Otras cosas

Derecho al olvido.

¿Se puede borrar la memoria por decreto? ¿Se puede anular el pasado con un acto de voluntad?

La exmodelo Natalia Denegri demanda a Google para que se aplique el derecho al olvido. Exige que desaparezca del buscador su vinculación con la fraguada “causa Guillermo Cóppola” en la que estuvo implicada en los años noventa. La solicitud, basada en jurisprudencia de la justicia española, abre cuestiones relativas al derecho a la intimidad, la libertad de expresión, la censura y la desmemoria.

Más de uno querría borrar de su recuerdo y del conocimiento de los demás, los pecados de juventud, aquellas conductas que le avergüenzan y las compañías de las que hoy reniega, cuando fue humillado o sometido. Lo aprendí con los sobrevivientes del Holocausto. Pareciera que siguieron adelante y olvidaron lo vivido, pero una ligera chispita, aparentemente inconexa, trae todo nuevamente, nada se había borrado. El “pasado pisado” es un engaño, la frase misma lo dice, bajo lo pisado está el piso sobre el que estamos parados. 

Hoy la frontera entre lo público y lo privado se va atenuando hasta casi desaparecer. Todo lo que se sube a las redes allí queda. Los archivos de internet son implacables contra el olvido y la desmemoria. Guardan todo lo publicado, sean verdades o mentiras, como las peligrosas fake news, esas mendigas vestidas de diosas tan difíciles de desenmascarar. Todo lo que se publica permanece para siempre en la Amplia Red Mundial (WWW por su sigla en inglés), esa plaza pública que, como aquel Funes de memoria perfecta e inapelable, no sabe olvidar. 

El funcionamiento de nuestra memoria, tanto individual como social, construye sorprendentes coreografías tejidas tanto con recuerdos como olvidos en danzas móviles y cambiantes. El olvido es parte de nuestra memoria. Recordamos y olvidamos de manera espontánea y a veces misteriosa, como cuando descubrimos recuerdos encubridores, falsos recuerdos, olvidos protectores y olvidos negadores. Son danzas que a veces entorpecen nuestros pasos y nos hacen trastabillar y otras nos permiten seguir viviendo. Aún así, nuestro pasado, verdadero o tergiversado, aún cuando parezca olvidado, no se puede borrar. 

Además de la memoria personal y la de internet, hay una memoria construida social, cultural y políticamente. En parte espontánea pero en gran medida está digitada y planificada. Precisa relatos de glorificación u oprobio que construyan consensos, identidades comunes, una idea de nación con un pasado e ideales compartidos. Memoria usada muchas veces para apoyar alguna política que se pretende instalar o un poder que se intenta sostener. 

Pero tanto en la memoria colectiva como en la individual, los intentos de borrar el pasado molesto para no traerlo al presente, sean espontáneos o planificados, son imperfectos y, a menudo, transitorios. ¿Cuál es ese derecho al olvido si, como dice la canción sobre el sol, el pasado, aunque no lo veamos, siempre está? 

Es como querer guardar un globo inflado en una caja más chica. Lo apretamos por un lado para que entre pero se agranda y se nos escapa por otro. Como si tuviera vida propia. No se deja recortar, editar ni encajonar. Todo lo vivido está en cada uno de nosotros. Todo lo publicado en internet seguirá ahí. Es como el aire del globo, engañosamente invisible pero inamovible. 

El “derecho al olvido” es más que un tema jurídico. El pasado no se anula con un acto de voluntad. La memoria no se borra con una sentencia judicial. Somos y seremos el resultado de quienes fuimos.


Publicado en Clarin.

Los judíos y la pizza

“¿En qué se diferencian los judíos de la pizza?” preguntó la profesora Irene García Méndez en una clase virtual que dictó desde el Centro de Estudios Superiores San Ángel de la ciudad de México. Ante el estupor y el silencio de los alumnos, ella misma respondió diciendo “que las pizzas no gritan cuando se las mete al horno”. 

En abierta señal de oposición una alumna dejó la clase y el video, con el supuesto chiste, se viralizó inmediatamente. La profesora lo justificó diciendo que su intención había sido aligerar la clase. Pero la Universidad reaccionó rápidamente y comunicó su oposición ante semejante contenido e informó que la profesora había dejado de ser parte del plantel docente.

¿Qué nos dice de la profesora el dudoso chiste? Que es tonta, insensible, ignorantte y/o antisemita. Tonta porque no hay nada de gracioso en la idea de resistirse a ser metido en el horno. Insensible porque parece no advertir que está hablando de personas. Ignorante porque los judíos no llegaban vivos a los hornos, no gritaban allí sino en las cámaras de gas. Y antisemita porque banaliza y se burla de ese asesinato industrial perpetrado por el nazismo. ¿Cuál es la gracia finalmente? Solo entre tontos, insensibles, ignorantes y antisemitas podría tal vez tener algún viso de gracioso. Los mismos que le contaron el supuesto chiste y que ella difundió suelta de cuerpo.

Llama la atención que lo haya dicho en una clase que se estaba grabando, o sea que se sentía impune o bien no se daba cuenta de lo que estaba diciendo. Impune porque creía que lo que decía no iba a ser objetado creyendo que tal vez era lo que pensaban todos. Y si no se daba cuenta del alcance de lo que decía, ahí va lo de tonta.

Pero junto con este desaguisado tenemos la respuesta de la universidad que no esperó demasiado para hacerse oír. Me parece que es un ejemplo que más de una institución debería atender y seguir. Cuando un miembro comete una falta que no coincide con la posición institucional y la agravia, aceptarlo es ser cómplice. Mantenerlo en su puesto es ser cómplice. Hacerse el distraído con excusas poco creíbles es ser cómplice. 

El canciller sabía que Mohsen Rezai iba a estar en la re asunción de Ortega en Managua. El embajador también lo sabía. Dada la gravedad del hecho lo debería haber sabido el presidente. Según el protocolo de eventos internacionales todos saben quién estará, dónde se sentará, qué hará y con quién se sacará la foto. Nada sucede sorpresivamente y sin el acuerdo con los gobiernos.  

Si al embajador lo retaron, si lo mandaron al rincón y le pusieron orejas de burro, si lo echaron de la clase y le hicieron repetir el grado, no lo sabemos porque sigue ahí, representado a nuestro país. Su conducta no parece haber merecido la expulsión del servicio diplomático aún cuando departió amigablemente con un terrorista buscado internacionalmente como parte de los que planearon el ataque a la AMIA, el mayor atentado que sufrió nuestro país. El gobierno argentino no hizo lo que la universidad mexicana con su profesora chistosa. Hubo solo palabras. Pero, sin la conducta consecuente son palabras sin respaldo, como nuestro pobre peso. Emitir declaraciones altisonantes es barato pero son sonidos vacíos, devaluados y fraudulentos. Son, como el mal chiste de la profesora pescada in fraganti, una burla con muy mal olor.  Y la ligera disculpa vacua y tardía implica la idea del gobierno de que nos encanta tragar sapos, que somos tontos y nos encanta creer en espejitos de colores.   

Envié el texto a Clarin pero no fue aceptado. Escribí una nueva versión quitando la mención explícita de nuestros funcionarios, pero al final, decidí no mandarlo. Hela aquí:

Los judios y la pizza.

“¿En qué se diferencian los judíos de la pizza?” preguntó la profesora Irene García Méndez en una clase virtual que dictó desde el Centro de Estudios Superiores San Ángel de la ciudad de México. Ante el estupor y el silencio de los alumnos, su respuesta sumó indignación: “la diferencia con los judíos es que las pizzas no gritan cuando se las mete al horno”. 

En abierta señal de oposición con el supuesto chiste una alumna dejó la clase y el video se viralizó inmediatamente. La profesora lo justificó con el argumento de que lo había hecho con la intención de “aligerar la clase”.  Afortunadamente la Universidad tuvo una rápida y drástica reacción, emitió un comunicado en el que expresó su firme oposición ante semejante contenido e  informó que la profesora había dejado, inmediatamente, de ser parte del plantel docente.

La profesora de marras con su desdichado “chiste ligero” que nos deja boquiabiertos nos invita a preguntarnos qué tipo de persona es. Probablemente se trata de una persona tonta, insensible, ignorantte y/o antisemita. Una, varias o las cuatro cosas. Tonta porque no hay nada de gracioso en la imagen de una persona resistiéndose a ser metida en el horno. Insensible porque parece no advertir que, precisamente, se trata de personas siendo asesinadas de manera cruel. Ignorante porque evidencia no saber que los judíos no gritaban ante los hornos crematorios porque llegaban ya muertos, gritaban en las cámaras de gas. Y antisemita porque banaliza y toma de modo burlón el asesinato industrial perpetrado por el nazismo. ¿Cuál es la gracia finalmente? ¿Quién puede reírse de esto? Solo los  tontos, insensibles, ignorantes y antisemitas podrían ver allí algo gracioso. Los mismos que le contaron el supuesto chiste y que ella difundió suelta de cuerpo.

