Otras cosas

El mérito de los bienactuantes.

Ilustración: Fidel Sclavo

Ilustración: Fidel Sclavo

Suenan palabras cuyo contenido o propósito no siempre está claro cuando se duda del mérito y de que la gente de bien salga a la calle. Dos formulaciones relacionadas. Entiendo lo del mérito -cada uno pensará lo que quiera- pero ¿qué será gente de bien? ¿Los bienpensantes? ¿los que unen lo bueno al ejercicio del pensamiento? ¡Excelente horizonte ético! Pero resulta que bien suele depender del pensamiento del bienpensante, lo que para el malpensante será mal. Y el otro término, pensar, que es poner en duda, puede aludir a certezas ideológicas, a verdades filosóficas, político-partidarias, religiosas y precede, justifica y sostiene la acción aunque no siempre van juntos. Hay mucho bienpensante que habla y no hace, ordena ¡levantémonos y vayan! y encima cuando hace no es lo que piensa o dice. Por eso la gente de bien, más que bienpensante es bienactuante. Parientes, pero no siempre idénticos. Hay bienactuantes que lo hacen sin pensar así como hay malactuantes que lo hacen pensándolo mucho. No hay garantías. Lo humano es así de misterioso y maleable. Los chicos aprenden de sus padres, no de las intenciones ni de lo que dicen o piensan sino de lo que hacen. Es fácil decir que uno piensa algo por más excelso que sea, pero la acción es soberana, ante lo que uno hace no hay escondite ni engaño posible. Los bienactuantes somos una cofradía heterogénea e inorgánica pero es la que sostiene una república y asegura una convivencia justa. No somos rótulos ni categorías limitadoras, somos nuestra conducta. Obramos para vivir en democracia bajo el imperio de la ley. Conversamos con quien no piensa igual porque no es un enemigo a ser destruido. Apoyamos la educación, la ciencia y la cultura, centrales para la formación de ciudadanos responsables. Valoramos por mérito y no por conveniencia. Preferimos intercambiar ideas a pelear, acusar, juzgar, humillar, señalar o avergonzar. Denunciamos injusticias, arbitrariedades o violaciones a los derechos humanos y rechazamos todo despotismo. Vivimos orgullosos de nuestro trabajo y no gastamos más de lo que ganamos. Votamos, si tenemos suerte por quien nos parece mejor y si no, por quien creamos menos peor. Respetamos las reglas de tránsito y al peatón. No nos adelantamos en las colas ni damos ni aceptamos sobornos. Somos puntuales, nos importa el tiempo de la gente. Acatamos el aislamiento y salimos con tapabocas. No robamos ni mentimos ni engañamos ni vendemos fantasías. Nos gusta quien da trabajo y no limosna. Conocemos nuestros prejuicios y los tenemos bien sujetos y domesticados. Tenemos un olfato sensible a la hipocresía, la impunidad y la corrupción. Pedimos permiso, decimos por favor y gracias. No escondemos esqueletos en el armario. Hay bienactuantes de todas las layas y colores, a uno y otro lado de la así llamada grieta. También hay malactuantes cobijados entre kas o no-kas, izquierdas o derechas, progres o liberales, coquitas o chocolinas. No hay tal pureza, son falsas dicotomías, categorías encubridoras tras las que se escudan muchos como si fueran prueba o garantía de que son gente de bien. El camino al infierno está pavimentado con lustrosas etiquetas. La gente de bien lo es según lo que haga, según su mérito. Como decía el general “mejor que decir es hacer, mejor que prometer es realizar”. Miro a mi alrededor y veo que los bienactuantes meritosos somos mayoría. Cansados pero sin bajar los brazos, seguimos regando esta tierra fértil porque es lo que hay que hacer y porque solo así nuestro país volverá a florecer.

Publicado en Clarin, 27/9/20

Publicado en El diario de Leuco

¿Cómo se llama esa forma de amor?

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Estoy desgarrada. Vivo en carne propia como el amor a veces tiene que vestirse de otras ropas, ropas extrañas, ropas inesperadas, tanto que cuesta ver debajo de ellas que sigue siendo amor.

