Otras cosas

LOS SOBREVIVIENTES Y SU HABLAR SOBRE LA SHOÁ.

Distinciones y reflexiones.Siempre es importante hablar, transmitir las experiencias vividas para que sirvan como aprendizaje para futuras generaciones. Siempre es importante hablar acerca de la shoá, superar las resistencias que encontramos a cada paso para contar cómo fue, qué pasó, qué hizo cada uno. Siempre es importante hablar acerca de la shoá y ciertos sistemas ideológicos y políticos, pero en este momento lo es aún más, entre otras cosas, debido a la inusitada fuerza que están teniendo los negadores de la shoá.

La shoá no fue una experiencia unívoca ni se puede reducir a frases simples. Cada sobreviviente vivió otra experiencia durante la shoá. Recién en la confrontación con otros relatos y en el estudio del hecho total, pueden los sobrevivientes ver que su propia experiencia ha sido una parte. Hasta el momento de reconocer que otros sobrevivientes han vivido otras circunstancias, muchos habían pensado que lo suyo podía ser generalizable a todos. Ha habido importantes diferencias entre lo vivido por cada uno. El reconocimiento de las diferencias no debería incidir en el derecho que cada uno tiene de hablar. Sin embargo a veces incide. La revisión de algunos aspectos de esto, es el propósito de las siguientes reflexiones.

Dejado en claro que considero imprescindible el hablar acerca de la shoá, quisiera ahora reflexionar acerca de algunos aspectos problemáticos de algunas de estas conversaciones. Se trata de situaciones generadas por algunos sobrevivientes -no todos ni siquiera la mayoría- y algunos efectos que producen en los demás.

Un sobreviviente que habla acerca de su experiencia en la shoá, es más que una víctima, es más que un testigo. Un sobreviviente no habla sólo por sí mismo aunque sólo cuente su historia. La fuerza y la riqueza de su mensaje debiera germinar en quienes oyen, hacerlos reflexionar sobre la humanidad en general. Sería ideal que un sobreviviente que habla acerca de su experiencia en la shoá fuera un maestro. No todos pueden. Lo sé y no me parece sensato pretenderlo. Propongo las cuestiones que siguen con la esperanza de que nos sean útiles para pensar no sólo a los sobrevivientes, sino a nosotros mismos.

Algunas conversaciones tienen efectos contrarios a los deseados por los mismos sobrevivientes. Tanto me he ocupado del silencio, que emprendo estas reflexiones acerca del hablar con el mismo espíritu, el de la necesaria transmisión. Debemos distinguir, antes que nada, las conversaciones privadas de las públicas. Se trata en el primer caso, de aquellas ocasiones en las que los sobrevivientes son invitados a dar su testimonio en algún medio masivo (radio, televisión, medios gráficos) o ante algún público (escuelas, instituciones culturales, etc). En el segundo caso, se trata de charlas, encuentros entre sobrevivientes, palabras que no trascienden pero que tienen un efecto, a veces lesivo, en ellos mismos. LAS CONVERSACIONES PÚBLICAS.

A la hora de brindar testimonios, las diferencias entre las experiencias vividas por los sobrevivientes, tienen peso y valor. Si el testimonio debe dar evidencias del grado y el nivel del proceso de asesinato masivo de adultos y niños, del alcance de la crueldad y la humillación, de la gratuidad, de la arbitrariedad, de la injusticia, de la profunda indignidad en la que los nazis sumergieron a los judíos, así como de la existencia de los campos, especialmente de los campos de muerte, entonces, los sobrevivientes tienen una calificación indudable. Hay algunos sobrevivientes que serán más efectivos que otros para dar a conocer estos aspectos, aquéllos que han vivido en carne propia estas experiencias. Y el testimonio vivo de alguien que fue protagonista y testigo es crucial a la hora de confrontar los falaces argumentos de los negadores.

Pero a la hora de testimoniar, a la hora de hablar, con hablar no basta, ni con exhibir el tatuaje en el antebrazo. Se requiere la posibilidad de ponderar a qué público se está hablando para elegir las palabras, las experiencias que se contarán, el clima, el tono, cosa no siempre posible. Los sobrevivientes no han recibido un entrenamiento para enfrentar un público, dependen de su habilidad natural y de la posibilidad, no siempre al alcance, de mantener la “cabeza fría” y no dejarse llevar por las olas de emociones que los invaden, por la presiones, por el miedo a no ser entendidos. Hoy los sobrevivientes pueden hablar. La posibilidad de hablar públicamente acerca de la supervivencia es relativamente reciente. No resultaba fácil para los sobrevivientes de la shoá contarlo. Ello se debía a varios factores relativos, básicamente a dos cosas: la decisión de hacer lo posible por no recordar, por un lado, y la imposibilidad que mostró la sociedad de escuchar, por el otro. Hoy, ambas cosas cambiaron. Los sobrevivientes saben ya que, aunque hayan puesto todo su empeño, no han logrado olvidar. La sociedad, por su parte, se volvió más permeable y desde algunos sectores abre nuevos oídos y empieza a poder escuchar. Todo esto hace poco tiempo. Lástima que tantos sobrevivientes ya no están para contar lo suyo, para aportar sus piezas a este endiablado rompecabezas. Lo cierto es que durante casi cincuenta años, su experiencia durante la shoá había permanecido en silencio y en las sombras. Ahora algunos son llamados a programas de televisión, a la radio, se les hacen reportajes en los diarios y distintas publicaciones, escriben y publican sus memorias. Los sobrevivientes empiezan a existir públicamente, tienen caras reconocibles, nombres, características personales. Sin embargo son pocos los que han accedido al reconocimiento público. La enorme mayoría continúa con su vida ignota, contando sus experiencias -cuando lo hacen- sólo a quienes tienen cerca.

La intensidad de los relatos. He escuchado algunos comentarios adversos, críticos, a la forma en que se cuentan algunas cosas, dramáticamente, con “demasiada” intensidad. Dicen, los que se oponen, que contar de esta manera atenta contra el efecto testimonial, que espanta a la gente, que la exhibición cruda de algunas circunstancias provoca rechazo. Supongo que nada es definitivo, que todo depende de quién cuenta, cuánto, cómo, dónde y, especialmente, a quién. Sin embargo, creo que vale la pena intentar comprender la intensidad dramática con la que a veces los sobrevivientes cuentan lo vivido durante la shoá.

La contenida necesidad de contar. A poco de terminada la guerra, una vez vueltos a la vida, tenían desesperación por contar. Para muchos, era ésa la única justificación de haber quedado con vida. Estaban dispuestos a hablar hasta que se les secaran las bocas, querían recordar todas y cada una de las ignominias vividas, nombrar a cada uno de los perpetradores, a sus cómplices, a los traidores, recordar a quienes los ayudaron, a quienes se arriesgaron, mantener viva la presencia de sus muertos, de cada uno de ellos. Recién vueltos a la vida, los sobrevivientes querían eso. Pero se encontraron con un muro hecho de uno de dos materiales: 1) con preguntas vacías o superficiales, “¿qué tal? ¿cómo fue?”de ésas que mejor se contestan con dos o tres palabras pero sin decir ni contar nada de lo que pasó o 2) con preguntas que encubrían otra que no siempre pronunciaban pero que se entreveía en los ojos, la intención, el tono, la pregunta terrible de “¿por qué vos vivís mientras que todos los demás murieron? ¿a qué se debe que vivas? ¿qué hiciste?”. Este golpe fue, para muchos, insoportable. La mayoría decidió callar, muchos incluso evitaban decir que eran sobrevivientes de la shoá.

La intensidad. Hoy, los que hablan temen, otra vez, no ser escuchados, sienten por momentos que lo que dicen rebota en lo que cree la gente que siempre ha vivido la vida normal, que no puede entender ni ver ni aceptar lo que de verdad les están contando, que hay una dimensión que se les escapa fatalmente. Esto desespera a los sobrevivientes, y algunos advierten la urgencia de atrapar al auditorio, de cautivarlo, de recuperar el tiempo de oídos sordos. Aparecen entonces relatos intensos, dramáticos que hacen tan presente y vívida la situación que se conmueven y se angustian como si el tiempo no hubiera pasado. Su intención es, en principio, que el público quede marcado con el relato, que le resulte inolvidable. “Escúchenme, tal vez no tenga facilidad de palabra o no pronuncie bien, pero préstenme atención, sólo yo puedo contar esto, nadie más que yo, yo soy la historia”. Pero, ni bien comienzan a contar, algunos se vuelven prisioneros de su relato y la historia misma los envuelve y ya no es una historia lo que están contando, es otra vez aquello, están otra vez allá.

No sólo es esto una respuesta a los años de forzado silencio. Es también una revancha frente a lo que los nazis nos hicieron, en esencia, quitarnos la posibilidad de elegir, de decidir. El poder hablar de aquel pasado de no-persona, de aquellas humillaciones y vergüenzas, aquella sucia impotencia junto a la carencia más elemental de lo básico (comida, dignidad y esperanza), les reintegra su humanidad. Dejábamos de ser personas, pasábamos a ser datos estadísticos, piezas en una maquinaria, carga, bultos. Fuimos deshumanizados en nuestra más profunda esencia, la de la libertad, la de la capacidad de decidir, de ser agentes de la propia vida. Contar, revivir, es su forma de volverse humanos en relación a la shoá. Bajo la ocupación nazi, los judíos éramos sujetos incondicionales del otro, someterse a ello o morir en el acto eran las únicas opciones. Ahora, en el momento de hablar, los sobrevivientes vuelven a ser agentes de sus vidas. Algunos temen que esa posibilidad se esfume como ya les sucediera una vez, y se desesperan.

Cuando se empieza a contar. También hay otro aspecto a considerar. Los momentos de los descubrimientos suelen ser impactantes, intensos. Los sobrevivientes han descubierto hace poco, lo repito, que pueden hablar. Para algunos, toda su vida se reorganizó alrededor de su posibilidad y derecho de hablar; el ser testigos de semejante horror, el ser escuchados en esos recuerdos, les dio repentinamente un lugar insospechado, un lugar de reconocimiento familiar y social que tanto se les había negado.

Al principio -para muchos todavía es el principio- la sed de contar, de hacer saber su historia impedía abrirse a las historias de los demás. Al principio, la necesidad de decir “acá estoy yo, esto es lo que me pasó” los convierte en algo así como en militantes de contar. Recién después de que el primer torrente es derramado, viene un segundo momento en el que se puede empezar a mirar a los otros sobrevivientes, a escuchar las otras historias, a revisar algunas convicciones, a aprender cosas nuevas, a relativizar lo que se tenía por dado, a pensar que su propia experiencia no resume la totalidad, es tan sólo una pieza de un enorme rompecabezas. LAS CONVERSACIONES PRIVADAS.

Los sobrevivientes han hablado siempre entre sí acerca de esta experiencia. Han compartido recuerdos, dolores, tristezas. Pero no todo ha sido fácil. Los sobrevivientes son tan humanos como cualquiera, con sus virtudes y sus defectos. La exposición pública del tema ha exacerbado algunos aspectos en las conversaciones privadas que ya existían. Las charlas solidarias hacen bien. Las charlas competitivas no hacen bien. De éstas hablaré a continuación.

Yo soy de verdad sobreviviente. No es infrecuente escuchar, en una conversación entre sobrevivientes “yo soy de verdad un/a sobreviviente”, enfatizando el “de verdad” de un modo que reivindica una condición para la que se siente con plenos derechos. ¿Supone acaso que su “de verdad” excluye al otro a quien no considera sobreviviente “verdadero”? ¿Será ese “de verdad”una frontera, donde “de acá para adentro estamos los verdaderos sobrevivientes” y “de acá para afuera no”?

¿Por qué es tan importante esta definición de quién tiene el derecho de ser, llamarse y ser reconocido como sobreviviente en una conversación privada? ¿Qué podemos ver si nos detenemos un poco? ¿Se trata sólo de un problema de los sobrevivientes o quizás podamos hacerlo extensivo a algún otra área de la conducta humana? ¿Cuál es la discusión que propone quien se adjudica ser “de verdad” un/a sobreviviente? ¿A quién o quiénes implica? ¿Cuáles son los argumentos? ¿Es éste un mundo de una única verdad y todo lo que no sea ésta es una mentira? ¿Es éste un mundo de excluidos y excluidores en el que no hay lugar para las diferencias, para las distintas versiones, para la complejidad, para los matices? ¿Es que los discriminados a su vez discriminan? Y si así fuera, ¿no hacemos todos lo mismo?

El intento de medir el sufrimiento. El dolor y el sufrimiento no son fáciles de definir. Son sensaciones subjetivas, personales, no se pueden describir ni compartir ni comparar porque el registro del dolor es diferente para cada uno, así como su tolerancia. En las conversaciones entre sobrevivientes, hay a veces intentos de medir el sufrimiento y desde ahí calibrar derechos y posibilidades. Aparece en el hablar un medidor, “el sufrómetro”, que registra el grado de importancia que tiene cada uno respecto a su interlocutor según mida más en la escala de sufrimiento que supuestamente ambos comparten; el que llega al nivel más alto, o sea el que sufrió más, gana.

Demás está decir que esto no pasa sólo con los sobrevivientes. Volviendo a mis preguntas acerca de cómo es el mundo en el que vivimos, aceptemos que vivimos en una sociedad de ganadores y perdedores más que en una comunidad de lazos solidarios. Las salas de espera de los consultorios médicos lo conocen muy bien puesto que los pacientes compiten entre sí por cuántas y más cruentas operaciones o postoperatorios padecieron, cuáles y cuántas enfermedades y catástrofes los tuvieron como protagonistas. Es el mismo “sufrómetro” usado por algunos sobrevivientes y, en algún sentido, con la misma expectativa: si lo mío es más grande, si es peor, si la sangre perdida que yo llevo en mi memoria ocupa más espacio, yo soy más importante, merezco más atención, soy reconocido/a y aceptado/a, se acordará de mí, mi lugar en el mundo está asegurado, no pasé en vano. Puede sonar exagerado, pero quien haya presenciado alguna vez una tal escalada y el calor de las argumentaciones, convendrá conmigo que lo que se juega parece mucho más importante que el intercambio de experiencias dolorosas; es una disputa, un duelo, una competencia que se vuelve feroz, como si se les fuera la vida en ello.

Agreguemos un factor que puede oscurecer la comprensión puesto que si las personas involucradas en una tal esgrima son viejas, como sucede con los sobrevivientes, se tiende a pensar el problema como una patología propia de la vejez y se lo descalifica, se lo descarta. Pues no, no creo que sea cosa de viejos, creo que es cosa de humanos, humanos en la búsqueda de amor y reconocimiento en una sociedad con una ética dictada en cierta medida por los medios y lo que consideran importante o “noticia”, que suele ser sensacionalista y cruento. Lo que no entra en esa categoría, sencillamente es descartado, no puede ser dicho ni será publicado, ergo, no tendrá destino.

Los sobrevivientes no suelen decirlo tan abiertamente, pero muchas veces se tiene la sensación de que la reivindicación de su sufrimiento les otorga algún lugar preciado que necesitan conseguir. Un lugar que les fue negado, que les sigue siendo negado. Un lugar que les fue robado. Otra pérdida más, además de la padecida durante la shoá.

Lo que hace del “sufrómetro” un aparato complicado y poco confiable, es que cada uno lo calibra a su manera. Para algunos, el sufrimiento máximo fue el momento en que fueron separados de sus padres, para otros, fue el tener que sacar las dentaduras de los gaseados, para otros fue la desolación del vivir como salvaje en copas de árboles o en pozos de tierra.... y así indefinidamente. Cada uno determina cuál es la medida del mucho o poco sufrimiento y con esa medida mide a su interlocutor. La competencia es insoluble. No hay ganadores ni perdedores. Todos terminan sintiéndose mal y enojados con el otro que no aceptó “perder” ni menos reconocer que frente a lo que escuchaba lo suyo no era para tanto.

El doblemente maldito Auschwitz. Auschwitz, el archiconocido campo de exterminio (uno de los seis de exterminio de entre los cientos de campos de detención y trabajo) se ha vuelto EL símbolo de la shoá. Aunque, más que símbolo fértil, vivo, fuente de reflexiones y enriquecimiento de la experiencia de lo humano, se ha vuelto una especie de tumba de los significados y sentidos, un símbolo que se ha comido a todo lo demás, un todo que excluye a los que no formaron parte de él. De este modo, quienes sobrevivieron a Auschwitz, son vistos como lo patognomónico de la supervivencia. Los que sobrevivieron a Bergen Belsen, o Chelmno, o el puñado que logró escapar de Treblinka, son de otra categoría, porque hay categorías entre los sobrevivientes. Si alguien tuvo la “suerte” (espero que se lea la dolorosa ironía con la que lo digo) de haber pasado aunque sea unos días en Auschwitz, ya tiene patente universal. Aunque nunca estará del todo tranquilo porque siempre aparecerá alguien que dirá “¿qué sabe?... si estuvo sólo unos días... yo estuve años”. ¡Ni qué decir si el/la sobreviviente no estuvo en algún campo de la muerte! Si estuvo en algún otro campo, por ejemplo, el llamado por los nazis, campo modelo, el de Theresienstad (o Therezin) en Checoeslovaquia, donde los niños pintaban, se hacía teatro, dentro de la iniquidad y la locura más cruel, pero muy diferente a Chelmno o Treblinka. Y ni se nos ocurra pensar qué grado de sobrevivientes tienen los que sólo (¿sólo?) estuvieron en algún gueto, o escondidos, o con la identidad cambiada.

