. No quería cruzar la mirada con ninguna de las despreciadas, no sabía qué decirles ni cómo. Horacio siempre había sido así. Sabía cómo hacer para conseguir lo que quisiera pero una vez que lo tenía, el interés se evaporaba. Daba la impresión de que una vez en sus manos lo que fuera que deseaba se transformaba en otra cosa, se opacaba, no era lo que quería. Así como se las arreglaba para que le dieran lo que pedía, parecía incapaz de disfrutarlo una vez que lo tenía. Como si, al revés que el rey Midas que convertía en oro todo lo que tocaba, su contacto desangelaba lo que fuera que tenía en sus manos. Lo que tocaba perdía color y textura, no lo hacía feliz, tenía que correr a buscar otra cosa. 

Su madre era la décima mujer que no había podido hacer feliz a Ricardo. Un Horacio disfrazado de triunfador que escondía su desvalidez y sed de amor en una bolsa llena de agujeros imposible de llenar. Y persistía, lo volvía a intentar, pero entrara lo que entrara,  la bolsa no lo conservaba y se volvía a vaciar.

¿Manipulador? ¿Mentiroso? ¿Seductor? Si. Todo eso. Pero básicamente alguien incapaz de amar y disfrutar del ser amado pero que no se resigna y lo sigue intentando. Como un Sísifo redivivo condenado a intentarlo, intentarlo, intentarlo y no llegar nunca. 


¿Qué diría Horacio una vez despojado del peso de vivir? ¿Cómo explicaría su conducta? ¿Por qué se había negado a tener hijos? ¿Contra qué oscuridades debía luchar? Tal vez se confesaría que cada conquista, cada éxito en la seducción, le abría la esperanza de que esta vez sí, esta vez se sentiría pleno, de verdad, corpóreo, que cuando eso no pasaba volvía ese insoportable vacío que solo la expectativa de otro amor le prometía volver a llenar. También como todas sus mujeres, sabía pero hacía como que no. Volvía a apostar contra sí mismo sin poder impedir herir a quien tenía a su lado. Si lo acusáramos de malo, egoísta, maltratador diría “las quise a todas, quería hacerlas felices… pero no sé por qué de pronto todo se me apagaba, sentía que yo mismo desaparecía, me sentía muy mal… Con cada una fui feliz un rato pero no duraba mucho, lo que parecía amor se me volvía un peso, y solo quería escapar, volver a buscar, apostar de nuevo, probarme que podía, no sé…”. Al final, pobre Horacio. En vez de malo, desconsiderado o egoísta, termina siendo alguien incapaz de amar y de sentirse amado, alguien en busca de confirmación constante de que existe, de que está, y que solo la encuentra de manera transitoria, no se la cree, no le sirve y vuelve a buscar, una y otra vez. Como esos jugadores que insisten en hacer saltar la banca y terminan, fatalmente, desplumados. 

Publicado en La Nación.

Estupidez o sabiduría. Participación en Haciendo Pie.

En la Once Diez. Jorge Sigal y Santiago Kovadloff

En la Once Diez. Jorge Sigal y Santiago Kovadloff

Luego de la lectura de este texto de Julio Ramón Ribeyro (1929-1994), mi comentario:

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¡Qué interesante pensar esta reflexión desde la perspectiva del tiempo! No sé qué edad tendría Ribeyro cuando lo escribió pero si viviera hoy tendría 92 años. Habla de la cuarentena, referido a las cuatro décadas, no a la cuarentena de la pandemia por supuesto. Increíble como el paso del tiempo ha cambiado los tiempos. Asociar la edad de cuarenta años como punto de inflexión suena fuera de lugar porque todo lo que describe parece haberse corrido por lo menos veinte años hoy. 

Pero sea a los cuarenta o a los sesenta, hay un momento en la vida en el que podemos sentirnos como si todo estuviera deslucido, opacado y hubiéramos perdido el sentido, el para qué estoy vivo. Son momentos que llamo “descansos en la escalera”. Uno va subiendo, peldaño a peldaño y mientras sube está ocupado en subir, poner bien el pie para el peldaño siguiente y de pronto llega a un descanso, se detiene, recupera el aire y se pregunta ¿qué estoy haciendo aquí? ¿A dónde iré ahora? ¿sigo subiendo? ¿para qué?