Mi hija está volviendo a la Argentina con su marido y sus dos hijitos. Esperaba con ansias este regreso que era tan dudoso por la pandemia. Había planeado que en los primeros tiempos se alojaran con nosotros hasta que encontraran un sitio donde vivir. La idea de tenerlos en casa, de desayunar juntos, de acostar a los chicos, de leerles un cuentito sentada en el borde de la cama, de jugar con ellos durante su baño, de salir a pasear al perro de la mano del más grande, los asados, las charlas al anochecer, las películas que miraríamos juntos, esas imágenes me acompañaron todos estos meses esperando que el ansiado regreso se hiciera realidad. Pero cuando lo es, cuando ayer me anunciaron que ya está todo listo y llegan en dos semanas, el contexto había cambiado. Mi marido tiene 79 años y yo 75. Ambos con condiciones físicas de riesgo. Hace casi 6 meses que no tenemos contacto con nadie, que nos cuidamos de manera exhaustiva y consciente. La circulación del virus, el grado de contagios y de muertes, la progresiva carencia de camas y de personal idóneo que se ocupe de los internados, hace que el momento sea especialmente álgido y que los cuidados deban ser extremados. Y de pronto, cuando están cerca de llegar, debí decirles que el consejo que recibo por todas partes, lo más sensato, es que no vengan a vivir con nosotros. Que no solo no hagan la cuarentena obligatoria en casa como habíamos planeado, sino que incluso está desaconsejado enfáticamente que vivan acá después de esas primeras dos semanas. Que los chicos son portadores usualmente asintomáticos y que hay consenso en que los viejos y los chicos no tengan contacto alguno en espacios cerrados, que si se ven que sea al aire libre y manteniendo la distancia social preservadora. El hijo de unos amigos, en similares condiciones, les dijo “si por nuestra culpa, por haberlos visitado a pesar del aislamiento protector, alguno de ustedes dos se contagia, ¡me mato!”. No había pensado en la culpa que podrían sentir si nos pasara algo por no haber tenido el cuidado suficiente.

Es así, no puede ser de otra manera, pero igual me siento desgarrada. Mi nieta menor nació en enero, la acuné cuando fui de visita y soñaba con rodearla con mis brazos, besarla, olerla… y a su hermano mayor, a quien conozco tan bien y mimé en mis visitas, con quien hablamos en los video chats y nos intercambiamos gestos de cariño y a veces chistes… soñaba con tenerlos cerca por fin, poder compartir su día a día y disfrutar uno a uno cada logro… Pero las cosas se confabularon en contra, sólo podré hacerlo a distancia, sin contacto, sin tocarlos, sin sostenerlos, sin besarlos, sin olerlos…

Sé que lo que me pasa no es original ni extraordinario, que estamos todos igual. Sé que tenemos que atender al nivel superior de privilegiar la vida y asegurar su continuación. Lo sé. Lo sé todo. Pero igual me siento desgarrada.

Se me presenta aquella otra situación, la de mis padres durante la Shoá, cuando tuvieron que entregar a Zenuś que tenía dos años, a una familia cristiana que le permitiría seguir viviendo lejos del riesgo que sufrieron ellos de ser denunciados, deportados y asesinados por los nazis. La decisión de entregarlo debe haber sido de una crueldad inusitada. Siempre lo pensé como una evidencia del amor más generoso, el amor de quien se priva de la posesión y del contacto, el amor de quien privilegia el bienestar y quiere asegurar la supervivencia del hijo amado aún cuando deje de verlo, de cuidarlo, de tenerlo cerca. 

Y así como mis padres, muchos otros siguieron el mismo camino que hizo posible a sus hijos permanecer vivos. Algunos volvieron con sus padres o con uno de ellos, otros siguieron viviendo con su familia salvadora, algunos recuperaron su identidad, otros nunca la supieron, la mayoría se salvó. Mi hermanito nunca fue recuperado por mis padres. Les dijeron que había muerto aunque no “recordaban” el lugar en donde había sido enterrado. Mis padres ya no están pero vivieron en la constante y cruel incertidumbre de no saber qué había pasado con su hijo.

¿Cómo se llama ese amor que acepta entregar al hijo a la distancia, a la ausencia, al desconocimiento con tal de que viva? No tiene nombre porque, en condiciones normales, no hace falta ejercitarlo y la lengua no precisó llamarlo de ninguna manera. Como el amor de aquella madre en el famoso juicio del rey Salomón que, ante la amenaza de que su hijo fuera partido en dos, decidió que fuera entregado a la otra madre, eligió perderlo con tal de que siguiera vivo.

Mi desgarro al no poder convivir con mi hija y su familia está tan lejos de lo vivido por mis padres que hasta me da vergüenza haber hecho la asociación. Pero está en mi historia y me debo a ella. No es lo mismo, pero en mí se cruzan. Decidir la distancia, decidir el no contacto, fue entonces y es ahora una nueva definición del amor. El amor que sostiene a la vida como eje, sentido y horizonte. 

Me digo todo eso y el desgarro continúa desgarrado. La escena de esperar en el aeropuerto, de verlos salir, de correr a su encuentro, de alzar a los chicos, de besarlos y sentir su tibieza, no podrá ser. Pero tal vez, de esta manera, nos evitamos un riesgo que, para mi marido y para mí, puede representar nada menos que vivir o morir. 

¿Cómo se llama esta forma de amor?

Netiquette online

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Introducción. Las presentaciones online (zoom, meet, skype o similar) son diferentes a las presenciales. No hay un salón o aula compartida con otra gente, cada uno está en su propio espacio. El tiempo de atención es menor, por eso, además de hacerlas más breves, deben incluir elementos que despierten y/o mantengan el interés. La duración de una exposición no debería exceder la media hora, lo ideal es que sea de 15 minutos. 

La imagen. 

  • Tener una buena fuente de luz para que la visión sea adecuada. Evitar ubicarse con una ventana detrás, produce contraluz que impide ver la cara, la fuente de luz tiene que estar delante de uno. 

