Ahora no quiero salir

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Ahora que la cuarentena amenaza con flexibilizarse resulta que no quiero salir. Primero el shock de estar bajo una amenaza mortal invisible. Debía quedarme en casa. Lavarme las manos a cada rato. Rociar con alcohol enfervorizadamente todo lo que venía de afuera, zapatos, llaves, tarjetas de crédito. Dejar verduras y frutas inmersas en agua con lavandina. Tapabocas hasta para dormir. ¿Salir con el perro? ¡Imposible! ¡Los virus agazapados sobre las veredas esperaban que se le pegara en las patas! Lo sacábamos al patio, arnés, correa y él movía la cola contento. ¿Qué pasaría con las reuniones de trabajo? ¿Y los pacientes? ¿Y las charlas y conferencias que tenía comprometidas? Aparición estelar de zoom, meet y whatsapp en nuestro resctate y empezamos a vivir una nueva forma de comunicación y encuentros. Pero cuando la novedad ya no lo fue, llegó el cansancio, un cansancio desconocido y diferente. El agobio “pantallar” de las horas quietas mirando fijo a gente encuadrada en cajitas con vista al frente. Y también mi cara. ¡Qué extrañeza y espanto! ¿Así me veían los demás? Forzada a ese cruel y pesado escrutinio, se sumaron otros cansancios. La vestimenta y el arreglo sólo para la mitad superior. Daba igual el calzado o si lo que tenía debajo de la cintura combinaba con lo de arriba en ese cuerpo dividido en dos partes incomunicadas. La nueva convivencia 24x7 con mi marido, aprender a no tropezarnos, a convenir detalles que nunca antes nos fue necesario hacer, el menú de cada comida, los horarios de nuestras actividades, las tareas de la casa, las decisiones de las compras. Y llegó el hartazgo de estar harta, la inminencia de una explosión, un “ya no aguanto más”, como ese grano que está listo para reventar y había que tener a mano antisépticos para contener la podredumbre que saldría. ¡Listo! ¡Basta! Y fuimos relajando los cuidados. Ya el perro había recuperado sus salidas por la calle. Alguna vez que tuve que ir a la farmacia debí volver a casa porque había olvidado el tapabocas. Vivía los días repetidos, sin tener idea de si era domingo o jueves, temporalmente perdida en un mar de días uniformes. El paso del tiempo tenía una insólita vida propia, todo era de una pesada lentitud y al mismo tiempo vertiginoso y fugaz. Y de pronto, cuando nos fuimos acostumbrando a vivir en peligro y aprendimos a cuidarnos mejor y las calles van recuperando gente y los negocios que quedaron suben sus persianas y pareciera que vamos hacia el reencuentro de aquella normalidad perdida, ¡no tengo ganas de salir! Y no es solo por mi edad, condición física o proverbial rebeldía. Tengo el privilegio de haber podido seguir mi actividad, de no tener un negocio que cerró, de seguir con mi vida más o menos igual que antes. No quiero volver al tráfico enloquecido ni a perder horas yendo a reuniones de media hora. Quiero despertarme descansada y desayunar tranquila. Me amigué con las pantallas y prefiero, para lo que se pueda, seguir online. No quiero apuros, urgencias, ni culpas por no hacer a tiempo, la exigencia de un mundo loco que se volvió una picadora de carne. Lo presencial será maravilloso para los besos y abrazos de mis hijos y nietos, para mis amigos queridos con los que estar en silencio disfrutando del estar juntos. Puedo elegir no salir y mantener lo mejor de los dos mundos, “en su medida y armoniosamente”. Menos correr y amontonarse. Besar a pocos, no es preciso a todos. Proximidades y lejanías redibujadas. Nuevos saludos. Nuevos abrazos. Siempre las ganas de vivir.

Publicada en Clarin 11 de agosto 2020

Radio Jai (entrevista en audio) 12 de agosto 2020

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