EL PREJUICIO ANTIJUDÍO Y LOS JUDÍOS PÚBLICOS

Los judíos somos como todos los demás. Los judíos somos personas como todos. Hay entre nosotros buena gente y mala gente. Alegres y tristes. Honrados y delincuentes. Heterosexuales, homosexuales y bisexuales. Profesionales, comerciantes, empleados, banqueros, obreros y desempleados. Miembros de clase acomodada, de la progresivamente evanescente clase media -los nuevos pobres-, los desposeídos -los pobres estructurales- .Estudiantes, drogadictos, deportistas y rockeros. Lectores y miradores de televisión. Intelectuales y pragmáticos. Generosos y avaros. Narigones y ñatos. Creyentes, ateos, fundamentalistas, agnósticos. Banqueros, médicos, empleados, amas de casa, mendigos. Filántropos, asesinos, prostitutas, poetas. Hipermétropes, miopes y con visión normal. Liberales, izquierdistas, menemistas, no sabe/no contesta. Religiosos, ateos, escépticos, cientificistas, racionalistas, tecnócratas. Neuróticos, psicóticos, psicópatas y perversos. ¿Para qué seguir? Somos igual que cualquiera. Como los católicos, o los morochos, o los que miden 1,64m de altura, o los que tienen sangre grupo A. No existe una “raza” judía. Los judíos no alcanzamos a ser una categoría que nos diferencie del resto de la población (no existen razas en los seres humanos. Desde el punto de vista biológico -el concepto raza pertenece a ese dominio de la ciencia-, los humanos somos todos iguales, sólo nos diferenciamos en rasgos exteriores, anecdóticos -colores y formas- insuficientes para diferenciarnos genéticamente.

A pesar de la fructífera prédica del ideario antisemita (más propiamente: antijudío, y así lo seguiré llamando), ni nuestro aspecto ni nuestra conducta ni nuestra vida nos distingue del resto de la gente. Yo siempre lo supe puesto que recibo habitualmente el dudoso elogio: “no parecés judía”.

No parecer judío. ¿Cómo es “parecer” judío?: ¿es la nariz? ¿es tener un apellido terminado en “man” o en “vitsky”? ¿es la relación con el dinero? ¿es la “natural” tendencia conspirativa para cambiar el orden mundial?

¿Por qué no parezco judía? ¿y, lo que me resulta especialmente doloroso admitir, por qué, por momentos, no parecer judía me parece una suerte? (-¿Dijiste “una suerte”?-, -Sí...-, - ¿Estás loca?, ¿renegás de tu origen?-, -No, no es eso, es que en la Argentina, en mi experiencia, muchas veces fue de verdad una suerte..., no quiero ofender a nadie, lo siento-)

No parecer judía me libera de una sospecha. No parecer judía me otorga una libertad desconocida porque no debo probar nada, no debo defenderme ni responder a ninguna acusación. (-¿De qué acusación estás hablando? ¿Quién te acusa?¿De qué?) Creo que se trata del prejuicio antijudío que incorporé. Es como si viviera dialogando con un texto secreto, una especie de entrelíneas constante, desde el cual me voy confrontando con el tal prejuicio que prescribe cómo es un judío. Se trata de una persona oscura, artera, traicionera, que se cree superior, aprovechadora, despreciable. La frase “no parecés judía”, en realidad, no dice nada de mí, habla más bien de la persona que la enuncia, puesto que descubre la fuerza de su prejuicio antijudío. En algún punto mío, pasaba por alto esta consideración y atendía al aparente “elogio”, lo cual hablaría de la fuerza y vigencia que el mismo prejuicio tiene en mí. Tiene que ver, quizás, con la prisión que representa la mirada del otro.