  • Controlar el espacio tomado por la cámara y lo que se ve atrás. Antes de comenzar asegurar que no habrá apariciones de otras personas.

  • Ubicar la cámara a la altura de los ojos para que el encuadre no deforme la cara.

  • Lo ideal es que se vea la cabeza y parte del torso de modo que se puedan ver las manos que son un elemento importante en la comunicación.

  • Si la intervención es leída, colocar la fuente delante de los ojos, cerca de la cámara, y cada tanto mirar a la cámara. Recordar que uno se está comunicando y que los demás necesitan ver que uno quiere hacerlo. Mirar solo el papel es ignorar a los demás.

El sonido.

  • Es fundamental que se oiga nítida y claramente, sin ruidos ni alteraciones o chirridos.

  • El uso de micrófonos (solos o incorporados a los auriculares) permite un mejor sonido.

  • Deshabilitar el micrófono mientras habla otro. Solo lo debe tener habilitado quien está hablando para evitar los ruidos ambientales. 

  • En lo posible evitar leer, pero si se hace, hacerlo lentamente, con algunos silencios, no derramar el texto todo-seguido-que-se-hace-difícil-escuchar-y-atender. Darle diferentes entonaciones y, otra vez, mirar cada tanto a la cámara como diciendo “les hablo a ustedes”.

  • Modular bien las palabras y acordarse que del otro lado hay gente a la que puede resultarle difícil oír o prestar atención.

Presentaciones visuales (power points)

Se siguen las mismas reglas que para cualquier presentación cuando es presencial. Las recordamos:

  • La presentación es un apoyo al discurso, no lo reemplaza.

  • El compartir pantalla con una presentación visual solo tiene sentido si suma, si mantiene la atención y el interés.

  • Las filminas deben tener poco texto, palabras sueltas, conceptos que se quieran enfatizar.

  • Las filminas pueden producir la ilusión de movimiento que es un atractor de la concentración (se hacen varias filminas, en cada una se agrega una palabra y se las va pasando a medida que se la va diciendo) 

  • el texto debe ser una ayuda memoria del disertante, una guía para que su exposición no se vaya por las ramas

  • No leer lo que todos están viendo. Es una redundancia. Leer lo que se está mostrando es un abuso, distrae y molesta. Todos sabemos leer. Otra vez: mejor que leer es decirlo y dejar en la filmina unos pocos datos que subrayen lo que se dice.

  • las imágenes son un acompañamiento apropiado si confirman lo que se está diciendo y lo ilustran

  • no dejar la misma filmina mientras se sigue hablando de otra cosa, lo que se ve contradice lo que se oye

  • los cuadros y esquemas deben ser simples y sencillos y deben estar solo si suman

  • si se acompaña un video no debe durar más de 2 ó 3 minutos

  • es una buena idea ensayar la presentación para evitar la confusión y la propia sorpresa cuando lo que sigue no es lo uno recordaba.

  • si manejar la presentación resulta incómodo, pedir que lo haga otro es una buena manera de resolverlo y no resulta perturbadora. pero debe ser ensayado antes para que no se produzcan desajustes

Conclusión. Quien habla lo hace para ser escuchado. Si no se ve bien, si no se oye bien, si el discurso es monótono y aburrido, si lo que se pone delante es texto y texto y más texto, si lo que se ve se choca con lo que se oye, la posibilidad de la escucha se reduce hasta casi anularse. Es por eso que en muchas presentaciones la gente apaga su cámara, para que no se vea que está aburrida o que simplemente se levantó y se fue.

Seguir estas sencillas reglas permitirá que nuestras presentaciones online puedan llegar mejor a los que las reciben.