Y dice Ribeyro que es momento de elegir entre la sabiduría y la estupidez. ¿què serán para él la estupidez y la sabiduría? Ya no lo tenemos para preguntarle y estaría bueno que cada uno lo pensara para sí…. y ya que tengo este espacio voy a contar qué es para mí.

Empiezo por estupidez. Imagino a alguien parado en el descanso de la escalera sorprendido por haber envejecido, como si no hubiera estado en sus cálculos, como si hubiera creído que el paso del tiempo era una abstracción o números en el almanaque y se frustra y desanima al darse cuenta de que el paso del tiempo es bien concreto y que es uno mismo el que ha sido pasado por el tiempo. Es parte de la estupidez humana eso de creer que algunas cosas no nos pasarán nunca, que solo les pasan a los demás. Lo estamos viendo en la gente que hoy no se cuida, que anda sin tapabocas y sin mantener distancias. Igual pasa con la vejez cuando se la vive estúpidamente. Si uno se cree eterno e inalterable cuando ya no puede no darse cuenta de que el cuerpo no es el mismo, que la energía y la fuerza no son las mismas, que uno ha cambiado, la sorpresa llega como un cachetazo traicionero porque uno no se lo esperaba. Es como no esperar el trueno después del relámpago. Una total y soberana estupidez. 

La estupidez se justifica un poco porque no es placentero descubrir que uno no es ya como era. Yo también, y no creo ser la única, me paro frente al espejo y me estiro los costados de la cara tratando de recuperar aquella lozanía que en su momento no disfruté pero que ahora extraño tanto. Veo mis arrugas y alguna flaccidez, me doy cuenta de que el aire me queda más corto y que el descanso me llama más seguido y más temprano. Esto es así, no lo elegí. Lo que sí puedo elegir es qué hago con eso. Lo estúpido sería ponerlo en el centro del escenario, con un lamento eterno, y la queja antipática de creer y decirme que todo terminó, que ya nada tiene sentido, y dejar que me cubra una bruma oscura y desanimarme porque nunca más veré brillar el sol. Lo nos pasa, nos pasa. No está en nuestras manos. Lo que está en nuestras manos es qué hacemos con esto que nos pasa.

En el otro extremo, y para decirlo en fácil, para mí la sabiduría es no pedirle peras al olmo. El olmo da un fruto que se llama sámara (nada que ver con samaritano), y por más que me enoje, me angustie o me desanime, por más que le hable o le proteste hasta el cansancio, el olmo caprichoso e insensible a mis súplicas insistirá en dar lo que tiene y puede, sámaras. ¿Quiero peras? busco un peral, ¿no hay perales, solo hay un olmo? lo sabio es sentarme a su sombra, tomar un manojo de sámaras y ver qué puedo hacer con ellas porque la vida me enseñó que por más que les discuta y les de razones, las sámaras no se transformarán en peras. 

Creo que la cita del texto de Ribeyro habla de envejecer, tal vez de su propio envejecimiento, tema tan ninguneado, casi tabú, que por suerte está empezando a ser hablado. La palabra envejecer está asociada con deterioro, muerte, con terminar, con oscuridad, enfermedad y final. Y ya no es tanto así. Me encantaría que pudiéramos pensarnos con el verbo edar,  traducción literal del inglés to age, sin la connotación negativa del verbo envejecer. Edar señala el paso del tiempo sin atributo ni valoración, es un término descriptivo,  ni bueno ni malo. Espero que vayamos migrando de la idea negativa de envejecer a la idea más alentadora de edar. 