Las categorías. Las categorías no son malas en sí mismas. Los humanos necesitamos de categorías para pensar y para pensarnos. Todo no da igual. Las diferencias existen, las distinciones son imprescindibles para desarrollar conductas inteligentes, para tomar decisiones, para saber a qué atenerse en cada situación. Los sobrevivientes han tenido experiencias diferentes durante la shoá, no les pasó a todos lo mismo. Dejo para otra oportunidad una exhaustiva lista de las posibles categorías. Sólo diré aquí que comienza en quienes estuvieron internados en campos de muerte y pasa, en un nivel descendente, por todas las otra alternativas que tuvo la compleja, complicada, nunca unívoca, supervivencia de los judíos en los territorios ocupados por los nazis. Otras distinciones están relacionadas con las categorías por origen y clase social, actividades (profesionales, artistas e intelectuales antes que comerciantes, artesanos y obreros). Se ubican a sí mismos en primer lugar los alemanes, después los franceses y los húngaros, después los eslavos (polacos, rusos, latvios, etc) y los rumanos.

La discriminación. Es una de esas palabras que ha sufrido un proceso de contaminación del que ya no podrá desprenderse. Discriminar, sin embargo, no es malo en sí mismo, es diferenciar, distinguir, y es la base de todo proceso de pensamiento y lo que fundamenta la inteligencia. La discriminación es entendida hoy, tan sólo en un sentido negativo porque lleva cargada la experiencia de la shoá. La discriminación hoy no se puede separar de algunos de sus peores efectos, aquéllos que les quitan a las personas su derecho a ser libres, a trabajar, a expresarse y a vivir dónde y cómo quieran, y, fundamentalmente, les quitan su derecho a vivir.

Entendida así la discriminación, la discriminación entre discriminados es doblemente penosa. Uno supondría que habiendo sufrido algunos de sus peores efectos, las víctimas resucitadas se conducirían con los demás de manera respetuosa. Pero no siempre es así. No hemos aprendido la lección. Lo que lo hace tan difícil de abordar es que no se trata de una discriminación voluntaria, sino que está hecha de manera no intencional, sin darse cuenta del profundo sentido de su conducta. Todos los humanos discriminamos y si no lo sabemos no lo podremos controlar, corremos el peligro de ser prisioneros de nuestra propia discriminación.

¿Qué hacer? No puedo plantear un problema sin sugerir alguna salida, alguna forma de lidiar con ello y sentirse mejor.

Resumo los que son, a mi modo de ver, los tres problemas básicos entendiendo, repito, que este fenómeno no sucede sólo entre sobrevivientes de la shoá, sino que nos común a todas las personas:

1) Cada uno de nosotros trata a su dolor como el más doloroso y de hecho lo es, porque el dolor de uno lo siente uno mientras que el dolor del otro uno se lo imagina, no le duele de la misma manera.

2) Otra cosa que puede sucedernos es que confundamos nuestra opinión, nuestra visión de las cosas con la verdad y que así lo enunciemos. Si el otro, el que escucha, tiene otra opinión, otra visión de las cosas y las enuncia como la verdad, tenemos una pelea en puerta, no hay diálogo posible.

3) Es frecuente que generalicemos nuestra experiencia personal, esto es, que creamos que lo que hemos vivido nosotros es igual a lo que vivieron los demás.

Si en un contexto de conversación en el que un sobreviviente habla de lo suyo como de lo peor, está convencido de que su opinión es la verdad y cree que lo que vivió puede ser generalizable, y descalifica a otro sobreviviente en alguno o todos estos niveles, las respuestas posibles son dos: a) el silencio-parálisis o b) la discusión-pelea. Ambas respuestas son poco eficaces. El silencio implica sometimiento, aceptación, y no modifica el punto de vista del interlocutor. La pelea propone un ganador y un perdedor, nunca un acuerdo. De ninguna de las dos maneras se introduce la comprensión, el diálogo, el respeto y el consecuente enriquecimiento mutuo.

Cada uno deberá encontrar su propio camino para responder a una descalificación, un camino que contemple tanto la posibilidad del diálogo como la de la introducción de una información nueva. El escenario propuesto -la descalificación, la ofensa, el dolor- debe ser cambiado por otro más amigable que permita la conversación.

Con mis palabras, una alternativa podría ser: “Estoy segura/o de que para usted ha sido así, que ésa ha sido su experiencia, pero sepa usted que no fue igual para mí, déjeme contarle....”. Si en lugar de pararnos sobre el sustrato ilusorio de la generalización (todos los goim fueron....), o del enunciado de una verdad (esto fue así) nos apoyáramos en el pequeño pero firme e incuestionable territorio de nuestra experiencia, no sólo respetamos al otro sino que superamos su descalificación y le tendemos una mano haciendo posible el diálogo.

Cada sobrevivientes tiene su derecho a ser visto, comprendido, aceptado y amado como un/a sobreviviente de la shoá, cada uno con su porción de verdad, con su mochila de dolor a cuestas, es un testigo privilegiado de esta experiencia que, está visto, aún nos es tan difícil de digerir y comprender, contar y escuchar.

El último milagro

¡Three! ¡Two! ¡One! emitía la radio aquella mañana de julio de 1969. ¡Acaba de producirse el gran despegue!, decía conmovido el locutor desde la NASA. Llevé la radio al lado de la cuna de mi hijo mayor para que fuera testigo de aquel momento trascendente de la humanidad. ¿Cuándo nos vamos?, nos decían veinte años después nuestros hijos en nuestra visita a Cabo Kennedy. Mi marido y yo intentábamos contagiarlos de nuestra emoción ante los Apollos y los Saturnos, hablábamos del sueño de hacer posible lo imposible, de cuando los rusos y el Sputnik, de la perra Laika... pero no hallábamos eco. No podíamos entender qué pasaba. Nuestra desilusión era mayúscula. ¿Qué había pasado en esos veinte años? ¿Por qué para nosotros era una maravilla y para ellos era aburrido? ¿Se terminó la capacidad de asombro? ¿No queda nada ya frente a lo cual uno pueda maravillarse?

Hoy se conmemora la llegada del hombre a la luna. Las palabras de Neil Armstrong “un pequeño paso para el hombre y un gran paso para la humanidad” han perdido su sentido épico: la humanidad no sólo no renació sino que se quedó donde estaba, o tal vez peor porque hoy puede hacer mucho mejor lo que siempre hizo mal.

El primer alunizaje del hombre fue el último milagro, la última vez que creímos que lo imposible podría suceder. Tuvimos la suerte de maravillarnos porque lo increíble era posible y de soñar, en consecuencia, que la hermandad entre los humanos también lo sería.

¡Ilusos!, nos dicen socarronamente nuestros hijos que han aprendido a no maravillarse ni sorprenderse por nada. La violencia y los abusos cotidianos son para ellos un contexto esperable. La tecnología y la ciencia producen novedades tan vertiginosamente que han cambiado sus umbrales. El “eficientismo” a toda costa llevan a un alto grado de deshumanización. Ya nadie parece soñar con la hermandad humana.

Nuestros hijos son más realistas, más pragmáticos. El precio es muy caro: nos ha llevado a la tristeza, a la desesperanza, al desempleo, a la marginación. Nuestra generación también ha pagado: los grandes ideales y las expectativas irreales nos llevaron a crueles desilusiones, a genocidios y asesinatos en masa.

Hoy se festejan treinta años de la última vez que creímos en milagros. Brindo porque el pragmatismo de nuestros hijos haga un buen matrimonio con la esperanza y porque tengamos la sensatez de soñar sueños posibles.

Diana Wang, soñadora empedernida.

La vida es bella (1998)

La Controversia es Bella

Los judíos nos ponemos de acuerdo en muy pocas cosas. "Junta doce judíos y tendrás trece partidos políticos" dice una conocida frase. Esta tendencia a la discusión podría ser una de nuestras características más salientes: la profunda rebelión que sentimos frente al autoritarismo, a cualquiera, especialmente al de la imposición de una idea.

Raquel Hodara, académica y estudiosa de la Biblia muy conocida en nuestro medio por sus apasionadas y eruditas conferencias acerca de la shoá, dice:

"hay gente que cree que la Biblia tiene una sola posición sobre cada tema lo cual es un error. La Biblia está llena de polémicas, no sólo la de Abraham con Dios en la que pretende salvar a los justos de Sodoma; la discusión de Job con Dios, las discusiones entre distintos sectores de la Biblia acerca de si sostener a un rey o no, si tener un templo o no, acerca de las mujeres (por ej. en Proverbios dice: "quien encuentra a una mujer encuentra el bien" mientras que en Eclesiastés dice: "más amarga que la muerte he hallado a la mujer"). La Biblia dejó estas discusiones y de ahí se puede inferir una de las características más importantes del pueblo judío, la controversia como valor; el judaísmo respeta el amor a la discusión, piensa que la cultura sólo es posible si es fermentada por la discusión, dice que la discusión entre sabios aumenta la sabiduría. Dice por ahí que Dios nos dio las leyes y que puedan ser interpretadas de infinitas maneras con lo cual se evita el peligro del autoritarismo que comporta una religión monoteísta".

"La vida es bella" es un ejemplo de ello.

En esta nueva festividad de Pesaj, fiesta de un contenido profundamente humanístico, tomo esta película para festejar a mi manera, la libertad y nuestras luchas cotidianas por defenderla.

La película me gustó tanto que recuerdo que al escuchar el primer comentario adverso, sentí un golpe sorpresivo. No son muchas las personas que encontré a quienes no les haya gustado, pero son suficientes para que me haga la pregunta de por qué. Entre estas personas, algunas expresaron su molestia en forma moderada, "me molestó", "me angustió", mientras que otras lo hicieron de manera taxativa, "es una burla, un insulto" pasando por "si la ve alguien que no sabe nada creerá que así fue la shoá, un lugar en donde un padre podía inventar un juego así", "es darle alimento a los negadores de la shoá que podrán seguir diciendo que no fue para tanto", "con la shoá no se juega", etc.

Lo cierto es que "La vida es bella" no deja a nadie indiferente y lo que me parece mucho más interesante que la película misma, es el fenómeno de las reacciones que produce. Quiero intentar comprender las objeciones que ponen aquellos a quienes no les gustó y reflexionar junto con ustedes.

¿Qué genera la incomodidad, la angustia, la irritación, el enojo?

¿Qué nos toca esta película frente a lo cual saltamos como si nos hubieran golpeado?

Escuchando los argumentos de los que se oponen observé que Benigni nos enfrenta con algunos desafíos: el desafío de desacralizar a la shoá, el desafío de enfrentarnos con la banalidad del mal, el desafío frente a la necesidad de mentir, el desafío frente a los que no saben, el desafío frente a los negadores de la shoá, el desafío de ser libres y de respetar la libertad de los demás.

Veamos uno por uno.

El desafio de desacralizar la shoa

En relación a la sacralización de algunos temas, Raquel Hodara cuenta que:

"Hubo hace un tiempo un escándalo en la Kneset -el parlamento israelí- porque Shimon Peres criticó una de las conductas del rey David, cuando comete adulterio con Betsabé y después manda a matar al marido. Dijo Peres que no todos los actos de David debían ser tan respetados lo cual produjo un espantoso escándalo; fue atacado por los círculos religiosos diciendo que no podía ofender a una figura santa. Me hizo acordar a una frase de un profesor de historia de la Universidad Hebrea, un religioso, el prof. Bensasón, que dijo: "si el David de la Biblia y el David de los intérpretes posteriores se encontraran en la calle no se reconocerían, necesitarían de alguien que los presentara".

Hay temas que, para algunos, son sagrados. "Con la madre no se juega" dice los ya míticos abrevadores del complejo de Edipo. "Con Cristo no se juega" decían los católicos espantados por el film de Scorsese "La última tentación de Cristo". "Con la shoá no se juega" dicen los que han sacralizado a la shoá.

La shoá ha sido puesta por alguna gente en el altar de lo intocable, del tabú, de lo que puede ser aludido sólo del modo que esa misma gente considere políticamente correcto. Ya expuse en una nota anterior que la shoá parece ser tomada por muchos como un nuevo eje de lo judío, cosa que veo como un peligro puesto que nos define sólo negativamente por lo que nos hicieron, nos define como víctimas. Hay una forma oficial, sagrada, de tratar a la shoá, una forma que ha sido subvertida por el irreverente Benigni (que ya tiene una profusa historia anterior de irreverencia). Desde el establishment de lo oficial, se suele hablar y pensar acerca de la shoá como si se tratara de algo congelado allá y entonces. "Allá" es Auschwitz, porque siempre es Auschwitz, vieron? como si Auschwitz hubiera sido todo, más que un símbolo porque es un símbolo que se ha comido al resto y lo ha hecho desaparecer; también se habla de los hornos, los seis millones, el levantamiento del gueto de Varsovia y tres o cuatro cosas más, y ya está, la voz oficial queda tranquila, con la conciencia aliviada, creyendo que dijo, creyendo que sabe. En mi libro "El silencio de los aparecidos" quise ponerles voz y conceptualización al millón de sobrevivientes y a sus hijos. Quise, quiero, que hablemos de lo que hemos aprendido con su supervivencia y de lo que ello nos puede enseñar. Veo con dolor que las conmemoraciones que se hacen de la shoá siguen siendo las mismas: ceremonias que se copian unas a las otras y que omiten a los sobrevivientes salvo en el relato del horror -contar una y otra vez la misma historia de lo que nos hicieron, nuestra victimización- y que deben callar, como si avergonzara, el hecho de haber sobrevivido, la fuerza que les requirió, la suerte que los acompañó, la incomprensión del resto del mundo, sus dudas y silencios, sus pensamientos torturantes que los acompañan aún hoy.

La shoá no parece ser sagrada para Benigni. La shoá no es sagrada para mí y espero no herir a nadie con estas palabras. La shoá, para mí que soy hija de sobrevivientes, está hecha de materia viva, de carne y de sangre, de caca y de pis, de vómito y pústulas, de fuerza y esperanza, de dignidad y denodados esfuerzos por sostenerse humanos ante los constantes dilemas éticos a que estaban expuestos (recuérdese, a modo de ejemplo, en "La decisión de Sophie" el terrible dilema de una madre que debía elegir a cuál de sus hijos salvar, si al varón o a la niña. Evítesenos a cualquiera de nosotros el tener que estar ante una tal decisión). La shoá no es un tabú para mí. No le debo nada a nadie con la shoá. No tengo que demostrarle nada a nadie con la shoá. La shoá es mía porque es de toda la humanidad y todos tenemos el derecho de meternos en el barro, ensuciarnos en él y -cosa que raya con lo insoportable- ver cuánta de su suciedad nos es propia. Porque no nos olvidemos que la shoá sucedió entre personas, entre seres humanos. Si algo podemos aprender de la shoá es que no hay nada que un ser humano no pueda hacerle a otro. Podemos y debemos aprenderlo, soportarlo en toda nuestra ensoberbecida humanidad y luchar contra ello no sólo con palabras y bellos discursos, sino en cada acto de nuestra vida cotidiana, en cada gesto de avasallamiento que nos brote, en cada dejo de autoritarismo que nos aparezca, en cada intento de sojuzgar al más débil, de humillar al necesitado. Nosotros también, no sólo los nazis. No dejemos la suprema maldad en sus manos. Los nazis fueron un producto, entre otras cosas, de un sistema socio político que planteaba la legitimidad de deshumanizar al diferente, al enemigo. Estemos alertas.

El desafío de enfrentarnos con la banalidad del mal

Hannah Arendt enunció el concepto de "banalidad del mal" luego de presenciar las declaraciones de Adolf Eichmann en el célebre juicio en Jerusalém y ver su total ausencia de culpa, la tranquilidad con la que insistía en que "había cumplido órdenes". Es casi insoportable enfrentarse con la idea de que no se requieran características monstruosas para ejercitar el mal. En las versiones oficiales de la shoá, los nazis aparecen como brutales, con lo cual, en el fondo, nos tranquiliza puesto que eso explica las cosas y además nos salva a nosotros puesto que no somos ni sádicos ni crueles ni tampoco somos nazis. Benigni se animó a enfrentar al toro y nos lo muestra. En "La vida es bella" el médico nazi, el único nazi bien delineado de la película, nos revela el aterrador espanto de la esencia del horror que la humanidad aún no puede digerir: un hombre sensible, inteligente, culto, amable que a pesar de ello es totalmente indiferente respecto del destino de otros seres humanos. Participar en matanzas después de haber escuchado y disfrutado a Schumann. Es lo patognomónico del nazismo y lo que lo hace tan indigesto. Es la esencia de la negación del derecho a vivir del que no es como el Estado dice que "debe ser", un Estado surgido en la cultura del siglo XX, en plena modernidad. El mal puede ser ejercido de este modo banal porque se sustenta en la deshumanización de la víctima. No sólo nuestros seis millones, también es el sustento de otros asesinatos previos -la conquista de América por ejemplo y el genocidio indígena- y posteriores - por ejemplo los treinta mil desaparecidos de nuestra dictadura militar-.

El desafío frente a la necesidad de mentir

Esta película nos enfrenta sin tapujos y sin anestesia con la necesidad de mentir que podemos tener en algún momento. Nos enfrenta con la pregunta de si, a veces, no es mejor mentir que decir la verdad, de cuánto necesitamos de la ilusión para sostener la esperanza. Nos fuerza a preguntarnos a nosotros mismos si de verdad, -pero de verdad de verdad eh?-, sin trampas, si de verdad estamos en condiciones de escuchar siempre la verdad. Si somos capaces de decir siempre la verdad. Si tenemos la fuerza de escucharnos decir siempre la verdad y asumir las consecuencias que eso puede tener en nosotros mismos y en los que amamos. Nos enfrenta con mucha de nuestra mejor hipocresía y lo hace con tal desenfado que uno puede no darse cuenta de la enormidad del planteo ético que representa. Este tema de la mentira merecía todo un tratado por sí mismo. La mentira y el cuidado del otro. La mentira y el cuidado de uno mismo. La complicidad entre el que miente y el que cree. La complicidad entre el que miente y cree que el otro se lo cree. ¿Quién cuida a quién? La mentira y la verdad ubicadas en polos extremos y en el medio todo el territorio de la existencia, a veces ambiguo, siempre inquietante, nos obliga a ver en cuánto lo que "debe ser" se corresponde con lo que "es". Es un tema polémico y que espera ser abordado alguna vez con valentía.

