Estoy desgarrada. Vivo en carne propia como el amor a veces tiene que vestirse de otras ropas, ropas extrañas, ropas inesperadas, tanto que cuesta ver debajo de ellas que sigue siendo amor.
Mi hija está volviendo a la Argentina con su marido y sus dos hijitos. Esperaba con ansias este regreso que era tan dudoso por la pandemia. Había planeado que en los primeros tiempos se alojaran con nosotros hasta que encontraran un sitio donde vivir. La idea de tenerlos en casa, de desayunar juntos, de acostar a los chicos, de leerles un cuentito sentada en el borde de la cama, de jugar con ellos durante su baño, de salir a pasear al perro de la mano del más grande, los asados, las charlas al anochecer, las películas que miraríamos juntos, esas imágenes me acompañaron todos estos meses esperando que el ansiado regreso se hiciera realidad. Pero cuando lo es, cuando ayer me anunciaron que ya está todo listo y llegan en dos semanas, el contexto había cambiado. Mi marido tiene 79 años y yo 75. Ambos con condiciones físicas de riesgo. Hace casi 6 meses que no tenemos contacto con nadie, que nos cuidamos de manera exhaustiva y consciente. La circulación del virus, el grado de contagios y de muertes, la progresiva carencia de camas y de personal idóneo que se ocupe de los internados, hace que el momento sea especialmente álgido y que los cuidados deban ser extremados. Y de pronto, cuando están cerca de llegar, debí decirles que el consejo que recibo por todas partes, lo más sensato, es que no vengan a vivir con nosotros. Que no solo no hagan la cuarentena obligatoria en casa como habíamos planeado, sino que incluso está desaconsejado enfáticamente que vivan acá después de esas primeras dos semanas. Que los chicos son portadores usualmente asintomáticos y que hay consenso en que los viejos y los chicos no tengan contacto alguno en espacios cerrados, que si se ven que sea al aire libre y manteniendo la distancia social preservadora. El hijo de unos amigos, en similares condiciones, les dijo “si por nuestra culpa, por haberlos visitado a pesar del aislamiento protector, alguno de ustedes dos se contagia, ¡me mato!”. No había pensado en la culpa que podrían sentir si nos pasara algo por no haber tenido el cuidado suficiente.
Es así, no puede ser de otra manera, pero igual me siento desgarrada. Mi nieta menor nació en enero, la acuné cuando fui de visita y soñaba con rodearla con mis brazos, besarla, olerla… y a su hermano mayor, a quien conozco tan bien y mimé en mis visitas, con quien hablamos en los video chats y nos intercambiamos gestos de cariño y a veces chistes… soñaba con tenerlos cerca por fin, poder compartir su día a día y disfrutar uno a uno cada logro… Pero las cosas se confabularon en contra, sólo podré hacerlo a distancia, sin contacto, sin tocarlos, sin sostenerlos, sin besarlos, sin olerlos…
Sé que lo que me pasa no es original ni extraordinario, que estamos todos igual. Sé que tenemos que atender al nivel superior de privilegiar la vida y asegurar su continuación. Lo sé. Lo sé todo. Pero igual me siento desgarrada.
Se me presenta aquella otra situación, la de mis padres durante la Shoá, cuando tuvieron que entregar a Zenuś que tenía dos años, a una familia cristiana que le permitiría seguir viviendo lejos del riesgo que sufrieron ellos de ser denunciados, deportados y asesinados por los nazis. La decisión de entregarlo debe haber sido de una crueldad inusitada. Siempre lo pensé como una evidencia del amor más generoso, el amor de quien se priva de la posesión y del contacto, el amor de quien privilegia el bienestar y quiere asegurar la supervivencia del hijo amado aún cuando deje de verlo, de cuidarlo, de tenerlo cerca.
Y así como mis padres, muchos otros siguieron el mismo camino que hizo posible a sus hijos permanecer vivos. Algunos volvieron con sus padres o con uno de ellos, otros siguieron viviendo con su familia salvadora, algunos recuperaron su identidad, otros nunca la supieron, la mayoría se salvó. Mi hermanito nunca fue recuperado por mis padres. Les dijeron que había muerto aunque no “recordaban” el lugar en donde había sido enterrado. Mis padres ya no están pero vivieron en la constante y cruel incertidumbre de no saber qué había pasado con su hijo.
¿Cómo se llama ese amor que acepta entregar al hijo a la distancia, a la ausencia, al desconocimiento con tal de que viva? No tiene nombre porque, en condiciones normales, no hace falta ejercitarlo y la lengua no precisó llamarlo de ninguna manera. Como el amor de aquella madre en el famoso juicio del rey Salomón que, ante la amenaza de que su hijo fuera partido en dos, decidió que fuera entregado a la otra madre, eligió perderlo con tal de que siguiera vivo.
Mi desgarro al no poder convivir con mi hija y su familia está tan lejos de lo vivido por mis padres que hasta me da vergüenza haber hecho la asociación. Pero está en mi historia y me debo a ella. No es lo mismo, pero en mí se cruzan. Decidir la distancia, decidir el no contacto, fue entonces y es ahora una nueva definición del amor. El amor que sostiene a la vida como eje, sentido y horizonte.
Me digo todo eso y el desgarro continúa desgarrado. La escena de esperar en el aeropuerto, de verlos salir, de correr a su encuentro, de alzar a los chicos, de besarlos y sentir su tibieza, no podrá ser. Pero tal vez, de esta manera, nos evitamos un riesgo que, para mi marido y para mí, puede representar nada menos que vivir o morir.
¿Cómo se llama esta forma de amor?