Obviamente creía que lo que decía no merecía reparo alguno puesto que lo hizo en una clase que estaba siendo grabada. ¿Se sentía impune porque creía que lo que decía no iba a ser objetado creyendo que tal vez era lo que pensaban muchos? ¿Es tan potente el antisemitismo, está tan naturalizado, que no se dio cuenta del alcance de lo que estaba diciendo creyendo que era chistoso y ligero hablar de judíos a punto de ser asesinados? 

Pero el hecho tiene otro aspecto digno de mención y que dibuja lo sucedido de otra manera. Junto con el pesado “chiste” de la docente tonta-ignorante-insensible-antisemita, la reacción de la universidad que no esperó demasiado para hacerse oír resulta un modelo de respuesta, un ejemplo que más de una institución debería atender y seguir. Cuando un miembro comete una falta que no coincide con la posición de la organización a la que pertenece y la agravia, dejarlo pasar, no reaccionar con presteza, aceptar que siga siendo parte es convalidar, es ser cómplice. 

Toda persona tiene el derecho de decir o hacer, hasta ciertos límites,  lo que le place. La organización a la que pertenece tiene el derecho de decidir qué hacer con eso, cuál es su reacción y su posición respecto de lo sucedido.

Callar es consentir. Responder tibiamente es consentir. Esgrimir pretextos es consentir. Mantener a la persona en su cargo es consentir. 

La universidad de San Ángel, en una reacción digna de ser imitada por otros organismos, echó a la docente estableciendo así, de modo claro y contundente, que no consentía con lo sucedido, que no era cómplice.

SED de 2022

Gerry Garbulsky, el alma mater de TEDxRíodelaPlata y varias otras genialidades más, envía un mensaje de fin de año en el que invita a responder tres preguntas  jugando con la sigla SED de Seguir-Empezar-Dejar, SED. ¿Qué queremos seguir haciendo? ¿Qué queremos empezar a hacer? y ¿Qué queremos dejar de hacer? 

Educados en tantos mandatos e imperativos, no solemos detenernos a pensar en nosotros mismos. Cuando me consultan por disyuntivas, decisiones o elecciones, a mi pregunta “¿Y usted qué querría hacer?” le sigue un silencio incómodo. Suele responderse fácilmente a “¿Qué es mejor o más conveniente? ¿Qué puede darme algún beneficio? ¿Qué haría que tal persona me ame u otra me admire? ¿Qué se espera de mí?” Todas relativas a un otro, al afuera de uno. Pero insisto con: “¿Y usted qué quiere, aunque crea que no es posible, que recibirá juicio y crítica, usted, qué quiere?” y veo el enredo mental, los tropezones dentro de esa madeja apretada con tanto mandato y expectativa, tanta mirada crítica y necesidad de aceptación. 

La respuesta a qué quiero seguir-empezar-dejar exige una decidida mirada hacia adentro. Valiente, honesta y amorosa. Ahí están los deseos y sueños que quedaron relegados o perdidos pero que siguen ahí esperando ser reencontrados. ¿Egoísmo? ¿narcisismo? ¿Centrarse en el propio ombligo? ¡Definitivamente sí! Es ahí, en el centro de esa marca de origen que es nuestro ombligo, quedan guardadas las pelusas de lo postergado, de lo anhelado y que nunca tuvimos la oportunidad de hacer. Era lo que queríamos ser cuándo fuéramos grandes y nos veíamos haciéndolo en aquellas siestas de verano acunados por grillos y acariciados por un suave ventilador. 

Tengo la teoría personal de que ese tesoro que guardamos muchas veces sin saberlo se gestó entre los 10 y los 11 años, antes del despertar adolescente con su inundación hormonal que cubre y ensombrece todo lo demás. A esa edad ya somos lo suficientemente grandes como para saber cómo queremos ser, qué queremos hacer, a quién nos queremos parecer y a quién no. Tenemos modelos de referencia, gustos ya establecidos, capacidades y habilidades que hemos empezado a disfrutar y ejercitar, es decir, tenemos los elementos que nos permiten esbozar el diseño de nuestro futuro. La irrupción de la genitalidad lo va desdibujando, se vuelve borroso y poco a poco emprendemos los caminos que la vida nos va ofreciendo muchas veces bien lejos de lo que soñábamos. Es que a veces no se puede. Pero ¿qué tal si la pregunta de Gerry nos redirige a aquel momento, a aquellos sueños, al encuentro de eso que queríamos ser o hacer cuando fuéramos grandes?

Este tiempo de pandemia nos enseñó, entre otras cosas, que podemos mucho más de lo que creemos que podemos. Que cuando el contexto o la vida nos enfrenta con la verdadera necesidad de adaptarnos, con más o menos facilidad, lo hacemos. 

Pronto empezaremos el 2022. Un hito arbitrario y convencional, una marca en el almanaque, que puede ser una oportunidad de elegir caminos fértiles y reencontrarse con algún sueño. ¿Qué llevamos oculto tras las pelusas que había en el fondo de nuestro ombligo? ¿Seremos capaces de tener esa conversación con nosotros mismos tantas veces postergada?

¿Y si le hiciéramos las mismas preguntas a aquella persona que éramos a los 10 u 11 años, cuando el futuro parecía tan lejano y todo parecía posible?: ¿Qué quiero seguir haciendo? ¿Qué quiero dejar de hacer? y ¿Qué sueño o deseo quiero empezar a hacer porque ya es hora?


Publicado en Clarin

Publicado en El diario de Leuco


La última vez.

Después de encajar bien la llave en la cerradura del placard que siempre se nos resiste y de bajar la caja que estaba arriba de todo, tuve el primer placer del reencuentro. Dentro de la bolsa que apareció ni bien levanté la tapa ahí estaba: negro, sostenido por su estructura también negra, me esperaba detenido en las 9,35, la hora en que le había quitado la pila la última vez. Fue en febrero de 2020 cuando dejamos el departamento como lo hacíamos todos los años, con todo lo personal bien guardado en un espacio superior del placard bajo llave para que el departamento quedara neutro de cosas nuestras y pudiera albergar inquilinos. Cada año, al volver, la ceremonia se repetía. 

Las ceremonias repetidas son rituales que marcan mojones. 

Abrir la bolsa, mirar en qué hora había quedado la última vez, tomar la pila que estaba en el fondo, mirar bien de qué lado el conector, de qué lado el resorte, colocarla, ver si anda y poner el reloj en hora. Era la hora en que habíamos llegado. El ritual se repetiría, al revés, al momento de irnos. El acto de quitar la pila era el momento del adiós. De manera especular, el acto de poner la pila y hacerlo andar nuevamente era el momento de un nuevo comienzo. Sólo que esta vez, sabía que era la última vez en que pondría en acción el ritual de tantos años. 

Habíamos venido al departamento para desarmarlo y entregarlo a sus compradores. Esos movimientos que formaban parte de la llegada a Punta del Este de tantos años, fueron el comienzo de la ceremonia de despedida. Nunca más volvería a ver a qué hora le había quitado la pila. Nunca más buscaría ansiosa la bolsa para hacerlo revivir. 

Uno sabe generalmente que algo ha sido la última vez solo después de haber hecho las cosas habituales. No es común hacer algo sabiendo que es la última vez que se lo hace. 

Pienso en los habitantes de esos sitios que iban a ser anegados por la construcción de una represa. Pienso en el día que tuvieron que dejar sus casas, sus senderos conocidos, sus paisajes de siempre, sus sonidos, sus puntos de identidad y referencia. Pienso en el día en que tuvieron que irse, ya vaciadas las casas, ya todas sus pertenencias a resguardo en otro lugar, pero “ese” lugar ya no estaría más. Esa última mirada. Ese último paneo minucioso y lento por cada centímetro con la ilusoria esperanza de guardarlo en la memoria sabiendo que no se podrá porque a cada hora se veía diferente, en cada estación del año y en cada estado de ánimo de quien miraba. Las cosas parece que están ahí y son siempre iguales. No lo es para nuestra experiencia humana. Eso que está ahí, fijo y estable, es cambiante, móvil ¿cómo guardar todas esas facetas en la memoria con una última mirada? No es posible. Y saberlo hace un desgarro en el alma, igual al desgarro de la ropa que se lleva puesta en un entierro según el ritual judío. La muerte, la pérdida, el adiós definitivo, es una partición de aguas, un desgarro irregular y desprolijo que cicatrizará según pueda, cuando pueda y cómo pueda. 