Ahora no quiero salir

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Ahora que la cuarentena amenaza con flexibilizarse resulta que no quiero salir. Primero el shock de estar bajo una amenaza mortal invisible. Debía quedarme en casa. Lavarme las manos a cada rato. Rociar con alcohol enfervorizadamente todo lo que venía de afuera, zapatos, llaves, tarjetas de crédito. Dejar verduras y frutas inmersas en agua con lavandina. Tapabocas hasta para dormir. ¿Salir con el perro? ¡Imposible! ¡Los virus agazapados sobre las veredas esperaban que se le pegara en las patas! Lo sacábamos al patio, arnés, correa y él movía la cola contento. ¿Qué pasaría con las reuniones de trabajo? ¿Y los pacientes? ¿Y las charlas y conferencias que tenía comprometidas? Aparición estelar de zoom, meet y whatsapp en nuestro resctate y empezamos a vivir una nueva forma de comunicación y encuentros. Pero cuando la novedad ya no lo fue, llegó el cansancio, un cansancio desconocido y diferente. El agobio “pantallar” de las horas quietas mirando fijo a gente encuadrada en cajitas con vista al frente. Y también mi cara. ¡Qué extrañeza y espanto! ¿Así me veían los demás? Forzada a ese cruel y pesado escrutinio, se sumaron otros cansancios. La vestimenta y el arreglo sólo para la mitad superior. Daba igual el calzado o si lo que tenía debajo de la cintura combinaba con lo de arriba en ese cuerpo dividido en dos partes incomunicadas. La nueva convivencia 24x7 con mi marido, aprender a no tropezarnos, a convenir detalles que nunca antes nos fue necesario hacer, el menú de cada comida, los horarios de nuestras actividades, las tareas de la casa, las decisiones de las compras. Y llegó el hartazgo de estar harta, la inminencia de una explosión, un “ya no aguanto más”, como ese grano que está listo para reventar y había que tener a mano antisépticos para contener la podredumbre que saldría. ¡Listo! ¡Basta! Y fuimos relajando los cuidados. Ya el perro había recuperado sus salidas por la calle. Alguna vez que tuve que ir a la farmacia debí volver a casa porque había olvidado el tapabocas. Vivía los días repetidos, sin tener idea de si era domingo o jueves, temporalmente perdida en un mar de días uniformes. El paso del tiempo tenía una insólita vida propia, todo era de una pesada lentitud y al mismo tiempo vertiginoso y fugaz. Y de pronto, cuando nos fuimos acostumbrando a vivir en peligro y aprendimos a cuidarnos mejor y las calles van recuperando gente y los negocios que quedaron suben sus persianas y pareciera que vamos hacia el reencuentro de aquella normalidad perdida, ¡no tengo ganas de salir! Y no es solo por mi edad, condición física o proverbial rebeldía. Tengo el privilegio de haber podido seguir mi actividad, de no tener un negocio que cerró, de seguir con mi vida más o menos igual que antes. No quiero volver al tráfico enloquecido ni a perder horas yendo a reuniones de media hora. Quiero despertarme descansada y desayunar tranquila. Me amigué con las pantallas y prefiero, para lo que se pueda, seguir online. No quiero apuros, urgencias, ni culpas por no hacer a tiempo, la exigencia de un mundo loco que se volvió una picadora de carne. Lo presencial será maravilloso para los besos y abrazos de mis hijos y nietos, para mis amigos queridos con los que estar en silencio disfrutando del estar juntos. Puedo elegir no salir y mantener lo mejor de los dos mundos, “en su medida y armoniosamente”. Menos correr y amontonarse. Besar a pocos, no es preciso a todos. Proximidades y lejanías redibujadas. Nuevos saludos. Nuevos abrazos. Siempre las ganas de vivir.

Publicada en Clarin 11 de agosto 2020

Radio Jai (entrevista en audio) 12 de agosto 2020

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cumplo 75 años

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Hoy me bajo del 75. Fue un buen viaje. Hubo baches y frenadas, claro que sí, pero me acompañó gente fantástica y aprendí muchísimo en cada parada. Tuvo lindos colores, hubo palabras amables y descubrí nuevos paisajes. Recomiendo esta línea ahora que la estoy por dejar y subirme al 76 que me espera fresquito, recién bañado y con un perfume riquísimo. Ahí voy y ojalá mis compañeros en este nuevo viaje me susurren dulzuras al oído y que el asiento que me toque sea cómodo y mullido.

conmovedor mensaje de Santiago K.

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Santiago Kovadloff me mandó este mensaje por whatsapp con un audio:

AMIA: 26 años de un silencio atroz Santiago Kovadloff La Argentina sigue siendo, en términos de deuda interna, un país hipotecado con la verdad. Con esa verdad que debería hacerse oír por boca de la justicia. Ayer, 18 de julio, volvió a escucharse lo que año tras año no deja de ser oído: el silencio impuesto por la prepotencia del crimen a la voz de la verdad. De una verdad amordazada acerca de la complicidad de delincuentes argentinos en el encubrimiento del peor atentado terrorista sufrido por nuestro país. A 26 años de ese acto criminal que sufrió la República en la más emblemática de sus instituciones judías- la AMIA-, el sistema democrático reestablecido en 1983 sigue evidenciando una dificultad sustancial para hacer de la Justicia la expresión básica de su fortaleza moral. Los cómplices locales de Hezbollah, el órgano terrorista que concibió y ejecutó el atentado, siguen en libertad. ¿Qué libertad es esa? La que demuestra la impotencia de nuestra democracia para consolidarse y ser lo que debería ser. ¿Si los asesinos están libres, dónde están sepultadas sus víctimas sino en la subestimación y el peor de los desprecios? ¿Y esas muertes del 18 de julio de 1994 no nos están diciendo, con la humillación a la que siguen expuestas, que nuestras propias vidas son menos vidas porque se despliegan fuera del marco de la ley? La herida sigue abierta. La AMIA sigue estallando en pedazos. La Argentina sigue siendo, a 26 años de esta tragedia, menos que sí misma, insensible a su mejor pasado e incapaz de orientarse hacia su mejor futuro. ¿Qué hicimos y qué haremos cada 18 de julio? ¿Implorar otra vez? ¿Recibir las condolencias de quienes deberían ofrecernos la verdad sobre lo ocurrido? ¿Qué significa, en este estado de cosas, hablar de la grandeza de nuestra Nación cuando los hechos atroces que tuvieron lugar aquí la fuerzan a permanecer empantanada en el silencio, la prepotencia y la impunidad de los asesinos? Si la verdad no tiene porvenir entre nosotros, tampoco lo tendrá la democracia. Sí, en cambio, lo tiene y lo tendrá el reino del simulacro, del encubrimiento, de las muertes rifadas a la corrupción. No queremos ni debemos limitarnos a recordar lo sucedido. No queremos llorar solamente a nuestros muertos con el agobio de lo que seguimos siendo: argentinos expuestos a la impunidad de la barbarie. Lloremos, sí. Pero exijamos también. Una y mil veces hagamos oír la voz del corazón y la pasión por la ley y el derecho que no se rinden a la resignación. La Argentina seguirá teniendo un futuro clausurado mientras tenga un pasado envilecido por la mentira. ¿Y qué diremos de la muerte de Alberto Nisman? ¿En la cabeza de quiénes sino de todos nosotros como nación, estalló ese balazo que le arrebató la vida a un fiscal de la Nación empeñado en no traicionar la estatura moral de su investidura? ¿Es que habrá que resignarse a aceptar que ese crimen es el destino invariable de todo aquel que en este país se atreva a llamar delito al delito y traición a la patria a la traición a la patria? No será así mientras sigamos convencidos de la necesidad de infundir consistencia cívica a nuestro dolor. No permitamos que ante el horror de lo sucedido prevalezca para siempre la idea perversa de que lo que pasó fue una tragedia exclusivamente judía. Fue esencial, medularmente, una tragedia nacional. El 18 de julio debe, por eso, ser día de duelo nacional. No solo por los muertos sembrados entonces. También por los vivos que aún no sabemos ser.