Estamos viviendo un momento totalmente inédito. Nunca antes en la historia humana hubo tantas familias con 5 generaciones. ¿Cuántos bisabuelos conocíamos  hace apenas 50 años? ¿Cuántos conocemos ahora? Yo conozco decenas y no solo vivos, sino activos, lúcidos y vitales. Es que cada vez hay más viejos en el mundo, cada vez hay más viejos que siguen trabajando, creando, pensando y levantándose todos los días con ganas porque tienen cosas que hacer, porque su vida mantuvo el sentido, porque tomaron aire en el descanso de la escalera y siguieron subiendo, más despacio, claro, pero con los ojos bien abiertos y la piel porosa. Por eso, como yo misma estoy cursando la octava década, preciso hacer de necesidad virtud y voy a contar cuáles son, para mi, los beneficios de haber envejecido. 

Lo más importante es que me hace posible poner en otra escala las cosas que son de vida o muerte. Estar vacunado y cuidarse lo es en este tiempo de pandemia, pero todas aquellas expectativas desmedidas que tenía cuando creía que iba a ser eterna, se fueron achicando y la edad me abre una esperanza más realista de lo que puedo conseguir y, por ende, me frustro menos, sufro menos. Creo que la edad, cuando no se ha elegido la estupidez, nos ayuda a tener expectativas más realistas y posibles. Y si le respondo a Ribeyro que dijo que ya no hay aventura, tal vez haya sido un momento de bajón el suyo cuando la dijo, porque la aventura sigue existiendo, no es privativa de la juventud. Definida de otra manera, claro. Tal vez no sea una aventura vertiginosa, un ponerse a prueba en desafíos constantes, un tirarse a piletas sin medir bien la profundidad del agua, es una aventura más medida, mejor peinada y lubricada. Las ganas no desaparecen, se reconfiguran y se van adaptando a la capacidad diferente. La aventura puede estar en encontrar esos nuevos gustos y sabores, esos climas, esas actividades que uno fue aprendiendo a disfrutar y darles un ritmo renovado, más relajado, menos tenso, incluso sorprendentemente creativo. La aventura de tener en la mano ese puñado de sámaras posible y sorprenderse de que no solo eran las peras lo que podían darnos placer y alegría. 

La estupidez es una estación terminal, a la sabiduría no se llega nunca, se camina hacia ella. La estupidez te enreda los pies y no te deja caminar. La sabiduría te impulsa hacia adelante a un constante descubrir de para qué sirven las dichosas sámaras y qué puedo hacer con ellas. Pensarlo así nos permite vivir con más paz que cuando nos sentíamos obligados a hacer y a ser lo imposible para merecer y justificar nuestro lugar en el mundo. 

Atención que no estoy haciendo un elogio del envejecimiento. ¡Para nada! Me encantaría volver a tener el cuerpo y la capacidad física de mi juventud pero si pudiera elegir no querría perder una gota de lo que aprendí con los años. No quiero volver a ser la que se exigía y esforzaba por ganar no sé qué carrera ilusoria que me agotaba y no siempre terminaba bien. Claro, me encantaría recuperar la lozanía perdida pero sin perder ni una gota de lo que aprendí y conquisté. 

Y me quedo con eso, con la nueva convicción de que son pocas las cosas de vida o muerte, lo que es una idea muy  liberadora porque sí hay cosas de vida y de muerte, son las cosas que tienen que ver con la vida y la muerte. Las otras no. 

Tal vez dejar atrás la estupidez sea algo tan simple como dejar de remar en contra del río, bajar los remos, mirar el paisaje, esperar a que se aquieten las aguas y ver para dónde va la corriente y entonces sí, tomar los remos, respirar hondo y darle para adelante.


Coreografías amorosas del día a día

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La cercanía forzosa cuestiona nuestra intimidad. ¿Si estamos tan cerca por qué no la sentimos? ¿Qué entendemos por intimidad? Es una vivencia, a veces solo un instante mágico, otras que persiste un tiempo, y que solo sucede en un clima de entrega sostenido por la confianza. No sucede si hay miedo o prevención. Como los trapecistas, solo nos arrojamos a la intimidad cuando sabemos que el otro nos recibirá en el aire antes de que caigamos. Para confiar necesitamos tener la seguridad de ser aceptados, escuchados con empatía, la mirada límpida, el corazón abierto.¿Cómo abrirse a un otro temiendo juicio, crítica o acusación? En esta convivencia forzosa, la mirada del testigo omnipresente nos levanta defensas de cautela y preservación. A veces cuanto más cerca físicamente más lejos la intimidad anhelada. 