Pienso también, -¿cuándo no?- en los deportados durante la Shoá al momento en que eran arrancados de  sus casas, en que eran separados de su gente a la hora de la fatídica selección. No sabían en ese momento que lo que veían lo estaban viendo por última vez pero, luego, evocado, todos los sobrevivientes relatan esa última vez como la encrucijada que cambió sus vidas.

Estoy cerca de los 80 y los últimos 50 años Punta del Este y el departamento que estoy por dejar, fue una segunda casa. Comprado por mis padres en sus últimos años, aunque pequeño, siempre alguno de la familia venía un tiempo a veranear. Mis hijos, especialmente el mayor que acompañaba a mis padres varios meses, lo tuvieron también como su otra casa. 

El edificio es el Mare Nostrum, una vieja construcción de la década del sesenta, frente a la parada 1 de la Playa Brava. Nuestros chicos lo llamaban “mare mostruo” (no “monstruo” sino “mostruo”)  que les sonaba más familiar que su nombre original, el modo en que los romanos llamaban al Mar Mediterráneo. Un edificio muy bien ubicado pero sin las pretensiones,  amenities ni lujos de los edificios construidos más tarde. Sencillo y con muchos residentes uruguayos, nos recibió siempre de manera amorosa y cálida. Estamos en un octavo piso y desde el balcón tenemos enfrente la ancha playa y a la derecha se ven Los Dedos que identifican a Punta (Escultura de Mario Irarrázabal, chileno, que se llamó originalmente El hombre emergiendo a la vida o Monumento al ahogado pero se la conoce como Monumento a los Dedos o La Mano y es el símbolo de Punta del Este) y asomados podemos ver los coches circulando por la Gorlero a toda hora.

Una vez que lo heredé, le compré su parte a mi hermano y fue todo mío. Lo reformé, lo modernicé, lo puse más lindo y llegar fue siempre una fiesta. 
El pequeño living-comedor se continúa con la cocina en un espacio integrado que hizo que lavar los platos fuera una ceremonia placentera y deseada. Es que la bacha fue colocada de modo tal que si levantaba la mirada había enfrente, y como fondo escenográfico, el ventanal, el cielo y el mar. 

Lavar los platos era un momento de meditación, de relajamiento y concentración en la belleza del paisaje siempre cambiante. El mar, ora azul o verde profundo, ora gris o marrón, en algunos días tranquilo, aplanado y liso o más chispeante, inquieto, bordado con la puntilla blanca en las crestas de las olas, en otros, en los días tormentosos, enfurecido y brutal. A lo lejos la Isla de Lobos que en días límpidos se ve claramente recortada y cuando baja la neblina se ve  una imagen fantasmal que aunque no se dibujan bien los contornos se adivina el faro porque uno sabe que está. Y de noche el placer de la luz intermitente que con la proverbial regularidad farística envía un haz cada tantos segundos de manera precisa y esperable, como un pulso vital que va regulando el de quien mira. Paisaje inolvidable. El último día que lave los platos espero hacerlo sin llorar para que las lágrimas no me impidan ver todo esto por última vez, y sé de antemano que esa última imagen será la de ese momento, que nunca más lo veré desde todas las demás perspectivas. 

El primer “última vez” empezó en la ruta interbalnearia un poco antes de Las Delicias y apareció la bahía de Punta del Este con ese despliegue radiante y bello de costa, mar y cielo con el que recibe a los que llegan por ahí. No sé si volveré alguna vez, tal vez sí, pero nunca será encarar ese tramo del camino, el que precede a la llegada a nuestro departamento y empezar a sentirme en casa otra vez. Las últimas primeras veces se sucedieron sin cesar. 

Luego fue ingresar en el garage, descargar los bolsos, ya dentro del ascensor tomar las llaves de la puerta y abrir conteniendo el aire, como temiendo que algo se hubiera corrido de lugar e ir descubriendo que por suerte no, que la heladera estaba ahí, que la tecla de luz que se pulsaba encendía la luz esperable, que todo lo que esperaba encontrar, todo lo que hacía que el lugar fuera mi casa, estaba ahí. Un alivio, un reencuentro feliz. No así con lo que encontraba descompuesto o funcionando mal. Siempre había algo que no estaba bien luego de un año de estar deshabitado. Una persiana trabada, un inodoro que perdía, alguna lamparita quemada… Y la memoria tramposa que nos hacía olvidar dónde habíamos puesto alguna cosa que cuando aparecía nos hacía respirar aliviados. Igual todos los años. Pero esta vez fue la última vez de todos esos rituales.

Terminar un ritual es raro cuando se sabe que se lo está terminando. El último día de clases que no recuerdo con esta nostalgia que siento ahora por esto que estoy por dejar. La nostalgia vino después, no estaba el último día ni los previos. Tampoco sucede ante la muerte de un ser querido porque no es habitual saber que esa interacción será la última, recién después de que muera sabemos que aquella vez fue la última y solemos recordar muy bien lo que hablamos, cómo nos veíamos, qué sentíamos y guardamos ese momento como algo precioso, el último momento que compartimos con esa persona. Terminar un ritual sabiendo que se lo está terminando es raro.

Cada año que vuelvo a Punta del Este hago una auditoría sobre los cambios visibles. Edificios, negocios, restaurantes, paseos, los que siguen estando, los que desaparecieron, los que cambiaron y cada año pienso lo mismo, “si mamá lo viera”. Mamá falleció hace 26 años y sigo hablando con ella. Le pregunto, me contesta. Le cuento, me comenta. La transformé en una voz interior que me interpela, me contradice, me critica, me divierte, me da consejos y me mantiene despierta. “Si vieras mamá, Gorlero ya no es lo que era” o “ya no pasan los fotógrafos por la playa capturando imágenes de chicos para que los padres se tienten y compren las fotos… de ésos que dejaban la tarjeta y uno iba a la tarde al negocio y al ver la foto, que siempre era bellísima, no podía no comprarla…ya no pasan más mamá, ahora todos tenemos una cámara en el celular…” 

La  última vez que bajamos a la playa por primera vez en la temporada. Protector solar, bolsito, anteojos de sol, sombrilla (paseo bajo el sol protegida por una sombrilla china de color naranja), la correa del perro que me ato al bretel de la malla para liberar mis manos y allá vamos. El cruce de la calle expectante abiertos a cómo está todo…. descubrir que el caminito de madera que pone nuestro edificio tiene otro dibujo, serpentea siguiendo el cambio en las dunas ocurrido en los dos años pasados y una vez en la arena, los pasos hacia la orilla, cada dedo de los pies sediento del contacto con el agua y el habitual “¡qué fría está!”. Casi igual que siempre. La primera caminata por la orilla, siguiendo el borde del agua que llega y se va. Nos quedamos un ratito refrescando los pies y una vez que nos hemos adaptado a la temperatura empieza nuestro paseo habitual hacia el norte…. Mi marido a mi derecha, el perro a mi izquierda, mi sombrilla naranja cubriéndome del sol pero a no más de cinco minutos, esta primera vez de la última vez, que queremos hacer la misma caminata de siempre a poco de empezar, ya estamos cansados, sentimos que nos cuesta respirar, que las piernas nos piden paz...pero no entendemos bien por qué. ¿Será que de pronto el camino se volvió más largo? ¿más empinado? ¿que hace calor? ¿será que cambió la consistencia de la arena y caminar se ha vuelto más trabajoso? ¿será que cambió la fuerza de gravedad en la playa brava y todo pesa mucho más? ¿o será que estamos más viejos y nuestro brío ya no es lo que solía ser? Nos miramos. Nos sonreímos. Y, mucho más cerca de lo que hacíamos siempre, decidimos volver. 

Cada vez que miro el balcón recuerdo a papá sentado ahí. Horas. No quería, no podía, bajar a la playa. Compraron este departamento precisamente para que mamá pudiera encontrarse con sus amigas mientras él se quedaba y ambos podían tener algún contacto visual. ¿Qué hacía papá esas 3 ó 4 horas?  Mamá se tostaba al sol junto con Petisa, Jánele, Ianka, Sarenka, Bela, Ania, Luszka, Poli, Lony, Stefa, Marisia, Hanka, Herta, Ester, Fela, Tunia (¿de quién me estoy olvidando?) con sus sandalias de taco chino y bolsos dorados y plateados y su parloteo en polaco, idish, alemán, húngaro… qué fiesta era escucharlas, ese ramillete parlanchín de mujeres perfumadas, con sombreros y anteojos a la moda, con mallas compradas en Miami que fumaban, reían y hablaban como si se terminara el mundo. Todas sobrevivientes. Todas hijas del milagro de estar vivas. ¿No se aburría papá, solo, en aquellos tiempos sin celular? La vista no le permitía ya leer y se estaba ahí sentado todas esas horas teniendo al grupo de mujeres como foco de referencia. Cada vez que miro el balcón recuerdo a papá sentado ahí. No solo me pasa esta última vez. Me pasaba siempre. Es curioso como la presencia de los ausentes sigue siendo tan fuerte con el paso del tiempo. Papá murió hace 33 años y sigo mirando el balcón y sigo viéndolo sentado allí esperando que mamá vuelva.