Mi respuesta fue: Excelente Santiago, ya la había leído en LN. No sé por qué me la dedicás pero lo recibo conmovida como un honor inmerecido. Te quiero. A lo que respondió:

Intercambio con Beccacece

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Nota de Hugo Beccacese en LN, 13 de julio 2020.

En este periodo del año se suceden las fechas patrias más importantes: 25 de mayo, 20 de junio, 9 de julio, 17 de agosto. Es inevitable que surjan algunos recuerdos de la época escolar relacionado con esas efemérides. Tuve conciencia y claros ejemplos de lo que era la discriminación ya en la niñez. Voy a contar uno de esos episodios. En ese entonces tenía doce años y cursaba la escuela primaria.Para los actos escolares, había y hay una serie de rituales. Entre ellos, el de elegir al alumno que llevará la bandera. La tradición imponía (como ahora, creo) que el chico de mejor promedio, a modo de reconocimiento, fuera el abanderado. En sexto grado (en aquella lejana época, equivalía al séptimo de hoy), tenía un compañero judío brillante en todas las disciplinas. Lo llamaré por la inicial de su nombre: P. Él tenía el primer promedio de la división; yo, el segundo. Competir con él estaba fuera de cuestión. Su destino era ser el mejor de la clase. Lo admiraba. Era más bajo que yo. Estábamos en ese período de la vida en que un grupo crecía de golpe; otro, poco a poco; y un tercero se desarrollaba bastante más tarde. Yo estaba más bien en el primero; P, en el tercero.Como si la naturaleza hubiera querido señalar la inteligencia con un atributo físico especial, P. era el único compañero pelirrojo. Los pelirrojos, chicas y chicos, pertenecían para mí a la aristocracia capilar. Me fascinaban. El pelo de P. era brillante; además, su cara tenía pecas. Ese detalle hacía que me resultara muy simpático. Éramos amigos.

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14 de julio 2020, Sr Beccacece 

Leí conmovida su nota de ayer. Los que nacimos hace algunas décadas recordamos aquella escuela primaria y aquellos actos discriminatorios lesivos. Me duele lo que vivió entonces, entiendo su silencio, cuando uno era chico no era fácil discutirle a la autoridad (¡cómo ha cambiado eso!) y me pregunto cómo recordará el mismo hecho el colorado petiso. 

Tengo una anécdota también yo que me tomo el atrevimiento de compartir con usted. 

