¡Three! ¡Two! ¡One! emitía la radio aquella mañana de julio de 1969. ¡Acaba de producirse el gran despegue!, decía conmovido el locutor desde la NASA. Llevé la radio al lado de la cuna de mi hijo mayor para que fuera testigo de aquel momento trascendente de la humanidad. ¿Cuándo nos vamos?, nos decían veinte años después nuestros hijos en nuestra visita a Cabo Kennedy. Mi marido y yo intentábamos contagiarlos de nuestra emoción ante los Apollos y los Saturnos, hablábamos del sueño de hacer posible lo imposible, de cuando los rusos y el Sputnik, de la perra Laika... pero no hallábamos eco. No podíamos entender qué pasaba. Nuestra desilusión era mayúscula. ¿Qué había pasado en esos veinte años? ¿Por qué para nosotros era una maravilla y para ellos era aburrido? ¿Se terminó la capacidad de asombro? ¿No queda nada ya frente a lo cual uno pueda maravillarse?
Hoy se conmemora la llegada del hombre a la luna. Las palabras de Neil Armstrong “un pequeño paso para el hombre y un gran paso para la humanidad” han perdido su sentido épico: la humanidad no sólo no renació sino que se quedó donde estaba, o tal vez peor porque hoy puede hacer mucho mejor lo que siempre hizo mal.
El primer alunizaje del hombre fue el último milagro, la última vez que creímos que lo imposible podría suceder. Tuvimos la suerte de maravillarnos porque lo increíble era posible y de soñar, en consecuencia, que la hermandad entre los humanos también lo sería.
¡Ilusos!, nos dicen socarronamente nuestros hijos que han aprendido a no maravillarse ni sorprenderse por nada. La violencia y los abusos cotidianos son para ellos un contexto esperable. La tecnología y la ciencia producen novedades tan vertiginosamente que han cambiado sus umbrales. El “eficientismo” a toda costa llevan a un alto grado de deshumanización. Ya nadie parece soñar con la hermandad humana.
Nuestros hijos son más realistas, más pragmáticos. El precio es muy caro: nos ha llevado a la tristeza, a la desesperanza, al desempleo, a la marginación. Nuestra generación también ha pagado: los grandes ideales y las expectativas irreales nos llevaron a crueles desilusiones, a genocidios y asesinatos en masa.
Hoy se festejan treinta años de la última vez que creímos en milagros. Brindo porque el pragmatismo de nuestros hijos haga un buen matrimonio con la esperanza y porque tengamos la sensatez de soñar sueños posibles.
Diana Wang, soñadora empedernida.