Vine a Punta del Este por primera vez poco después de mi separación. Tenía 24 años y un hijo de 2. En aquel primer verano estuvimos en el edificio “El Grillo” en la parada 14 de La Mansa. Inolvidables los gloriosos atardeceres que veía desde la ventana bajo la cual estaba preparando a mi hijo para dormir, cambiándole los pañales y poniéndole su piyama. Una vez terminado el trámite con canciones y mimos, lo sentaba frente a la ventana y nos quedábamos en silencio viendo caer el sol, lento, relajado y pacífico y mi hijo decía “tau sol” agitando su manita, “tá manana” y cuando la última puntita desaparecía tras el horizonte, nos abrazábamos y se iba feliz a dormir como lo había hecho el sol mientras el cielo se teñía de rosados, azules y púrpuras cambiantes y azucarados.

Ese mismo año, en un boliche al que fui con mi hermano y su novia de entonces, conocí a quien fue un gran amor que duró solo dos años al cabo de los cuales nuestros caminos divergieron. Pero siempre Punta del Este está ligada a aquella historia y luego de casarme por segunda vez otras historias se sumaron con los veraneos con los chicos, con la nueva familia. 

Tanto vivido acá. Tanto tiempo. 

Nuestros hijos, Hernán y Judith, Laura, Lucía y Joaquín, tienen sus memorias personales ligadas a estas paredes de las que me estoy por despedir.

Supongo que  especialmente Hernán que ha pasado veranos enteros con la Baba siguiendo sus rutinas. Pero los otros también, cada uno a su modo. Lucía hizo un video la última vez que estuvo y me dijo que no sabía que estaba siendo la última vez. Lo hizo como homenaje a la Baba. Está acá

Dice Lucía: Sin saber que era mi última visita a ese departamento, tuve la necesidad de convertir esos objetos en imágenes porque era una forma de que trascendieran en el tiempo. Porque si se rompían o perdían, quedarían esas fotos para preservarlos en la memoria. Y porque cada uno de ellos había sido indiscutiblemente de la Baba: el timbre, la lámpara, la tapa de la cadena del baño, los picaportes, las sábanas, toallas, los pisos, el servilletero, los escarbadientes. Todos, todos y cada uno. Cuando de forma desatendida mi mirada se tropezaba con algún detalle de ese departamento, me sorprendía una sonrisa ligada a una escena y a la certeza de que todos ellos juntos hacían sentido como parte de un sistema que me era familiar, familiar de la niñez, por ende cargado de cosas buenas y  de las otras. En ese living solía haber olor a comida elaborada de la Baba, como la de ningún otro  miembro de la familia. Volver de la playa con hambre y que nos esperara el almuerzo de la abuela, era uno más de los detalles de ese espacio que hablaba de un orden de hogar que no solíamos vivenciar en las un tanto caóticas casas de nuestros jóvenes padres separados. No era frecuente la comida elaborada, ni las toallas con olor a perfume, ni la sensación de que había una rutina. 

Sin embargo, también cierta contradicción se hacía presente en esas estadías: veranear en Punta del Este y estar en uno de los lugares más ostentosos con la sensación de que no pertenecíamos allí. Esa mezcla de abundancia y austeridad que la guerra había dejado en esos abuelos, que era parte de nuestra realidad cotidiana. Pero sobre todo,  en sus distintas etapas, Mare Nostrum fue un refugio que siempre abrió sus puertas para dejarnos entrar, para darnos un lugar cómodo, donde descansar, sacarnos la arena, parar el viento y mirar las olas. Un espacio acolchonado y dulce, donde la Baba fue más la Baba y especialmente fue más abuela.

Hay en el departamento tantas otras huellas que quedarán acá cuando lo dejemos definitivamente. El trabajo de mi marido cambiando todos los enchufes, encolando las sillas que bailaban por sí solas, resolviendo cada una de esas cosas de todos los días recurriendo a sus cajas de herramientas con alambres y alambrecitos, cintas y cintititas, tornillos y tornillitos, tuercas y tuerquitas, todo tipo de adminículos que confieso que no sé para qué sirven pero que cuando hicieron falta ahí estaban y si algo no corría lo suficientemente fluido venía munido de su W40 y rociaba lo que fuera que, mágicamente, recuperaba su fluidez. Por donde miro está la mano de mi marido dejando su marca de arreglador e ingenioso solucionador.

En esta última vez que estoy transitando toca revisar papeles, Reencuentro un dato curioso que había olvidado. Los dueños originales del departamento eran tíos de mi marido. Sincronías, convergencias, curiosidades. Varios años antes de unirme a él mis padres compraron este departamento que pertenecía a sus tíos y a una prima. Ver sus nombres en la escritura junto con el de mamá es raro. Cruces, reflejos, historias inconexas encontrando puntos invisibles que se enlazan, sorprenden y uno se rinde ante esos misterios y se pregunta cuántas otras conexiones hay entre la gente que, por no indagar, se desconocen, cuántas redes intangibles nos ligan sin que nos demos cuenta.

Y mamá presente de un modo sorprendente. Ya lo dije. La recuerdo quejándose de haberse equivocado en la compra de este departamento, que por una diferencia mínima podría haber comprado otro con lavadero, un poco más grande. La recuerdo preparando la mesa para el juego de la tarde con sus amigas del Rummy, arreglándose para recibirlas como a ella le gustaba, no vaya a ser que fuera menos que nadie. Mamá, que guardaba el apodo con el que la llamaba su padre, “mein kleines Sissy”, mi pequeña Sissy (la reina del Imperio Austro Húngaro esposa de Francisco José), y soñaba con destinos aristocráticos y terminó “casada con un carpintero” como decía. Pero cuando pusieron un negocio de ropa y sacó a papá de la madera y el aserrín “que ensucia todo”, lo llamaron “Grace” porque la historia de Grace Kelly era para ella la representación suprema de lo posible, dado que “una plebeya se había casado con un rey” (sic).

Venir acá fue siempre un reencuentro con papá y mamá. Todo eso también terminará. Sus presencias seguirán pero en otros contextos y escenarios, no en éste que compartí tantas veces con ellos en mi vida adulta.

Volveremos a veranear en la costa argentina o en Mendoza o en donde podamos pero será alquilando, un lugar sin pasado, con paredes mudas y recuerdos vacíos. No tendremos que tomarnos los primeros días para arreglar lo que se desarregló durante el invierno. Pero tampoco tendremos el conmovedor placer del reencuentro y la sensación de estar “en casa”. 

Será dura, durísima la última siesta. En la reforma hicimos que el dormitorio del frente tuviera una plataforma que elevara la cama de modo que, una vez acostados, la ventana estuviera a la altura de nuestros ojos. Creo que es el punto máximo del departamento y el que todos los que durmieron en él recuerdan con más placer. Terminar de almorzar, sentir la modorra que solo se alivia en posición horizontal y hacerlo con semejante vista es un momento gema. El mar, el cielo, la playa, la península con el pequeño santuario de la Virgen de la Candelaria, los edificios que miran al norte (el Santos Dumont, el Mir, la Torre del Sol, el casino …) todo eso frente a mi… leo y cada tanto subo la mirada y la dejo que vagabundee, entrecierro los ojos y el ruido del mar es un arrullo adormecedor. Qué dura será la última vez. 

¿Cómo es elegir lo que uno se lleva y lo que deja? Hay tanto acumulado en casi 50 años. Cosas de mis padres. Cosas nuestras. Cada una con su historia y evocación. ¿Cuál es el criterio? ¿La utilidad? ¿La emoción? Ante cada elemento las mismas preguntas. Algunas se responden fácil. Otras no. Mi hermano me dice que Joaquín compró una casa en el Tigre y necesita de todo, pero ¿cuánto se puede llevar mi hermano? Platos de varios modelos, playos, hondos, de postre…, fuentes, jarras, vasos grandes, vasos chicos, copas de vino, de licor de champagne, bandejas, sartenes, ollas de varios tamaños y usos, tapas de ollas, recipientes de plástico, budineras, torteras, flaneras, manteles individuales y de los otros, termos, cafeteras, teteras, servicios de té y café….. y sigue la lista. Y voy mirando uno por uno y con cada uno establezco un diálogo silencioso, me demoro, cierro los ojos y acaricio lo que sea que esté evocando en el elemento que tengo en  mis manos (que calla, claro, calla porque no es la cosa en sí, es aquel momento, aquella tarde con papá, ese desayuno con mamá, ¿qué va a saber la cosa todo lo que trae consigo?).