Cuando me anotaron en la primaria mis padres no dijeron que éramos judíos. Hacía poco que habíamos llegado de Polonia, ellos con el peso de lo vivido bajo el nazismo, con el dolor de lo sufrido y perdido, debiendo declararnos católicos para poder entrar por la infausta Circular 11 que prohibía el ingreso si decíamos ser judíos, quisieron darme a mi una oportunidad para no ser discriminada, para tener una vida normal. Como no figuraba como judía, en la clase de religión me quedaba, no me iba a la de "moral" con las chicas judías. En casa no se hablaba de ser judío, no se negaba pero no se mencionaba. Mis padres no eran religiosos ni tradicionalistas, no éramos socios de ninguna institución judía y, aunque nos movíamos en un núcleo con amigos judíos, todos sobrevivientes del Holocausto, claro, el tema de ser judío no era un tema para mí. Amaba las clases de religión. Y, obvio, llegado el momento quise tomar la comunión con las otras chicas, tener ese vestido de novia tan bonito, y las estampitas con mi nombre y los guantes y la cofia con los lazos de satén... soñaba con eso. Pero algo en mi sabía que no me correspondía. Entraba a la iglesia para mis clases de catecismo y cuando tenía que introducir mis dedos en el cuenco con agua bendita antes de persignarme, hacía el gesto pero no mojaba los dedos. Sabía. Oscuramente sabía. La cosa se puso complicada cuando les mentía a las otras chicas sobre como era mi vestido y el diseño de las estampitas. Todo mentira. Pero cuando la fecha estuvo cerca me vi en el problema de que necesitaba el vestido. Mis padres no tenían idea de mis visitas a la iglesia, eran épocas en las que jugábamos en la calle y uno podía escabullirse en travesuras. Pero necesitaba el vestido y se lo tuve que pedir a mi mamá. Claro, la escena fue dramática. Cuando supo para qué lo pedía y en qué había estado, el llanto, el lamento, el dolor fueron desgarradores. La hago corta: no hubo vestido. Sentada en el balcón de mi casa, aquel 8 de diciembre, día de la virgen, vi desfilar a esas novias chiquitas, orondas y orgullosas como una burla dirigida a mi, encerrada en la prohibición de ser igual que ellas. Odié a mis padres, los odié con todas mis fuerzas. Y me dediqué a amar a Evita, el hada de los pobres y desamparados (mis padres me dejaron hacer no fuera que contara en la escuela que ellos no...). 

Me abrió todo este archivo su nota. 

Mis saludos en espera de otros de sus textos.

Diana

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Respuesta 14 de julio 2020

Estimada compañera de distintas discriminaciones, en primer lugar, la felicito por la calidad de su narración. No puedo con el genio de lector: disfruto de las cosas bien contadas.

En segundo término, lo que usted sufrió fue mucho más duro que lo padecido por mí en esa ocasión. Imagino la angustia y el terror que sufrieron sus padres. Y después el peso del silencio y el secreto, tanto para ellos como para usted.

Mi padre era, más que agnóstico, ateo. Cuando, en el primario, tuve la primera clase de religión, se hizo la división entre los católicos y los no católicos, éstos, como usted recuerda, iban a la clase de moral. Yo había sido bautizado (mi madre intervino). Pero no sabía ni persignarme. Qué era la moral?, me pregunté. Sobre la la moral ignoraba todo.

La palabra no me gustaba. Preferí quedarme en religión por pereza.

Con el tiempo, llegué a una conclusión. Por haber desechado la hora de moral, era un amoral, en vez de un ateo. Por intuición, por pereza, había encontrado mi lugar en el mundo: la amoralidad. 

Le agradezco mucho sus líneas, apreciada señora. Usted me ha leído como yo quería ser leído. No olvidaré lo que me ha contado. Me conmueve que me haya confiado algo tan íntimo con tanta emoción.

La saludo con profundo afecto y respeto.

Hugo

El sesgo tribal

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Vivimos en una realidad binaria, maniquea y bélica. Según de qué lado se esté y quién sea el hablante nos considerará amigo o enemigo. A medida que las redes sociales, a las que todos tenemos acceso, globalizan los mensajes simplistas y engañosos, esta tendencia está siendo una característica mundial. ¿Serán los medios? ¿Será la propaganda? ¿Será la manipulación de los políticos? ¿Ignorancia? ¿Perversidad? ¿Estupidez? ¿Qué nos conduce en tanto Humanidad a alojarnos en casilleros cerrados sin dejar entrar a los que creemos que no tienen nuestro mismo pelaje?

Dada la aparente universalidad de esta conducta, lejos de ser una patología, podría tratarse de una característica humana, un sesgo cognitivo. El sesgo se describe como una estrategia mental, una forma de procesar y comprender los datos, sean fenómenos o ideas, de manera rápida y simplificada. Se toman e incorporan los que confirman una idea previa; los que la cuestionan o la niegan, quedan en las sombras o directamente no se perciben. No vemos nuestros sesgos. Son la lente a través de la cual percibimos, leemos, comprendemos y actuamos, lente tan integrada a nosotros que actúa como un verdadero escotoma. El escotoma es un punto ciego en la retina: creemos que vemos todo pero en realidad compensamos lo que no vemos y lo rellenamos con nuestra experiencia previa, de modo que no vemos que no vemos. Nuestros sesgos tienen el mismo efecto: creemos que vemos y consideramos que vemos todo cuando en realidad, vemos solo una parte y no vemos que no vemos. Así, los sesgos cognitivos nos hacer tomar decisiones, comunicarnos y operar con la gente y con la realidad en el engaño de que lo hacemos disponiendo de toda la información y no nos damos cuenta de que nuestra lente nos hace tomar solo una parte. La que nos confirma nuestra idea preexistente. Es el sesgo de confirmación, claramente evidenciable en los partidarios de algún partido político que siguen a los periodistas y medios que confirman sus propias ideas, las refuerzan y por añadidura les aseguran un grupo de pertenencia afín.