El desafío frente a los que no saben

Ante el temor de que para los que no saben nada acerca de la shoá, esta película sea peligrosa puesto que da una versión "edulcorada", banalizadora, me es difícil opinar con seriedad porque no he tenido la oportunidad de hablar con gente que no sepa acerca de la shoá. Tal vez sea un reparo legítimo y, en todo caso, me alegro de que se plantee porque puede permitir que surja la necesidad de hacer saber, de inventar modos inteligentes y atractivos de transmitir estas nociones, bajándolas de las estatuas y los discursos y de este modo muchos de los que hoy no saben puedan saber. Porque nadie pretende que una película por sí misma dé cuenta de todo lo que sucedió, ¿no es verdad? Pretenderlo me parece algo desmedido. Ni esta película ni otras son culpables de que los que no saben no sepan. Bienvenida esta controversia entonces.

El desafío frente a los negadores de la Shoá

Cada vez que se dice algo que subvierte la versión oficial y políticamente correcta que los judíos "debemos" mostrar para evitar que los antijudíos nos ataquen con los argumentos que nosotros mismos les damos si decimos lo que no hay que decir, aparece el temor de alimentar a los negadores. Yo me pregunto si les hace falta. "Noche y niebla", "Shoah", "Europa, Europa", "La lista de Schindler", por citar sólo algunas de las películas, son tomadas por los negadores como propaganda sionista que tergiversa las cosas y que da su versión magnificada y mentirosa de lo que sucedió. El prejuicio no es soluble en la razón. El prejuicio es una construcción compleja que contiene anticuerpos poderosos y muy resistentes que ha llevado varias generaciones de producción. Al prejuicio se lo puede combatir sólo con un proceso lento y constante de educación, desmitificación y reflexión. El prejuicio antijudío espera de las conductas adecuadas en este sentido de toda la comunidad -los medios masivos, los gobiernos, la escuela-, y, especialmente en países católicos, del trabajo cotidiano en las iglesias.

El desafío de ser libres y respetar la libertad de los demás

Muchas veces, las cosas que son como son pueden ser entendidas de variadas maneras (la distinción entre el dominio de la ontología -el estudio del ser- o el de la epistemología -el estudio del conocer-). La comprensión de las cosas, la mirada que tengamos acerca de ellas, nos enfrenta con el desafío del ejercicio de la libertad visto como la aceptación de la mirada del otro, y junto con ello, la aceptación del derecho del otro a opinar distinto. Respeto profundamente a quienes disienten con mi visión de la película y de la shoá. Comprendo la irritación, la molestia o incomodidad que pudo haberles producido. Yo misma me he preguntado de qué y cuánto sería capaz para defender a un hijo; por suerte la vida no me ha enfrentado con la necesidad de responderlo. Yo misma me he preguntado cómo habría hecho para sobrevivir en el medio de tanta ignominia, de tanta abyección, en donde se me era negada mi humanidad, mi derecho a elegir y a decidir, en donde la lógica era que yo y mis hijos deberíamos morir con una muerte "lógica", justificada como razón de estado. No sé cómo habría hecho. Por suerte hasta ahora no lo tuve que saber. Sólo sé que los sobrevivientes de la shoá hicieron lo que pudieron y pudieron mucho más de lo que se cree.

Conclusión en forma de agradecimiento

Por enfrentarnos con todos estos desafíos y hacernos pensar y cuestionar y revisar ideas preconcebidas, gracias Roberto Benigni.

Gracias por mostrarnos de una manera amable, con un engañoso tinte de ingenuidad y comedia (comedia en sentido aristotélico como oposición a tragedia, no como comicidad o humor), el horror del fascismo y el nazismo así como las conductas, a menudo locas, estúpidas, imposibles y sorprendentes, de los sobrevivientes que, como Guido, hicieron cosas que nunca imaginaron que podrían llegar a hacer, se atrevieron a cosas increíbles, soportaron y disimularon lo inenarrable, aprovecharon del mínimo descuido, de la más pequeña brecha en la maquinaria nazi para seguir vivos.... No todos los que se condujeron así lo consiguieron, pero todos los que sobrevivieron, en algún momento, tomaron decisiones no tradicionales para vivir. Algunos nos lo han contado, sorprendidos todavía de haber sido capaces.

Gracias Roberto Benigni por tu irreverencia y frescura. Gracias por considerarnos inteligentes y creer que no necesitamos que nos bajen línea, que confíes en nuestra inteligencia y sensibilidad y nos muestres la sordidez y lo siniestro en un más tolerable envoltorio de ternura y amor.

Gracias por dejarnos alguna puerta abierta en este horror del que somos todos sobrevivientes. Esta puerta hacia la esperanza y la confianza en el género humano quizá sea LA mentira suprema, es cierto, pero es una idea sin la cual yo misma no podría seguir viviendo.

Los refugiados y nosotros

Los medios periodísticos ponen nuestra atención sobre la guerra en los Balcanes y el dilema de los refugiados. Hoy les toca a los kosovares esta triste notoriedad aunque por esta condición transitan un número incierto pero millonario de personas en todo el mundo que han debido huir de sus territorios debido a situaciones de hostilidad, persecución, guerras, limpiezas étnicas y demás linduras de nuestra civilización barbárica. Los refugiados no tienen dónde ir, no parecen tener futuro. Pero esto no es nuevo en la historia de la humanidad. En la conferencia de Evian de 1938, los países del “mundo libre occidental y cristiano” no pudieron resolver el problema de dónde albergar a los judíos que los nazis iban a echar de Alemania. El mundo estaba saliendo de una de sus débacles económicas más intensas; no había lugar para la absorción de más gente, no había trabajo suficiente, no se podía. La conducta de los distintos gobiernos en ese sentido se mantuvo en los años que siguieron (incluso los “neutrales” Suiza y Suecia hasta 1943). No había lugar para los judíos. No tenían a dónde ir, no había quién los recibiera. Recién en 1948 cuando se constituyó el Estado de Israel, apareció un destino legal y posible.

Algunos judíos sin embargo, se salvaron gracias a que en sus mismos países, muchas veces en sus mismas ciudades y pueblos personas no-judías arriesgaron sus vidas, compartieron su alimento, superaron incomodidades diversas. Es verdad que no fueron muchos, pero el que critica a los que no se atrevieron no comprende ni conoce el alcance y grado de lo que sucedía, especialmente en Polonia. En Polonia, los salvadores debían superar barreras muy poderosas para tomar la decisión de arriesgar su vida y la vida de sus familiares.

*La barrera del antisemitismo histórico de los polacos, regado y difundido a lo largo de siglos por los miembros de la iglesia católica.

*La barrera del miedo a la represalia segura de los nazis -muerte propia y de sus familiares- en caso de ser descubiertos por un descuido o una denuncia.

*La barrera de las mil y una situaciones de la vida cotidiana que debían resolver y sostener con una red de colaboradores (comida suficiente en condiciones de racionamiento, el problema de los residuos, la enfermedad y/o muerte de alguno, las rencillas entre los escondidos, las desavenencias y antipatías entre los salvadores y los protegidos, el uso de baños, la limitación del espacio)

*La barrera del lugar ya que era mucho más fácil esconder personas en medios urbanos donde el anonimato permitía ciertas libertades (por ejemplo conseguir comida en diferentes lugares para poder tener la cantidad necesaria) que en los rurales donde todos se conocen.

*La barrera de la molestia de tener que ocuparse de gente que no se conoce, de gente frente a la cual uno está en guardia porque los polacos fueron educados para odiar a los judíos.

Todas estas barreras debieron ser superadas por los salvadores. Fueron, debemos reconocerlo, personas excepcionales, es decir, raras, no comunes.

Yo me pregunto. Yo le pregunto señor o señora: ¿usted -yo- sería capaz de hacer lo mismo? Deje de pensar por un instante en lo que “debería hacer” y concéntrese en lo que efectivamente haría. ¿Usted albergaría en su casa, a riesgo de su propia vida y la de sus hijos, a gente desconocida, gente que habla en un idioma extraño, gente que tiene otras costumbres, gente que le enseñaron que debía odiar porque supuestamente representan una amenaza diabólica, o al menos, gente que no le cae bien porque es diferente? ¿Usted abriría las puertas de su casa, prepararía algún escondite en un desván o sótano, les suministraría alimento, resolvería sus problemas, se aguantaría todas las incomodidades y riesgos, sin saber cuánto tiempo será necesario, si una semana, si un año, si tres? ¿Usted lo haría?

Miro los noticieros. Veo los refugiados kosovares con esa mirada de vacío, de impotencia, de desolación y me pregunto qué haría yo si en lugar de estar en Europa estuvieran acá nomás, pongamos Rosario, o Montevideo... ¿qué haría yo? ¿qué haría usted?

MI COMUNIDAD, MI CASA

Mi casa es una casa judía. Me gustaría que la comunidad judía en la que vivo sea tan judía como lo es mi casa.

Mi casa, aunque no lo parece a simple vista, es una casa judía.

No parecemos. Digo que no lo parece a simple vista porque no somos religiosos ni observantes ni tradicionalistas en casi ningún sentido ritual, -salvo en el gastronómico y eso recién desde hace poco tiempo. Tenemos unos parientes lejanos apegados a las tradiciones, creyentes y respetuosos de la religión, con quienes nos unen lazos de cariño; a ellos no les gusta como vivimos, a nosotros nos parece raro el modo en que viven ellos, pero nos queremos y a la hora de la risa, la tristeza y la solidaridad hemos estamos siempre juntos. Nuestras relaciones no tienen como eje lo judío, nos movemos con comodidad tanto en el mundo judío como en el no-judío, hay matrimonios mixtos en nuestra familia y ello no ha sido un problema, no elegimos a nuestros amigos en virtud de su origen ni prosapia. Nos suena más conocido el idish que el hebreo, no vamos a clubes ni countries comunitarios, no tenemos familiares ricos, aunque ello no sería un descrédito de ningún modo, nos ganamos nuestro sustento igual que cualquiera. No usamos kipot ni bendecimos velas en shabat, en suma, no hacemos casi nada de lo que se supone que se hace o se debería hacer en una casa judía. Sé que para algunos - tanto judíos como no judíos- el no respetar ciertas pautas que consideran “sine qua non” podría descalificarnos como judíos.

Sin embargo. Sin embargo, creo, y esta convicción es la que estimula mis palabras, que mi casa es una casa judía, con lo judío mamado en las canciones de cuna en idish, con lo judío aprendido de la conducta de mis padres, con lo judío del buen nombre y la buena letra, de la decencia y la solidaridad. Tenemos costumbres y sostenemos valores que a veces me parece que se han olvidado en la comunidad en la que vivo. Quisiera, por ello, describir algunas características de lo que amo de mi casa y que refleja de manera viva lo esencial, a mi criterio, de lo judío y que quisiera ver también a mi alrededor.

La palabra. Mi casa es una casa judía porque en mi casa la palabra es un valor potente al que todos adherimos. En sus dos formas, la escrita y la hablada, que puede resumirse en una vieja frase, ya lamentablemente en desuso, que le atribuía a la palabra el valor y el peso de un cheque al portador.

- La palabra escrita: en mi casa se lee y se escribe, es una casa llena de libros, revistas, diarios, recortes, folletos, estantes en distintas habitaciones, lápices, biromes, reglas, gomas, resmas, todo en un cierto desorden organizado; una casa en la que mi hija menor, de 18 años, criada y cómodamente instalada en el mundo de la computadora, ha descubierto nuestra vieja máquina de escribir Crown, la ha desempolvado y se sienta y escribe en ella y vive la sensualidad del golpeteo de las teclas, el descubrimiento de la “monotonía” de no tener más que un solo tipo de letra, la mecánica del correr de la cinta, del tintineo de la campanilla al llegar al final del renglón, y dice “¡qué fantástico!”.

- la palabra hablada: en mi casa se habla, se discute, se cuestiona, se grita, todos se sienten con derecho a opinar, nadie es demasiado chico, poco importante o no calificado, cada tema es pasible de generar un enfrentamiento, nos polarizamos rápidamente y las cosas se vuelven rápidamente cuestiones de vida o muerte, y argumentamos, y contra argumentamos, y preguntamos y repreguntamos, y nos paramos sobre malos entendidos, y nos apasionamos, y sufrimos, y al final nos quedamos todos con la certeza de que teníamos razón, que la próxima vez diremos las cosas mejor y el otro quedará entonces definitivamente convencido.

El humor. Mi casa es una casa judía porque el humor nos acosa sin remedio. Somos de contarnos chistes, de burlarnos de nosotros mismos, no siempre con benevolencia. Hacemos gala de una a veces fina y otras burda ironía, nos gustan los chistes de judíos y de gallegos (y siempre alguien menciona que en Francia son de belgas, en Estados Unidos de polacos y así...), el humor negro, los comentarios picarescos; nos reímos de nuestras enfermedades, de nuestro envejecimiento, del romanticismo, de la estupidez, del cholulismo, de nuestras penas, de nuestras ilusiones, de alguna expectativa desmedida, de nuestra vanidad, de nuestro orgullo, de nuestros miedos. El humor protege nuestra tierna vulnerabilidad y la disfraza de dureza. Merced al humor podemos decirnos y pensar algunas cosas sin que duelan tanto.

La mesa. Mi casa es una casa judía porque el momento de la comida es el que signa los encuentros familiares. Las cosas importantes transcurren invariablemente alrededor de la mesa, generalmente durante la comida o a poco de haberla terminado. Es casi nuestro único ritual: en la mesa estamos todos juntos, nadie se va hasta que todos hayamos terminado, es nuestro momento de encuentro, tácito, pero respetado por quienes estemos. En consecuencia, es alrededor de la mesa que se dirimen todas las cuestiones, los permisos, los temas económicos, los proyectos, las negociaciones, los favores, los reproches, los comentarios de actualidad, los planes, los chimentos, las peleas, la reconciliaciones. La comida no tiene por qué ser cara o lujosa, basta con que sea suficiente y cariñosa.

La organización. Mi casa es una casa judía porque la interacción es horizontal y democrática, y la última palabra la tenemos los padres. Las cosas están bastante mejor organizadas de lo que parece. Nadie está ocioso, todos sabemos qué es lo que tenemos que hacer, casi sin que nadie lo diga. Los adultos trabajamos, los más jóvenes se preparan. Los espacios privados se respetan a rajatablas y los espacios comunes son cuidados y preservados. A veces hay superposiciones, es cierto, no hay tantos baños como personas, pero la cosa fluye sin demasiados problemas, o, sin problemas, al menos, que no se hayan podido solucionar. Se respeta el tiempo de cada uno, somos puntuales y siempre avisamos si hay un cambio de planes, para que el otro disponga de su tiempo y para que no se preocupe. Hay esferas de incumbencia claras y explícitas que redundan en las tomas de decisiones, sea en las económicas como en otras.

La memoria. Mi casa es una casa judía porque el pasado forma parte del presente. En mi casa hay muchas fotos, algunas exhibidas en los lugares por donde circulamos así las tenemos a mano y las podemos mirar y nos podemos encontrar en ellas. Muchas de nuestras conversaciones giran alrededor del “¿te acordás de...?” y guardamos papelitos, cartas, testimonios del pasado que cada tanto sacamos a la luz y nos regocijamos o nos ponemos tristes. Contamos de cuando éramos chicos, de cuando nuestros chicos eran chicos, contamos las historias de la familia, las oficiales y las secretas, ofrecemos con estos relatos la “goldene keit” de nuestra historia a nuestros hijos que repiten muletillas de anécdotas del pasado como si les fueran propias. Mantenemos viva la historia familiar, hacemos árboles genealógicos, nos contamos cómo fue, qué pasó, quienes y cuánto.

Gran parte de nuestra familia se perdió entre las cenizas y los escombros de la shoá y siempre los recordamos. Aunque tenemos seres amados en Tablada no somos de entronizar la muerte, preferimos mantener vivo su recuerdo hablando de ellos. Nos gusta estar con los viejos que aún están con nosotros, los que tienen más vivido, los que nos pueden contar.

La libertad y la responsabilidad. Mi casa es una casa judía porque hacemos un culto de la libertad y la responsabilidad. En mi casa nunca le estuvimos atrás a nuestros hijos recordándoles su responsabilidad, no los despertamos para ir a la escuela, no les indicamos que fueran a hacer los deberes, nos les preguntábamos si habían estudiado aún cuando el estudio siempre fue una primera prioridad. Era claro que la escuela era su responsabilidad, si no estudiaban tendrían que ir a dar examen a fin de año, ése era su problema no el nuestro. Cada uno sabe lo que tiene que hacer, cosa que no significa que siempre se haga, pero cada uno lo sabe y se hace cargo de las consecuencias. Nadie es discriminado por su forma de pensar ni por sus gustos.

El estudiar. Mi casa es una casa judía porque tenemos en alta estima al conocimiento.

El estudio, la formación intelectual, la reflexión, el juicio crítico, el develamiento de manipulaciones y trampas, el cuestionamiento de historias oficiales mistificadoras, todo esto ha sido pan de todos los días. La discusión política, la revisión de los supuestos atrás de la manipulación mediática eran y son ejes de nuestras conversaciones, aún cuando los chicos eran pequeños. Podía no haber dinero para alguna ropa o alguna diversión o algún mueble, pero si el tema era un libro, o un curso, o una carrera, el dinero aparecía, siempre lo hemos podido afrontar. Y no sólo el dinero, también el estímulo, el reconocimiento, el contento compartido por cada logro, por cada título. La lectura y el aliento a la expresión artística expresan el valor que le atribuimos a estas actividades.

El dinero. Mi casa es una casa judía porque tenemos una economía transparente y solidaria. En casa se trabaja o se estudia o se trabaja y se estudia. No hay mantenidos ni preferidos ni aprovechados. Todos saben de qué y cuánto se dispone. Cada uno se ocupa de su propia economía pero acude sin dudar cuando a otro le hace falta. Se alienta el cuidado del dinero pero no se le atribuye más valor que el que tiene, tiene el valor de la herramienta, no es un fin en sí mismo. Mantenemos las cuentas claras, nos pagamos las deudas, y todos sabemos que “si se puede” lo haremos y “si no se puede”, entonces, no. Si algún amigo o pariente ha necesitado y estaba a nuestro alcance, siempre contó con nosotros.