Con mi proverbial enfermedad mental que me hace pensar en los sobrevivientes de la Shoá y en sus experiencias tan inasibles, me pregunto, junto con las otras preguntas, ¿cómo habrá sido el tener que decidir de un momento para otro qué llevar cuando debieron dejar sus casas para ser deportados? ¿Qué cabe en un bolso de mano? ¿Cuáles son las cosas preciosas de las que uno no se quiere desprender? ¿Se elige por utilidad o por afecto? Entre un álbum de fotos y algún alimento ¿qué llevaría? ¿o entre esa muñeca que hizo una abuela y un libro? Lo mío no es tan dramático, para nada, pero de alguna manera me es un alivio pensarlo porque desdramatizo la situación, la aligero…

No todo sucedió de manera fácil y fluida. El proceso tuvo características similares, desde que nos decidimos a poner en venta el departamento hasta el día en que lo dejaremos. Todo ha venido con dificultades e inconvenientes que parecían determinar que no iba a ser posible y a último momento se resolvía. La palabra “último'' otra vez. Nos tenía con el aliento contenido, ansiosos porque no podíamos ir planificando nada porque cada cosa se concatenaba con una anterior que hasta que no se resolviera imposibilitaba continuar. Fue todo así. Como si el azar tuviera alguna conciencia y hubiera comprendido que no nos estaba resultando fácil, que no me estaba resultando fácil. Que era que no que no que no y al fin era que sí. Y que cada que no era un listo, basta, no se hace. Y cada que sí abría un nuevo tramo y otros que no que no que no repetían la secuencia. Tal vez era nuestra ansiedad pero cada paso venía tropezado pero al final nunca nos caímos. La lógica indica venderlo, no podemos pagar los gastos anuales, lo usamos tan solo un mes en el año, si se alquila al menos un mes tampoco se cubre lo que hace falta y los últimos años se alquilaba solo una quincena, que estamos grandes, que era llegar e invertir para arreglar la persiana que se trabó, la canilla que gotea, alguna herrumbre nueva o mancha de humedad. Y uno ya está para venir y relajarse, no  para ir a ferreterías y llamar plomeros y gasistas y cortineros y no sé qué más. Ya no. Aunque tenga ese matiz de tristeza, aunque quiera que sea eterno como quiero que sean tantas cosas, sé que no es así. Esta etapa se está cerrando.

Un recuento de las cosas que pasaron.  El depto está en venta hace varios años y ésta es la primera oferta que recibimos. La compradora quería firmar un boleto con una seña pero no lo podíamos aceptar porque no sabíamos cuándo podríamos ir debido a la pandemia y el cierre de fronteras. Iban y venían los mails, Alberto se negaba siempre. Una vez que el ingreso a Uruguay estuvo permitido hubo que decidir cómo viajar. Por tierra era complicado porque al regreso los pasos para entrar a la Argentina estaban cerrados, había que irse bien al norte para entrar. Decidimos ir por ferry pero para comprar el pasaje teníamos que cumplir con un trámite: mi acta de divorcio apostillada cuyo trámite se terminaba antes de un mes. Ya podíamos fijar una fecha para viajar. Ahora el problema era Max. Buquebus no admite mascotas salvo que se las deje en el coche. No queríamos hacer eso. Colonia Express las aceptaba pero siempre y cuando viajaran en un canil o en una bolsa ad hoc. Compramos el pasaje y compramos la bolsa. Todas las noches lo metía a Max en la bolsa y le daba una golosina de premio hasta que al final aceptó entrar allí y permanecer bien quietito. Mientras esperábamos el apostillado. Diciembre es un mes de festejos y feriados y no me garantizaban que estaría para antes del viaje. Le pedí a una persona conocida que trabaja en ese ministerio que agilice el trámite, cosa que no pudo hacer pero al menos consiguió que estuviera listo antes de nuestra partida. Finalmente llegó. En el camino al ferry, el viernes 31 de diciembre, nos avisan de Prosegur que se disparó la alarma en casa. Ya había pasado otra vez y había venido el servicio técnico que supuestamente lo había arreglado. Alberto quería volver, yo no. Seguimos viaje y llegamos al embarque y resultó que en el ferry todo el mundo llegaba con su perro, con una correa y listo y entraban lo más bien, compra del bolso al cuete. En el camino y una vez llegados a Punta, Damián nos avisaba que lo llamaban de Prosegur una y otra vez. Diana Sperling me decía que la alarma sonaba a cada hora y que los vecinos estaban que trinaban. Le pedimos que entrara en casa -tenía llaves- y la desactivara mientras esperábamos que el servicio técnico volviera a repararlo (se ocupará ella en recibirlos, la sospecha de Alberto y también un poco la mía, es que algo hice mal yo… veremos). Cada vez que llamaban de Prosegur o Damián nos avisaba, se nos ponían los pelos de punta y la angustia nos carcomía. Mientras, el lunes 3 tuvimos reunión en la inmobiliaria, entregamos los papeles, la escritura y todo lo que hacía falta a la escribana que dijo que se podía escriturar el jueves 6 o el viernes 7 y que una vez confirmado de nuestro banco que el dinero nos había entrado, todo estaba listo, lo que podía llevar unas horas o un día, pero si lo hacíamos el viernes la cosa terminaría el lunes. ¿Para qué fecha comprar el pasaje? y ¿Si entregamos el departamento donde estaríamos hasta el día del viaje? Mientras, el lunes 3 comenzamos el proceso de selección y categorización de los objetos. Ya con la cosa medianamente organizada, el martes 4 nos acostamos a hacer la siesta y se desató una tormenta eléctrica. Al levantarnos vimos que el modem estaba apagado y que el teléfono estaba mudo. Tenemos ambos servicios por fibra óptica. Cero internet. Cero celular salvo el mío que tiene datos. Pero teníamos que tener internet por las cosas por resolver que aún quedaban. Llamo al celular de la vecina del departamento de al lado para que nos preste su internet. Me dice que no están viviendo ahí, que lo tienen alquilado pero que la persona viene solo los fines de semana, que usemos su internet sin problemas. ¿Cuál es la clave? y no se acordaba pero dijo que estaba en un papel debajo del teléfono que le pidamos al encargado que nos abra y lo podíamos ver. El encargado no estaba. Debido a la lluvia se demoraba en llegar porque estaba todo anegado. Mientras intentaba comunicarme con Antel pero no lo podía conseguir. Nos mirábamos con Alberto como si fuéramos Caperucita perdida en el bosque y Alberto reflexionó y dijo “debe ser la fuente porque todo está apagado, hay que comprar otra” y yo me acordé que teníamos por ahí un viejo modem de Punta Cable que nunca habían retirado y que tenía una fuente que se veía parecida. Tomamos las dos y leímos con cuidado las especificaciones y resultó que era igual. Alberto desenchufó la supuestamente quemada, enchufó ésta que nunca habían retirado y ¡voila! ¡andó!. O sea, hasta último momento se aparece un obstáculo, nos angustiamos, sentimos que ya no, que se arruinó todo y de pronto se corren las nubes y vuelve a salir el sol.

Dato de color. Ahora sabemos quien es la compradora. Se apellida Kyzka que creo que corresponde a kiszka que en polaco quiere decir intestino, en idish kishkes, entraña, la sede de las emociones. Los empleados de migraciones escribían como podían esos apellidos llenos de consonantes de extranjeros venidos de Europa y no sería raro que un kiszka terminara siendo escrito kyzka. No es por cierto un apellido aristocrático, más bien parece uno de esos burlones impuestos por el imperativo tributario napoleónico. Era común que los funcionarios hicieran eso, en especial con los judíos pero no solamente con ellos. Me acuerdo de una amiga de la Baba que se llamaba Cesia Gąska, apellido que bien pronunciado era “gounska” que quiere decir “ganso”, tampoco un apellido de lustre en Polonia. Que se llame “intestino, entraña, kishke” es otro juego de la vida que señala en la lectura que hago cuanto estoy inmersa en el reino de las emociones más básicas. 

Y no solo eso, además la compradora es una muchacha joven, alta ejecutiva de una empresa farmacéutica, ingeniera industrial recibida en el ITBA como Judy aunque unos pocos años mayor. 

Es divertido pensar que provenga de una familia polaca, no judía, no sé por qué me la juego en ésa, pero polaca, como si se pusiera en acción acá el retorno de lo reprimido o no sé qué juego en el que somos peones sin riendas ni decisión alguna. 

