Estamos en la Plaza Lavalle y hay a nuestro alrededor una ciudad que empieza la semana, coches, colectivos, gente que pasa por la calle, gente que entra o sale del palacio de los tribunales, los policías que nos cuidan. Todo normal, tranquilo, pacífico. Pero es otro el escenario que hay en nuestras conciencias. Desde nuestras conciencias, no es límpido el aire que respiramos: estamos tsvishen falendike vends, entre paredes que se derrumban.Hay paredes derrumbadas a nuestro alrededor, las paredes de la embajada de Israel y las paredes de la casa de la AMIA. Pero no son las únicas, hemos convivido antes con otras paredes que se nos iban derrumbando, y junto con ellas, iban cayendo para algunos las esperanzas de un mundo mejor. Estoy pensando en las paredes de la ESMA, las del pozo de Banfield, las de automotores Orletti, las de la Perla... Pero ayer nomas aparecieron nuevos escombros: con el asesinato de Cabezas y la firme decisión del periodismo independiente de no dejarlo pasar esta vez, se van fortaleciendo algunas de nuestras peores sospechas. Por ejemplo algunas inquietantes connivencias del poder político con el poder económico, la flagrante falta de independencia de algunos miembros del poder judicial, la trama de complicidades y corrupción dentro de la policía. Estos muros que se nos vienen encima no están, además, ubicados en un oasis paradisíaco. Por el contrario, son paredes que caen en un contexto estremecedor de despidos y falta de trabajo, globalizaciones y mafias, un panorama que nos pone cada vez más escépticos y desesperanzados. Sí, estamos parados entre todas estas paredes que se derrumban. Y me pregunto, por qué estamos acá a pesar de todo, por qué esta insistencia en pararnos frente al palacio de los tribunales todos los lunes dando cuenta de algunas paredes derrumbadas. Esta canción se canta tsvishen falendike vends, entre paredes que se derrumban, dice el himno del partisano que se ha hecho símbolo de la suprema decisión de vivir con dignidad. Y ésa es la respuesta que me doy todos los lunes cuando decido estar acá: es por la dignidad. A pesar del descreimiento, de la dolorosa convicción de que la justicia que esperamos no será posible, vengo todos los lunes por una cuestión de dignidad. Estoy acá, ij bin du todos los lunes para sumarme a estos empecinados que insisten en decir que las cosas no están bien, que estamos siendo engañados, que aún hay valores por los cuales vivir, que no está bien robar, que no está bien violar, que no está bien torturar, que no está bien matar. Estoy acá, ij bin du, porque necesito sentir que aún hay paredes que siguen de pié, que aún hay gente dispuesta a luchar por aquello que considera justo y necesario. Estoy acá, ij bin du, para reencontrarme con algunas caras cuyos nombres desconozco pero con quienes se ha estructurado una especie de hermandad muda, hecha de gestos y presencias. Estoy acá, ij bin du, por tantos que ya no pueden estar; por ejemplo mis padres. Mis padres. Mi papá ya había muerto el día del atentado a AMIA, pero mi mamá aún vivía. Creo que, al igual que todos los que estamos acá, no olvidaré nunca las circunstancias en las que lo supe. Estaba trabajando cuando sonó el teléfono. Contrariamente a mi costumbre, ese lunes, no me pregunten por qué puesto que no lo sé, ese lunes dije “disculpe” a la persona que estaba viendo y atendí:
- “Perdoname, perdoname hija, por Dios perdoname, perdoname...”-escuché a mi mamá con la voz quebrada por los sollozos, -“perdoname, llamalo a tu hermano, a los chicos, qué hice Dios mío, qué hice, por qué vinimos acá, papá no quería, papá me decía ‘a dónde? ¿Argentina? ¿qué hay allí? indios, prostíbulos, ¿qué vamos a hacer allí? ¿en qué idioma vamos a hablar? ¿y dónde queda?’ y yo insistí, que es un país nuevo, que allá no hay guerras, que me dijeron que hay muchos judíos, que viven bien, que nadie los molesta, que hay sinagogas, y cementerios y... mirá qué estúpida que fui...” Yo no entendía nada. Su angustia me lastimaba. No era común que mamá hablara así ni dijera esas cosas. ¿De qué me hablaba? - “pará mamá...., ¿qué te pasa?” - “¿cómo qué me pasa? Todo pasa otra vez, las bombas, el odio, la muerte, ¿por qué nos quieren matar? ¿qué les hicimos? ¿por qué este odio nos persigue a donde vamos? Perdoname nena, perdoname, te quiero, te juro que te quiero, a todos, cómo quisiera dar vuelta atrás el reloj, no sabía, no sabía que los traía al infierno, otra vez al infierno, no sabía...” - “mamá, por favor, qué pasa, decime qué pasa...” - “la AMIA, bombardearon la AMIA, otra vez las bombas, otra vez el miedo, ya creí que me había olvidado, pero no, todo está acá, toda la casa tembló, mirá los muertos, mirá en la televisión, se levantó un humo negro que veía desde la ventana, no escuchaba los gritos pero ya conozco esos gritos, no puedo dejar de escucharlos....” En esa mañana de ese lunes 18 de julio, para mi mamá fue otra vez el infierno. Después de cincuenta años era otra vez Polonia, otra vez el terror, otra vez la pérdida de su primer hijo, ese hermano que nunca conocí. Para los sobrevivientes de la shoá, para nosotros, sus hijos, el atentado fue una confirmación lacerante. Nosotros no éramos inocentes, la shoá nos enseñó una dura lección, sabemos que no hay nada que un ser humano no pueda hacerle a otro, llevamos en la carne las heridas de una memoria que parece aletargada pero que renace con suma facilidad y nos enciende, otra vez, las mismas preguntas. Son preguntas desesperadas y, probablemente sin respuestas. Nos preguntamos por la naturaleza humana, por la maldad, por la arbitrariedad y la injusticia, por el afán de poder, por la crueldad favorecida y estimulada en la impunidad... Son preguntas desesperantes, mejor no pensar en ello, mejor ocuparse de la dieta, del fútbol o distraerse con la televisión. ¿Para qué sirve protestar? por otra parte, ¿para qué sirve sumergirse obstinadamente en la memoria del dolor?, ¿para qué sirve amargarse si al final no pasa nada, si la fiesta del poder sigue su curso, si no hay nada que podamos hacer? Pero es por estas preguntas desesperadas que estoy acá, porque es difícil enfrentarse con estas cosas estando solo, uno necesita del calor de un otro, de una mirada, de una actitud solidaria, de una mano. Dina Wardi dijo que los hijos de sobrevivientes de la shoa somos como velas conmemorativas, las velas del iur tsait, las que los judíos encendemos en cada aniversario de la muerte de nuestros seres queridos. Dice Dina Wardi que somos velas conmemorativas porque nacimos cuando a nuestro alrededor no había más que escombros, cenizas y muerte, que recuperamos para nuestros padres la esperanza de un futuro aún posible pero que, al mismo tiempo, somos un perenne recordatorio de los que ya no están. Curioso destino el nuestro, de luces y sombras, de pasado y futuro, de muerte y vida. Este ritual de todos los lunes podría ser pensado también como un encendido colectivo de velas conmemorativas, un acto de resistencia ante paredes que se derrumban, memoria y acto, decisión de vivir con dignidad, nada heroico ni demasiado ruidoso, nada más ni nada menos que nuestras presencias, nuestros cuerpos de pie diciendo: ¡estamos acá!, ¡mir zenen du!