La música. Mi casa es una casa judía porque la música es una presencia tangible. Tenemos un piano y una guitarra, tenemos viejos y polvorientos long-plays, cajones llenos de cassettes y estantes rebosantes de cidis, nos gusta todo tipo de música. Cantamos, bailamos, no le tenemos miedo al contacto físico ni a la alegría ni a la emoción. Se nos mezclan Fito Páez, Silvio Rodríguez, Los Redonditos de Ricota, la Negra Sosa, Pugliese, Piazzola, Julio Sosa y Goyeneche con Chava Alberstein, Benzion Witler, Louis Armstrong, Los Beatles, Benny Goodman, Charles Aznavour, Mozart y Satie.

Las redes. Mi casa es una casa judía porque nos gusta tener y recibir amigos. Tenemos clara vivencia del tramado en el que vivimos, alimentamos las relaciones con amigos y parientes, con gente que queremos, nos apoyamos, nos sostenemos, nos hacemos compañía, compartimos tanto las amarguras como las dulzuras del todos los días, los nacimientos, las muertes, los casamientos, los embarazos, las enfermedades, los viajes, los cumpleaños...

Por todo eso, mi casa es una casa judía. Mi casa no es una casa fácil, ni ordenada, es más bien una casa viva, apasionada, nunca aburrida, donde circulan amores y odios, vivos y muertos, por momentos incómoda pero en donde cada uno de nosotros siente y sabe que puede contar con el otro.

Mi casa es una casa judía porque no es necesario que estemos en casa para estar en casa. Cualquier lugar puede ser “en casa”, basta con que nos encontremos, donde sea, pues el sólo saber que estamos, que somos quienes somos, levanta las paredes que nos hacen sentir en casa.

Carta al Sr. Dirigente Comunitario y al Sr. Activista judío

Sr Dirigente Comunitario judío, Sr Activista:

Usted entrega su tiempo y esfuerzo para trabajar en lo que considera más útil y necesario para la comunidad y está preocupado porque la gente joven no se acerca a la vida comunitaria y también por el progresivo desinterés hacia lo judío, en especial lo judío comunitario, de los judíos argentinos en general. Dice que quiere que la gente vuelva a acercarse y recuperar la pujanza de las instituciones judías en el pasado. En función de esta preocupación, que me parece genuina, me dirijo a usted con un humilde aporte desde mi particular perspectiva.

I) los judíos de adentro y los judíos de afuera, los intereses, el idioma.

Formo parte de los judíos argentinos integrados a la sociedad general, que no participamos en instituciones comunitarias y que vivimos nuestro judaísmo con cierta nostalgia ancestral, lo mantenemos vivo básicamente con algunas comidas, una que otra canción y la sensación, a veces difusa, otras más claramente recortada, de que somos vistos como “sospechosos” en la sociedad argentina. ¿Cuántos somos? Si ustedes, los judíos argentinos que tienen activa participación en las cuestiones comunitarias son cinco mil, diez mil, veinte, cuarenta mil, serían, en un cálculo generoso, el veinte por ciento de la totalidad de los judíos argentinos. Quedaríamos, entonces, un 80% que son como yo.

Formo parte, entonces, de una gran mayoría que no conoce los nombres y las características de los partidos políticos en Israel. Una gran mayoría que no sabe quién es quién en la vida comunitaria, quién estuvo acá, quién estuvo allá, en quién se puede confiar, en quién no, cuidando qué intereses y desde qué contexto habla cada uno. Una gran mayoría que no lee las publicaciones habituales de la comunidad ni las conoce, que sólo sabe lo que le informan los medios masivos comunes. Una gran mayoría que no sabe que las reuniones de la DAIA son los lunes a la noche y que se sorprende cuando desde allí se producen declaraciones que supuestamente nos representan a todos. Una gran mayoría que no conocía la existencia de tantas instituciones judías, sabía sólo de algunos clubes, escuelas y sinagogas, y descubre sorprendida en su recorrido por la ciudad la enorme cantidad de puertas marcadas con pilotes de los lugares judíos. Una mayoría que comprende sólo castellano y probablemente se pierda en el “comunitariés” en que usted habla con un discurso mechado de palabras en hebreo, de tnuás, sheliajes, keilás, vaadhajinujes, bitajones, que no sepa la diferencia y la distancia entre un rabino conservador y otro ortodoxo, que ignore las fracturas entre los religiosos y los laicos.

Como muchos de esa mayoría a la que pertenezco, el atentado a la sede de la AMIA significó mi reconversión. Me acerqué a aquello de lo que siempre había estado alejada. Me acerqué buscando un lugar más protegido en un país que nuevamente me estaba diciendo que era blanco de asesinos. Busqué a los míos para que me sostuvieran ante posibles réplicas del terremoto. Y ahí me encontré con usted, miembro activo comunitario, que me recibía con los brazos abiertos y me decía que era bienvenida, que trajera por favor a gente como yo, que sería bueno que volviéramos a ser muchos, que nos volviéramos a reunir.

Y traté de ver qué podía hacer, cómo juntarme con los míos. Y me resulta difícil, muy difícil, porque me parece que hablamos distintos idiomas, que nos interesan cosas diferentes.

Me da la impresión de que usted, puesto que está siempre entre gente igual a usted, no sabe en qué estamos los que no somos como usted y tiende a suponer que estamos interesados por las mismas cosas que usted. Y resulta que no. No sé cómo decirlo, pero hay muchas cosas que ustedes discuten que a nosotros no nos resultan importantes. No digo que no sean cosas importantes; creo, por el contrario, que probablemente nos falte la conciencia debido a que no hemos reflexionado debidamente acerca de ello. Si así fuera, es una pena que nos lo estemos perdiendo.

Fui a los actos que organiza la comunidad y no podía creer su estética perimida, solemne y declarativa. No es difícil entender por qué la gente que los llena es siempre la misma, la que forma parte de alguna instancia comunitaria; todos se conocen entre sí, se saludan, decodifican rápidamente las claves y nadie presta demasiada atención. También se comprende la razón de que se trate del grupo etario de los mayores de cincuenta años; en el mundo del videoclip, del zapping, de lo audiovisual tan potente y veloz, la oratoria y el panfleto forman parte de un discurso anacrónico, que no sólo no informa sino que, aún peor, ahuyenta.

Decía un sabio pedagogo que cuando un alumno no aprende, es el maestro el que no ha aprendido la forma de enseñarle a ese alumno. Parafraseándolo, creo que la gente no se acerca porque usted no le habla en el idioma que entiende ni de aquello que le interesa. Se ha preguntado ¿quiénes somos? ¿cuántos somos? ¿qué queremos? ¿qué nos preocupa? ¿qué nos mueve a la acción? ¿qué nos hace permanecer indiferentes? Me parece que son preguntas que debieran ser contestadas antes de emprender nada.

Es verdad que los judíos argentinos que estamos alejados de la vida comunitaria no tenemos muchas cosas en común. Nos diferencian, igual que a los otros grupos étnicos, diferencias sociales, culturales, económicas y educativas. Si usted quiere hablarnos y que le escuchemos, hágalo acerca de las cosas que nos pueden interesar a todos. Es cierto que son pocas.

A mí -y no sé cuán representativa soy- se me ocurren tan sólo dos que creo que nos tocan un nervio, que nos pueden provocar alguna reacción:

1) El tema de la AMIA que nos es común a todos y nos ha golpeado hondo y parejo. Todos queremos saber quién fue, me refiero a la conexión local. Todos queremos saber qué resortes gubernamentales funcionan como obstáculos, quiénes son los responsables y cuáles son las complicidades. En parte la protesta de los lunes de Memoria Activa nos representa a todos y, aunque existan desacuerdos instrumentales o tácticos, no vamos a encontrar un solo judío argentino que no tenga opinión formada y preocupación acerca del atentado a la AMIA y que no se sienta profundamente involucrado. La prueba es que en cada aniversario la convocatoria es multitudinaria.

2) Algunos judíos públicos y el sentimiento antijudío. Otro tema que probablemente nos inquiete, es la controvertida conducta de algunos judíos en la vida pública argentina y el modo en que ello nos implica -nos guste o no- a nosotros. En un país en donde los judíos tenemos para muchos un tinte “sospechoso”, cualquier judío público pasa a ser, rápidamente, “los judíos” y nos quedamos desnudos ante esta alusión. ¿Cómo enfrentar la velada acusación de que somos objeto cuando el personaje es acusado? ¿qué hace la comunidad judía organizada para ayudarnos en este sentido? No me refiero a declaraciones o apelaciones a la racionalidad que nadie escucha. No seamos ingenuos, el prejuicio no es soluble a la razón. El prejuicio debe ser diluído con programas educativos, con un trabajo paciente y constante, con el compromiso de sectores extra judíos del país. ¿Hay algún programa en este sentido? ¿se ha convocado a expertos en temas de prejuicio, en medios masivos, en manipulación para que nos ayuden a comenzar a desenredarnos de esa tela de araña pegajosa? Pues esto sí que nos resultaría importante a esta mayoría de judíos que caminamos por las calles. Lo mismo con el sentimiento antijudío y su intensidad tóxica en la sociedad argentina. ¿Hay planes para trabajar con las instancias religiosas católicas en la formación de curas, catequistas? ¿en las fuerzas armadas, en la policía? ¿con los maestros? Parecen haber sólo intentos aislados (por ejemplo los juicios a los skinheads y a Suárez Mason llevados por abogados de la DAIA, el trabajo extracomunitario e interreligioso de esclarecimiento que hacen Marcos Aguinis y Mario Rojzman entre otros) pero nada que venga con fuerza y peso de la comunidad organizada.

No se me ocurre otra cosa en la que podríamos converger todos.¿La shoá?, ¿los monumentos?, ¿la red escolar judía?, ¿la asistencia social?, ¿los cementerios?, ¿las peleas de facciones y grupos?, ¿la política cultural?..., no sé a cuántos les importa de verdad, cuántos harían algún esfuerzo por dedicar tiempo y energía a ello. No sé incluso a cuántos les importa los vaivenes de la política israelí, cuántos sepan a qué se llama izquierda y a qué derecha en Israel, lo que sé, es que para el judío común, ése de la mayoría que va por la calle, los partidos políticos de Israel están lejos del centro de su inquietud; Israel existe como reaseguro para muchos de ellos, como referente y como posible refugio en caso de necesidad.

Los que estamos afuera tenemos que encontrar razones para querer formar parte activa de la comunidad, no crea que no lo hacemos por perversidad o estupidez. Estamos ocupados en mantener nuestros trabajos o en buscar alguno, en poder pagar el pre-pago médico, en darle educación a nuestros hijos, en poder cuidar de nuestros padres. Algunos, no todos, ni siquiera sé si la mayoría, estamos preocupados por la envergadura de la corrupción a distintos niveles de nuestra realidad argentina y de cómo ello ha reformulado las reglas del juego, el contrato social, lo que está bien y lo que está mal. Los que podemos, corremos entre el country y el centro comunicados por teléfonos celulares; otros estamos sin trabajo y no podemos siquiera pagar el alquiler. Recuerde que, como decían nuestros abuelos, “azoi vi es cristl zij, azoi yidilt zij”,-así como los cristianos, así los judíos- es decir, los judíos nos comportamos como lo hace la sociedad en la que vivimos, por cierto, un contexto que no es hoy amable ni protector, más bien en un sálvese quien pueda salvaje que no fomenta lazos solidarios ni compromisos. Las prácticas sociales de los últimos años nos hacen vivir a nuestra realidad de manera discepoliana, escéptica y nihilista lo que nos ha vuelto descreídos, desconfiados y nos aleja de cualquier cosa que sugiera que podemos ser usados, maltratados y descartados.

Sr Dirigente, Sr Miembro Activo, háblenos de manera transparente de las cosas que nos importan. Si tiene ganas, si tiene tiempo, si tiene capacidad, conquiste usted su lugar en la constelación de la vida política comunitaria, defiéndalo, pero no nos meta en las intrigas palaciegas, no entendemos nada y no nos importa, nos hace huir. Si usted tiene compromisos con alguna instancia empresaria que puede tener vinculaciones políticas o económicas extracomunitarias, por favor, dedíquese a su actividad lo mejor que pueda, pero no se complique la vida y no nos la complique a nosotros asumiendo también un lugar de liderazgo comunitario pués podría chocarse con algún conflicto de intereses; debe haber profesionales liberales, comerciantes, intelectuales capaces, con tiempo, voluntad y capacidad que pueden trabajar para la comunidad, déjelos a ellos, va a ser mejor para todos. Sr Dirigente, háblenos de lo que nos importa, muéstrenos que nos conoce, que le importamos.

Sólo entonces, quizás, algunos tengamos ganas de escuchar.

II) la cultura de la indiferencia.

La primera parte de mi carta fue “optimista” -no es una ironía- pues me dirigí a usted como si todo el problema estribara en usted. Quiero ahora, a fuer de realista, reflexionar acerca de la segunda parte del problema, la gente común, aquellos a quienes usted debería dirigirse para moverlos a participar. Ésta es una parte pesimista. Lo siento.

La pregunta sería: ¿cuánto puede hacer usted por nosotros, los que estamos afuera, cuando de nuestro lado hay indiferencia? Hay una cultura de la indiferencia que trasciende a lo judío y que lo incluye, un aire postmoderno a muerte de ideologías, a pérdidas de sentidos, abonadas y sostenidas por una realidad social salvaje, la salida se ve como individual. La gente común puede sentir como decía Minguito, que “s’égual”, que nada de lo que se haga cambia nada, que no se puede creer en los políticos, en los jueces, en ninguno de los referentes habituales. La gente común generaliza peligrosamente algunas prácticas corruptas a toda la sociedad. La mentira, la defraudación, la desilusión reiteradas junto a la desesperanza y el escepticismo llevan a este estado de cosas. Esto, entre otras cosas, puede haber determinado esta crisis general de participación. ¿Por qué suponer que la comunidad judía puede sustraerse a la crisis general de participación? Vivimos aplastados por el peso del hecho consumado, de la inutilidad o imposibilidad de cualquier reacción o apelación a la ética, la constatación del pragmatismo amoral y la evidencia del envilecimiento de cuanto aspecto era antes respetado en el contrato social. Éste es un contexto en el que los medios masivos generan la ilusión de una participación merced a un llamado telefónico o ir a una manifestación; la gente prefiere seguir delegando en algún otro que sepa más, que pueda más, que haga mejor, que haga, que otros tomen las decisiones y a quien, después, se podrá criticar y juzgar impiadosamente. ¿Comodidad? ¿Pereza? ¿Descreimiento? Tal vez un poco de cada uno, pero de eso se trata, las cosas son así y no podemos considerar planes o conductas o supuestas representaciones desconociendo esta realidad.

¿Cómo entender la pasividad, la no participación, la reclusión en pequeños mundos privados, la indiferencia a cuestiones comunitarias o políticas? Probablemente, como siempre, lo mejor sea huir de las explicaciones simplistas y solicitar ayuda a los que saben para poder empezar a pensar. Pero, mientras tanto, no podemos soslayar la sólida realidad de la no participación de la gente. Esto es así. Tal vez los estilos participativos conocidos están perimidos y se estén buscando otros más legítimos. Tal vez la gente no se sienta representada por ninguna de las instancias tradicionales.

Por todo ello, si le pido, Sr dirigente, que tenga las manos limpias fuera de toda duda o sospecha; si le pido que nos inocule con un torbellino de ética, con lecciones de sobriedad, seriedad y riqueza intelectual; si le pido que genere movidas culturales potentes, convocantes, actualizadas y que reflejen y nos permitan compartir los tesoros del pensamiento judío aplicados al mundo de hoy; si le pido que salga a la calle con la mirada realista y nos busque a todos estos que no somos como usted y nos despierte el apetito por todo lo que usted sabe y posee, y que lea en nosotros lo que nos falta, lo que de verdad necesitamos; si le pido todo esto sin recordar que tal vez usted esté cansado, desanimado, estaría siendo injusta.

Pero se lo pido, se lo pido sabiendo que es difícil, sabiendo que es incierto su esfuerzo, pues creo que vale la pena hacerlo, aunque no convoque a todos, aunque se acerquen unos pocos. Primero son unos pocos, pero si encuentran eco, si hay un espacio, si lo que sucede tiene sentido, vendrán más, porque de alguna manera estamos buscando algo que nos renueve la esperanza y el sentido.

Arremánguese -y perdone la confianza-, llame a los que son como usted y a otros más frescos, con menos desgaste, cálcense los multifocales que les permitan ver a variadas distancias y pongan a funcionar la usina de pensar pensamientos e inventar caminos atractivos, sólidos, de genuino interés, con sentido positivo y veamos si la dura costra de la resignación que nos ha cubierto puede ser conmovida.

LO JUDÍO (Reflexiones de una judía “nueva”

sobre el concepto de judía "nueva" ver nota (1) EL MUNDO GLOBALIZADO Y LA IDENTIDAD. La globalización tiene efectos diversos y a menudo sorprendentes; por ejemplo se ha comprobado que la botella de Coca Cola es el signo más reconocido en cualquier latitud, cualquiera sea el nivel socio-cultural-escolar del encuestado; ello revela la fuerza de penetración de productos en este mundo, y, junto con ellos, de formas de pensar. Un mundo en el que no hay esperas ni distancias; el tiempo es la instantaneidad, los códigos se han ido universalizando, es el triunfo del capitalismo, la masificación progresiva de la información, hegemonizada, claro, por los ubicados en los sitios de poder que arrollan al resto del mundo con sus códigos, de los que, fuerza es reconocerlo, el “mundo” parece estar más y más sediento. ¡Dígannos qué se usa, qué es lo nuevo, qué hay que pensar, qué es estar sano, qué es ser feliz. Dígannoslo, por favor!