La mirada del otro. “El infierno son los otros” es la frase con la que culmina A Puerta Cerrada, la obra de teatro de Sartre. La mirada del otro determina en gran medida mi conducta, la contextualiza, le atribuye un sentido, una intencionalidad. Si soy mirada como ladrón -o mentirosa, o fúlmine o depresiva, o lo que sea-, lo acepte o no, me guste o no, quedo prisionera de esa calificación y a ella se referirá toda conducta mía; si la atribución me disgusta, me agravia, deberé probar a cada paso que no soy eso. No sólo con los demás, incluso a solas porque sigue funcionando en mi interior. La mirada del otro es un referente poderoso que se interioriza y con el que se establece un diálogo constante.

En el momento en que menciono mi condición de judía, percibo que algo se dispara en el otro, una cierta mirada que amenaza con quitarme humanidad, me constriñe, me obliga a jugar al juego de “yo no soy así” (así se refiere, por supuesto, al prejuicio antijudío claramente negativo, nunca a lo positivo), siento que debo probar que soy igual que cualquiera y, al mismo tiempo, que ello no me es permitido, que no hay manera de probarlo, mi causa está perdida de antemano, lo irracional no es soluble en la racionalidad. Ello a menudo de maneras delicadamente sutiles, como el polvillo casi transparente de los árboles en primavera que sólo en los sensibilizados despierta una irritante alergia; los no-sensibilizados no lo registran. Porque no me refiero al ataque antijudío directo -ése es más fácil de reconocer porque es frontal, inequívoco, objetivo-, sino a la mirada incorporada, atávica -la del otro y la propia-, transmitida desde todos los intersticios de la vida familiar y social y confirmada con espanto enceguecedor por lo sucedido bajo el dominio nazi. Aunque no sólo allá y entonces. También aquí y ahora, hay quienes se refieren a los judíos como “poderosos delegados del diablo”, como “seres peligrosos complotados en cofradías conspirativas con tentáculos invisibles y de alcances universales”.

LOS JUDÍOS PÚBLICOS.

La cuestión se me complica y se potencia, con la actuación pública de otros judíos, el tratamiento que reciben de la sociedad en general y, por sobre todo, con mis propios prejuicios acerca de ellos, mi expectativa acerca de cuáles debieran ser sus conductas “apropiadas” o “inapropiadas” y el lugar en el que siento que me colocan en uno y en otro caso.

Manías secretas. ¿Por qué tengo la costumbre de mirar los avisos fúnebres en el diario y buscar primero los encabezados por una estrella? ¿busco parientes, amigos? ¿me siento hermanada de alguna manera especial porque se trata de otro judío? ¿Por qué me quedo al final de la película leyendo los créditos viendo cuál apellido es judío y cual no y me gusta cuando se trata del guionista o el director y me incomoda cuando es el productor?¿Por qué la manía de repasar con minuciosidad el listado de alguna obra social o pre-pago médico o comisiones de fundaciones o clubes o partidos políticos para ver qué porcentaje de judíos incluye?

Cosas que hago casi a escondidas de mí misma, con vergüenza por descubrirme en una posición tan “irracional” como el prejuicio, tan dolorosamente discriminatoria como la del antijudío -o del anticualquier cosa- que detesto. Tal vez ande buscando, como tantos antijudíos, que el prejuicio se confirme: así como los antijudíos buscan en cada judío una confirmación de su natural malignidad, yo podría estar buscando la comprobación de lo antijudío que es el medio en el que vivo, cuánto del pre-juicio es “pre”-previo a la reflexión- y cuánto es “juicio” -evaluación objetiva de la realidad-.

La “hermanación”. Hago mío lo expresado por Daniel Muchnik el 12 de junio de 1997 en Tzavta, citado en “Comentarios y Opiniones”(publicación del ICUF de junio 1997):

“El judaísmo es un extenso archipiélago, con infinidad de islas que no se comunican entre sí. ¿Qué tengo que ver yo con los judíos argentinos que tienen actividad en el entorno de Menem? ¿Qué me une a un judío que se resiste a salir del siglo XVII o a un judío que no conoce las razones y las consecuencias del Holocausto?

Pese a todo, pese a las diferencias, la condición judía nos hermana. Somos judíos por igual.

