Distinciones y reflexiones.Siempre es importante hablar, transmitir las experiencias vividas para que sirvan como aprendizaje para futuras generaciones. Siempre es importante hablar acerca de la shoá, superar las resistencias que encontramos a cada paso para contar cómo fue, qué pasó, qué hizo cada uno. Siempre es importante hablar acerca de la shoá y ciertos sistemas ideológicos y políticos, pero en este momento lo es aún más, entre otras cosas, debido a la inusitada fuerza que están teniendo los negadores de la shoá.
La shoá no fue una experiencia unívoca ni se puede reducir a frases simples. Cada sobreviviente vivió otra experiencia durante la shoá. Recién en la confrontación con otros relatos y en el estudio del hecho total, pueden los sobrevivientes ver que su propia experiencia ha sido una parte. Hasta el momento de reconocer que otros sobrevivientes han vivido otras circunstancias, muchos habían pensado que lo suyo podía ser generalizable a todos. Ha habido importantes diferencias entre lo vivido por cada uno. El reconocimiento de las diferencias no debería incidir en el derecho que cada uno tiene de hablar. Sin embargo a veces incide. La revisión de algunos aspectos de esto, es el propósito de las siguientes reflexiones.
Dejado en claro que considero imprescindible el hablar acerca de la shoá, quisiera ahora reflexionar acerca de algunos aspectos problemáticos de algunas de estas conversaciones. Se trata de situaciones generadas por algunos sobrevivientes -no todos ni siquiera la mayoría- y algunos efectos que producen en los demás.
Un sobreviviente que habla acerca de su experiencia en la shoá, es más que una víctima, es más que un testigo. Un sobreviviente no habla sólo por sí mismo aunque sólo cuente su historia. La fuerza y la riqueza de su mensaje debiera germinar en quienes oyen, hacerlos reflexionar sobre la humanidad en general. Sería ideal que un sobreviviente que habla acerca de su experiencia en la shoá fuera un maestro. No todos pueden. Lo sé y no me parece sensato pretenderlo. Propongo las cuestiones que siguen con la esperanza de que nos sean útiles para pensar no sólo a los sobrevivientes, sino a nosotros mismos.
Algunas conversaciones tienen efectos contrarios a los deseados por los mismos sobrevivientes. Tanto me he ocupado del silencio, que emprendo estas reflexiones acerca del hablar con el mismo espíritu, el de la necesaria transmisión. Debemos distinguir, antes que nada, las conversaciones privadas de las públicas. Se trata en el primer caso, de aquellas ocasiones en las que los sobrevivientes son invitados a dar su testimonio en algún medio masivo (radio, televisión, medios gráficos) o ante algún público (escuelas, instituciones culturales, etc). En el segundo caso, se trata de charlas, encuentros entre sobrevivientes, palabras que no trascienden pero que tienen un efecto, a veces lesivo, en ellos mismos. LAS CONVERSACIONES PÚBLICAS.
A la hora de brindar testimonios, las diferencias entre las experiencias vividas por los sobrevivientes, tienen peso y valor. Si el testimonio debe dar evidencias del grado y el nivel del proceso de asesinato masivo de adultos y niños, del alcance de la crueldad y la humillación, de la gratuidad, de la arbitrariedad, de la injusticia, de la profunda indignidad en la que los nazis sumergieron a los judíos, así como de la existencia de los campos, especialmente de los campos de muerte, entonces, los sobrevivientes tienen una calificación indudable. Hay algunos sobrevivientes que serán más efectivos que otros para dar a conocer estos aspectos, aquéllos que han vivido en carne propia estas experiencias. Y el testimonio vivo de alguien que fue protagonista y testigo es crucial a la hora de confrontar los falaces argumentos de los negadores.