Jueves 6 de enero. Luego de firmar la escritura y de conocerla me entero de que su apellido es eslovaco y ella dice que quiere decir algo así como yoghurt. No lo encontré en el traductor. Lo que encontré en una primera búsqueda fue que en esloveno quiere decir “concha”. Muy emocionante el acto de escritura. Valeria Kyska es una muchacha elegante, inteligente y de muy buen ver. Anillos, pulseritas, pantalón y blusa al tono, cartera con plateados, buen reloj, uñas pintadas. No sé cuál es su historia -divorciada y estaba con una pareja a su lado- pero cuando nos despedimos me dijo, con lágrimas en los ojos, “es mi sueño hecho realidad” y me fui con eso.

Luego, en la tarde, vino mi hermano a llevarse lo que quería tanto para él como para Joaquín. Se llevó los dos sillones del balcón, los dos sillones-director y una silla de playa. Platos blancos de cerámica Olmos y copas de vino. Toallas, sábanas, 5 frazadas, un juego de cubiertos de asado, tuppers y algunas cosas más.

Sorpresa: llama mi hermano diciendo que Raúl, con quien está en su casa, tiene síntomas, dolor de cabeza, ganglios inflamados y fiebre. No podemos ir allí, tampoco sabe si podrán viajar el lunes 10. Otra dificultad inesperada. Opción: mudarnos al departamento que alquiló la compradora hasta el día de nuestro viaje. Confirmado, nos mudaremos allí (voy escribiendo a medida que pasan las cosas)

Viernes 7. Salimos a caminar por la playa y planificando este último día en el departamento. Cargaremos el coche con todo lo que llevamos y dejaremos afuera solo lo que necesitaremos para los tres días restantes que pasaremos en el departamento que nos prestan.

Reflexión. Los nervios, la ansiedad, la tristeza, todo eso quedó atrás. Una vez que me puse en modo acción, una vez que las cosas se encaminaron y solo hay que hacer, el panorama cambió. El hacer diluye la anticipación. La angustia está en la anticipación, en la duda, en la incertidumbre, en el futuro. Cuando el futuro es presente, cuando no es pensar ni imaginar sino hacer, todo cambia. Es la primera vez que me doy cuenta de eso. Y ahora que lo pienso me pasa siempre que tengo que exponerme en alguna situación incierta -un examen cuando estudiaba, una charla, una entrevista- y una vez que estoy ahí recupero mi capacidad de pensar, me relajo y aprovecho a full lo que sea que sepa en ese momento. Sé que no es lo que le pasa a la gente que se paraliza ante la presión y que necesita recular para recuperar la capacidad de pensar. ¿Será que viven la anticipación de otro modo y lo que yo siento lo sienten en el momento de comenzar la acción? Me quedo pensando.

Viernes 7, 19.45. El último atardecer. Las cosas que llevamos y que no vamos a usar más ya están en el coche. La cena está lista. Mañana a la mañana pondremos en los bolsos la ropa y las cosas que tenemos que tener a mano estos tres días que estemos en el otro departamento. El domingo tenemos turno para el PCR que ya pagamos y estoy expectante por saber cómo les fue a mi hermano y a Raúl que se lo hicieron hoy. 

Estoy sentada frente al balcón, ya sin los sillones que se llevó mi hermano, mirando como el cielo se va tiñendo de pasteles y púrpuras. En un rato comemos y luego a la camita, la última noche en esta casa.

Sábado 8, día final, 9.45. Ya tenemos todo listo, en 15’ hacemos la entrega. En increíble la cantidad de cosas que uno tiene para “todos los días”. 

Instantes antes de irme definitivamente, acá con Valeria Kyska, la feliz nueva dueña del 813.

Alberto y Raúl dieron negativo en el pcr, excelente noticia. Otro obstáculo que se salvó en este proceso tropezado.

Miro a mi alrededor el departamento y está precioso. El día es de ésos soleados, calentitos, límpidos y pacíficos… 

Y finalmente todo terminó.

Hicimos el intercambio de bolsos y valijas, fuimos y vinimos varias veces y nos instalamos en el 1215, un departamento con un dormitorio y decorado medio al estilo de la Baba. Estaremos bien acá haciendo tiempo hasta el martes en que nos iremos de Punta del Este tal vez para siempre

Fueron días de muchas “últimas veces” en esta lenta despedida. Recuerdo estar en el muelle saludando la partida de alguien querido y ver el lento despegar del barco y su amodorrado alejarse como que no quiere, como que dale que vuelvo, como que me cuesta irme y la imagen que se va achicando mientras las personas conocidas se confunden con la masa de las otras que están saludando en la cubierta y ya no los vemos pero igual seguimos ahí parados, con el brazo en alto y moviendo la mano en un gesto si se quiere inútil pero que no podemos dejar de hacer. Así fue esta despedida y estos últimos momentos de las últimas veces. Los fui paladeando, de a uno, cada paseo, cada bajada a la playa por el caminito habitual, cada siesta, cada despertar con el sonido del mar, cada paso conocido le iba diciendo a mis pies que apoyen bien las plantas, que se empapen de ese suelo que pronto dejará de ser habitual, que sea una caricia, que sean muchas caricias, porque cuando algo termina, porque debe terminar, porque es así, es un poco más amoroso hacerlo que termine bien, sin rencores ni resentimientos, anticipando la nostalgia y gambeteando la tristeza, pero como bien dice el refrán, nadie me quita lo bailado y, así como mamá y papá siguen vivos en mi recuerdo y en mis conversaciones con ellos, también seguirán vivos todos los veranos que disfruté en este querido departamento. 

La última bajada a la playa, en la mañana del lunes 10 de enero de 2022. Caminamos entre las 8 y las 9, como se ve, a esa hora, no había casi nadie. El día era de ésos perfectos en Punta del Este: calor, el agua agradable, una brisa refrescante y ninguna nube en el cielo. No entré al agua pero mis pies sí.

Video hecho en 2010 para promocionar el alquiler del departamento.

Y dos fotos más:



























Chupahuevista Social Club | •CSC•

Chupahuevista Social Club | •CSC•

En la huevísima era de la pos-pandemia

Presidenta y fundadora: Diana Wang

Secretario General: Mariano Dorfman

Declaración de principios.

Los Chupahuevistas somos personas adultas que nos asociamos voluntariamente y que confirmamos en el acto de solicitar el ingreso aceptar las condiciones exigidas. 

Un Chupahuevista debe tener o conquistar la fortaleza de luchar contra sí mismo para instalar y desarrollar el nuevo estado de cosas y transformarse en el trayecto. 

Un Chupahuevista es alguien serio y responsable, que ama lo que hace y que lo hace de la mejor manera que puede. 

Pero a no confundirse, jamás un Chupahuevista es alguien a quien no le importa nada; ésos son los Chupahuevistas truchos, infiltrados, ignorantes y alborotadores. El Chupahuevista auténtico es el que pone sus mejores huevos ahí donde le importa y los empolla con entusiasmo. 

Mantra: No somos un yogurt ni una gaseosa, pero estamos seguros de que se puede vivir una vida más light. 

El Chupahuevista verdadero tiene los siguientes beneficios:

  • mayor ligereza en el andar

  • progresiva desintegración de la culpa

  • descenso de la presión y regulación del metabolismo

Para solicitar ingreso hay que cumplimentar al menos 5 de estos requisitos: 

  1. tener una pasión que te impulse y sumergirte en ella

  2. tomar el ocio como parte esencial de la vida 

  3. resistir el influjo de los consejos y las críticas

  4. dejar de pedirle peras al olmo, esperar solo lo posible

  5. encontrar el lado amable de las cosas y ejercitar los músculos de la sonrisa

  6. asumir no ser el centro del mundo ni que todo te está dirigido a vos 

  7. domar al ego para que se calme y no exija tanto

  8. verte y ver a los demás con benevolencia

  9. saber que solo se puede hasta ahí, no siempre querer es poder

  10. decir gracias, por favor y disculpas

No hay restricción alguna por edad, género o condición física. Si no llegás a los 5 requeridos, entrenate para alcanzalos y volvé a enviar la solicitud en 6 meses. Se te mantendrá la cuota de ingreso. Pasado ese lapso tendrás que volver a pagarla.

Nota: Si el ingreso es aceptado, el asociado se compromete a entrenar y adquirir las condiciones que le faltan a la hora de ingresar. 

Cuota de ingreso: 

fotografías de 3 sonrisas, sean de verdad o ésas con los dientes, diciendo chiiiiiis o whisky o como sean.

Frases Célebres de chupahuevistas ilustres:

Relajate, no te jugás la vida en cada cosa. 

A la gente le chupa un huevo lo que haces o dejás de hacer.