Propongo, hasta encontrar una palabra mejor, llamar sesgo tribal a esta característica de partir el mundo en amigos y enemigos, sesgo tan potente que domina nuestra vida social y genera tantas de sus guerras, hostilidades y enfrentamientos. ¿Por qué tribal? Una tribu es un grupo humano unido por lazos históricos, familiares y de intereses comunes. Los mamíferos solo podemos subsistir en el grupo que nos cobija. En su seno construimos nuestras subjetividades, mamamos su cultura e ideología, reglas y rituales, que son las fuentes de pertenencia, aceptación, alimento y protección. En nuestro gran desvalimiento, la pertenencia a una tribu es nuestra única garantía de sobrevivir. Seguimos tan necesitados del grupo como en las primitivas cuevas donde era esencial distinguir amigos de enemigos, protectores de atacantes. El color, el aspecto físico, la lengua, las costumbres de los miembros dibujaban en quien confiar y en quien no. Los diferentes eran potenciales enemigos que podían robarnos tanto el fuego como la carne del mamut recién cazado que debía durar todo el invierno. Diferenciar amigos de enemigos era condición de vida y pasados miles de años este sesgo tribal pareciera estar incorporado a nuestro ADN. La tribu dibuja y define quienes somos, cómo somos vistos, y si somos aceptados, qué privilegios o beneficios podremos recibir. Asimismo dibuja claramente las fronteras y todo lo que está afuera es potencialmente peligroso y levanta nuestro alerta. Este sesgo tribal es la lente con la que leemos nuestras interacciones sociales. En todos los órdenes, en lo político, en lo deportivo, en lo artístico, en lo religioso, esta característica tiene la virtud de asegurarnos la pertenencia y la aceptación del grupo, nos confiere una identidad y nos protege de los ajenos, los predadores y enemigos. Dentro del grupo estamos con nuestros iguales, seremos queridos y respetados, siempre y cuando le seamos leales hasta la ceguera.

El sesgo tribal tuvo trágicas consecuencias en la historia de la humanidad. La mirada maniquea del fanatismo y el extremismo justificó, y aún justifica, conflictos sangrientos en los que cada bando asegura tener el derecho y la posesión de LA VERDAD. Quien gane esa guerra decretará que solo sus rituales, idioma y costumbres serán legítimos y que quienes no los acepten estarán afuera de la gran cueva de todos, perderán el derecho a la pertenencia. Los tiranos, las dictaduras y utopías políticas, tienen como sustento común esta idea de verdad que fundamenta la exclusión, el exilio, la detención, la tortura y el asesinato. Vemos este sesgo en todas partes y de diferentes maneras. En nuestra realidad Ford o Chevrolet, coquitas o chocolinas, River o Boca, izquierda o derecha, populistas o liberales, cristianos o judíos, negros o blancos, peronistas o gorilas y podría seguir con cientos de dicotomías en las que el extremismo y el fanatismo excluye y señala como enemigo al de la otra tribu. Todo lo que se diga o haga evidencia a qué tribu se pertenece. Son solo dos y es inconcebible no pertenecer a alguna. El sesgo tribal no admite territorios intermedios. No hay matices ni grises. No hay miradas o posiciones alternativas. Quien no se reconoce como de acá o de allá, es un traidor encubierto, un enemigo falaz.

El sesgo tribal que, por un lado nos confiere identidad y pertenencia y nos permite crecer y desarrollarnos en el seno del grupo conocido y confiable, por el otro nos mantiene sujetos y prisioneros de un pensamiento único, de la imposibilidad de expresar cualquier divergencia a riesgo de ser echados a la intemperie. Nos obliga a aceptar y abrazar lo que la tribu propone, nos cierra el dispositivo crítico, reflexivo que nos previene de todo posible desacuerdo. El gran peligro es que, como el escotoma visual mencionado, genera una doble ceguera: no vemos y no vemos que no vemos. El sesgo tribal rige nuestras conductas y opiniones. Si no lo conocemos ni reconocemos, si no estamos alertas, caeremos bajo el influjo y la ilusión de poseer el gran tesoro de LA VERDAD. Nos acomodaremos junto a los que creen lo mismo y nos veremos en sus ojos confirmando la identidad grupal y los otros, a su vez, se verán en nuestros ojos en un reflejo especular repetido ad infinitum, tranquilizador y reconfortante. ¡Qué alivio! ¡Qué tranquilidad! todos con el mismo pelaje, todos pensamos y actuamos igual. ¡Qué acogedora y calentita la cueva!, nada nos podrá pasar acá adentro. El enemigo está afuera. Siempre afuera. El único precio que pagamos es la libertad de pensar.

Publicado en El diario de Leuco.

Publicado por Clarin.

¡Harta de estar harta!

El hartazgo tiene dos acepciones. En una, se está harto cuando uno se siente satisfecho, pleno, sin necesidades, completo. En otra, uno está harto cuando está cansado, empachado, superado: cuando no aguanta más. 