Pero a la hora de testimoniar, a la hora de hablar, con hablar no basta, ni con exhibir el tatuaje en el antebrazo. Se requiere la posibilidad de ponderar a qué público se está hablando para elegir las palabras, las experiencias que se contarán, el clima, el tono, cosa no siempre posible. Los sobrevivientes no han recibido un entrenamiento para enfrentar un público, dependen de su habilidad natural y de la posibilidad, no siempre al alcance, de mantener la “cabeza fría” y no dejarse llevar por las olas de emociones que los invaden, por la presiones, por el miedo a no ser entendidos. Hoy los sobrevivientes pueden hablar. La posibilidad de hablar públicamente acerca de la supervivencia es relativamente reciente. No resultaba fácil para los sobrevivientes de la shoá contarlo. Ello se debía a varios factores relativos, básicamente a dos cosas: la decisión de hacer lo posible por no recordar, por un lado, y la imposibilidad que mostró la sociedad de escuchar, por el otro. Hoy, ambas cosas cambiaron. Los sobrevivientes saben ya que, aunque hayan puesto todo su empeño, no han logrado olvidar. La sociedad, por su parte, se volvió más permeable y desde algunos sectores abre nuevos oídos y empieza a poder escuchar. Todo esto hace poco tiempo. Lástima que tantos sobrevivientes ya no están para contar lo suyo, para aportar sus piezas a este endiablado rompecabezas. Lo cierto es que durante casi cincuenta años, su experiencia durante la shoá había permanecido en silencio y en las sombras. Ahora algunos son llamados a programas de televisión, a la radio, se les hacen reportajes en los diarios y distintas publicaciones, escriben y publican sus memorias. Los sobrevivientes empiezan a existir públicamente, tienen caras reconocibles, nombres, características personales. Sin embargo son pocos los que han accedido al reconocimiento público. La enorme mayoría continúa con su vida ignota, contando sus experiencias -cuando lo hacen- sólo a quienes tienen cerca.
La intensidad de los relatos. He escuchado algunos comentarios adversos, críticos, a la forma en que se cuentan algunas cosas, dramáticamente, con “demasiada” intensidad. Dicen, los que se oponen, que contar de esta manera atenta contra el efecto testimonial, que espanta a la gente, que la exhibición cruda de algunas circunstancias provoca rechazo. Supongo que nada es definitivo, que todo depende de quién cuenta, cuánto, cómo, dónde y, especialmente, a quién. Sin embargo, creo que vale la pena intentar comprender la intensidad dramática con la que a veces los sobrevivientes cuentan lo vivido durante la shoá.
La contenida necesidad de contar. A poco de terminada la guerra, una vez vueltos a la vida, tenían desesperación por contar. Para muchos, era ésa la única justificación de haber quedado con vida. Estaban dispuestos a hablar hasta que se les secaran las bocas, querían recordar todas y cada una de las ignominias vividas, nombrar a cada uno de los perpetradores, a sus cómplices, a los traidores, recordar a quienes los ayudaron, a quienes se arriesgaron, mantener viva la presencia de sus muertos, de cada uno de ellos. Recién vueltos a la vida, los sobrevivientes querían eso. Pero se encontraron con un muro hecho de uno de dos materiales: 1) con preguntas vacías o superficiales, “¿qué tal? ¿cómo fue?”de ésas que mejor se contestan con dos o tres palabras pero sin decir ni contar nada de lo que pasó o 2) con preguntas que encubrían otra que no siempre pronunciaban pero que se entreveía en los ojos, la intención, el tono, la pregunta terrible de “¿por qué vos vivís mientras que todos los demás murieron? ¿a qué se debe que vivas? ¿qué hiciste?”. Este golpe fue, para muchos, insoportable. La mayoría decidió callar, muchos incluso evitaban decir que eran sobrevivientes de la shoá.
La intensidad. Hoy, los que hablan temen, otra vez, no ser escuchados, sienten por momentos que lo que dicen rebota en lo que cree la gente que siempre ha vivido la vida normal, que no puede entender ni ver ni aceptar lo que de verdad les están contando, que hay una dimensión que se les escapa fatalmente. Esto desespera a los sobrevivientes, y algunos advierten la urgencia de atrapar al auditorio, de cautivarlo, de recuperar el tiempo de oídos sordos. Aparecen entonces relatos intensos, dramáticos que hacen tan presente y vívida la situación que se conmueven y se angustian como si el tiempo no hubiera pasado. Su intención es, en principio, que el público quede marcado con el relato, que le resulte inolvidable. “Escúchenme, tal vez no tenga facilidad de palabra o no pronuncie bien, pero préstenme atención, sólo yo puedo contar esto, nadie más que yo, yo soy la historia”. Pero, ni bien comienzan a contar, algunos se vuelven prisioneros de su relato y la historia misma los envuelve y ya no es una historia lo que están contando, es otra vez aquello, están otra vez allá.
No sólo es esto una respuesta a los años de forzado silencio. Es también una revancha frente a lo que los nazis nos hicieron, en esencia, quitarnos la posibilidad de elegir, de decidir. El poder hablar de aquel pasado de no-persona, de aquellas humillaciones y vergüenzas, aquella sucia impotencia junto a la carencia más elemental de lo básico (comida, dignidad y esperanza), les reintegra su humanidad. Dejábamos de ser personas, pasábamos a ser datos estadísticos, piezas en una maquinaria, carga, bultos. Fuimos deshumanizados en nuestra más profunda esencia, la de la libertad, la de la capacidad de decidir, de ser agentes de la propia vida. Contar, revivir, es su forma de volverse humanos en relación a la shoá. Bajo la ocupación nazi, los judíos éramos sujetos incondicionales del otro, someterse a ello o morir en el acto eran las únicas opciones. Ahora, en el momento de hablar, los sobrevivientes vuelven a ser agentes de sus vidas. Algunos temen que esa posibilidad se esfume como ya les sucediera una vez, y se desesperan.