¿Qué es lo que comparto con los judíos fascistas (que los hay, los hay y en grandes cantidades), con los judíos racistas, con los judíos imperialistas? ¿Puedo sentirme relacionado con los judíos financistas de Wall Street que elaboran modelos económicos que nos hacen vivir en un ajuste permanente?”

Cuando la “hermanación” duele. Pese a todo - y repito las palabras de Muchnik- pese a las diferencias, la condición judía nos hermana. Esta “hermanación” se ha vuelto para mí, un forúnculo que necesito apretar.

A mi me gusta, me hace bien cuando personajes prominentes que dan una imagen pública valorada y apreciada, como por ejemplo Albert Einstein, Woody Allen y Jonas Salk, son judíos. Complementariamente, me disgusta, me hace mal cuando algunas personas públicas, controversiales, fundamentalmente si son compatriotas como por ejemplo Carlos Corach, Elías Jassán, Alberto Kohan, son judías (el pobre Kohan está en esta lista por infausta portación de apellido; aunque diga que no es judío, no tiene mi “suerte”). Algunas personas -mucho más susceptibles, irritables, desconfiadas (léase paranoicas) que yo- sostienen la maquiavélica teoría conspirativa de que el actual gobierno colocó a estos judíos en semejantes puestos candentes, a modo de fusible. Los judíos conocemos nuestro histórico rol de fusibles, esto no sería nuevo: cualquier cosa que pase, el responsable es un judío, la culpa es, casi, de la proverbial perversidad de los judíos, y no del gobierno.

Lo cierto es que, dejando de lado este nivel extremo de susceptibilidad, a mí me molesta que un personaje público, sospechado, sea judío, me toca directamente, me agravia, me hermana en una fraternidad que no acepto como propia. Tal vez lo mío sea un caso raro, tal vez seamos sólo unos pocos los que nos sentimos tan directamente implicados cuando algunas judíos públicos son cuestionados y tememos que ello amenace reavivar en nuestros compatriotas, ávidos de explicaciones simples y de culpables, el prejuicio antijudío y sus efectos pragmáticos. (¿Pero qué decís? ¿que los judíos debiéramos ser buenos, sin tacha, a toda prueba, “mejores”, para tener el derecho a ocupar un lugar en el mundo y no poner en peligro a los demás judíos? ¿No dijiste que no sos como los antijudíos, que creés que somos todos iguales, entonces, si somos argentinos por igual, no tenemos el mismo derecho de portarnos mal igual que cualquiera? ¿Creés acaso que somos vistos antes como judíos que como argentinos? ¡Salí del ghetto, sos una perseguida, lo tuyo es subjetivo, te rendiste a tu paranoia, es una cosa personal! Encima sos discriminatoria y racista, igual que los antijudíos. Padecés de un caso agudo de identificación con el agresor, hacéte ver).

¿Les pasará algo de esto a los gallegos, a los musulmanes, armenios, coreanos, en fin, a miembros de otras colectividades? ¿Son sólo ideas mías o es verdad que no miramos igual -ni judíos ni no judíos- las inconductas de todos, que cuando se trata de un judío público es su condición de judío lo que se pone en primer término, como una rúbrica, una confirmación? Por ejemplo, hay mucha gente que lo odia a Cavallo, lo llaman “el pelado”, sin embargo no pareciera que los pelados se sientan implicados, ni los cordobeses, ni los de ojos celestes, ni los católicos, ni los que estudiaron en el exterior, ni los economistas, ni los que miran fijo, etc. Por el contrario, si del ministro del Interior se dice “el judío Corach”, esta calificación -o más bien, descalificación- se vuelve un juicio lapidario, incontrastable, definitivo que nos involucra a todos los judíos. (Recordemos a modo de ejemplos recientes el “es un judío piojoso” de Pierri cuando pretendió descalificar al periodista Roman Lejtman, o la “sinagoga radical” frase con la que se pretendió acusar al gobierno de Raúl Alfonsín).