Suele asociarse intimidad con sexo, como si solo allí fuera posible una entrega confiada. Tristemente, las más de las veces no lo es. El sexo puede ser mera descarga, puede ser gimnasia, puede ser ejercicio de poder, dominación, sometimiento o desvalidez, todo ello sin una pizca de intimidad. Solo cuando el encuentro sexual nace y vive en la intimidad es hacer el amor, cuando la piel y los genitales, el deseo y la mirada, surgen de la entrega confiada, la aceptación genuina, el placer de ser uno mismo y de estar con otro que siente el mismo placer.

Pero es mucho más que el sexo. Podemos vivir momentos íntimos en muchas otras situaciones. Tuve algunas veces conversaciones de una intimidad abierta con quien estaba a mi lado en un viaje de avión, alguien que no volvería a ver nunca, pero que por alguna razón, tal vez porque no nos veríamos nunca más, me permitía una entrega confiada y relajada. Éramos dos páginas en blanco ante largas horas de inmovilidad, dos personas desconocidas que teníamos la libertad de fingir ser otros o de abrirnos impúdicamente de un modo que no haríamos con conocidos o familiares. Tuve conversaciones íntimas inolvidables con personas que he olvidado totalmente. No conocernos y saber que no nos volveríamos a ver se transformaba en la red de seguridad de los trapecistas. 

Se pueden vivir momentos íntimos de muy diferentes maneras y con diferentes personas. En una charla corazón a corazón uno se desnuda y se atreve a mostrar lo que suele ocultar. Son momentos-gema en los que sentimos el alivio de compartir una pena, una desilusión, un anhelo inconfesable y nos atrevemos a mostrarnos de verdad, con nuestra más humana fragilidad y carencia. Recibir de la otra persona un te entiendo, también me pasaría lo mismo, qué duro debe ser es la confirmación de que nos escuchó, nos recibió, no nos criticó ni juzgó, nos aceptó y nos contuvo. 

El acto de comer es otro escenario privilegiado. Elegir el menú de a dos, comprar los ingredientes necesarios, seleccionar la bebida, poner y adornar la mesa, encenderse con la luz adecuada, ¿tal vez música?, paladear todo, el aperitivo, el primer plato, el plato principal, el postre, cada bocado como si fuera el último, la vida entera en cada instante. 

Así, comer, y tantas otras conductas automáticas, pueden volverse una coreografía amorosa que no precisa de muchas palabras, solo del placer de estar, la conciencia abierta en cada momento y la firme determinación de paladear cada segundo sabiendo que hay red y que nuestro otro está paladeando lo mismo al mismo tiempo. 

Me dirán que fue quizá solo un destello en la oscuridad. Tal vez. La felicidad está hecha de instantes. También la intimidad. 

Publicado en Clarin.

El matrimonio no es lo que era

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El matrimonio tradicional ya no es lo que era. Hoy preferimos llamarlo convivencia porque ni siquiera es indispensable haber pasado antes por el registro civil. 

Tampoco la convivencia se refiere a la estructura “normal” porque las cosas dejaron de ser como solían ser a lo largo de decenas de siglos en occidente. La gente se casaba, procreaba, llegaba a ver la adolescencia de sus hijos, envejecía tempranamente y moría. Desde mediados del siglo XIX las cosas empezaron a cambiar. Hizo su estelar aparición el amor. No solo la procreación o la conveniencia determinaban la unión de dos personas. 

El romanticismo literario encumbró al amor que, después de la primera guerra mundial, fue “la razón” por la que una pareja decidía compartir su vida. Esta novedad irrumpió como un vendaval que traía como colita la promesa de felicidad completa y eterna. 

