MI COMUNIDAD, MI CASA

Mi casa es una casa judía. Me gustaría que la comunidad judía en la que vivo sea tan judía como lo es mi casa.

Mi casa, aunque no lo parece a simple vista, es una casa judía.

No parecemos. Digo que no lo parece a simple vista porque no somos religiosos ni observantes ni tradicionalistas en casi ningún sentido ritual, -salvo en el gastronómico y eso recién desde hace poco tiempo. Tenemos unos parientes lejanos apegados a las tradiciones, creyentes y respetuosos de la religión, con quienes nos unen lazos de cariño; a ellos no les gusta como vivimos, a nosotros nos parece raro el modo en que viven ellos, pero nos queremos y a la hora de la risa, la tristeza y la solidaridad hemos estamos siempre juntos. Nuestras relaciones no tienen como eje lo judío, nos movemos con comodidad tanto en el mundo judío como en el no-judío, hay matrimonios mixtos en nuestra familia y ello no ha sido un problema, no elegimos a nuestros amigos en virtud de su origen ni prosapia. Nos suena más conocido el idish que el hebreo, no vamos a clubes ni countries comunitarios, no tenemos familiares ricos, aunque ello no sería un descrédito de ningún modo, nos ganamos nuestro sustento igual que cualquiera. No usamos kipot ni bendecimos velas en shabat, en suma, no hacemos casi nada de lo que se supone que se hace o se debería hacer en una casa judía. Sé que para algunos - tanto judíos como no judíos- el no respetar ciertas pautas que consideran “sine qua non” podría descalificarnos como judíos.

Sin embargo. Sin embargo, creo, y esta convicción es la que estimula mis palabras, que mi casa es una casa judía, con lo judío mamado en las canciones de cuna en idish, con lo judío aprendido de la conducta de mis padres, con lo judío del buen nombre y la buena letra, de la decencia y la solidaridad. Tenemos costumbres y sostenemos valores que a veces me parece que se han olvidado en la comunidad en la que vivo. Quisiera, por ello, describir algunas características de lo que amo de mi casa y que refleja de manera viva lo esencial, a mi criterio, de lo judío y que quisiera ver también a mi alrededor.

La palabra. Mi casa es una casa judía porque en mi casa la palabra es un valor potente al que todos adherimos. En sus dos formas, la escrita y la hablada, que puede resumirse en una vieja frase, ya lamentablemente en desuso, que le atribuía a la palabra el valor y el peso de un cheque al portador.

- La palabra escrita: en mi casa se lee y se escribe, es una casa llena de libros, revistas, diarios, recortes, folletos, estantes en distintas habitaciones, lápices, biromes, reglas, gomas, resmas, todo en un cierto desorden organizado; una casa en la que mi hija menor, de 18 años, criada y cómodamente instalada en el mundo de la computadora, ha descubierto nuestra vieja máquina de escribir Crown, la ha desempolvado y se sienta y escribe en ella y vive la sensualidad del golpeteo de las teclas, el descubrimiento de la “monotonía” de no tener más que un solo tipo de letra, la mecánica del correr de la cinta, del tintineo de la campanilla al llegar al final del renglón, y dice “¡qué fantástico!”.

- la palabra hablada: en mi casa se habla, se discute, se cuestiona, se grita, todos se sienten con derecho a opinar, nadie es demasiado chico, poco importante o no calificado, cada tema es pasible de generar un enfrentamiento, nos polarizamos rápidamente y las cosas se vuelven rápidamente cuestiones de vida o muerte, y argumentamos, y contra argumentamos, y preguntamos y repreguntamos, y nos paramos sobre malos entendidos, y nos apasionamos, y sufrimos, y al final nos quedamos todos con la certeza de que teníamos razón, que la próxima vez diremos las cosas mejor y el otro quedará entonces definitivamente convencido.