De lo individual a lo colectivo. El tema que me preocupa intensamente es que para mí, si un judío es sospechado, en esta sociedad calladamente antijudía, se produce un deslizamiento y una amplificación del caso individual a ese colectivo social creado por el antijudío, llamado “los judíos”, en virtud del cual, corremos el peligro de pasar a ser sospechosos todos. Y me espanta. Me espanta que estas figuras públicas ubicadas hoy en el centro de las sospechas, vean potenciada su “sospechabilidad” por el hecho de ser judíos, repito, como una esperada confirmación. Rápidamente podemos ser mirados “los judíos” como sospechosos, tal vez peligrosos, tal vez culpables y volvernos -situación harto conocida y temida- chivos expiatorios manipulados por alguna dirigencia ávida de calmar a una población desesperada que vive en la carencia y en la pauperización creciente. En este contexto social y económico, temo conductas antijudías. Temo que mi hija vaya a una escuela judía. Temo el tercer atentado.

Como judía no soy ingenua. El pasado reciente nos ha provisto de una evidencia incontrastable de lo que puede pasar con nosotros dadas: 1) las condiciones contextuales -situación social crítica-, 2) la necesidad adecuada -encuentro de un culpable- y 3) un eficaz mecanismo manipulador. Puede decírseme que las cosas no son igual que bajo el nazismo, que hoy existe Israel, que todo es diferente. Por cierto, el mundo no es igual para los judíos con la existencia del Estado de Israel. Aunque ello no fue así para las víctimas de la embajada de Israel ni para las de la AMIA. Tampoco lo es para mí, argentina, judía, que visualizo a mi país como un peligroso polvorín que, en caso de explotar, puede volver a tomarnos como víctimas propiciatorias.

El forúnculo. Me perturba que Corach sea el ministro del Interior, me perturba que Jassán haya sido el ministro de Justicia y me perturba que Kohan sea el secretario de la presidencia en un gobierno que hay quienes creen que podría pasar a la historia como el que más convivió con la corrupción generalizada, los negociados y la impunidad. Y me da vergüenza que me pase esto. No tiene relación con lo que pienso. No está bien sentir así, me pone en una posición profundamente discriminatoria. Mis ideas y mis principios entran en colisión con otro plano de mi experiencia y me contradigo y no sé qué hacer con eso.

Lo que pienso es que cualquiera tiene el derecho de actuar públicamente, de ser honesto o deshonesto, bueno o malo, ofensivo o inofensivo, sea del color que sea, sea de la religión que sea, sea su sexo o preferencia sexual cual sea.

Sin embargo, lo que me pasa es que la conducta pública de un judío, cuando es cuestionada o sospechada, incrementa mi necesidad de defenderme, de gritar que no somos todos iguales, que ese funcionario actúa como ciudadano argentino, no como judío, que nada de lo que haga o diga puede ser tomado, comprendido o valorado desde el contexto de “lo judío”.

¿A quién hablarle? ¿A quién explicarle todo esto si parece que sólo está sucediendo en mi mente afiebrada? Por otra parte, desgraciadamente no creo que sea explicando que se diluyen los prejuicios (véase por ejemplo lo ineficaz de la campaña para el uso de preservativos). Mi pretensión, mi necesidad de explicar es irracional. Tanto como el prejuicio. Pero no lo puedo evitar: ni puedo evitar la molestia ni puedo evitar la necesidad de explicar.

Ciertas figuras públicas judías me recuerdan que “los judíos” podemos ser sospechados, que tenemos que estar demostrando nuestra inofensividad, nuestra confiabilidad, porque en cualquier momento podemos volver a ser “culpables” de cobrarnos una libra de carne, de la muerte de Jesús, de desangrar a niños cristianos para nuestros horripilantes rituales, de envenenar el agua de la población, de conspirar para conseguir el poder mundial y transformar al mundo en nuestro esclavo, que merecemos ser exterminados, gaseados y vueltos polvo.