El fenómeno de la comunicación que, por un lado, nos acerca tan vertiginosamente, comporta, por el otro, una cara amenazante: el borrado de las fronteras; ello amenaza borrar las identidades regionales y concluir en la fagocitación de las minorías. Uno de los aspectos de la globalización podría ser, de este modo, el de la uniformización con la consecuencia, probablemente no deseada, de la desculturalización, la anomia, la pérdida de la identidad regional y cultural.

Las minorías amenazadas se resisten sin embargo a este riesgo de desaparición. Pareciera que en distintos países, desde diferentes culturas y estratos sociales, está surgiendo una contra-fuerza: estamos queriendo saber quiénes somos, qué nos diferencia de los demás, en qué nos constituimos como grupo reconocible. Estamos queriendo saber en qué somos iguales, en qué diferentes, cómo nos reconocemos en la tal igualdad y en la tal diferencia. Cuanto más nos iguala la velocidad de la información y la universalización de los mercados, más fuerte el deseo de re-encontrarnos en nuestras mismidades pequeñas y regionalizadas.

Hoy no parece tarea fácil saber quién se es. Cuando se nos dice que estamos en el primer mundo, en un cierto sentido es verdad: los productos -sea culturales sea de los otros- que nos vienen de allí, nos llegan con mucha velocidad, (lo que no significa que tengamos el mismo acceso que allá ni que colaboremos en su desarrollo y producción ni en ningún nivel de decisión, salvo el de consumirlos). Los productos del primer mundo nos llegan, los conocemos, muchas veces para saber al instante de qué nos privaremos. Estamos en el mundo. Esto determina una cierta uniformidad en las expectativas, en los ideales, una cierta anulación de las diferencias puesto que todos pareciera que bailáramos al ritmo que nos viene de arriba, y que nos gusta. ¿Cómo saber quién se es si uno tiene tantas ganas de ser como esos que tanto se admira y que nos venden la ilusión de la juventud, el éxito y la felicidad? Es como si viviéramos, a nivel planetario, un fenómeno que el pueblo judío conoce muy bien, el de la asimilación.

El tema de la asimilación es viejo en el mundo judío. Apareció a lo largo de nuestra historia siempre que nuestro pueblo vivía en un sistema apacible, sin peligros a la vista. La asimilación significó para muchos el peligro larvado de la desaparición de lo judío; para otros, era la lógica consecuencia de la convivencia armónica pacífica. En este momento, si bien hay judíos que pretenden vivir asimiladamente, es decir, sin reconocer su identidad judía, hay otros que pretendemos vivir en nuestros medios con esta multiplicidad identificatoria, con la comunidad en la que vivimos y con lo judío, esa otra comunidad que llevamos dentro. He aquí mi pregunta: ¿la llevamos dentro? ¿qué es esta noción que portamos y que nos define y nos diferencia? ¿qué es ser judío?

LA IDENTIDAD JUDÍA. La identidad es un concepto que nos define. No es un concepto unívoco sino multifacético. No es un concepto fijo y rígido, aunque guarda una cierta matriz de estabilidad que nos hace ser quien somos a pesar de los cambios por los que va transitando nuestra vida.

Uno de los aspectos de mi identidad es mi ser judía. Sé que lo soy, pero hoy no me basta, he comenzado a necesitar algo más que el simple “saber”.

¿Todos los judíos se preguntan por qué son judíos y qué es lo que ello significa? Supongo que no todos se lo preguntan, aunque me consta que hay muchos que sí. Supongo que aquellos que no se hacen preguntas deberá ser porque a) ya lo saben y tienen respuestas que los satisfacen, b) no les interesa ya o no les interesa todavía[2] o c) no se reconocen como judíos, por tanto no les cabe la pregunta.

Sin entrar en los ingredientes necesarios con los que se construye toda identidad, pienso que la identidad judía, igual que los otros aspectos que hacen a la identidad, puede ser mirada y comprendida sólo en contexto. No es lo mismo, de este modo, la identidad judía construida en el seno de una comunidad profundamente anti-judía que en el de una comunidad indiferente o favorable a lo judío, no es lo mismo ser judío en Israel que serlo fuera de sus fronteras, no es lo mismo ser judío en países católicos que serlo en países con otras confesiones, no es lo mismo ser judío ashkenazí que ser judío sefaradí (-¿no es lo mismo?- ,- No, no es lo mismo.- , -Pero, si no es lo mismo, ¿cómo es que somos lo mismo?¿En qué somos lo mismo?-).

También debe ser contextualizado el momento histórico y el lugar. Debo empezar por preguntarme, entonces ¿qué es “lo judío” en la Argentina, en la ciudad de Buenos Aires después del atentado a la embajada de Israel y a la AMIA?, pregunta que me remitirá, supongo a una que me es más esencial: ¿qué es “lo judío” a fines del siglo XX después de la shoá? ¿ser judío es hoy igual a como ha sido en otras épocas? ¿hay una manera de ser judío universal y atemporal?

Estas reflexiones surgen de observaciones espontáneas, charlas no programadas, encuentros, impresiones, suposiciones, nada parecido a una investigación, es un diálogo conmigo misma y tengo la curiosidad de saber si hay otros que mantienen conversaciones parecidas consigo mismo.

LAS DIFERENTES FORMAS DE SER JUDÍO. Tengo la impresión de que se están gestando diferentes formas de ser judío, además de las clásicamente conocidas. Las dos maneras más claras y distintivas son la del Estado de Israel y la de los Estados Unidos de Norteamérica, en donde los judíos han ido creando una cultura, códigos, interacciones, formas de ver el mundo, particulares, que les son patognomónicos y que no siempre compartimos los demás judíos. Nosotros[3] -los que no estamos en Israel ni en USA-, nos vamos integrando a las comunidades en las que vivimos, comunidades con mucho menos peso internacional y poderío económico; nos vamos impregnando de algunos olores locales que tienen menor trascendencia y casi nula influencia sobre los judíos del resto del mundo. Aunque somos pocos en cada país, pareciera que, otra vez debido a la globalización, nuestra inserción y nuestros problemas son similares en un sentido, ya sea que se trate de la Argentina, Chile, Uruguay o Francia, Grecia, Holanda. Las formas de ser judío que vienen de Israel y de los Estados Unidos, no siempre en ese orden, nos llegan como LA FORMA (correcta, única, verdadera) de ser judío, que puede diferir de ideas y modalidades, aprendidas de nuestros padres. Las diferencias transitan básicamente por las especificidades de cada cultura del país de residencia, por ejemplo la historia y el grado de antisemitismo, la historia y el grado de xenofobia, la presencia o no de sistemas autoritarios, el grado y alcance de la democracia.

“LO JUDÍO” EN LA ARGENTINA. No es ni ha sido una experiencia unívoca ni generalizable, pero, los dos atentados han determinado una relación nueva, más urgente o urgida, cuestionamientos que parecían perimidos, reflexiones acerca del resto de nuestra sociedad y acerca de la solidaridad interna de la comunidad judía y su histórica y bíblica defensa del oprimido, de la justicia, de los valores del humanismo. Adicionalmente, y como golpe de gracia, la caída de los bancos -en el contexto de una profunda modificación de la actividad bancaria a nivel nacional- dirigidos por personas con alto compromiso comunitario que determinó una doble lealtad -con la comunidad por un lado y con sus bancos por el otro-, dejó el tema de “ser judío en la Argentina, hoy” en carne viva y con dolor. Para algunos ha vuelto a ser momento de preguntarse por su identidad, es decir, por aquello que los hace ser iguales, o, al menos, ser vistos como iguales, a otros. Haciendo estas salvedades, veamos cómo me parece que hemos sido definidos en tanto judíos en la Argentina.

Ser judío -como cualquier otra identidad- admite, en principio, dos definiciones: la exógena (cuando soy definida como judía por los de afuera, los que no son judíos) y la endógena (que se subdivide en dos: cuando soy definida como judía por los otros judíos y cuando yo me reconozco como tal).

La definición exógena. Desde afuera, en la Argentina, somos definidos como judíos por nuestro apellido (la comunidad argentina cataloga rápidamente como judío a todo apellido alemán y eslavo), nuestro aspecto físico (piel muy blanca, ojos claros, nariz encorvada), nuestra ropa y/o arreglo personal (uso de kipá, largas barbas), los lugares que frecuentamos (clubes e instituciones judías, religiosas o laicas), etc. En la Alemania nazi, las tristemente famosas leyes de Nürenberg determinaron con precisión “lo judío”; además del ideario antisemita tristemente conocido, se trataba de un concepto biológico, “racial” según lo llamaban erróneamente, en cuyo caso les bastaba con la revisión del pasado familiar: si algún padre o algún abuelo era judío, la persona en cuestión también lo era; se trataba de una cuestión genética, estaba en la sangre. Algo de este concepto aún tiene vigencia en nuestro medio, en consecuencia, en Argentina, para los no judíos, también será definido como judío todo aquel que sea hijo o nieto de algún judío. Es un secreto a voces que hay lugares, instituciones, reductos que quieren mantenerse “puros” y que no admiten -jamás explícitamente por supuesto- el ingreso de judíos aunque éstos no se reconozcan como tales, basándose en alguno o varios de los criterios que acabo de enumerar. Debido a que el grueso de la inmigración judía en la Argentina provino a comienzos de siglo de Rusia, la imagen física del judío se corresponde con la de aquellos inmigrantes. Los “rusos”, mote con el que aún hoy se nos llama, -o los “moishes” o los “paisanos”- deja afuera a los sefaradíes y muchas veces también a los alemanes, franceses, italianos, etc, que, debido a ello sufren, en principio, de una discriminación menos grosera. Curiosamente con esta imagen se han invertido las cosas: en Europa, las características físicas del judío sostenidas por las ideas antisemitas y por el grueso de la población, determinaban que se trataba de personas de piel cetrina, ojos pardos u oscuros, pelo oscuro; contrariamente y debido a la ya mencionada inmigración rusa, en nuestro país, se supone que el judío es de piel blanca, rubio o pelirrojo y de ojos claros.

Definición endógena. Desde adentro, ser judío parece definirse por varias cosas. La definición oficial de la comunidad judía religiosa -paradójicamente similar a la definición nazi-, es que es judío todo nacido de vientre judío. Pero, para muchos de nosotros, el ser judío pasa por otros lados.

a) Obviamente, está el haber sido criados como judíos, en cualquiera de sus formas (religiosa o laica, tradicional o integrada) en una familia que en algún punto se define a sí misma como judía.

b) Puede darse que, aunque no se haya sido criado como judío, el hecho de saber que alguno de los progenitores lo sea, puede actuar como disparador de una investigación de la historia y un sentimiento de pertenencia.

c) Una de las cosas que caracterizan a un grupo humano que se reconoce como grupo es la noción compartida de una historia común. También para los judíos. Está, en consecuencia, la vivencia del pasado común hecha de historia y rituales que se traduce muy concretamente en códigos particulares para comprender y conocer la realidad.

d) Está la hermandad, la solidaridad que se produce al pertenecer a un grupo minoritario.

Sin embargo, lo judío -como sucederá probablemente con otros grupos minoritarios- no es unívoco sino que aparece segmentado por sectores. Podemos diferencias entre aquellos que profesan la fe religiosa y la observancia de los preceptos en sus distintos grados y en el otro extremo los laicos, lo que determina puntos de vista, hábitos, modos de vida muy distantes. Pero también está la cuestión de gustos, preferencias y estilos entre sefaradim y ashkenazim, entre los que inmigraron a principios de siglo y los que vinieron más tarde, entre los que provienen de países eslavos, los de países germanos, los de Asia menor, los de Africa, etc. Si ponemos a observarnos con detenimiento veremos cuántas diferencias hay entre nosotros (sin entrar a considerar otras segmentaciones sociales como por ejemplo la actividad laboral, el segmento socio-cultural, las ideologías, el nivel de compromiso comunitario y/o político, etc).

No somos un colectivo social. Estamos muy lejos de serlo, salvo, claro está, en la mirada del antisemita que cree que somos todos iguales.

Y sin embargo, a pesar de tantas diferencias, todos somos -nos sentimos, nos reconocemos- judíos.

Eppur si muove. SENTIMIENTO Y RECONOCIMIENTO. Hay quien dice que es judío el que se siente judío; si bien coincido con esta definición, no me parece suficiente. Durante muchos años, aunque el tema de ser judía no era un tema para mí me gustara o no, lo aceptara o no, era claramente visualizada como judía por el afuera; ser vista como judía por los demás, me instalaba en la comunidad judía, me separaba de la comunidad no judía. Se trata del aspecto exógeno de la definición, aspecto que no está considerado en la frase “es judío el que se siente judío”[4]. En toda sociedad la mirada del otro forma parte de nuestra definición, nos vamos co-construyendo en sucesiones y simultaneidades de asunciones y delegaciones, atribuciones e identificaciones. Es decir, puede ser judío alguien que no se sienta como tal pero que es definido de esta manera por el afuera. Inversamente, alguien que se sienta judío puede no ser reconocido como tal por la comunidad judía (religiosamente, sólo es judío el nacido de vientre judío) que no lo acepta ni reconoce como parte de la comunidad.

LOS DESIGNADORES. Pareciera que se es judío cuando uno se siente como tal, se reconoce y se acepta y también cuando es reconocido y aceptado por algún sector de la sociedad que actúa como designador. Cuando alguien es judío, entonces, ¿es judío porque lo dice quién? Parece que habría en principio tres designadores: 1) desde la comunidad no-judía, 2) desde la comunidad judía y 3) uno mismo.

Como ya dije en la primera parte, en la Argentina, somos definidos como judíos por nuestro apellido (la comunidad argentina cataloga rápidamente como judío a todo apellido alemán y eslavo), nuestro aspecto físico (piel muy blanca, ojos claros, nariz encorvada), nuestra ropa y/o arreglo personal (uso de kipá, largas barbas), los lugares que frecuentamos (clubes e instituciones judías, religiosas o laicas), etc.

En el interior de la comunidad judía, se admiten varias definiciones con distintos grados de estrictez (hijo de madre judía, hijo de padres casados bajo jupá, varón circuncidado, hijo de padres o abuelos judíos, mujer u hombre convertido, etc); cada sub-grupo dentro de la comunidad tiene para sí los requerimientos que en el interior del grupo define a sus miembros como judíos.

Los judíos conversos y sus descendientes,¿siguen siendo judíos? En España, por ejemplo, los judíos que decidieron permanecer en esa tierra, debieron convertirse, de buen o de mal grado, convencidos o simulando estarlo.

¿Cuál ha sido el destino de aquellos marranos que, en las primeras generaciones “judeizaban en secreto” y en las siguientes fueron olvidando que habían sido judíos? Con el paso de los años y los siglos, fue borrándose el pasado común y los descendientes de los conversos viven hoy en el desconocimiento de su historia. ¿Cuánto los define hoy esta historia? ¿Los españoles de hoy, los descendientes de aquellos que fueron forzados a la conversión y que no saben ni sospechan ni imaginan que podría haber judíos en su pasado, ¿son judíos? Si defino el ser judío desde uno mismo como un sentimiento y un reconocimiento, no lo son. Si se elige la definición del mundo no-judío, es decir la “sangre” o la “biología” (ideas que, no me cansaré de repetir, deslizan rápida y peligrosamente hacia el concepto de “raza”), lo sientan o no, lo reconozcan o no, les guste o no, si sus antepasados fueron judíos, lo son. Si tomamos como categoría la lealtad a una historia común, ¿a qué historia son leales, a la de antes de la conversión o a la de después? ¿cómo se decide, con qué criterio si es que hay alguno además del subjetivo?

Este problema no sólo se da con los judíos conversos españoles. También lo tenemos con los judíos primero asimilados y luego conversos de todos los tiempos. ¿Son judíos? Obviamente la respuesta dependerá de cuál sea la definición de judío que se tome.

Cuando el designador es uno mismo. Pero el punto que me interesa en este momento, es la definición que proviene de uno mismo, una definición que trasciende de alguna manera misteriosa el tiempo y el espacio, que tiene que ver con el sentimiento y el reconocimiento: ¿qué es, para mí, “lo judío”?

Nos levantamos temprano. Hace mucho calor. Hay que salir bien temprano porque si no el sol no permite hacer todo el recorrido. Estamos con mi marido en Uxmal, unas ruinas mayas en la península de Yucatán. Casi no hay otros turistas debido a lo temprano de la hora. Caminamos por uno de los senderos entre los restos de las construcciones y vemos venir hacia nosotros otra pareja. Cuando estamos lo suficientemente cerca, alcanzo a distinguir que la mujer lleva un maguen David en el cuello. Yo llevo una Jai. Nuestras miradas van hacia nuestros respectivos colgantes como atraídas por un imán irresistible. Nos saludamos como si fuéramos conocidos. Ellos son belgas, nosotros argentinos. No nos hace falta hablar demasiado. No tenemos mucho que decirnos, sólo le ponemos palabras al reconocimiento aunque sin mencionarlo. No nos decimos “los cuatro somos judíos” pero los cuatro sabemos que la pequeña conversación se debe a que sabemos que lo somos. Quiénes somos, de donde venimos, a dónde vamos, qué calor, qué impresionantes las ruinas y se terminó lo que podíamos tener en común. Sin embargo no, puesto que lo que tenemos en común tiende un puente invisible que nos une con una estrella en una punta y unas letras hebreas en la otra, un clima de familiaridad misterioso que podría permitir que nos sintiéramos como hermanos de estos desconocidos. ¿Cómo se ha construido y cómo se sostiene esta vivencia de pertenecer a la misma familia? ¿Cuáles son los ingredientes? ¿Cómo sucedió que la noción de una historia común ha hecho que la identidad judía trascendiera las diferencias zonales, temporales, conductuales? No es del todo extraño por cierto que yo me pueda sentir hermanada con una mujer belga (blanca, occidental, europea) ¿Qué me une por acaso a un judío chino, a un etíope, a un turco? ¿qué costumbres? ¿qué formas de ver el mundo? Acá está el centro de mi pregunta. ¿En qué soy igual a un judío etíope o a uno de Kaifeng? No tenemos aspectos físicos similares, ni apetencias culturales o sociales, ni costumbres familiares. Y, sin embargo, todos decimos de nosotros mismos “soy judío”.