Cuando se empieza a contar. También hay otro aspecto a considerar. Los momentos de los descubrimientos suelen ser impactantes, intensos. Los sobrevivientes han descubierto hace poco, lo repito, que pueden hablar. Para algunos, toda su vida se reorganizó alrededor de su posibilidad y derecho de hablar; el ser testigos de semejante horror, el ser escuchados en esos recuerdos, les dio repentinamente un lugar insospechado, un lugar de reconocimiento familiar y social que tanto se les había negado.
Al principio -para muchos todavía es el principio- la sed de contar, de hacer saber su historia impedía abrirse a las historias de los demás. Al principio, la necesidad de decir “acá estoy yo, esto es lo que me pasó” los convierte en algo así como en militantes de contar. Recién después de que el primer torrente es derramado, viene un segundo momento en el que se puede empezar a mirar a los otros sobrevivientes, a escuchar las otras historias, a revisar algunas convicciones, a aprender cosas nuevas, a relativizar lo que se tenía por dado, a pensar que su propia experiencia no resume la totalidad, es tan sólo una pieza de un enorme rompecabezas. LAS CONVERSACIONES PRIVADAS.
Los sobrevivientes han hablado siempre entre sí acerca de esta experiencia. Han compartido recuerdos, dolores, tristezas. Pero no todo ha sido fácil. Los sobrevivientes son tan humanos como cualquiera, con sus virtudes y sus defectos. La exposición pública del tema ha exacerbado algunos aspectos en las conversaciones privadas que ya existían. Las charlas solidarias hacen bien. Las charlas competitivas no hacen bien. De éstas hablaré a continuación.
Yo soy de verdad sobreviviente. No es infrecuente escuchar, en una conversación entre sobrevivientes “yo soy de verdad un/a sobreviviente”, enfatizando el “de verdad” de un modo que reivindica una condición para la que se siente con plenos derechos. ¿Supone acaso que su “de verdad” excluye al otro a quien no considera sobreviviente “verdadero”? ¿Será ese “de verdad”una frontera, donde “de acá para adentro estamos los verdaderos sobrevivientes” y “de acá para afuera no”?
¿Por qué es tan importante esta definición de quién tiene el derecho de ser, llamarse y ser reconocido como sobreviviente en una conversación privada? ¿Qué podemos ver si nos detenemos un poco? ¿Se trata sólo de un problema de los sobrevivientes o quizás podamos hacerlo extensivo a algún otra área de la conducta humana? ¿Cuál es la discusión que propone quien se adjudica ser “de verdad” un/a sobreviviente? ¿A quién o quiénes implica? ¿Cuáles son los argumentos? ¿Es éste un mundo de una única verdad y todo lo que no sea ésta es una mentira? ¿Es éste un mundo de excluidos y excluidores en el que no hay lugar para las diferencias, para las distintas versiones, para la complejidad, para los matices? ¿Es que los discriminados a su vez discriminan? Y si así fuera, ¿no hacemos todos lo mismo?
El intento de medir el sufrimiento. El dolor y el sufrimiento no son fáciles de definir. Son sensaciones subjetivas, personales, no se pueden describir ni compartir ni comparar porque el registro del dolor es diferente para cada uno, así como su tolerancia. En las conversaciones entre sobrevivientes, hay a veces intentos de medir el sufrimiento y desde ahí calibrar derechos y posibilidades. Aparece en el hablar un medidor, “el sufrómetro”, que registra el grado de importancia que tiene cada uno respecto a su interlocutor según mida más en la escala de sufrimiento que supuestamente ambos comparten; el que llega al nivel más alto, o sea el que sufrió más, gana.