El siglo XX sumó el nuevo lugar laboral y social de la mujer luego de la Primera Guerra y los métodos anticonceptivos después de la Segunda. La vida de las mujeres dejó de ser el exclusivo y particular reino del hogar y la procreación dejó de ser la única y suprema finalidad del matrimonio. 

Los roles fijos asignados a hombres y mujeres con el propósito social de asegurar la reproducción y el sistema de relaciones sociales y laborales comenzó a tambalear, el objetivo de la felicidad total y absoluta se encumbró como el principal. Los cambios, fertilizados por el cine, las novelas, las canciones, confluyeron en que la conquista de la total y perpetua felicidad fuera el imperativo de toda pareja al elegirse. Aquella vieja estructura de una familia que tenía su camino claramente marcado, con rituales y expectativas fijas, empezó a hacer agua. Ahora se tenía la libertad de elegir qué, cuándo, cuánto y cómo, una libertad oceánica que conmovió las estructuras. No había por qué atenerse a los mandatos históricos, al estilo de familia tradicional que persistía gracias a la tolerancia y no al amor. Las apetencias y las expectativas crecieron de manera exponencial. Y así estamos ahora. Con una libertad por momentos contradictoriamente asfixiante porque cuando hay mucho nos resulta frustrante elegir algo, siempre nos queda la idea de que podíamos haber elegido otra cosa mejor. Queremos todo, inmediato, perfecto y siempre. ¿Por qué frustrarse? ¿Por qué aceptar que no se puede todo? ¿Por qué postergar o renunciar? Todo nos dice que no hay por qué limitarse, postergar, renunciar o aceptar lo que a uno no le viene bien. ¡You can do it! ¡Querer es poder! Entonces luchamos día a día, hora a hora, esperando alcanzar estas expectativas que exceden en mucho lo posible. ¿Felicidad total? ¿Satisfacción inmediata? ¿Logros sin esfuerzos? Nada de eso es posible pero la expectativa sigue ahí como un mandato ineludible y cuando no sucede eso que debería suceder, lo leemos como fracaso. Y ante el fracaso, solemos atribuirle el problema al otro, ese otro que “se empeña en no hacer lo que sabe que tiene que hacer, que me lo hace a mí, a propósito, porque no le importo, no me quiere”. Ante esa gesta por lo tan deseado y muchas veces imposible, la solución es buscar a otra persona que sí pueda darme aquella felicidad prometida. Y las separaciones y los divorcios están a la orden del día. “No quiero vivir como mis padres que se aguantaban y se toleraban pero que nunca fueron felices” es una de las formulaciones más habituales que escucho.

Pero están naciendo otros modelos de parejas, las que empiezan a darse cuenta de que las expectativas desmedidas son irreales y que no todo está mal con su otro y se proponen encontrar otra manera. Con valentía se atreven a salirse de las estructuras históricas e inventan otras. Básicamente buscan nuevas formas de vivir en pareja que mantengan lo que está bien, lo que funciona y que eviten lo que hace sufrir. Buscan lo mejor de los dos mundos, los beneficios emocionales y familiares de sostener la relación en nuevos contextos que permitan la realización y la paz personal. 

Hay parejas que no duermen en la misma cama o en la misma habitación. Hay parejas para las que la convivencia cotidiana era tan conflictiva que dejaron de vivir juntos. Hay parejas que conviven solamente los fines de semana. Cada una va buscando su solución a medida, un modo que no los violente y que recupere la relación amorosa que la convivencia fallida deterioró tanto. 

Hay diferentes modelos de pareja y de estructuración de la convivencia. No podemos decir cuánto de esto marcará un camino que seguiremos andando o si son solo ensayos individuales en la búsqueda de algo de paz. Lo que sí podemos asegurar es que estamos en un período de transición entre aquella estructura clara y sólida de la civilización occidental hacia alguna otra manera de combinar la necesidad de la unidad social y emocional de pareja y familia junto con los nuevos imperativos culturales en busca de la felicidad. Una felicidad posible que se parece mucho a calzarse una pantufla cómoda que haga más fácil cada paso en la vida.


Publicado en La Nación