¿Qué tenemos en común?

Lo único que se me ocurre que nos une es la común noción de que somos judíos. El sentimiento otra vez, y el reconocimiento.

Si a través de la historia, los judíos nos hemos ido adaptando a las tierras por las que hemos ido estando en esta transitoriedad que tanto nos identifica; si nuestras costumbres, nuestras comidas, nuestros idiomas, nuestros aspectos físicos, fueron siendo más y más los de los lugares en los que establecimos nuestro hogar, ¿cómo se ha ido construyendo y sosteniendo este sentimiento, esta vivencia común de comunidad más allá del tiempo y del espacio y de las características físicas y conductuales? ¿Cuál ha sido ese poderoso factor común?

LOS ATRACTORES. Tomo prestado de la física el concepto de atractor como metáfora para comprender los elementos con que se ha ido construyendo la vivencia de ser judío. Llamo atractor a una especie de eje alrededor del cual se organiza, en este caso, la noción de la pertenencia,(cuando digo “especie de eje” pienso en “factor aglutinante”, “atractor universal”, es decir, una idea o conjunto de ideas, alrededor de la cual podían construir “lo judío” personas de distintos países, culturas, etc). Veo tres atractores y la reciente aparición de un cuarto que es en realidad la reedición aggiornada del primero. 1) La religión. El primer gran mensaje del que fuimos portadores a la civilización occidental fue el del monoteísmo. Durante siglos, mantuvimos como constante la fe y la militancia religiosa a través de la cual nos íbamos contando, generación tras generación, nuestra historia, nuestras leyes, valores y principios humanistas y de convivencia. El gran eje unificador de lo judío a lo largo de la historia, hasta fines del siglo XIX, fue la observancia religiosa, “shemá Israel...”. Pero no sólo el monoteísmo. También un cuerpo complejo y elaborado de leyes, prescripciones y prohibiciones que ordenaban un modo de vida civilizado y ético, un universo que hacía posible la existencia respetuosa, la supervivencia y la continuidad. El ser judío se definía de suyo y de modo universal, sin mayores problemas ni cuestionamientos. Costumbres, conductas, procederes, todo estaba claramente estipulado, reglado, penado. En el interior de la comunidad judía cada uno sabía quién era, qué se esperaba de él, qué podía y qué no podía hacer.

Hacia el exterior, esta persistencia en la observancia, esta sumisión a la tradición y a la ley, esta vocación activa de permanecer iguales a nosotros mismos y provocativamente diferentes del resto de la comunidad en la que vivíamos, no nos hizo la vida muy fácil. Curiosamente, cuanto más oposición recibíamos de la sociedad, más era nuestra persistencia en la continuidad. Esta situación tuvo su primer clímax durante la inquisición española, precedida por la dura experiencia de persecución en las Cruzadas.

2) El sionismo. En este siglo se produjo el florecimiento de un segundo eje que definía lo judío. Este segundo eje fue el sionismo. La lucha por el establecimiento de un territorio nacional fue un nuevo atractor universal, una nueva manera de ser judío que permitió que los agnósticos, los europeizados, los politizados, siguieran perteneciendo a la comunidad judía aunque no asistieran al jéder, aunque no rezaran ni tuvieran creencias religiosas o aunque no asistieran a sinagogas ni respetaran rituales o tradiciones. Ser sionista, aunque duramente resistido por los antisionistas como idea, era una definición sólida de lo judío que bastaba, era autosuficiente, una renovada bandera de lucha e identidad.

Hoy, después de 50 años de existencia del Estado de Israel, hay varios y diferentes sionismos. Se mantiene el clásico, el que propende a hacer aliá y, en el otro extremo, el que algunos llaman “simpatizante de Israel”, esto es el judío que vive fuera de Israel y que reconoce la importancia de la existencia del Estado de Israel, se siente con derecho a opinar, a luchar por sostener su existencia, pero no tiene la intención ni el interés de hacer aliá ni trabaja para que lo hagan otros. Este tipo de sionistas -¿post-sionistas? ¿neo-sionistas?- sea probablemente hoy la mayoría. No vemos peligros inminentes a nuestro alrededor; actuamos como si estuviéramos convencidos -¿otra vez?- de que el mundo ya aprendió, de que no habrá otro estado nazional socialista, entonces, no hay ya de qué temer, podemos instalarnos en nuestros respectivos lugares que sentimos propios e intentar ser judíos en ellos, diferentes pero integrados. Curiosamente estos neo-sionistas viven como querían los viejos bundistas con quienes tanto pelearon en la primera mitad del siglo. (Los bundistas, los socialistas judíos, se oponían a la creación del Estado de Israel y sostenían que había que luchar por la dignidad de ser judío allí donde el judío viviera). Entre los judíos de fuera de Israel, los comprometidos en algún tipo de acción política sionista parecen ser los menos. Así como se fueron apagando los fuegos de la izquierda judía -destino que fue siguiendo la izquierda en general-, parece irse apagando el entusiasmo jalutziano del sionismo primitivo.

Tal vez con el sionismo ha ido sucediendo algo que los seres humanos conocemos muy bien. La necesidad, el desafío son motores muy fuertes, son generadores de ideas, acciones, luchas; son convocantes y vibrantes. Una vez conseguido el objetivo, el entusiasmo mengua, los adeptos van escaseando. Es más fácil luchar para conseguir algo que mantener y sostener lo conquistado

Pero estos dos atractores han perdido fuerza. Mi pregunta acerca de qué es lo que me define como judía y me hermana con otros judíos del mundo tiene que ver con el debilitamiento de estos dos grandes ejes que parecieron definir a lo judío hasta ahora: la observancia religiosa y/o el sionismo[5].

El sionismo brindó un lugar dentro de la comunidad judía a quienes no tenían una fe religiosa, albergó a todos. Para muchos judíos ambos ejes o atractores no tienen ya la antigua vigencia ni les basta para reconocerse como judíos entre otros judíos ni para diferenciarse de los no judíos.

3) La shoá. Pero, promediando el siglo XX, sucedió la shoá, una tragedia que aún pugna por ser comprendida y categorizada como algo que forma parte de lo humano, que todavía no ha podido ser integrada al resto de nuestras experiencias acerca del ejercicio de la autoridad y la victimización, acerca de la arbitrariedad y la indefensión, acerca de la dignidad y la resistencia, acerca de la impotencia y la incredibilidad.

Después de un largo silencio de décadas, la shoá empezó a instalarse como tema y se propone, para mi gusto peligrosamente, como en nuevo atractor, el eje que muchos judíos no religiosos ni sionistas estábamos buscando para sentirnos judíos. No es poca la gente que encuentra en la shoá un nuevo eje de identificación con el judaísmo, sea por la renovada victimización de los seis millones asesinados, sea por la resistencia de los pocos que lo pudieron hacer. Esta identificación desde la shoá tiende a ser mistificada y mistificadora, simplificada y simplificadora, pues deja afuera, entre otras cosas, una de las características esenciales que tuvo la vida de los judíos en territorios ocupados por los nazis: los nuevos dilemas éticos, lo que Langer llamó, “choiceless choice”, las elecciones inelegibles del tipo de la elección de Sophie. Para muchos, la shoá es una nueva oportunidad de verse como judíos, de proclamarlo con la fuerza del que se sabe víctima arbitraria e injusta, del que tiene sobrados motivos para reclamar por la indiferencia cómplice del mundo. Digo que me parece peligrosa esta definición porque creo que empobrece a nuestra identidad, la reduce a la victimización, nos convierte en reclamadores, reivindicadores, vengadores, nos encierra como una trampa en una definición por lo negativo.

Por otra parte, el enemigo externo (el antisemita, el nazismo, los países árabes o quien sea) funciona como un elemento aglutinante y uniformador. La amenaza externa nos hace a todos judíos sin distinción y sin preguntas. Algunos creen que el judío es una construcción y necesidad del antisemita quitándonos toda esencialidad legítima[6]. Otros dicen, en una misma línea de pensamiento, que Israel se mantiene unido en virtud de la poderosa amenaza que lo rodea. Creo que tomar a la shoá como central en la definición de la identidad judía comporta el peligro de quitarnos, como decía, esencialidad legítima, ésa que estoy buscando en estas reflexiones.

4) el re-nacimiento de la religión. Tal vez debido a que esta debilidad de atractor es un fenómeno generalizado en el mundo judío, está surgiendo un hecho sorprendente. Crecen grupos religiosos que desentierran con renovado vigor el mensaje de la observancia rigurosa de la ley. La religión, en otra vuelta misteriosa de la historia, se presenta como un poderoso atractor, vestido esta vez de ropajes globalizados y sumamente seductores[7].

Ofrecen puntos de referencia claros, explícitos y unívocos acerca de lo que está bien y de lo que está mal, acerca de lo permitido y de lo prohibido, nos brindan la ley y el ritual. Esta estructuración tranquiliza a aquellas personas -muchas más de lo que suponemos- que no encuentran el sentido de la vida, a los que se sienten débiles, confusos, a los que se angustian en un mundo de tanta “libertad”, de tantas opciones para los que tienen y pueden, de tanta soledad. Ofrece un grupo sólido de pertenencia, redes de contención y solidaridad, a veces dinero, otras trabajo, siempre la vivencia de pertenecer, de ser, la tranquilidad, la comodidad de entregar parte del libre albedrío y recibir a cambio cuidado, sostén, protección y comunidad. No es poco.

Hacen todo esto de maneras sumamente hábiles, con buen marketing y excelente llegada. Tienen un gran poder de captación, especialmente, entre los jóvenes quienes se acercan sedientos a estos grupos que les ofrecen aquello de lo que la sociedad parece carecer: modelos éticos, ideales por los que luchar, principios férreos, caminos claramente delineados, mapas de ruta que hacen imposible perderse en el laberinto de las inciertas elecciones personales de las que uno debe hacerse responsable, personas ejemplares.

Inauguran, adicionalmente, un estilo que no era habitual en los judíos, el del misionero, el convencedor, -si se me perdona la palabra- el evangelizador. PREGUNTAS QUE ABREN PREGUNTAS. Si no soy religiosa ni suscribo una fe en ese sentido, si no soy sionista en el sentido de no luchar por el establecimiento de un estado que ya existe y no tener la intención de irme a vivir a Israel, si la idea de entregar mi libre albedrío a alguna autoridad subvierte mis más caros principios, ¿me queda sólo la shoá?. ¿Qué me hace ser judía como el resto de los judíos del mundo? ¿Cuál es la historia común que compartimos? ¿Quedará alguna? ¿Será éste el comienzo del fin de “lo judío”?

Tal vez no haya respuesta para estas preguntas.

Tal vez haya distintas respuestas según sea quien responda, dónde esté, a quién le responda y para qué, puesto que las respuestas pueden ser subjetivas y circunstanciales, móviles y transitorias.

Tal vez lo que nos define como judíos sea esta riquísima diversidad en la que nos vamos haciendo progresivamente diferentes los unos de los otros mientras podamos construir un nuevo atractor basado en la noción de una comunidad histórica y en las sabias lecciones éticas que aún esperan ser aplicadas.

Tal vez la religión, sus rituales y creencias, la idea de Dios, ha sido un atractor de tanta fuerza y poder, cuya ausencia determinará que el pueblo judío vaya perdiendo, nos guste o no, su identidad, su unidad y su sentido (-¿de verdad creés eso?, parece mentira che.... después de tanto estudiar y pensar venís a decir lo mismo que los religiosos...-, -No sé si lo creo.... lo temo, la verdad es que lo temo-).

Tal vez, como los judíos de mea shearim que abjuran del Estado de Israel porque basan su vida en la esperanza de un Mesías que no debe venir porque es un Mesías que se debe esperar, tal vez, decía, estas preguntas, como el cargamento de latas de sardinas del cuento[8], sean preguntas para no ser respondidas sino preguntas para ser preguntadas.

Tal vez, parte del misterio de estar vivo, o una de sus metáforas.

¿Quién sabe?

(1) En la España inquisitorial a los judíos convertidos se los incluía en la categoría de cristianos “nuevos” y así constaba en su documentación personal. Después de 50 años de vivir en la Argentina sin que el tema de lo judío hubiese sido un tema de mi preocupación, me llamo a mí misma -con cierta ironía, por qué no decirlo- judía “nueva” puesto que la conciencia de ser judía, la reflexión que ello comporta y las conductas consecuentes, han sido una adquisición reciente.

[2] Es evidente que estoy suponiendo que se trata de una pregunta ineludible para todo judío. Asumo que se trata de una inferencia subjetiva y que deberá insertarse seguramente en este contexto de preguntas nuevas. Como todo recién llegado, puedo correr el peligro del fanatismo, de la exageración. Por otra parte, me pregunto si se trata de una pregunta eminentemente judía o si es una pregunta que se formula cualquier miembro de un grupo minoritario, sea en número o en jerarquía social.

[3] No sé cómo llamarnos, porque el nombre “diaspóricos” no nos correponde ya. El galut, la diáspora, implicaba la idea de no tener lugar propio donde ir. Con la existencia del estado de Israel, el que no está allá es porque lo ha decidido de esa manera, no porque haya una imposibilidad real de hacerlo. Ya no vivimos más en la diáspora puesto que estamos donde hemos elegido estar, nada nos impide emigrar a Israel. Nuestra condición es otra, así debería ser nuestra denominación.

[4] No me voy a extender aquí en algunos aspectos que me parecen muy interesantes como por ejemplo las diferentes formas de ser visto como judío según fuera el barrio y a veces la cuadra en la que se viviera, la escuela, el club, lo que podía determinar -junto con la cultura familiar, la forma en que era visualizado “lo judío” en el interior de la familia nuclear y la extensa- que la vivencia de ser judío fuera un orgullo o bien una vergüenza, que pudiera ser llevada con ligereza o con oprobio. Esta vivencia determinaba que se ocultara o se exhibiera el ser judío, que se viviera sin preocuparse por la imagen que del judío brindaba el antisemita o que se estuviera pendiente de “parecer” o mejor de “no parecer” judío según esa misma imagen; por ejemplo, he observado que muchos judíos temerosos de ser señalados como judíos según el ideario antisemita del judío avaro, se muestran enfermizamente desprendidos con el dinero como si no les importara perderlo, no pueden reclamar una deuda, no piden descuento aunque el precio les parezca altísimo, no compran en lugares baratos, tienen dificultad en negociar honorarios, etc.

[5] Me atengo a la definición clásica y tradicional del sionismo. No opino en contra de la existencia del Estado de Israel ni me opongo en lo más mínimo a aquellos que toman parte activa en la política israelí desde el exterior. El estado de Israel nos brinda un sustento que nunca antes habíamos tenido, lo que nos otorga un mayor grado de maniobra en nuestras comunidades de pertenencia. Ser judío no es igual antes de Israel que ahora y este ser judío, un modo renovado de ser judío, aún está siendo construido. Me lleno de orgullo y alegría cuando veo el talit hecho bandera y me emociono hasta las lágrimas cuando escucho la esperanza hecha melodía entrañable en el hatikva. Yo sé que el estado de Israel también es mío, sé que está ahí y que puedo entrar cuando me plazca y opinar; no es sólo un país más, es más que eso para mí, con sus contradicciones, con algunas esenciales diferencias que tengo con algunas de sus políticas, pero es mío y a él sé que tengo derecho.

[6] Fue la hipótesis de Sartre en sus famosas Reflexiones sobre la Cuestión Judía. Pero más tarde se desdijo y reconoció que había elementos patognomónicos de lo judío además de las construcción del antisemita.

[7] Sería interesante ver qué relación hay entre este fenómeno y otros similares que suceden en la comunidad toda con la proliferación de pequeños grupos religiosos, sectas, etc y con el peligro del fundamentalismo religioso en general. Tal vez se trate de un indicador generalizado de la necesidad de ideales, de modelos éticos, de contención espiritual tan poco presentes en este mundo pragmático, salvajemente capitalista .Tal vez habría que considerar las fallas de la democracia, sus debilidades, arbitrariedades e injusticias -impunidad, corrupción- que determinan la búsqueda de sistemas autoritarios que “pongan las cosas en su lugar”.

[8] Se trata de un cargamento de latas de sardinas que va pasando por distintas manos y países en sucesivas transacciones comerciales hasta que vuelve a su lugar de origen, al primer comprador quien observa la fecha de vencimiento de las sardinas y constata que ya no se pueden consumir, a lo cual el vendedor le responde: “ es que no son sardinas para comer, son para comprar y vender”.

FRENTE AL PREJUICIO ANTIJUDIO, ¿qué hacer?