El humor. Mi casa es una casa judía porque el humor nos acosa sin remedio. Somos de contarnos chistes, de burlarnos de nosotros mismos, no siempre con benevolencia. Hacemos gala de una a veces fina y otras burda ironía, nos gustan los chistes de judíos y de gallegos (y siempre alguien menciona que en Francia son de belgas, en Estados Unidos de polacos y así...), el humor negro, los comentarios picarescos; nos reímos de nuestras enfermedades, de nuestro envejecimiento, del romanticismo, de la estupidez, del cholulismo, de nuestras penas, de nuestras ilusiones, de alguna expectativa desmedida, de nuestra vanidad, de nuestro orgullo, de nuestros miedos. El humor protege nuestra tierna vulnerabilidad y la disfraza de dureza. Merced al humor podemos decirnos y pensar algunas cosas sin que duelan tanto.

La mesa. Mi casa es una casa judía porque el momento de la comida es el que signa los encuentros familiares. Las cosas importantes transcurren invariablemente alrededor de la mesa, generalmente durante la comida o a poco de haberla terminado. Es casi nuestro único ritual: en la mesa estamos todos juntos, nadie se va hasta que todos hayamos terminado, es nuestro momento de encuentro, tácito, pero respetado por quienes estemos. En consecuencia, es alrededor de la mesa que se dirimen todas las cuestiones, los permisos, los temas económicos, los proyectos, las negociaciones, los favores, los reproches, los comentarios de actualidad, los planes, los chimentos, las peleas, la reconciliaciones. La comida no tiene por qué ser cara o lujosa, basta con que sea suficiente y cariñosa.

La organización. Mi casa es una casa judía porque la interacción es horizontal y democrática, y la última palabra la tenemos los padres. Las cosas están bastante mejor organizadas de lo que parece. Nadie está ocioso, todos sabemos qué es lo que tenemos que hacer, casi sin que nadie lo diga. Los adultos trabajamos, los más jóvenes se preparan. Los espacios privados se respetan a rajatablas y los espacios comunes son cuidados y preservados. A veces hay superposiciones, es cierto, no hay tantos baños como personas, pero la cosa fluye sin demasiados problemas, o, sin problemas, al menos, que no se hayan podido solucionar. Se respeta el tiempo de cada uno, somos puntuales y siempre avisamos si hay un cambio de planes, para que el otro disponga de su tiempo y para que no se preocupe. Hay esferas de incumbencia claras y explícitas que redundan en las tomas de decisiones, sea en las económicas como en otras.

La memoria. Mi casa es una casa judía porque el pasado forma parte del presente. En mi casa hay muchas fotos, algunas exhibidas en los lugares por donde circulamos así las tenemos a mano y las podemos mirar y nos podemos encontrar en ellas. Muchas de nuestras conversaciones giran alrededor del “¿te acordás de...?” y guardamos papelitos, cartas, testimonios del pasado que cada tanto sacamos a la luz y nos regocijamos o nos ponemos tristes. Contamos de cuando éramos chicos, de cuando nuestros chicos eran chicos, contamos las historias de la familia, las oficiales y las secretas, ofrecemos con estos relatos la “goldene keit” de nuestra historia a nuestros hijos que repiten muletillas de anécdotas del pasado como si les fueran propias. Mantenemos viva la historia familiar, hacemos árboles genealógicos, nos contamos cómo fue, qué pasó, quienes y cuánto.

Gran parte de nuestra familia se perdió entre las cenizas y los escombros de la shoá y siempre los recordamos. Aunque tenemos seres amados en Tablada no somos de entronizar la muerte, preferimos mantener vivo su recuerdo hablando de ellos. Nos gusta estar con los viejos que aún están con nosotros, los que tienen más vivido, los que nos pueden contar.