Harto ya de estar harto, ya me cansé / de preguntar al mundo por qué y por qué / La rosa de los vientos me ha de ayudar / Y desde ahora vais a verme vagabundear / Entre el cielo y el mar. / Vagabundear

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¡Qué invitante el elogio al vagabundeo de Serrat! ¡Vagabundear! ¡Dejarse salir sin destino prefijado, ir al garete siguiendo los vientos del deseo, el cielo y el mar! ¿Te acordás de cuando lo podíamos hacer? Antes, los destinos estaban limitados a quienes tenían el dinero para poder hacerlo. Hoy, ni el dinero te presta las alas de aquella libertad. Nos hemos igualado, todos. El virus no discrimina ni pregunta quién sos, si sos bueno o malo, blanco o negro, homo o hétero, populista o liberal. Viene, se enseñorea en el reino de nuestra biología y se ríe de aquellas cosas que creíamos que nos diferenciaban y que nos hacían creer que éramos mejores o peores que otros. Pero mal de muchos, ya sabemos... 

¿De qué estoy harta? No es solo de la limitación del vagabundeo. Estoy harta de la inundación constante de noticias e informaciones, contradictorias, cambiantes, sensacionalistas, engañosas. Estoy harta de que no se hable de otra cosa. Estoy harta de las infografías, de los pronósticos, de las expectativas de tratamientos que no llegan, de la perentoriedad de una amenaza que nos tiene amordazados. Estoy harta de celebrar que estoy viva, que mi marido lo esté así como mis hijos, nietos y amigos queridos, como si estar vivos se hubiera vuelto lo único que podemos esperar de la vida. Obviamente si estás en el umbral y de un lado está la vida y del otro la muerte, la vida es ese milagro a celebrar. Pero está siendo una vida en sordina, estática y pasiva, que sale de la incertidumbre conocida para caer en otra más incierta aún que nos impele a protegernos para que, de manera dramática y urgente, nos mantengamos vivos. Al mismo tiempo me digo que no aparece a la vista otra manera de seguir, que debo ser más tolerante y paciente, que más se sufrió en la guerra (mis padres sobrevivieron escondidos en un altillo casi dos años durante el Holocausto), que al menos yo no estoy tan mal, tengo un techo que me protege de la lluvia y el frío, agua corriente y baño, mi marido se la banca con dignidad y bonhomía y mi perro no entiende de cuarentenas ni sufre por ello, todo lo contrario, porque nos tiene a su lado todo el tiempo y es todo lo que le hace falta. Son privilegios que tengo la suerte de tener y es una parte buena de este período porque me pone delante lo que daba por dado, casi que no veía y que hoy agradezco tanto.

Entiendo que el aislamiento está destinado a nuestra preservación y cuidado, no abogo por romperlo de manera irresponsable, hablar de mi hartazgo es tan solo un desahogo. Quiero volver a mi rutina habitual. Quiero volver a enojarme porque el tráfico está imposible. Quiero volver a sentarme con amigos en un café, solo a pasar el tiempo sin tener que hablar de algo en particular. Creo que ya sé que no volveremos a compartir el mate, que ese ritual tan rioplatense, tan de confianza y de proximidad, tendrá que ser cambiado por otro en el que cada uno chupará de su propia bombilla. Ya sé que esto dibujará un nuevo límite en nuestras interacciones pero quiero volver a la rutina de lo que era. Estoy harta de no saber qué día es, de que domingo y jueves sean palabras sin sentido, que calzarse haya quedado en el olvido y que la ropa de la cintura para abajo no deba ser elegida con el mismo cuidado que la que cubre el torso.

Y por si esto fuera poco, la dimensión temporal me resulta enloquecedora porque está tergiversada de un modo insólito: el tiempo detenido de agua estancada, coexiste con el tiempo vertiginoso, fugaz e inasible. No sé si algo que pasó fue esta mañana o hace dos meses, cuando digo “el otro día” puede corresponder a cualquier momento entre ayer y mediados de marzo cuando todo empezó. Por un lado es un eterno domingo sin diferencias entre un día y otro y de pronto y al mismo tiempo ya cambió el mes y estamos en junio. Winter is coming. Miro hacia atrás sorprendida, como si hubiera estado dormida en una caja de cristal, en un sueño sin sueños y el tiempo hubiera pasado sin que yo estuviera allí y para más inri como se dice en España, sigue sin venir el príncipe que me despertará con un beso de amor.

Sé que soy una privilegiada. Que aunque el dinero no es freno al contagio y todos podemos ser alcanzados por el virus,  si tenés dinero te podés cuidar mejor, disponés de espacios para aislarte, abrís una canilla y hay agua corriente para lavarte las manos, podés comprar el alcohol para desinfectarte y si te contagiás te recibirán en los mejores sitios para curarte. Por eso tantas víctimas mortales provienen de donde reina la carencia, la injusticia social y la iniquidad. 

Aunque el virus nos puede atacar a todos, algunos tenemos más posibilidades de contrarrestarlo que otros. Es con impotencia y culpa que escribo esto porque me digo que ante tanta injusticia no tengo derecho a estar harta. Pero lo estoy y me hace bien aliviarme y gritarlo a los cuatro vientos:  ¡ESTOY HARTA! ¡HARTA DE ESTAR HARTA!