Demás está decir que esto no pasa sólo con los sobrevivientes. Volviendo a mis preguntas acerca de cómo es el mundo en el que vivimos, aceptemos que vivimos en una sociedad de ganadores y perdedores más que en una comunidad de lazos solidarios. Las salas de espera de los consultorios médicos lo conocen muy bien puesto que los pacientes compiten entre sí por cuántas y más cruentas operaciones o postoperatorios padecieron, cuáles y cuántas enfermedades y catástrofes los tuvieron como protagonistas. Es el mismo “sufrómetro” usado por algunos sobrevivientes y, en algún sentido, con la misma expectativa: si lo mío es más grande, si es peor, si la sangre perdida que yo llevo en mi memoria ocupa más espacio, yo soy más importante, merezco más atención, soy reconocido/a y aceptado/a, se acordará de mí, mi lugar en el mundo está asegurado, no pasé en vano. Puede sonar exagerado, pero quien haya presenciado alguna vez una tal escalada y el calor de las argumentaciones, convendrá conmigo que lo que se juega parece mucho más importante que el intercambio de experiencias dolorosas; es una disputa, un duelo, una competencia que se vuelve feroz, como si se les fuera la vida en ello.
Agreguemos un factor que puede oscurecer la comprensión puesto que si las personas involucradas en una tal esgrima son viejas, como sucede con los sobrevivientes, se tiende a pensar el problema como una patología propia de la vejez y se lo descalifica, se lo descarta. Pues no, no creo que sea cosa de viejos, creo que es cosa de humanos, humanos en la búsqueda de amor y reconocimiento en una sociedad con una ética dictada en cierta medida por los medios y lo que consideran importante o “noticia”, que suele ser sensacionalista y cruento. Lo que no entra en esa categoría, sencillamente es descartado, no puede ser dicho ni será publicado, ergo, no tendrá destino.
Los sobrevivientes no suelen decirlo tan abiertamente, pero muchas veces se tiene la sensación de que la reivindicación de su sufrimiento les otorga algún lugar preciado que necesitan conseguir. Un lugar que les fue negado, que les sigue siendo negado. Un lugar que les fue robado. Otra pérdida más, además de la padecida durante la shoá.
Lo que hace del “sufrómetro” un aparato complicado y poco confiable, es que cada uno lo calibra a su manera. Para algunos, el sufrimiento máximo fue el momento en que fueron separados de sus padres, para otros, fue el tener que sacar las dentaduras de los gaseados, para otros fue la desolación del vivir como salvaje en copas de árboles o en pozos de tierra.... y así indefinidamente. Cada uno determina cuál es la medida del mucho o poco sufrimiento y con esa medida mide a su interlocutor. La competencia es insoluble. No hay ganadores ni perdedores. Todos terminan sintiéndose mal y enojados con el otro que no aceptó “perder” ni menos reconocer que frente a lo que escuchaba lo suyo no era para tanto.
El doblemente maldito Auschwitz. Auschwitz, el archiconocido campo de exterminio (uno de los seis de exterminio de entre los cientos de campos de detención y trabajo) se ha vuelto EL símbolo de la shoá. Aunque, más que símbolo fértil, vivo, fuente de reflexiones y enriquecimiento de la experiencia de lo humano, se ha vuelto una especie de tumba de los significados y sentidos, un símbolo que se ha comido a todo lo demás, un todo que excluye a los que no formaron parte de él. De este modo, quienes sobrevivieron a Auschwitz, son vistos como lo patognomónico de la supervivencia. Los que sobrevivieron a Bergen Belsen, o Chelmno, o el puñado que logró escapar de Treblinka, son de otra categoría, porque hay categorías entre los sobrevivientes. Si alguien tuvo la “suerte” (espero que se lea la dolorosa ironía con la que lo digo) de haber pasado aunque sea unos días en Auschwitz, ya tiene patente universal. Aunque nunca estará del todo tranquilo porque siempre aparecerá alguien que dirá “¿qué sabe?... si estuvo sólo unos días... yo estuve años”. ¡Ni qué decir si el/la sobreviviente no estuvo en algún campo de la muerte! Si estuvo en algún otro campo, por ejemplo, el llamado por los nazis, campo modelo, el de Theresienstad (o Therezin) en Checoeslovaquia, donde los niños pintaban, se hacía teatro, dentro de la iniquidad y la locura más cruel, pero muy diferente a Chelmno o Treblinka. Y ni se nos ocurra pensar qué grado de sobrevivientes tienen los que sólo (¿sólo?) estuvieron en algún gueto, o escondidos, o con la identidad cambiada.