No, no vas a cambiar el mundo en cada cosa que hagas

Cuando mete la pata un chupahuevista se ríe y aprende de ello

Por último, un Chupahuevista de ley afirma 

1) que no se la cree y 

2) que no tiene garantías de seguir vivo los próximos 5 minutos. 

Si no podés firmarlo, ni lo intentes, este club no es para vos.

Si llegaste hasta acá es porque posiblemente ya te sientas parte del •CSC• y te tiente preguntarnos “¿y cómo sigue todo esto?”.

Bueno, la verdad es que nosotros nos hicimos la misma pregunta, y debemos decirte que por el momento no tenemos una respuesta para darte. Pero mientras tanto, te damos algunas ideas:

  • Podés marcar este mail o whatsapp como favorito así lo tenés a mano cuando recuerdes que queres vivir una vida más light.

  • Podés reenviarlo si pensás que a otros les va a venir bien pensar que no están solos y que el mundo está lleno de chupahuevistas.

  • Y si ya te volviste un fan del club, hasta podés hacerlo cuadrito y colgarlo en el living de tu casa.

  • Ah, y por último, y no menos importante, también podés responder este mensaje con algún comentario, idea, sugerencia o simplemente con un emoji de corazoncito 💛.



Pedir Justicia

Hace años que estamos marchando. En aquellos jueves de la Plaza las Madres pedían la aparición con vida. En los noventa Catamarca marchó en un silencio desgarrado por la impunidad ante el asesinato de María Soledad Morales. Cuando una bomba derrumbó la AMIA, la indignación por el ataque y luego por los encubrimientos cómplices, la calle gritó Justicia, Justicia perseguirás. Pero hicieron falta unos años más para que el reclamo generalizado pidiera Justicia. 

Enero de 1997 nos golpeó con el asesinato de Jose Luis Cabezas y sus archivos de componendas y nuevos encubrimientos. En 2004 el reclamo fue por el asesinato a mansalva de Axel Blumberg, en 2006 por el esclarecimiento de la desaparición del testigo protegido Julio López y, por citar los más notorios. En 2015 fue debido al asesinato con el burdo disfraz de suicidio de Alberto Nissman horas antes de defender su denuncia contra los firmantes del (mal)entendimiento con Irán. Nada menos que un fiscal asesinado. Las sospechas hicieron temblar el piso de nuestra república. La justicia había sido lacerada, herida, subvertida e impunemente acallada. El reclamo fue, entonces sí,  por la Justicia.

Las protestas y las marchas por muertes debidas a diferentes causas, a diferentes víctimas y a diferentes victimarios, se encolumnan ahora unánimemente bajo el pedido de justicia. Ya no contra la inseguridad, contra la impunidad, contra la complicidad o la inacción. 

La exigencia de justicia elevó la demanda a un nivel superior. No se reclama por privilegios de algunos, por componendas políticas o corruptas, por gatillo fácil de fuerzas policiales venales o mal formadas. Se pide, se exige Justicia, o sea, la garantía de un Poder Judicial efectivo y confiable, ese paraguas común que nos resguarda. Una Justicia que vuelva a ponerse la venda y nos asegure que será para todos, que no importará a quién beneficia ni a quién perjudica, que sostendrá y garantizará una convivencia pacífica.  

Se ha comprendido que con la víctima muerta, no hay fuerza ni marcha que la vuelva a la vida. Pero la indignación, el dolor y la impotencia requieren del alivio de la pena y la rabia en el abrazo colectivo de empatía, sostén y acompañamiento. Por eso las marchas. Por eso la gente. Por eso las calles.

Diana Cohen Agrest eligió otro camino. Se internó en los laberintos de las leyes y su imposición tantas veces quebrada, pervertida e inútil y creó la Usina de Justicia. Luego del asesinato de su hijo y de la liberación de su asesino, buscó en la recomposición de la Justicia el camino que la reconciliara con la humanidad.

El nuevo mensaje es que cuando en las marchas se pide justicia, se instala la noción de que el daño no solo fue individual, también fue social, nos toca a todos y una a una van sumando una nueva consigna: “para que no vuelva a pasar”. Es que recién cuando a uno le pasa, uno se da cuenta de cómo es eso que estaba tan lejos cuando le pasaba a otros. Y los tres poderes, Ejecutivo, Legislativo y Judicial, que parecían abstractos se vuelven concretos y entendemos que cuando funcionan y se equilibran nos garantizan la continuidad de la vida en una sociedad organizada. 

El cachetazo que recibimos cuando lo que le pasaba a otros ahora nos pasa a nosotros, nos sacude, nos despierta y nos impulsa a la acción. Y marchamos. Y gritamos. Pero ahora, por fin, con la Justicia como horizonte. Por eso en todas las marchas se pide Justicia, una Justicia justa que funcione en el cabal entendimiento de que solo así no volverá a pasar. 

Publicado en Clarín, en El Diario de Leuco, y en la Revista Gallo.

Morir por una foto

Cuando en aquel poblado perdido de Grecia se puso de moda el suicidio de adolescentes el alcalde decretó que serían exhibidos desnudos en la plaza. No hubo más suicidios. La idea de que su desnudez sea vista aún después de muertos resultaba insoportable. Pero ésta no es una anécdota aislada. La imagen que mostramos tiene un enorme peso en el mundo de hoy. Es nuestra carta de presentación y ponemos mucho esfuerzo para que muestre cómo queremos ser vistos. Con la mejor pose y la iluminación perfecta, los filtros que nos proveen las aplicaciones y las correcciones de un photoshop o similar, podemos disimular nuestras imperfecciones y acatar la norma estética vigente. Las fotos terminan siendo fake fotos y contradicen, a veces dolorosamente, lo que vemos cuando nos miramos al espejo. Esa imagen privada e imperfecta, tan diferente de la foto pública, genera una sed inmediata de corrección estética. Las cirugías son a nuestro cuerpo lo que el photoshop es a nuestras fotos. 

¿De qué somos capaces para ser perfectos, emerger del anonimato y conseguir ser vistos? El fenómeno de las selfies de alto riesgo es un nuevo recurso que está empezando a preocupar. Son fotos tomadas desde el borde más alto de un rascacielos, desde la orilla de una catarata ríspida, tirándose en un paracaídas, jugando con animales salvajes y con armas de fuego, la sonrisa desafiante y en poses triunfalistas que muchas veces son el momento anterior a una tragedia. 

Según la investigación de la fundación iO especializada en Medicina Tropical y del Viajero, los accidentes registrados desde 2008 en todo el mundo sumaron 379 personas muertas, una cada 13 días. Pero en lo que va de 2021, ya son 31, el doble, una muerte por semana, en su mayoría gente muy joven, 41% adolescentes y 37% veinteañeros. 

Tanto los adolescentes que no soportaban la idea de ser vistos desnudos después de muertos como estos jóvenes que creyéndose eternos eligieron fotografiarse aunque en ello se les fuera la vida, nos confrontan con el peso de vivir bajo el imperio de la imagen.

Esa foto insólita, sorprendente y escalofriante tomada en sitios peligrosos, se sube a las redes y con suerte se viraliza, se multiplica ad infinitum. Se consigue atención, visibilidad y likes, la ansiada validación social que, según el ranking de seguidores, mide cuánto vale cada uno. El peligro, el riesgo implícito es parte del placer junto con la anticipación de la recompensa de los 5 minutos de fama, y con ellos la conquista de reconocimiento y admiración, la necesidad de aceptación y amor. Temas que nos tocan a todos pero que son especialmente sensibles para adolescentes y jóvenes.

Vivimos una época icónica con un mercado muy competitivo. “Dime cuántos te ven y te diré quién eres” es la premisa que genera el diseño de un marketing personal con especial énfasis puesto en un packaging que nos muestre hermosos, jóvenes, alegres y exitosos. Pero es tanta la marea homogénea de sonrisas y poses en escenarios soñados o inéditos en las que todos nos vemos igualmente felices que está dejando de ser original. No hay forma de diferenciarse y sobresalir. Terminamos siendo parte de una masa indiferenciada, desapercibidos y anónimos. Insoportable. Hasta las fotos íntimas, sexuales, impúdicas, provocativas y/o eróticas están dejando de escandalizar por su frecuencia, van perdiendo espectacularidad e interés. 

Cuando se ha probado todo, cuando se ha estirado el límite del buen gusto hasta extremos inéditos ¿cómo ser “alguien” ante tanta oferta icónica de toda calaña y color?

Una imagen vale mil palabras. Milan Kundera decía en “La eternidad” que si un hombre tuviera que elegir entre pasar una semana en la intimidad con una modelo famosa o pasear con ella dos horas por un sitio concurrido en que fuera visto, pero sin poder tocarla, la mayoría elegiría lo segundo. Renunciaría a la experiencia del disfrute íntimo en pos de la anticipación de la eternidad. Ser visto por muchos replica la imagen guardada en infinitos ojos mientras que la experiencia íntima solo es recordada por uno, es evanescente, desconocida y anónima. 