La libertad y la responsabilidad. Mi casa es una casa judía porque hacemos un culto de la libertad y la responsabilidad. En mi casa nunca le estuvimos atrás a nuestros hijos recordándoles su responsabilidad, no los despertamos para ir a la escuela, no les indicamos que fueran a hacer los deberes, nos les preguntábamos si habían estudiado aún cuando el estudio siempre fue una primera prioridad. Era claro que la escuela era su responsabilidad, si no estudiaban tendrían que ir a dar examen a fin de año, ése era su problema no el nuestro. Cada uno sabe lo que tiene que hacer, cosa que no significa que siempre se haga, pero cada uno lo sabe y se hace cargo de las consecuencias. Nadie es discriminado por su forma de pensar ni por sus gustos.

El estudiar. Mi casa es una casa judía porque tenemos en alta estima al conocimiento.

El estudio, la formación intelectual, la reflexión, el juicio crítico, el develamiento de manipulaciones y trampas, el cuestionamiento de historias oficiales mistificadoras, todo esto ha sido pan de todos los días. La discusión política, la revisión de los supuestos atrás de la manipulación mediática eran y son ejes de nuestras conversaciones, aún cuando los chicos eran pequeños. Podía no haber dinero para alguna ropa o alguna diversión o algún mueble, pero si el tema era un libro, o un curso, o una carrera, el dinero aparecía, siempre lo hemos podido afrontar. Y no sólo el dinero, también el estímulo, el reconocimiento, el contento compartido por cada logro, por cada título. La lectura y el aliento a la expresión artística expresan el valor que le atribuimos a estas actividades.

El dinero. Mi casa es una casa judía porque tenemos una economía transparente y solidaria. En casa se trabaja o se estudia o se trabaja y se estudia. No hay mantenidos ni preferidos ni aprovechados. Todos saben de qué y cuánto se dispone. Cada uno se ocupa de su propia economía pero acude sin dudar cuando a otro le hace falta. Se alienta el cuidado del dinero pero no se le atribuye más valor que el que tiene, tiene el valor de la herramienta, no es un fin en sí mismo. Mantenemos las cuentas claras, nos pagamos las deudas, y todos sabemos que “si se puede” lo haremos y “si no se puede”, entonces, no. Si algún amigo o pariente ha necesitado y estaba a nuestro alcance, siempre contó con nosotros.

La música. Mi casa es una casa judía porque la música es una presencia tangible. Tenemos un piano y una guitarra, tenemos viejos y polvorientos long-plays, cajones llenos de cassettes y estantes rebosantes de cidis, nos gusta todo tipo de música. Cantamos, bailamos, no le tenemos miedo al contacto físico ni a la alegría ni a la emoción. Se nos mezclan Fito Páez, Silvio Rodríguez, Los Redonditos de Ricota, la Negra Sosa, Pugliese, Piazzola, Julio Sosa y Goyeneche con Chava Alberstein, Benzion Witler, Louis Armstrong, Los Beatles, Benny Goodman, Charles Aznavour, Mozart y Satie.

Las redes. Mi casa es una casa judía porque nos gusta tener y recibir amigos. Tenemos clara vivencia del tramado en el que vivimos, alimentamos las relaciones con amigos y parientes, con gente que queremos, nos apoyamos, nos sostenemos, nos hacemos compañía, compartimos tanto las amarguras como las dulzuras del todos los días, los nacimientos, las muertes, los casamientos, los embarazos, las enfermedades, los viajes, los cumpleaños...

Por todo eso, mi casa es una casa judía. Mi casa no es una casa fácil, ni ordenada, es más bien una casa viva, apasionada, nunca aburrida, donde circulan amores y odios, vivos y muertos, por momentos incómoda pero en donde cada uno de nosotros siente y sabe que puede contar con el otro.

Mi casa es una casa judía porque no es necesario que estemos en casa para estar en casa. Cualquier lugar puede ser “en casa”, basta con que nos encontremos, donde sea, pues el sólo saber que estamos, que somos quienes somos, levanta las paredes que nos hacen sentir en casa.