AYER.Era sábado a la tarde. Volvía de almorzar. Cansada y triste. Mamá se estaba muriendo. Cuestión de días, horas. Tal vez un milagro. Tal vez no iba a ser esta vez. Volvía desanimada al sanatorio, a esa habitación neutra. Sobre Rivadavia vi un puesto de flores. Mamá adoraba las flores. Flores, una maceta con flores, con flores rojas, eso compraría. Crucé la avenida con entusiasmo, como si así pudiera frenar lo irrefrenable. Había varias macetas. Elegí unas azaleas frondosas y pujantes. “Son ocho pesos” me dijo un vendedor, “¿las envuelvo para regalo?”. Le dije que no, que no hacía falta, “¿tiene cambio de cincuenta?”. Tomó el billete que le alcanzaba, lo miró al trasluz, “¿más chico no tiene?”. No tenía. Miró a su alrededor. A unos pasos un kiosko estaba a punto de cerrar. “¿A ver si tiene el judío?” dijo mientras iba hacia allí, “los judíos siempre tienen”, como quien dice “hace calor, vio?”. Me quedé esperando, con la maceta en la mano, el entusiasmo mustio, a que volviera con el cambio. Como una marmota, sin saber qué hacer. ¿Cómo responder a ese comentario? ¿Tenía que decir algo? ¿Cómo podía no decir nada? ¿Era el lugar, la persona y la oportunidad para explicarle? ¿Para qué iría a servir una explicación? ¿Sabría el hombre que su comentario había sido doblemente antisemita o lo había dicho como esas cosas que se dicen así nomás, sin realmente pensar así? Tal vez su primer “judío” era como decir “gordo”, “petiso” o “tano”. Tal vez el agregado/rúbrica, fue buscando una complicidad conmigo que ciertamente no debí haberle parecido judía, un ¿vió?, ellos son así, no sé cómo hacen pero siempre tienen plata, como si dijera “estos porteños siempre prepotentes” o cualquier comentario banal, sin importancia. ¿Cómo explayarme sobre el prejuicio sin estar segura de que él sabía que se trataba de eso? ¿Ponerme a explicarle allí las implicaciones de lo que decía? Tenía que volver al sanatorio para llevarle a mamá la planta para que, en caso de volver a abrir los ojos encontrara una hermosa flor. ¿Qué importancia tenía este señor a quien seguramente olvidaría instantáneamente frente a lo que me esperaba en el sanatorio? Me acusé de paranoica, de exagerada. Pero me molestaba. También podía dejar la maceta, recuperar mis cincuenta pesos y mandarme a mudar. Pero ahí ya volvía el hombre con el cambio. Lo tomé y me fui sin saludar. Disgustada conmigo misma. HOY. En un foro de ésos que pululan por e-mail, me llegó el lunes 3 de septiembre un artículo firmado por un supuesto filósofo llamado Dr Alberto Buela. El foro se llama NAC & POP (Red Nacional y Popular de Noticias) cuyo Director Editorial es Martín García y su Coordinadora General Rosana Salas. El artículo se titula: “Sobre el realismo político” y es un análisis de la realidad argentina actual. Señalo algunos párrafos que extraigo del texto:

(.....)Como dato sociológico es sabido y conocido por todos que el manejo de las finanzas públicas de Argentina es realizado desde hace un siglo por la comunidad judía, la que rara vez ocupa los primeros cargos (José Gelbarg con Perón y Grinspum con Alfonsín) sino más bien los segundos. Así viajaron a principios de mes a Washington el vice ministro de economía Daniel Marx, el vicepresidente del Banco Central Miguel Blejer junto con una selecta comitiva lobbista. Y allá los reciben Stanley Fischer números dos del FMI y Claudio Loser del Dto. Hemisferio Occidental asistiendo el jefe permanente de la misión argentina ante el FMI, Tomás Raichman. Un enigma interesante se nos plantea ¿entre ellos, hablarán en castellano, inglés o idisch?.

(.....)¿Es tan difícil comprender que ante una situación límite un país debe enviar a sus hombres más probados en honradez, eficacia y preferencia, antes que nada, de los intereses de su Nación?

(......) La Argentina es un país que cae mal en Wall Street y en los organismos multinacionales. Personajes como el especulador judeo-húngaro George Soros (nunca confíen en un financiero mecenas) están empeñados en una crisis iberoamericana. Para ello, no sólo venden títulos argentinos, también utilizan un arma aún más eficaz: lanzan informes pesimistas, demoledores, sobre las posibilidades de salir del fango. Sólo hunden un país.

(....)Viernes 17 de Agosto de 2001, diario La Nación a toda página anuncia la llegada del mayor inversor en mercados emergentes el judeo-yanqui Mark Mobius, que rechaza que haya un ataque especulativo por parte de su co-religionario Soros contra la Argentina y que propone que la solución es la dolarización.

(.....) El país quedaría así, definitivamente en manos anónimas internacionales. En manos de un imperialismo desterritorializado cuya capital estaría constituida por un gran triángulo internacional cuyos vértices serían Nueva York, Jerusalén y Londres.

(......) En los únicos lugares de toda la Argentina que no se registran hechos de violencia, ni robos ni hurtos es en los colegios judíos, countries judíos y asociaciones y clubes de todo tipo que les pertenecen por miles, porque todos están vigilados, día y noche, por la policía federal, provincial y por la Gendarmería Nacional. Servicios de meses y años todos pagados por el empobrecido Estado nacional, en detrimento incluso de sus fines específicos. Pero de esto no se habla, no sea cosa que le cuelgue a uno el san Benito de antijudío y fascista.

Seis años después me sentí otra vez frente al vendedor del puesto de flores en la mitad de la calle. ¿Me quedo callada frente a este despliegue de dolorosamente conocidas patrañas? Si me callo, si lo dejo pasar, otorgo, doy mi aval a que este tipo de declaraciones pasen a mi lado con mi consentimiento. Si respondo, les confiero peso, convalido su valor como argumentación. Otra vez, ¿qué hacer? Esta vez nadie esperaba mis flores en ningún sanatorio. Esta vez podía pensar. Esta vez se trataba de todo un doctor filósofo. Esta vez era alguien que sabía exactamente lo que decía, para qué lo decía, por qué lo decía, qué fines buscaba con lo que decía, cuál era la historia de lo que decía. E igualmente yo dudaba en responder, en mandar el e-mail a otra gente para ver si se indignaban como yo, en mandar denuncias, en protestar.

LA NATURALEZA DEL PREJUICIO. Los que hemos reflexionado alrededor de la naturaleza del prejuicio sabemos de su irreductibilidad al razonamiento y a las argumentaciones. El prejuicio tiene un corazón duro como el basamento cristalino de las montañas. La esencia del prejuicio suele ser justificada con las más variadas teorías, con ropajes incluso racionales y supuestamente científicos. Ése debe ser el caso del filósofo de marras, el tal Dr Buela. ¿Argumentar con él? ¿Para qué? Si cualquier cosa que uno diga puede y será tomado en contra, como un nuevo argumento que confirma el prejuicio antijudío. Es como aquel juego en el que si sale cara el otro gana y si sale seca uno pierde. “Estos judíos, qué rápido contestan, eso sí lo saben hacer bien, y para hacer dialéctica y confundir son de lo mejor. Si ladran es señal de que cabalgamos. Ahora van a venir cientos más a decir lo mismo. Porque cuando hacen algo, son de una cohesión única, así construyeron el imperio financiero sinárquico que domina los bancos y los medios de prensa”. Podría seguir varios renglones con más de este tipo de argumentos que todos hemos escuchado viniendo de algún antijudío ilustrado, esa idea de la supuesta unidad de los judíos, unidad que se expresa, casi exclusivamente ante el ataque, porque a todos nos duele igual.

“Miente, miente que algo quedará” decía Goebbles, el artífice de la propaganda nazi antijudía, el que construyó y afianzó, sobre una atávica sospecha cristiana sobre el pueblo judío, la convicción de que judío y comunista eran sinónimos tanto como judío y capitalista. Goebbles fue el gestor de este prodigio de la contradicción en economía política al identificar a los comunistas con los capitalistas. Ahí se ve la fuerza y la irreductibilidad del prejuicio pues ambos elementos fueron comprados irreflexivamente por la gran masa del pueblo alemán y gran parte de sus vecinos europeos, los futuros verdugos del pueblo judío. El absurdo de equiparar comunistas a capitalistas nunca fue el foco de la atención. Ambos, odiados, temidos, convergían en los judíos que, además, claro, habían matado a Cristo. No nos olvidemos de ello.

QUÉ HACER.La pregunta que guía en este caso el presente texto, es ¿cuál es la conducta adecuada?. Adecuada para qué, desde dónde. Pues, para no dejar pasar el infundio sin respuesta, para intentar modificar en algo el pensamiento del interlocutor y/o el de los otros eventuales destinatarios, para no sentirse mal como aquella tarde me pasó con el vendedor de flores. O sea que la respuesta depende del objetivo de la conducta. No es lo mismo si lo que queremos es cambiar al otro que descargar nuestro enojo. En mi caso, desde mi lugar de hija de sobrevivientes de la Shoá e interesada profundamente en aquel fenómeno y sus aún vigentes consecuencias, la pregunta es urgente. Nuestra lucha por la memoria es más que el intento de mantener vivo el horror. Nuestra lucha por la memoria apunta al aprendizaje social necesario para la reflexión crítica ante ciertos intentos de manipulación. Para nosotros, los sobrevivientes de la Shoá y sus hijos, el tema casi toca nuestra identidad. No podemos dejarlo pasar y seguir nuestra vida como si tal cosa. Veamos qué conductas he observado en los judíos en general como respuesta a un comentario antijudío.

He observado la conducta airada, indignada, despectiva, irónica, la parálisis, la indiferencia, el miedo, la explicación, el razonamiento, la discusión. Según sea la combinación del monto de la rabia que a uno le produce, junto a la idea de poder modificar en algo al interlocutor y la capacidad y la posibilidad en dar la respuesta adecuada.

ESCEPTICISMO O CONFIANZA. Me interesa particularmente, porque creo que es central, la idea que tengamos acerca de la posibilidad o no de cambiar algo en alguien, o sea el escepticismo o la confianza. Diría que son actitudes pre-reflexivas, uno tiene una u otra.

Si uno se deja penetrar por la vivencia, a veces honda, de lo irreparable del núcleo del prejuicio así como de otros aspectos malignos de la naturaleza social y humana, todo pierde sentido, nada de lo que uno diga o haga va a modificar, fundamentalmente, la propia sensación de inutilidad. Para qué contestar, para qué pelear, para qué nada.

Si uno considera que existe cierta permeabilidad en el otro –sea otro individual u otro social- si uno confía en la posibilidad del cambio, el qué hacer cobra sentido. Uno nunca sabe si el sentido lo sume a uno en la sabiduría o en la ilusión como yo cuando quería comprar aquella maceta. Pero yo quería volver a ver sonreír a mamá.

Todo se reduce al final a creer o no. La gran apuesta cotidiana que hacemos al despertar es ésa. Tenía el sueño de que si mamá abría los ojos y encontraba flores, lo bello de la vida iba a ser más fuerte que su cuerpo claudicante y volvería a vivir. Hace falta de este sueño para responder a un antijudío, hace falta de esta ilusión en la naturaleza humana para que uno se siente a pensar qué digo, cómo digo, para que uno se siente a escribir.

QUÉ HICE YO. No sé si lo que hice está bien, si sirve para algo. Además de escribir estas palabras que hoy comparto con ustedes, hice algunas otras cosas.

- El martes 4 de septiembre, envié el siguiente texto al INADI (Instituto Nacional contra la Discriminación), dirigido al Dr Eugenio Zaffaroni y que hasta hoy no me ha sido respondido: Está circulando por e-mail el texto reproducido abajo. Su lectura es por demás elocuente. Su contenido es claramente racista, discriminatorio y manipulador. La historia del siglo pasado nos ha enseñado a prestar atención a este tipo de contenidos, a no tomarlos a la ligera y observarlos y tratarlos como si fueran el huevo de la serpiente. Espero que el INADI tome cartas en el asunto. (con copia a varios periodistas y políticos, judíos y no judíos, por supuesto).

- Envié el mismo díaal foro NAC&POP, originario del libelo antijudío, lo siguiente y aún no me ha sido respondido:

Sr Martín García, Sra Rosana Salas, Dr Alberto Buela:

Menudo favor les hacen a las causas nacionales y populares con la difusión de este indignante, triste y desesperanzador libelo.

Sus argumentos son frágiles, estúpidos y dolorosamente evocadores de otros que llevaron a matanzas millonarias. Al mismo tiempo, -como en aquella infausta ocasión- son muy "oportunos" porque proponen un chivo expiatorio justo en el momento en que todos pedimos que no hagan olas.

Más que "nacional" son "nazionales" y más que "popular" son "populacheros".

Menudo favor les hacen a las causas populares y nacionales. El enemigo es otro, muchachos. El imaginario eje judío-capitalista supuestamente causante del descalabro argentino deja afuera a la gran mayoría de los judíos pobres -argentinos y del resto del mundo- y a la enorme cantidad de no judíos mal nacidos -argentinos y del resto del mundo- que disfrutan del banquete que pagamos con desempleo, injusticia e iniquidad social los pobres del sur.

No confundan ni se confundan. A menos que tengan algún objetivo non sancto.

Mientras el enemigo sea "el judío", todo va a seguir igual: vamos a seguir meando fuera del tarro. Por ahí es ése el objetivo que tienen: que todo siga igual.

Menudo favor les hacen a las causas populares y nacionales. Tal vez lo de "nacional y popular" sea tan sólo para atraer a la gilada con argumentos basura.

Goebbels sigue haciendo escuela.

Bravo muchachos! Así va a andar todo fenómeno.

Enfin.

Menudo favor les hacen a las causas populares y nacionales.

R.I.P.

- Envié también el texto antijudío completo del filósofo Buela a todos mis corresponsales que espero hayan enviado a estas alturas sus protestas a menos que hubieran optado por la indiferencia o los haya inundado el mortal escepticismo.

Mientras, en Durban asimilan al sionismo con el racismo.

Ah! Me olvidaba: aquella tarde de agosto de hace seis años, mamá llegó a abrir los ojos, vio las flores y sonrió.

EL PREJUICIO ANTIJUDÍO Y LOS JUDÍOS PÚBLICOS

Los judíos somos como todos los demás. Los judíos somos personas como todos. Hay entre nosotros buena gente y mala gente. Alegres y tristes. Honrados y delincuentes. Heterosexuales, homosexuales y bisexuales. Profesionales, comerciantes, empleados, banqueros, obreros y desempleados. Miembros de clase acomodada, de la progresivamente evanescente clase media -los nuevos pobres-, los desposeídos -los pobres estructurales- .Estudiantes, drogadictos, deportistas y rockeros. Lectores y miradores de televisión. Intelectuales y pragmáticos. Generosos y avaros. Narigones y ñatos. Creyentes, ateos, fundamentalistas, agnósticos. Banqueros, médicos, empleados, amas de casa, mendigos. Filántropos, asesinos, prostitutas, poetas. Hipermétropes, miopes y con visión normal. Liberales, izquierdistas, menemistas, no sabe/no contesta. Religiosos, ateos, escépticos, cientificistas, racionalistas, tecnócratas. Neuróticos, psicóticos, psicópatas y perversos. ¿Para qué seguir? Somos igual que cualquiera. Como los católicos, o los morochos, o los que miden 1,64m de altura, o los que tienen sangre grupo A. No existe una “raza” judía. Los judíos no alcanzamos a ser una categoría que nos diferencie del resto de la población (no existen razas en los seres humanos. Desde el punto de vista biológico -el concepto raza pertenece a ese dominio de la ciencia-, los humanos somos todos iguales, sólo nos diferenciamos en rasgos exteriores, anecdóticos -colores y formas- insuficientes para diferenciarnos genéticamente.

A pesar de la fructífera prédica del ideario antisemita (más propiamente: antijudío, y así lo seguiré llamando), ni nuestro aspecto ni nuestra conducta ni nuestra vida nos distingue del resto de la gente. Yo siempre lo supe puesto que recibo habitualmente el dudoso elogio: “no parecés judía”.

No parecer judío. ¿Cómo es “parecer” judío?: ¿es la nariz? ¿es tener un apellido terminado en “man” o en “vitsky”? ¿es la relación con el dinero? ¿es la “natural” tendencia conspirativa para cambiar el orden mundial?

¿Por qué no parezco judía? ¿y, lo que me resulta especialmente doloroso admitir, por qué, por momentos, no parecer judía me parece una suerte? (-¿Dijiste “una suerte”?-, -Sí...-, - ¿Estás loca?, ¿renegás de tu origen?-, -No, no es eso, es que en la Argentina, en mi experiencia, muchas veces fue de verdad una suerte..., no quiero ofender a nadie, lo siento-)

No parecer judía me libera de una sospecha. No parecer judía me otorga una libertad desconocida porque no debo probar nada, no debo defenderme ni responder a ninguna acusación. (-¿De qué acusación estás hablando? ¿Quién te acusa?¿De qué?) Creo que se trata del prejuicio antijudío que incorporé. Es como si viviera dialogando con un texto secreto, una especie de entrelíneas constante, desde el cual me voy confrontando con el tal prejuicio que prescribe cómo es un judío. Se trata de una persona oscura, artera, traicionera, que se cree superior, aprovechadora, despreciable. La frase “no parecés judía”, en realidad, no dice nada de mí, habla más bien de la persona que la enuncia, puesto que descubre la fuerza de su prejuicio antijudío. En algún punto mío, pasaba por alto esta consideración y atendía al aparente “elogio”, lo cual hablaría de la fuerza y vigencia que el mismo prejuicio tiene en mí. Tiene que ver, quizás, con la prisión que representa la mirada del otro.

La mirada del otro. “El infierno son los otros” es la frase con la que culmina A Puerta Cerrada, la obra de teatro de Sartre. La mirada del otro determina en gran medida mi conducta, la contextualiza, le atribuye un sentido, una intencionalidad. Si soy mirada como ladrón -o mentirosa, o fúlmine o depresiva, o lo que sea-, lo acepte o no, me guste o no, quedo prisionera de esa calificación y a ella se referirá toda conducta mía; si la atribución me disgusta, me agravia, deberé probar a cada paso que no soy eso. No sólo con los demás, incluso a solas porque sigue funcionando en mi interior. La mirada del otro es un referente poderoso que se interioriza y con el que se establece un diálogo constante.