Es parte de lo que se juega en las selfies tomadas en situaciones de riesgo que tantas veces conducen a la muerte. Tal vez son, además, un intento de eternizar la lozanía de esos cuerpos poseídos de invulnerabilidad que desafían y dialogan con la muerte, tan lejos de todo cálculo a esa edad. No hay vientos ni desequilibrios ni fallas en el terreno que les preocupen, alta la adrenalina ante el placer de imaginar esa foto viralizada y premiada con vistas, likes y seguidores. 

Mundo vidriera, mundo consumidor de imágenes. Cuantos más nos vean más importantes seremos. Si no nos ven, no somos. Las fotos de lo que vivimos multiplican y reviven aquel placer sentido con los ojos trás la cámara así el momento se guardaba, luego se publicaba y compartía para que fuera visto y conservado por toda la eternidad. La cámara como proyección de nuestro cuerpo e intermediaria de la experiencia entre uno y el momento, la foto como reservorio del momento y garantía de su persistencia en el tiempo. 

Mundo de imágenes, de ilusiones vendedoras de fantasías que nos prometen trascendencia, validación y terminan siendo falsas promesas. ¿Eternas? Ya no. Son tantas las que se publican que como un pacman perverso, una se va comiendo a la siguiente. Los cinco minutos de fama ya son cuatro y en poco tiempo serán tres y luego menos que nada porque hoy más que nunca ”la fama es puro cuento”. “No será así conmigo, haré que la fama persista y me haga feliz para siempre” se ilusionan quienes se desvelan por sobresalir y  se toman una foto allí donde nadie se la había tomado antes, aún a riesgo de la propia vida, especialmente a riesgo de su propia vida y en el momento del click orgástico creen tocar la eternidad que exorcise para siempre a la muerte. 

Publicado en Infobae y en Gallo.


Alcira volvió a reír

Para el taller de capacitación de Zunilda Valencia.

Alcira vive a la vuelta de casa. Cuando mi hija era chica más de una vez se la llevé para que la cuidara cuando no tenía con quién dejarla y tenía que trabajar. Tanto ella como Agustín, su marido, fueron siempre generosos y solidarios. Agustín falleció hace pocos meses y Alcira, hoy muy grande, está sola. Sus hijos volaron y ni ellos ni sus nietos la ven con frecuencia. Alcira está sola y es muy orgullosa para pedir compañía. 

La fui a ver con una tarta de ciruelas que sé que le gusta. Cuando me vio, su mirada iluminó la casa que estaba en tinieblas porque no había tenido fuerzas para levantar las persianas. La recuerdo coqueta, maquillada, vestida con colores de modo que su imagen gris y su ropa descuidada me golpearon fuertemente. ¿Cómo darle un poco de ánimo? “Mirá qué lindo día” o “está llegando la primavera” o “¿escuchás los pajaritos?” habrían sido desoídas por ella, tan inmersa en la soledad y el abandono, tan desconfiada de los lugares comunes y las frases hechas. No sabía cómo levantarle el ánimo. Se me ocurrió que no sabía nada de su vida cuando joven. Y se lo pregunté. 

Fue como accionar una perilla invisible que le extendió los labios en una sonrisa mientras le chispeaban los ojos. “¡Cantaba y bailaba!” me dijo, “español, cantaba y bailaba español” y se puso de pie y con una mano en la cintura y la otra alzada sobre su cabeza hizo un paso de baile olvidando el bastón que la acompañaba siempre que se ponía de pie. Cuando se dio cuenta se sentó y estalló en una carcajada. “Me encantaba cantar y bailar.. ¡y también actuar!” Vio la sorpresa en mi cara que la alentó para seguir hablando. “Mi sueño era ser actriz, de comedia, de ésas que hacen reír, que cantan y bailan…. y me di el gusto de hacerlo”. 

“Dale, contame, no te imaginaba en un escenario” le dije. “¡Ja! ¡no sabés lo que era! Me gustaba tanto que cuando empezaba la obra me transportaba, ya no era yo, era el personaje que me tocaba hacer, la esposa celosa, la jovencita descarriada, la profesora traviesa… yo qué sé, ya ni me acuerdo, pero sí que era muy pero muy feliz!”. Ya no tenía delante a la Alcira desanimada, oscura y apagada. Era pura luz y sonido, era energía y determinación, era risa y contento. “Contame más” le pedí. Y se zambulló con gusto en esos recuerdos, en aquellos días en que la vida tenía otras promesas para ella. “Resulta que yo trabajaba en Campomar, en Belgrano, en la parte administrativa, cuando se armó un grupo de teatro con varios del personal me dije ‘a mi juego me llamaron’ y me anoté. Fue lo más divertido que hice en mi vida. Tenía, yo qué sé… a ver…, y sí, tenía 20 ó 22 años, imaginate, hace más de 60…. Los ensayos después de hora, los chistes con mis compañeros, ¡qué momentos! ¡tan vivos! ¡tan alegres! La empresa nos prestaba un lugar, los carpinteros y electricistas preparaban la escenografía, se alquilaban los trajes y vestidos y poníamos la obra en escena. Venían los directivos, los demás compañeros y sus familias, autoridades, personas famosas del barrio, ¡hasta gente de la Iglesia! Y yo, nada de miedo, ¿qué iba a tener miedo si era lo que soñaba? Iba al cine y veía las películas de aquella época, te estoy hablando de los años cincuenta, por ahí, con Zully Moreno, Nelly Láinez, María Duval, Amelia Bence, Tita Merello, Olga Zubarry y, para mi la mejor, Nini Marshall… yo quería ser como ella pero, claro, no tenía ni por asomo su talento. Pero quería actuar en comedias ligeras, adoraba conmover y hacer reír… Fui tan feliz haciendo eso que un día me animé y me presenté a Delfor en La Revista Dislocada, me probó, pero no sé qué pasó que no quedé, no me llamaron nunca. Y al poco tiempo conocí a Agustín y me enamoré. Y ahí terminó mi carrera de actriz, me casé, tuve los hijos y había que ocuparse y estar en casa.”

Se quedó en silencio, los ojos abiertos pero no era las paredes de su casa lo que veía, ni me veía a mi, sus ojos miraban lejos, atrás, adentro. “Esperá” dijo de pronto y se levantó con un salto, fue hacia una cómoda, la abrió, revolvió papeles, álbumes, carpetas y “¡acá está!” gritó con voz cantarina y tomó una bolsa. Acercándose a mi la abrió y sacó de adentro un álbum de cuero marrón oscuro y fue desplegando hoja por hoja con las fotos que contenía. 



“¿Ves? ésta soy yo haciendo de la esposa coqueta que quería salir y su marido barrigón vago y pesado que vivía tirado en el sillón no quería… Y acá hago de princesa, mirá, ese vestido me fascinaba porque era como siempre dibujábamos a las princesas y ¡hasta coronita conseguimos!!!! Y fijate en ésta con todo el elenco que me tienen en andas porque me había lucido como nunca esa vez….” Alcira sola. Alcira triste. Alcira en tinieblas había desaparecido. Era ahora Alcira encendida, Alcira dicharachera, Alcira sonriente. Vi tras su piel ajada, su pelo descuidado, sus uñas que hacía tanto no habían sido pintadas de rojo, a la coqueta, la inquieta, la pizpireta. No sé cuánto le habrá durado la alegría revivir esos recuerdos pero no tengo dudas de que esa charla le dio nuevos ánimos porque cuando me iba dijo: “¿Sabés qué voy a hacer? Voy a invitar a mis tres nietos y a sus parejas, voy a hacer una torta de naranja que tanto les gusta y les voy a contar todo esto, les voy a mostrar las fotos y, si me animo, les canto alguna de las canciones que amaba”. Me pareció una idea genial y le pedí que me cantara una a mí antes de que me fuera. Ni lerda ni perezosa lo hizo, te voy a cantar una canción de amor y de nostalgia, se la cantaba siempre a Agustín:

Una vez un ruiseñor, en las claras de la aurora

quedó preso de una flor lejos de su ruiseñora.

Esperando su vuelta en el nío, ella vió que la tarde moría,

y en la noche cantándole al río, medio loca de amor le decía:

¿Dónde estará mi vía, por qué no viene?

qué rosita encendía me lo entretiene.

agua clara de camina entre juncos y mil flores, 

dile que tienen espinas las rosas de los rosales.

Dile que no hay colores que yo no tenga.

que me muero de amores, ¡dile que venga!

Y volví a casa, a la vuelta nomás, yo también con una nueva sonrisa pintada en la cara.