Las categorías. Las categorías no son malas en sí mismas. Los humanos necesitamos de categorías para pensar y para pensarnos. Todo no da igual. Las diferencias existen, las distinciones son imprescindibles para desarrollar conductas inteligentes, para tomar decisiones, para saber a qué atenerse en cada situación. Los sobrevivientes han tenido experiencias diferentes durante la shoá, no les pasó a todos lo mismo. Dejo para otra oportunidad una exhaustiva lista de las posibles categorías. Sólo diré aquí que comienza en quienes estuvieron internados en campos de muerte y pasa, en un nivel descendente, por todas las otra alternativas que tuvo la compleja, complicada, nunca unívoca, supervivencia de los judíos en los territorios ocupados por los nazis. Otras distinciones están relacionadas con las categorías por origen y clase social, actividades (profesionales, artistas e intelectuales antes que comerciantes, artesanos y obreros). Se ubican a sí mismos en primer lugar los alemanes, después los franceses y los húngaros, después los eslavos (polacos, rusos, latvios, etc) y los rumanos.
La discriminación. Es una de esas palabras que ha sufrido un proceso de contaminación del que ya no podrá desprenderse. Discriminar, sin embargo, no es malo en sí mismo, es diferenciar, distinguir, y es la base de todo proceso de pensamiento y lo que fundamenta la inteligencia. La discriminación es entendida hoy, tan sólo en un sentido negativo porque lleva cargada la experiencia de la shoá. La discriminación hoy no se puede separar de algunos de sus peores efectos, aquéllos que les quitan a las personas su derecho a ser libres, a trabajar, a expresarse y a vivir dónde y cómo quieran, y, fundamentalmente, les quitan su derecho a vivir.
Entendida así la discriminación, la discriminación entre discriminados es doblemente penosa. Uno supondría que habiendo sufrido algunos de sus peores efectos, las víctimas resucitadas se conducirían con los demás de manera respetuosa. Pero no siempre es así. No hemos aprendido la lección. Lo que lo hace tan difícil de abordar es que no se trata de una discriminación voluntaria, sino que está hecha de manera no intencional, sin darse cuenta del profundo sentido de su conducta. Todos los humanos discriminamos y si no lo sabemos no lo podremos controlar, corremos el peligro de ser prisioneros de nuestra propia discriminación.
¿Qué hacer? No puedo plantear un problema sin sugerir alguna salida, alguna forma de lidiar con ello y sentirse mejor.
Resumo los que son, a mi modo de ver, los tres problemas básicos entendiendo, repito, que este fenómeno no sucede sólo entre sobrevivientes de la shoá, sino que nos común a todas las personas:
1) Cada uno de nosotros trata a su dolor como el más doloroso y de hecho lo es, porque el dolor de uno lo siente uno mientras que el dolor del otro uno se lo imagina, no le duele de la misma manera.
2) Otra cosa que puede sucedernos es que confundamos nuestra opinión, nuestra visión de las cosas con la verdad y que así lo enunciemos. Si el otro, el que escucha, tiene otra opinión, otra visión de las cosas y las enuncia como la verdad, tenemos una pelea en puerta, no hay diálogo posible.
3) Es frecuente que generalicemos nuestra experiencia personal, esto es, que creamos que lo que hemos vivido nosotros es igual a lo que vivieron los demás.
Si en un contexto de conversación en el que un sobreviviente habla de lo suyo como de lo peor, está convencido de que su opinión es la verdad y cree que lo que vivió puede ser generalizable, y descalifica a otro sobreviviente en alguno o todos estos niveles, las respuestas posibles son dos: a) el silencio-parálisis o b) la discusión-pelea. Ambas respuestas son poco eficaces. El silencio implica sometimiento, aceptación, y no modifica el punto de vista del interlocutor. La pelea propone un ganador y un perdedor, nunca un acuerdo. De ninguna de las dos maneras se introduce la comprensión, el diálogo, el respeto y el consecuente enriquecimiento mutuo.
Cada uno deberá encontrar su propio camino para responder a una descalificación, un camino que contemple tanto la posibilidad del diálogo como la de la introducción de una información nueva. El escenario propuesto -la descalificación, la ofensa, el dolor- debe ser cambiado por otro más amigable que permita la conversación.
Con mis palabras, una alternativa podría ser: “Estoy segura/o de que para usted ha sido así, que ésa ha sido su experiencia, pero sepa usted que no fue igual para mí, déjeme contarle....”. Si en lugar de pararnos sobre el sustrato ilusorio de la generalización (todos los goim fueron....), o del enunciado de una verdad (esto fue así) nos apoyáramos en el pequeño pero firme e incuestionable territorio de nuestra experiencia, no sólo respetamos al otro sino que superamos su descalificación y le tendemos una mano haciendo posible el diálogo.
Cada sobrevivientes tiene su derecho a ser visto, comprendido, aceptado y amado como un/a sobreviviente de la shoá, cada uno con su porción de verdad, con su mochila de dolor a cuestas, es un testigo privilegiado de esta experiencia que, está visto, aún nos es tan difícil de digerir y comprender, contar y escuchar.