En el momento en que menciono mi condición de judía, percibo que algo se dispara en el otro, una cierta mirada que amenaza con quitarme humanidad, me constriñe, me obliga a jugar al juego de “yo no soy así” (así se refiere, por supuesto, al prejuicio antijudío claramente negativo, nunca a lo positivo), siento que debo probar que soy igual que cualquiera y, al mismo tiempo, que ello no me es permitido, que no hay manera de probarlo, mi causa está perdida de antemano, lo irracional no es soluble en la racionalidad. Ello a menudo de maneras delicadamente sutiles, como el polvillo casi transparente de los árboles en primavera que sólo en los sensibilizados despierta una irritante alergia; los no-sensibilizados no lo registran. Porque no me refiero al ataque antijudío directo -ése es más fácil de reconocer porque es frontal, inequívoco, objetivo-, sino a la mirada incorporada, atávica -la del otro y la propia-, transmitida desde todos los intersticios de la vida familiar y social y confirmada con espanto enceguecedor por lo sucedido bajo el dominio nazi. Aunque no sólo allá y entonces. También aquí y ahora, hay quienes se refieren a los judíos como “poderosos delegados del diablo”, como “seres peligrosos complotados en cofradías conspirativas con tentáculos invisibles y de alcances universales”.

LOS JUDÍOS PÚBLICOS.

La cuestión se me complica y se potencia, con la actuación pública de otros judíos, el tratamiento que reciben de la sociedad en general y, por sobre todo, con mis propios prejuicios acerca de ellos, mi expectativa acerca de cuáles debieran ser sus conductas “apropiadas” o “inapropiadas” y el lugar en el que siento que me colocan en uno y en otro caso.

Manías secretas. ¿Por qué tengo la costumbre de mirar los avisos fúnebres en el diario y buscar primero los encabezados por una estrella? ¿busco parientes, amigos? ¿me siento hermanada de alguna manera especial porque se trata de otro judío? ¿Por qué me quedo al final de la película leyendo los créditos viendo cuál apellido es judío y cual no y me gusta cuando se trata del guionista o el director y me incomoda cuando es el productor?¿Por qué la manía de repasar con minuciosidad el listado de alguna obra social o pre-pago médico o comisiones de fundaciones o clubes o partidos políticos para ver qué porcentaje de judíos incluye?

Cosas que hago casi a escondidas de mí misma, con vergüenza por descubrirme en una posición tan “irracional” como el prejuicio, tan dolorosamente discriminatoria como la del antijudío -o del anticualquier cosa- que detesto. Tal vez ande buscando, como tantos antijudíos, que el prejuicio se confirme: así como los antijudíos buscan en cada judío una confirmación de su natural malignidad, yo podría estar buscando la comprobación de lo antijudío que es el medio en el que vivo, cuánto del pre-juicio es “pre”-previo a la reflexión- y cuánto es “juicio” -evaluación objetiva de la realidad-.

La “hermanación”. Hago mío lo expresado por Daniel Muchnik el 12 de junio de 1997 en Tzavta, citado en “Comentarios y Opiniones”(publicación del ICUF de junio 1997):

“El judaísmo es un extenso archipiélago, con infinidad de islas que no se comunican entre sí. ¿Qué tengo que ver yo con los judíos argentinos que tienen actividad en el entorno de Menem? ¿Qué me une a un judío que se resiste a salir del siglo XVII o a un judío que no conoce las razones y las consecuencias del Holocausto?

Pese a todo, pese a las diferencias, la condición judía nos hermana. Somos judíos por igual.

¿Qué es lo que comparto con los judíos fascistas (que los hay, los hay y en grandes cantidades), con los judíos racistas, con los judíos imperialistas? ¿Puedo sentirme relacionado con los judíos financistas de Wall Street que elaboran modelos económicos que nos hacen vivir en un ajuste permanente?”

Cuando la “hermanación” duele. Pese a todo - y repito las palabras de Muchnik- pese a las diferencias, la condición judía nos hermana. Esta “hermanación” se ha vuelto para mí, un forúnculo que necesito apretar.

A mi me gusta, me hace bien cuando personajes prominentes que dan una imagen pública valorada y apreciada, como por ejemplo Albert Einstein, Woody Allen y Jonas Salk, son judíos. Complementariamente, me disgusta, me hace mal cuando algunas personas públicas, controversiales, fundamentalmente si son compatriotas como por ejemplo Carlos Corach, Elías Jassán, Alberto Kohan, son judías (el pobre Kohan está en esta lista por infausta portación de apellido; aunque diga que no es judío, no tiene mi “suerte”). Algunas personas -mucho más susceptibles, irritables, desconfiadas (léase paranoicas) que yo- sostienen la maquiavélica teoría conspirativa de que el actual gobierno colocó a estos judíos en semejantes puestos candentes, a modo de fusible. Los judíos conocemos nuestro histórico rol de fusibles, esto no sería nuevo: cualquier cosa que pase, el responsable es un judío, la culpa es, casi, de la proverbial perversidad de los judíos, y no del gobierno.

Lo cierto es que, dejando de lado este nivel extremo de susceptibilidad, a mí me molesta que un personaje público, sospechado, sea judío, me toca directamente, me agravia, me hermana en una fraternidad que no acepto como propia. Tal vez lo mío sea un caso raro, tal vez seamos sólo unos pocos los que nos sentimos tan directamente implicados cuando algunas judíos públicos son cuestionados y tememos que ello amenace reavivar en nuestros compatriotas, ávidos de explicaciones simples y de culpables, el prejuicio antijudío y sus efectos pragmáticos. (¿Pero qué decís? ¿que los judíos debiéramos ser buenos, sin tacha, a toda prueba, “mejores”, para tener el derecho a ocupar un lugar en el mundo y no poner en peligro a los demás judíos? ¿No dijiste que no sos como los antijudíos, que creés que somos todos iguales, entonces, si somos argentinos por igual, no tenemos el mismo derecho de portarnos mal igual que cualquiera? ¿Creés acaso que somos vistos antes como judíos que como argentinos? ¡Salí del ghetto, sos una perseguida, lo tuyo es subjetivo, te rendiste a tu paranoia, es una cosa personal! Encima sos discriminatoria y racista, igual que los antijudíos. Padecés de un caso agudo de identificación con el agresor, hacéte ver).

¿Les pasará algo de esto a los gallegos, a los musulmanes, armenios, coreanos, en fin, a miembros de otras colectividades? ¿Son sólo ideas mías o es verdad que no miramos igual -ni judíos ni no judíos- las inconductas de todos, que cuando se trata de un judío público es su condición de judío lo que se pone en primer término, como una rúbrica, una confirmación? Por ejemplo, hay mucha gente que lo odia a Cavallo, lo llaman “el pelado”, sin embargo no pareciera que los pelados se sientan implicados, ni los cordobeses, ni los de ojos celestes, ni los católicos, ni los que estudiaron en el exterior, ni los economistas, ni los que miran fijo, etc. Por el contrario, si del ministro del Interior se dice “el judío Corach”, esta calificación -o más bien, descalificación- se vuelve un juicio lapidario, incontrastable, definitivo que nos involucra a todos los judíos. (Recordemos a modo de ejemplos recientes el “es un judío piojoso” de Pierri cuando pretendió descalificar al periodista Roman Lejtman, o la “sinagoga radical” frase con la que se pretendió acusar al gobierno de Raúl Alfonsín).

De lo individual a lo colectivo. El tema que me preocupa intensamente es que para mí, si un judío es sospechado, en esta sociedad calladamente antijudía, se produce un deslizamiento y una amplificación del caso individual a ese colectivo social creado por el antijudío, llamado “los judíos”, en virtud del cual, corremos el peligro de pasar a ser sospechosos todos. Y me espanta. Me espanta que estas figuras públicas ubicadas hoy en el centro de las sospechas, vean potenciada su “sospechabilidad” por el hecho de ser judíos, repito, como una esperada confirmación. Rápidamente podemos ser mirados “los judíos” como sospechosos, tal vez peligrosos, tal vez culpables y volvernos -situación harto conocida y temida- chivos expiatorios manipulados por alguna dirigencia ávida de calmar a una población desesperada que vive en la carencia y en la pauperización creciente. En este contexto social y económico, temo conductas antijudías. Temo que mi hija vaya a una escuela judía. Temo el tercer atentado.

Como judía no soy ingenua. El pasado reciente nos ha provisto de una evidencia incontrastable de lo que puede pasar con nosotros dadas: 1) las condiciones contextuales -situación social crítica-, 2) la necesidad adecuada -encuentro de un culpable- y 3) un eficaz mecanismo manipulador. Puede decírseme que las cosas no son igual que bajo el nazismo, que hoy existe Israel, que todo es diferente. Por cierto, el mundo no es igual para los judíos con la existencia del Estado de Israel. Aunque ello no fue así para las víctimas de la embajada de Israel ni para las de la AMIA. Tampoco lo es para mí, argentina, judía, que visualizo a mi país como un peligroso polvorín que, en caso de explotar, puede volver a tomarnos como víctimas propiciatorias.

El forúnculo. Me perturba que Corach sea el ministro del Interior, me perturba que Jassán haya sido el ministro de Justicia y me perturba que Kohan sea el secretario de la presidencia en un gobierno que hay quienes creen que podría pasar a la historia como el que más convivió con la corrupción generalizada, los negociados y la impunidad. Y me da vergüenza que me pase esto. No tiene relación con lo que pienso. No está bien sentir así, me pone en una posición profundamente discriminatoria. Mis ideas y mis principios entran en colisión con otro plano de mi experiencia y me contradigo y no sé qué hacer con eso.

Lo que pienso es que cualquiera tiene el derecho de actuar públicamente, de ser honesto o deshonesto, bueno o malo, ofensivo o inofensivo, sea del color que sea, sea de la religión que sea, sea su sexo o preferencia sexual cual sea.

Sin embargo, lo que me pasa es que la conducta pública de un judío, cuando es cuestionada o sospechada, incrementa mi necesidad de defenderme, de gritar que no somos todos iguales, que ese funcionario actúa como ciudadano argentino, no como judío, que nada de lo que haga o diga puede ser tomado, comprendido o valorado desde el contexto de “lo judío”.

¿A quién hablarle? ¿A quién explicarle todo esto si parece que sólo está sucediendo en mi mente afiebrada? Por otra parte, desgraciadamente no creo que sea explicando que se diluyen los prejuicios (véase por ejemplo lo ineficaz de la campaña para el uso de preservativos). Mi pretensión, mi necesidad de explicar es irracional. Tanto como el prejuicio. Pero no lo puedo evitar: ni puedo evitar la molestia ni puedo evitar la necesidad de explicar.

Ciertas figuras públicas judías me recuerdan que “los judíos” podemos ser sospechados, que tenemos que estar demostrando nuestra inofensividad, nuestra confiabilidad, porque en cualquier momento podemos volver a ser “culpables” de cobrarnos una libra de carne, de la muerte de Jesús, de desangrar a niños cristianos para nuestros horripilantes rituales, de envenenar el agua de la población, de conspirar para conseguir el poder mundial y transformar al mundo en nuestro esclavo, que merecemos ser exterminados, gaseados y vueltos polvo.

Memoria Activa, discurso 1997

Estamos en la Plaza Lavalle y hay a nuestro alrededor una ciudad que empieza la semana, coches, colectivos, gente que pasa por la calle, gente que entra o sale del palacio de los tribunales, los policías que nos cuidan. Todo normal, tranquilo, pacífico. Pero es otro el escenario que hay en nuestras conciencias. Desde nuestras conciencias, no es límpido el aire que respiramos: estamos tsvishen falendike vends, entre paredes que se derrumban.Hay paredes derrumbadas a nuestro alrededor, las paredes de la embajada de Israel y las paredes de la casa de la AMIA. Pero no son las únicas, hemos convivido antes con otras paredes que se nos iban derrumbando, y junto con ellas, iban cayendo para algunos las esperanzas de un mundo mejor. Estoy pensando en las paredes de la ESMA, las del pozo de Banfield, las de automotores Orletti, las de la Perla... Pero ayer nomas aparecieron nuevos escombros: con el asesinato de Cabezas y la firme decisión del periodismo independiente de no dejarlo pasar esta vez, se van fortaleciendo algunas de nuestras peores sospechas. Por ejemplo algunas inquietantes connivencias del poder político con el poder económico, la flagrante falta de independencia de algunos miembros del poder judicial, la trama de complicidades y corrupción dentro de la policía. Estos muros que se nos vienen encima no están, además, ubicados en un oasis paradisíaco. Por el contrario, son paredes que caen en un contexto estremecedor de despidos y falta de trabajo, globalizaciones y mafias, un panorama que nos pone cada vez más escépticos y desesperanzados. Sí, estamos parados entre todas estas paredes que se derrumban. Y me pregunto, por qué estamos acá a pesar de todo, por qué esta insistencia en pararnos frente al palacio de los tribunales todos los lunes dando cuenta de algunas paredes derrumbadas. Esta canción se canta tsvishen falendike vends, entre paredes que se derrumban, dice el himno del partisano que se ha hecho símbolo de la suprema decisión de vivir con dignidad. Y ésa es la respuesta que me doy todos los lunes cuando decido estar acá: es por la dignidad. A pesar del descreimiento, de la dolorosa convicción de que la justicia que esperamos no será posible, vengo todos los lunes por una cuestión de dignidad. Estoy acá, ij bin du todos los lunes para sumarme a estos empecinados que insisten en decir que las cosas no están bien, que estamos siendo engañados, que aún hay valores por los cuales vivir, que no está bien robar, que no está bien violar, que no está bien torturar, que no está bien matar. Estoy acá, ij bin du, porque necesito sentir que aún hay paredes que siguen de pié, que aún hay gente dispuesta a luchar por aquello que considera justo y necesario. Estoy acá, ij bin du, para reencontrarme con algunas caras cuyos nombres desconozco pero con quienes se ha estructurado una especie de hermandad muda, hecha de gestos y presencias. Estoy acá, ij bin du, por tantos que ya no pueden estar; por ejemplo mis padres. Mis padres. Mi papá ya había muerto el día del atentado a AMIA, pero mi mamá aún vivía. Creo que, al igual que todos los que estamos acá, no olvidaré nunca las circunstancias en las que lo supe. Estaba trabajando cuando sonó el teléfono. Contrariamente a mi costumbre, ese lunes, no me pregunten por qué puesto que no lo sé, ese lunes dije “disculpe” a la persona que estaba viendo y atendí:

- “Perdoname, perdoname hija, por Dios perdoname, perdoname...”-escuché a mi mamá con la voz quebrada por los sollozos, -“perdoname, llamalo a tu hermano, a los chicos, qué hice Dios mío, qué hice, por qué vinimos acá, papá no quería, papá me decía ‘a dónde? ¿Argentina? ¿qué hay allí? indios, prostíbulos, ¿qué vamos a hacer allí? ¿en qué idioma vamos a hablar? ¿y dónde queda?’ y yo insistí, que es un país nuevo, que allá no hay guerras, que me dijeron que hay muchos judíos, que viven bien, que nadie los molesta, que hay sinagogas, y cementerios y... mirá qué estúpida que fui...” Yo no entendía nada. Su angustia me lastimaba. No era común que mamá hablara así ni dijera esas cosas. ¿De qué me hablaba? - “pará mamá...., ¿qué te pasa?” - “¿cómo qué me pasa? Todo pasa otra vez, las bombas, el odio, la muerte, ¿por qué nos quieren matar? ¿qué les hicimos? ¿por qué este odio nos persigue a donde vamos? Perdoname nena, perdoname, te quiero, te juro que te quiero, a todos, cómo quisiera dar vuelta atrás el reloj, no sabía, no sabía que los traía al infierno, otra vez al infierno, no sabía...” - “mamá, por favor, qué pasa, decime qué pasa...” - “la AMIA, bombardearon la AMIA, otra vez las bombas, otra vez el miedo, ya creí que me había olvidado, pero no, todo está acá, toda la casa tembló, mirá los muertos, mirá en la televisión, se levantó un humo negro que veía desde la ventana, no escuchaba los gritos pero ya conozco esos gritos, no puedo dejar de escucharlos....” En esa mañana de ese lunes 18 de julio, para mi mamá fue otra vez el infierno. Después de cincuenta años era otra vez Polonia, otra vez el terror, otra vez la pérdida de su primer hijo, ese hermano que nunca conocí. Para los sobrevivientes de la shoá, para nosotros, sus hijos, el atentado fue una confirmación lacerante. Nosotros no éramos inocentes, la shoá nos enseñó una dura lección, sabemos que no hay nada que un ser humano no pueda hacerle a otro, llevamos en la carne las heridas de una memoria que parece aletargada pero que renace con suma facilidad y nos enciende, otra vez, las mismas preguntas. Son preguntas desesperadas y, probablemente sin respuestas. Nos preguntamos por la naturaleza humana, por la maldad, por la arbitrariedad y la injusticia, por el afán de poder, por la crueldad favorecida y estimulada en la impunidad... Son preguntas desesperantes, mejor no pensar en ello, mejor ocuparse de la dieta, del fútbol o distraerse con la televisión. ¿Para qué sirve protestar? por otra parte, ¿para qué sirve sumergirse obstinadamente en la memoria del dolor?, ¿para qué sirve amargarse si al final no pasa nada, si la fiesta del poder sigue su curso, si no hay nada que podamos hacer? Pero es por estas preguntas desesperadas que estoy acá, porque es difícil enfrentarse con estas cosas estando solo, uno necesita del calor de un otro, de una mirada, de una actitud solidaria, de una mano. Dina Wardi dijo que los hijos de sobrevivientes de la shoa somos como velas conmemorativas, las velas del iur tsait, las que los judíos encendemos en cada aniversario de la muerte de nuestros seres queridos. Dice Dina Wardi que somos velas conmemorativas porque nacimos cuando a nuestro alrededor no había más que escombros, cenizas y muerte, que recuperamos para nuestros padres la esperanza de un futuro aún posible pero que, al mismo tiempo, somos un perenne recordatorio de los que ya no están. Curioso destino el nuestro, de luces y sombras, de pasado y futuro, de muerte y vida. Este ritual de todos los lunes podría ser pensado también como un encendido colectivo de velas conmemorativas, un acto de resistencia ante paredes que se derrumban, memoria y acto, decisión de vivir con dignidad, nada heroico ni demasiado ruidoso, nada más ni nada menos que nuestras presencias, nuestros cuerpos de pie diciendo: ¡estamos acá!, ¡mir zenen du!